CURIOSOS DESCUBRIMIENTOS
Cuando acababa de destornillar el último tornillo, se oyó un golpe en la puerta. Jorgina se sobresaltó. No contestó, temiendo que fuese Block o el señor Lenoir.
Luego, con gran alivio por su parte, oyó la voz de Julián:
—¡Jorge!, ¿estás aquí?
La niña se apresuró hacia la puerta y la abrió. Los chicos entraron. Parecían muy sorprendidos. Maribel y Ana los seguían. Jorgina cerró la puerta y pasó el cerrojo.
—El señor Barling se ha ido y ha cerrado la casa —explicó Julian—. Así estamos. Pero ¿que estás haciendo, Jorge?
—Desatornillando este asiento —contestó Jorgina, y les contó lo del tornillo encontrado en el suelo. Todos se apiñaron en torno a ella con gran inquietud.
—¡Bravo, Jorge! —dijo Dick—. Déjame que acabe de destornillar.
—¡No, gracias, esto es trabajo mío! —dijo Jorgina. Quitó el último tornillo. Luego levantó el borde del asiento. Éste salió como una tapadera.
Todos miraron hacia adentro muy asustados. ¿Qué verían? Con gran sorpresa y desilusión, se encontraron tan sólo con un cajón vacío. El asiento de la ventana era como un cajón, con la tapa atornillada para que la gente se sentase en ella.
—¡Qué desengaño! —dijo Dick. Cerró de nuevo la tapadera—. Creo que en realidad no oíste a nadie atornillar la tapadera, Jorge. Debiste de imaginarlo.
—No, no lo imaginé. —Abrió de nuevo la tapadera y se metió dentro de aquella especie de cajón que formaba el asiento de la ventana y pateó y presionó con el pie.
De repente se oyó un chasquido y el fondo de aquella especie de cajón cayó de lado como si fuera una trampa que girara sobre sus goznes.
Jorgina, perdiendo apoyo bajo sus pies, dio un grito y se agarró al borde. Quedó un momento colgando y luego, con una contracción de músculos, consiguió saltar afuera. Todos miraron hacia abajo en silencio.
En el fondo había un boquete con una profundidad de unos dos metros y medio. Esa profundidad parecía ensancharse y juntarse a un pasadizo secreto, que desembocaba en uno de los túneles subterráneos, por los que toda la colina estaba minada. ¿Acaso condujera hasta la casa del señor Barling?
—¡Mirad eso! —indicó Dick—. ¿Quién hubiese podido pensar semejante cosa? Juraría que ni el viejo Hollín conocía este camino.
—¿Bajamos? —preguntó Jorgina—. Vamos a ver adonde conduce. Quizás encontremos a Tim.
Se oyó que alguien forcejeaba en la puerta. Estaba cerrada. Luego la golpearon con impaciencia y una voz enfadada gritó ásperamente.
—¿Por qué está cerrada esta puerta? ¡Abrid en seguida! ¿Qué estáis haciendo aquí?
—¡Es mi padre! —susurró Maribel, con los ojos muy abiertos—. Mejor será que abra la puerta…
Jorgina cerró la tapa del asiento de la ventana sin hacer ruido. No quería que el señor Lenoir viera su último descubrimiento. Cuando se abrió la puerta, el señor Lenoir vio que los niños estaban allí de pie o sentados en el asiento de la ventana.
—He tenido una buena charla con Block —dijo— y, tal como yo creía, no sabe absolutamente nada de todo lo que está ocurriendo por aquí. Quedó muy extrañado al oír lo de las señales lanzadas desde el torreón. Pero no cree que sea el señor Barling. Cree que puede ser un complot en contra mía.
—¡Ah! —disimularon los niños, sin dar mucho crédito a las palabras de Block, como por el contrario parecía hacerlo el señor Lenoir.
—Todo esto ha angustiado mucho a Block —dijo el señor Lenoir—. Se siente enfermo y le he dicho que se fuera a descansar hasta que se decida lo que vamos a hacer.
Los niños comprendieron que Block no debía angustiarse con tanta facilidad. Todos sospecharon rápidamente que Block no se iría a descansar, sino que se escabulliría para arreglar sus propios asuntos.
—Tengo una ocupación urgente en estos momentos —dijo el señor Lenoir—. He llamado a la policía, pero, por desgracia, el inspector no estaba. Me llamará en cuanto regrese. ¿Podéis quedaros sin hacer disparates hasta que yo acabe mi trabajo?
Los niños pensaron que aquélla era una pregunta tonta. No contestaron. El señor Lenoir sonrió. De repente, se rió brevemente y se fue.
—Voy hasta la habitación de Block a echar un vistazo y veremos si está realmente en ella —dijo Julián, en cuanto perdieron de vista al señor Lenoir.
Fue hacia el ala del edificio en que se encontraban las habitaciones del servicio y se paró, sin hacer ruido, junto a la de Block. La puerta estaba ligeramente entreabierta y Julián podía ver a través de la rendija. Vio el bulto del cuerpo de Block en la cama y la mancha oscura que formaba su cabeza. Las persianas estaban corridas, para mantener la habitación a oscuras, pero en la semioscuridad se percibía todo esto.
Julián corrió junto a los demás.
—Sí, ¡está en su cama! —dijo—. Está seguro durante un rato. ¿Qué os parece si bajáramos por el boquete del asiento de la ventana? Me gustaría muchísimo saber adonde conduce.
—¡Oh, sí! —exclamaron todos.
Pero no era cosa fácil saltar unos dos metros y medio sin magullarse demasiado. Julián pasó primero y sintió que la sacudida era muy fuerte. Gritó a Dick:
—Tendremos que hallar un pedazo de cuerda y atarla a alguna parte y dejarla colgando por el boquete. Es peligroso soltarse desde tanta altura.
Pero cuando Dick iba a salir a buscar la cuerda, Julián volvió a gritar.
—¡No hace falta ya! He descubierto algo. Hay huecos excavados en las paredes del hoyo. En ellos podéis apoyar los pies o las manos. No los vi antes. Podéis utilizarlos para bajar.
Así pues, todos bajaron, uno tras otro, palpando en busca de los huecos. Jorgina falló uno o dos y se quedó colgando hasta que por fin se dejó caer en el último trecho. Pegó contra el suelo, pero no se hizo daño.
Tal como pensaban, el boquete conducía a otro pasadizo secreto de la mansión, pero éste descendía en línea recta, formando escalones. Así es que pronto se encontraron muy por debajo del nivel de la casa. Luego llegaron al laberinto de túneles que minaba la colina. Allí se detuvieron.
—¡Ved! Me parece que no podemos seguir adelante —dijo Julian—. Nos perderíamos. No traemos con nosotros a Hollín ahora, y Maribel no conoce el camino. Sería peligroso andar por aquí.
—¡Escuchad! —dijo de repente Dick en voz baja—. Viene alguien.
Podían oír el ruido hueco de los pasos que se acercaban por un túnel lateral a la izquierda de ellos. Todos se retiraron hacia la oscuridad y Julián apagó su linterna.
—Son dos hombres —comentó Ana cuando dos personas salieron del túnel cercano. Uno era alto y delgado. El otro… ¡el otro con seguridad era Block! Si no era Block, era su doble.
Los dos hombres hablaban en voz baja. Dialogaban. ¿Cómo podía ser Block si aquel hombre oía tan bien? Además, Block estaba durmiendo en su cama. No habrían transcurrido diez minutos desde que Julián lo vio allí.
«¿Existirían, pues, dos Block?», pensó Jorgina, como había pensado ya en otra ocasión.
Los hombres desaparecieron en otro túnel, y la luz brillante de sus linternas se extinguió progresivamente. Todavía llegaba hasta ellos el eco apagado de sus voces.
—¿Los seguimos? —sugirió Dick.
—Claro que no —dijo Julian—. Podríamos perderlos y extraviarnos. ¿Y si de repente se dan la vuelta y nos encuentran? ¡Menudo susto!
—Estoy segura de que el primero era el señor Barling —dijo Ana—. No pude ver su cara, porque la luz de su linterna no la iluminaba, pero parecía ser el señor Barling, ¡tan alto y desgarbado!
—Pero el señor Barling se ha marchado —dijo Maribel.
—¡Se supone que se ha marchado! —repuso Jorgina—. Es posible también que haya regresado. Desde luego parecía él. Me gustaría saber adonde iban esos dos. A ver a mi padre y a Hollín, seguramente, ¿no os parece?
—Es probable —confirmó Julian—. Regresemos ya. Creo que no debemos seguir vagabundeando solos por estos túneles. Son interminables. Tienen varios kilómetros, según dice Hollín. Se entrecruzan, suben, bajan, dan vueltas y vueltas y acaban en el pantano. Nunca sabríamos regresar si llegamos a perdernos.
Volvieron sobre sus pasos. Subieron los escalones y alcanzaron, por fin, el fondo del boquete que se abría en el asiento de la ventana. Era relativamente fácil subir, agarrándose a los huecos excavados en la pared.
Pronto estuvieron todos de nuevo en la habitación, contentos de ver otra vez los rayos del sol que penetraban por la ventana. Miraron afuera. El pantano comenzaba a envolverse en la niebla, una vez más, aunque a la altura que se encontraban ésta se veía dorada por el sol.
—Voy a poner de nuevo los tornillos en el asiento de la ventana —dijo Julián recogiendo el destornillador y recubriendo la abertura con la tapa de madera—. Así, si viene Block por aquí, no se dará cuenta de que hemos descubierto este nuevo pasadizo secreto. Estoy seguro de que fue él quien quitó los tornillos del asiento para que el señor Barling pudiese entrar en la habitación y que luego volvió a atornillarlos, para que nadie pudiera adivinar lo que había ocurrido.
Volvió a colocar los tornillos rápidamente y luego miró el reloj.
—Es casi la hora de comer y tengo apetito. Desearía que Hollín y tío Quintín hubiesen regresado. Espero que estén bien… y también Tim —dijo Julian—. Quisiera saber si Block sigue en cama o si está rondando por los túneles. Voy a echar otro vistazo.
Pronto regresó muy confuso.
—Sí, sigue en su cuarto tranquilamente. Es muy raro.
Block no compareció a la hora de la comida. Sara explicó que había rogado que no lo molestaran si él no comparecía por su cuenta.
—A veces le dan unos dolores de cabeza terribles —explicó—. Quizá por la tarde ya se encuentre bien.
Deseaba comentar con ellos todas aquellas cosas. Pero los niños habían decidido no contarle nada. Era una mujer amable y los niños le tenían afecto, pero, de todas formas, no confiaban en nadie en el «Cerro del Contrabandista». Así es que Sara no pudo sacarles nada a ninguno de ellos y se retiró bastante ofendida.
Julián bajó a hablar con el señor Lenoir. Le pareció que, aunque el inspector no estuviera en el puesto de policía, alguien más debía ser informado de lo que ocurría. Estaba preocupado por su tío y por Hollín. No podía menos de pensar que quizás el señor Lenoir, para ganar tiempo, había dicho que el inspector no estaba.
El señor Lenoir parecía enfadado cuando Julián llamó a la puerta de su estudio.
—¡Ah, eres tú! —dijo a Julian—. Esperaba a Block. Lo he estado llamando repetidamente. Se oye sonar el timbre en su habitación y no puedo comprender por qué no viene. Quiero que me acompañe al puesto de policía.
«¡Está bien!», pensó Julián. Luego dijo en voz alta:
—Iré y le diré de su parte que se dé prisa, señor Lenoir. Se cuál es su habitación.
Julián subió velozmente hasta llegar al rellano de donde partían los escalones que conducían a los dormitorios de la servidumbre. Los salvó de un par de saltos y, con un fuerte empujón, abrió de par en par la puerta de la habitación de Block.
¡Block parecía aún dormir en su cama! Julián lo llamó en voz alta. Luego recordó que era sordo. Por tanto, se dirigió a la cama y puso su mano con brusquedad donde se dibujaba su hombro, bajo las sábanas.
No encontró ninguna resistencia. Julián retiró su mano y miró con mayor atención. Entonces se llevó un gran susto.
¡Block no estaba en su cama! Allí no había más que una gran bola, pintada de negro, para que pareciera una cabeza medio hundida entre las sábanas… y, cuando Julián apartó éstas, en lugar del cuerpo de Block, encontró un viejo y sucio almohadón, sabiamente moldeado para que semejase un cuerpo encogido.
«¡Conque ésta es la jugarreta que se gasta Block cuando quiere largarse a alguna parte y, sin embargo, desea que crean que está aquí! —pensó Julian—. Así es que era Block el que hemos visto en el túnel esta mañana, y también tuvo que ser Block el que Jorge vio ayer hablando con el señor Barling cuando ella miraba por la ventana. Y ni siquiera es sordo. Es un pícaro, eso es, muy listo, muy taimado y con dos caras».