Capítulo 11

JORGINA ESTA PREOCUPADA

Al oír el ladrido, el señor Lenoir enderezó la cabeza hacia un lado como si fuera un perro asustado. Pero ellos fingieron no haber oído nada. El señor Lenoir escuchó atentamente sin decir nada. Luego se volvió hacia un álbum de dibujo que pertenecía a Julián y miró los apuntes que contenía.

Los niños comprendieron que hacía esto para permanecer más tiempo en la sala de estudios. Julián pensó que alguien había advertido al señor Lenoir sobre los ladridos del perro y que éste había entrado para averiguar por sí mismo de qué se trataba. ¡Era la primera vez que entraba en la sala de estudios!

Tim ladró de nuevo; parecía estar más lejos. La punta de la nariz del señor Lenoir empalideció. Hollín y Maribel, que conocían la señal de peligro, se miraron el uno al otro. ¡La punta blanca de la nariz significaba por lo general una tempestad de furor!

—¿Habéis oído ese ruido? —preguntó el señor Lenoir haciendo chasquear sus palabras.

—¿Qué ruido, señor? —preguntó Julián cortésmente.

Tim ladró de nuevo.

—¡No os hagáis los tontos! ¡El ruido vuelve a oírse! —dijo el señor Lenoir. En aquel mismo momento se oyó el graznido de una gaviota que volaba con la brisa marina.

—¡Oh! ¿Será una gaviota, señor? Sí, a menudo oímos a las gaviotas —explicó Dick con animación—. A veces parecen maullar como un gato, señor.

—¡Ajá! —exclamó el señor Lenoir casi escupiendo las palabras—. ¡Me imagino que también diréis que pueden ladrar como un perro!

—¡Sí, señor, creo que pueden! —afirmó Dick, que aparentaba estar sorprendido—. Puesto que pueden maullar como los gatos, no hay razón para que no puedan ladrar como los perros.

De nuevo se oyeron los alegres ladridos de Tim. El señor Lenoir se encaró con los niños, dando ya muestras de un gran enfado.

—¿Es que no podéis oír esto? ¡Decidme qué es este ruido!

Los niños dirigieron la cabeza hacia un lado, y fingieron escuchar con gran atención.

—No oigo nada —dijo Dick—, nada en absoluto.

—Yo oigo el viento —dijo Ana.

—Yo oigo de nuevo las gaviotas —afirmó Julián poniéndose la mano detrás de la oreja.

—Oigo una puerta que golpea. Quizá sea éste el ruido a que usted se refiere, señor —dijo Hollín con cara de inocencia.

Su padrastro le lanzó una mirada envenenada. ¡Qué desagradable era!

—También se oye batir una ventana —añadió Maribel, deseosa de aportar también su parte, a pesar de que se sentía muy asustada por su padre, del que conocía muy bien las súbitas furias.

—¡Yo os digo que es un perro y vosotros lo sabéis! —espetó el señor Lenoir, que ahora ya tenía la punta de la nariz tan blanca que presentaba un aspecto extraño—. ¿Dónde está el perro? ¿De quién es?

—¿Qué perro, señor? —empezó a decir Julián, con el entrecejo fruncido y fingiendo una gran sorpresa—. Yo no puedo ver que haya ningún perro aquí.

El señor Lenoir lo miró y apretó los dedos con rabia. Se veía claramente que hubiera deseado dar un tirón de orejas a Julián.

—¡Escuchad, pues! —dijo siseando—. Escuchad, y decidme, ¿qué es lo que puede ladrar de este modo si no es un perro?

Todos se sentían obligados a escuchar, porque estaban asustados de ver a aquel hombre tan furioso. Pero, por suerte, Tim no ladró más. O había dejado escapar la rata, o se la estaba zampando. Lo cierto es que no se le oyó, en absoluto.

—Lo siento, señor, pero yo no oigo ladrar a ningún perro —dijo Julián en tono ofendido.

—¡Ni yo! —afirmó Dick.

Los demás se les unieron diciendo lo mismo. El señor Lenoir sabía que esta vez decían la verdad, porque tampoco él oía nada.

—¡Cuando atrape a ese perro, lo haré envenenar! —exclamó con voz lenta y muy claramente—. No quiero tener perros en mi casa.

Giró sobre sus talones y salió velozmente, lo cual fue una buena cosa, porque Jorgina estaba a punto de abandonarse a una de sus típicas rabietas y esto hubiera encadenado una verdadera batalla campal. Ana puso su mano sobre el brazo de Jorgina para evitar que ésta gritara algo al señor Lenoir.

—¡No abandones el juego! —susurró—. ¡No digas nada, Jorge!

Jorgina se mordió los labios. Primero había enrojecido de furor y ahora estaba pálida. Golpeó con su pie en el suelo.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —estalló.

—¡Cállate, tonta! —dijo Julian—. Block regresará dentro de un minuto. Debemos simular que estamos todos muy sorprendidos porque el señor Lenoir creyó que había aquí un perro, porque si Block puede leer en nuestros labios, no debe saber la verdad.

En el mismo momento entró Block, que traía el postre. Su cara seguía tan impávida como siempre. Era la cara más rara que los niños habían visto en su vida; no había en ella ningún cambio de expresión. Ana decía que su cara era como una máscara.

—¡Qué raro que el señor Lenoir pensara que se oía ladrar un perro! —empezó a decir Julián, y todos le apoyaron con valentía.

Si era cierto que Block podía leer en sus labios, se quedaría extrañado al no enterarse de si se había oído ladrar a un perro o no.

Los niños huyeron a la habitación de Hollín y allí sostuvieron consejo de guerra.

—¿Qué vamos a hacer con Tim? —preguntó Jorgina—. ¿Crees tú, Hollín, que tu padrastro conoce los pasadizos secretos que se encuentran debajo de los muros del «Cerro del Contrabandista»? ¿Sería posible que entrase y hallase a Tim? Tim se lanzaría sobre él, ¿sabéis?

—Sería posible —admitió Hollín, pensativo—. No sé si mi padrastro conoce los pasadizos secretos. Creo que los conoce, pero no sé si sabe exactamente las entradas. Yo mismo las he hallado por casualidad.

—Regreso a mi casa —anunció Jorgina súbitamente—. No voy a exponerme a que envenenen a Tim.

—No puedes ir sola a tu casa —dijo Julian—. Parecería raro si lo hicieses. Todos tendremos que regresar y, entonces, no tendremos oportunidad de ayudar a Hollín y aclarar este misterio.

—¡Oh, por Dios! No me abandonéis precisamente ahora —se lamentó Hollín, que parecía alarmado—. Esto pondría furioso a mi padre. Lo enloquecería.

Jorgina vaciló. No quería causar disgustos a Hollín, al que quería mucho. Pero, por otra parte, no quería exponer a Tim a ningún peligro.

—¡Está bien! Llamaré a mi padre y le diré que les echo de menos y que quiero regresar —decidió Jorgina—. Diré que no me acostumbro a estar sin mamá. Y es verdad, la echo de menos. Vosotros podéis quedaros aquí y aclarar el misterio. No estaría bien que intentarais que me quedase aquí con Tim, puesto que sabéis que sufriría en todo momento, pensando que alguien pudiese entrar en el pasadizo secreto y poner carne envenenada para que mi perro la comiera.

Los otros no habían pensado en eso. Sería terrible. Julián meditaba. Debería permitir a Jorgina que hiciese su santa voluntad.

—Esta bien, llama a tu padre —dijo—. Hay un teléfono abajo. Hazlo ahora mismo si quieres. Me parece que ahora no habrá nadie por allí.

Jorgina se deslizó por el pasillo, salió por la puerta, bajó las escaleras y se dirigió al teléfono, que se hallaba encerrado en una pequeña cabina oscura. Pidió el número que deseaba.

Esperó largamente. Luego oyó el conocido ruido: ring, ring, ring…, que indicaba que el teléfono estaba llamando en «Villa Kirrin». Entre tanto, iba pensado lo que diría a su padre. Tenía necesidad, verdadera necesidad, de regresar a su casa con Tim. No sabía cómo explicarlo. Pero pensaba ir a casa aquel día o al siguiente.

«Ring, ring, ring, ring…», sonaba el teléfono. Prosiguió así durante mucho rato y nadie contestó. No oyó la voz familiar de su padre; sólo el timbre que seguía sonando. ¿Por qué nadie contestaba?

El telefonista intervino:

—Lo siento, no contestan.

Jorgina volvió a colgar el auricular. Se sentía muy desgraciada. ¡Quizá sus padres habían salido! Probaría otra vez más tarde.

La pobre Jorgina lo intentó tres veces más, pero obtuvo el mismo resultado. No contestaban. Cuando salía de la cabina telefónica, después del tercer intento, la señora Lenoir la vio.

—¿Has querido llamar a casa? —le preguntó—. ¿No tienes noticias?

—Todavía no he recibido ninguna carta —dijo Jorgina—. He intentado por tres veces llamar a «Villa Kirrin», pero no he obtenido respuesta.

—Precisamente esta mañana me he enterado de que no se puede vivir en «Villa Kirrin», mientras los obreros reparan el tejado —dijo la señora Lenoir con tono amable—. Hemos hablado con tu madre. Ha dicho que el ruido que metían los obreros molestaba mucho a tu padre y que se iban a pasar una semana fuera, hasta que las obras estuviesen más adelantadas. Pero el señor Lenoir les ha escrito rogándoles que vengan aquí. Mañana sabremos si aceptan, porque les dijimos que diesen la respuesta por teléfono. No hemos podido hablarles por teléfono, como tampoco tú, porque ya no están en la casa.

—¡Oh! —exclamó Jorgina con sorpresa al enterarse de estas noticias, y extrañada también porque su madre no la había escrito.

—Tu madre dice que te ha escrito —añadió la señora Lenoir—. Quizá la carta llegará en el próximo correo. Aquí, a veces, los correos son algo irregulares. Será muy agradable recibir a tus padres, si pueden venir. El señor Lenoir tiene mucho interés en reunirse con tu padre, que es tan sabio. Él lo considera un genio.

Jorgina no dijo nada más, pero regresó con los otros. Tenía la cara muy seria. Abrió la puerta de la habitación de Hollín, y todos comprendieron en seguida que traía malas noticias.

—No puedo irme a casa con Tim —explicó Jorgina—. Mi madre y mi padre no podían soportar el ruido que metían los obreros y se han marchado de casa.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Hollín—. De todas formas, me alegro de que no te puedas marchar, Jorge. No me gustaba la idea de perderos a ti y a Tim.

—Tu madre ha escrito invitando a mi padre y a mi madre a que vengan también a pasar unos días aquí —dijo Jorgina—. ¡No sé lo que debo hacer con Tim! ¡Y seguro que me preguntarán por él! No soy capaz de contar una mentira y decir que se lo dejé a Alfredo, el hijo del pescador, ni ninguna «trola» por el estilo. ¡No sé cómo arreglarlo!

—¡Pensaremos algo! —le prometió Hollín—. Quizá pueda encontrar algún hombre del pueblo que nos lo cuide. Esto sería una buena idea.

—¡Oh, sí! —exclamó Jorgina, animándose—. ¿Por qué no caeríamos en eso antes? Busquemos a alguien, apresúrate, Hollín.

Pero no pudo hacerse nada aquel día, ya que la señora Lenoir les rogó que bajaran a la salita, después de la merienda, y que jugaran una partida con ella. Y ninguno de ellos pudo salir para ir en busca de alguien que cuidara de Tim.

«¡No importa! —pensó Jorgina—. Esta noche estará seguro en mi cama. Mañana estaremos a tiempo».

Era la primera vez que la señora Lenoir les pedía que bajaran y estuvieron con ella.

—El señor Lenoir esta noche ha salido por asuntos importantes —les explicó—. Ha tenido que ir a tierra firme con el coche. No le gusta que le estorben cuando está en casa y por eso no he podido veros tanto como me hubiera gustado. Pero hoy sí puedo.

Julián pensaba que quizás el señor Lenoir se había marchado por asuntos del contrabando. De una manera u otra, las mercancías de contrabando debían transportarse al interior. Y si todo aquél contrabando de la noche pasada tenía que ver con el señor Lenoir, habría ido para planear el transporte de mercancías.

El teléfono sonó. La señora Lenoir se levantó.

—Espero que sea tu padre o tu madre el que llama —dijo a Jorgina—. Quizás os pueda dar noticias. Seguramente vuestros padres ya estén aquí mañana.

Salió al vestíbulo. Los niños esperaban con ansiedad. ¿Vendrían o no los padres de Jorgina?