Capítulo 10

¡TIM HACE RUIDO!

Las niñas se emocionaron al día siguiente, cuando sus compañeros les contaron sus aventuras de la noche anterior.

—¡Dios mío! —exclamó Ana, con los ojos desmesuradamente abiertos por la extrañeza—. ¿Quién puede estar haciendo señales? ¿Y dónde puede haberse metido? ¡Qué curioso que entrase en la habitación de Block, puesto que Block estaba en la cama!

—Todo esto es muy extraño —afirmó Jorgina—. Me hubiera gustado que nos hubieseis avisado a Ana y a mí.

—No había tiempo, ni podíamos tener a Tim con nosotros siendo de noche. Podía haberse lanzado sobre el hombre que hacía señales —dijo Dick.

—El hombre debía de hacer las señales a los contrabandistas —opinó Julián, muy pensativo—. Veamos: probablemente vinieron de Francia en un barco, se acercaron al pantano tanto como pudieron y esperaron la señal desde el torreón, y, luego, se internaron a través del pantano por un paso conocido por ellos. Cada hombre debió llevar una interna para evitar salirse del camino y caerse en el pantano. No hay duda de que alguien los esperaba para recibir las mercancías que traían, alguien que estaba al final del pantano, bajo la colina.

—Pero ¿quién sería? —dijo Dick—. No puede haber sido el señor Barling, que, según dice Hollín, tiene fama de contrabandista. Las señales provenían de nuestra casa y no de la de él. Todo esto resulta incomprensible.

—Bien, haremos todo lo que podamos para aclarar este misterio —concluyó Julian—. Algún juego sucio se está jugando en esta misma casa, y tu padre, Hollín, puede estar enterado o no estarlo. Vamos a investigar todo y veremos si podemos enterarnos de lo que pasa.

Era la hora del desayuno y estaban solos, mientras comentaban las aventuras de la noche pasada. Block entró para ver si ya habían acabado. Ana no se dio cuenta de la presencia de éste y preguntó a Hollín:

—¿Qué clase de contrabando realizará el señor Barling?

En el mismo momento recibió un fuerte puntapié y quedó pasmada por el dolor y la sorpresa.

—¿Por qué me has…? —empezó a decir, pero recibió otro puntapié aún más fuerte. Entonces se dio cuenta de la presencia de Block.

—¡Pero si está sordo! —dijo—. ¡No puede oír nada de lo que decimos!

Block empezó a recoger la mesa. Como de costumbre, no tenía expresión alguna. Hollín miró a Ana de reojo. Ésta estaba ofendida, pero no dijo nada más.

Se frotó el dolorido tobillo. Tan pronto como Block salió de la habitación, se encaró con Hollín.

—¡Bruto! ¡Me has hecho mucho daño en el tobillo! ¿Por qué no he de hablar delante de Block? ¡Es sordo como una tapia! —exclamó con la cara enrojecida.

—Ya sé que todos creemos que es sordo —respondió Hollín—, y creo que realmente lo es. Pero vi como una expresión rara en su cara cuando me preguntaste qué clase de contrabando hacía el señor Barling, como si hubiese oído lo que decías y se extrañara.

—¡Eso son imaginaciones tuyas! —dijo Ana, que se sentía muy irritada porque el tobillo seguía doliéndole—. De todas formas, no me vuelvas a dar patadas con tanta fuerza. Un golpecito ligero con el pie hubiera bastado. No hablaré delante de Block, si no quieres que lo haga, pero estoy segura que es más sordo que una tapia.

—Sí que debe ser sordo —comentó Dick—. Ayer, sin querer, hice caer un plato de los que estaban en la mesa y se rompió en pedazos, justamente a la espalda de Block. Pero éste no se volvió ni un milímetro, lo que seguramente no hubiese ocurrido si hubiese podido oírlo.

—De todas formas, nunca he confiado en él —dijo Hollín—. Me parece que puede leer el movimiento de nuestros labios, o que nos entiende de alguna otra manera. Muchas veces los sordos se enteran de las cosas.

Salieron para recoger a Tim y sacarlo para darle su paseo matinal. Ahora Tim ya se había acostumbrado a que lo encerraran en el cesto de la colada y a que lo descolgasen por el pozo. Hasta se apresuraba a saltar dentro del cesto en cuanto lo destapaban.

Esa mañana se encontraron también con Block. Éste contempló al perro con mucho interés. Se notaba que lo había reconocido.

—¡Aquí está Block! —exclamó Julián en voz baja—. No hagáis ver que rechazáis a Tim. Fingiremos que es un perrito vagabundo que todas las mañanas se reúne con nosotros.

En efecto, dejaron que Tim siguiera corriendo y brincando alrededor de ellos, y, cuando Block estuvo cerca, pretendieron saludarle y seguir su camino. Pero el hombre los detuvo.

—Este perro parece ser muy amigo vuestro —dijo con su rara y monótona voz.

—¡Oh, sí! Todas las mañanas pasea con nosotros —dijo Julián con educación—. ¡Parece que cree que es nuestro perro! Es simpático, ¿verdad?

Block miraba a Tim, que gruñía.

—¡No se os ocurra llevarlo a casa! —advirtió—. Si lo hicierais, el señor Lenoir lo mataría.

Julián vio que la cara de Jorgina enrojecía de rabia. El contestó con apresuramiento:

—¿Por qué íbamos a llevarlo a casa, Block? No diga tonterías.

Pero Block no pareció haber oído. Lanzó a Tim una agresiva mirada, y prosiguió su camino, volviéndose de vez en cuando para observar a la pandilla de niños.

—¡Qué hombre más desagradable! —exclamó Jorgina con enfado—. ¿Cómo se atreve a decir tales cosas?

Cuando regresaron al dormitorio de Maribel, hicieron subir a Tim por el pozo y le abrieron la cesta.

—Vamos a encerrarlo en el pasadizo —dijo Jorgina—. Como de costumbre, le pondré unos cuantos bizcochos. Esta mañana he cogido para él unos muy buenos, son de los que más le gustan: grandes y tostaditos.

Fue hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de abrirla para llevar a Tim a la habitación de Hollín, Tim gruñó suavemente.

Jorgina retiró su mano de la cerradura y miró a Tim. Estaba muy tieso, sobre sus patas traseras, y los pelos de su espinazo se habían enderezado, mirando con fijeza hacia la puerta. Jorgina, poniéndole su mano delante del hocico, le indicó que guardara silencio y susurró:

—Hay alguien afuera y Tim lo sabe. Lo ha olido. Hablemos todos en voz alta y finjamos estar jugando. Esconderé a Tim en el armario en que guardamos la cuerda.

Todos empezaron a hablar en voz alta, mientras Jorgina escondía a Tim, haciéndole mimos y caricias para que comprendiera que debía mantenerse quieto y en silencio.

—Me toca a mí ahora dar las cartas —dijo Julián en voz alta, cogiendo un paquete de viejos naipes de encima del armario—. Ganaste la última vez, Dick. Apuesto a que ahora gano yo.

Repartió los naipes con ligereza. Los demás siguieron hablando en voz alta y decían lo primero que se les ocurría. Todos se pusieron a jugar y, casi al mismo tiempo, gritaron: «¡Triunfo!», y fingían sentirse muy divertidos y entusiasmados. Alguien que pudiese oírlos desde fuera de la puerta no imaginaría que todo era fingido.

Jorgina, que con frecuencia miraba hacia la puerta, se dio cuenta de que, lentamente, el pomo empezaba a girar. Alguien pretendía abrir sin que se le oyese y comparecer inesperadamente. ¡Pero la puerta estaba cerrada con llave!

Pronto, el que estaba fuera, se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada, y, suavemente, el pomo volvió a su primera posición. Luego, se quedó quieto. Después se hizo el silencio. No podían saber si todavía había alguien detrás. ¡Pero Tim sí que lo sabía! Haciendo entender por señas a los demás que siguiesen gritando y riendo, Jorgina hizo salir a Tim del armario. Éste corrió hacia la puerta y se detuvo allí, olfateando tranquilamente. Luego se dio la vuelta y miró a Jorgina meneando la cola.

—Está bien —dijo Jorgina a los demás—. Ya no hay nadie aquí. Tim no se equivoca. Mejor será que lo llevemos rápidamente a tu habitación, Hollín, aprovechando que no hay «moros en la costa», ¿quién creéis que ha podido estarnos espiando?

—Yo creo que fue Block —opinó Hollín. Abrió la puerta y echó un vistazo afuera. No había nadie en el pasillo. Hollín fue de puntillas hasta la puerta del pasillo y también allí echó una ojeada al exterior. Entonces hizo señas a Jorgina para indicarle que podía llevar el perro hasta su habitación.

Pronto Tim estuvo en lugar seguro, en el pasadizo secreto, mordisqueando sus bizcochos favoritos. Ya se había acostumbrado a su extraño género de vida y no le importaba. Conocía bien el pasadizo y había hecho exploraciones por otros pasadizos que partían de él.

¡Se encontraba como en su casa en aquel laberinto de pasadizos secretos!

—Mejor será que vayamos a comer ahora —propuso Dick—, y ten cuidado, Ana, no digas ninguna tontería delante de Block, no sea que pueda leer lo que dices por el movimiento de los labios.

—¡Claro que no lo haré! —replicó Ana, muy ofendida—. Tampoco lo hubiera hecho, pero pensaba que era imposible que leyese lo que dije por el solo movimiento de los labios. ¡Si podía hacerlo es que era muy inteligente!

Pronto se sentaron todos a la mesa. Block estaba esperando para servirlos. Sara estaba de fiesta y no compareció por allí. Block les sirvió la sopa y luego salió.

De repente, con gran sorpresa y espanto por parte de los niños, oyeron ladrar fuertemente a Tim. Todos saltaron como movidos por un resorte.

—¡Caramba! ¡Escuchad! ¡Es Tim! —exclamó Julián—. Debe estar cerca de aquí por el interior del pasadizo secreto. Su ladrido se percibe desfigurado, pero cualquiera puede reconocer que es un perro que ladra.

—No digáis nada de esto en presencia de Block —dijo Hollín—. Haced como si no oyerais nada, si Tim vuelve a ladrar. ¿Por qué ladrará?

—Así ladra cuando está inquieto o contento —dijo Jorgina—. Debe estar cazando una rata. Siempre corre como un desesperado cuando ve una rata o un conejo. Ya vuelve a ladrar. ¡Oh, espero que atrape pronto a la dichosa rata y se calle de una vez!

En aquel momento entró de nuevo Block. Tim había parado de ladrar. Pero a los pocos instantes su voz perruna se oyó de nuevo, en sordina.

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

Julián observaba a Block. El hombre seguía sirviendo la carne. No decía nada, pero miraba a todos, uno por uno, como si quisiera captar su expresión, esperando que alguno comentase el hecho.

—Ha sido muy buena la sopa hoy —dijo Julián alegremente, mirando a los demás—. ¡Se puede decir que Sara es una buena cocinera!

—A mí me encantan los bollos de jengibre que hace —añadió Ana—. Sobre todo recién salidos del horno.

—¡Guau! ¡Guau! —se oyó ladrar a Tim, desde las profundidades subterráneas.

—Pero tu madre, Jorge, hace un budín de frutas que es el mejor que he comido —dijo Dick a Jorgina, deseando que Tim se callara de una vez.

—Quisiera saber cómo están por «Villa Kirrin» y si ya han empezado a reparar el tejado.

—¡Guau! —ladró alegremente Tim desde el fondo de su pasadizo secreto. Estaría persiguiendo a la rata.

Block sirvió a todos y, luego, en silencio, desapareció. Julián fue hasta la puerta para asegurarse de que se había alejado y que no se había quedado fuera.

—¡Caramba! Espero que el viejo Block sea tan sordo como una tapia —comentó Julian—. Pero juraría que vi en sus fríos ojos una expresión rara cuando Tim se puso a ladrar.

—Si es que lo ha oído, cosa que no creo —dijo Jorgina—, habrá quedado muy sorprendido al ver que nosotros seguíamos hablando como si tal cosa y no hacíamos caso de los ladridos del perro.

Los otros se rieron. Tenían el oído atento por si Block regresaba.

Al poco rato oyeron pasos y empezaron a reunir los platos para que Block se los llevara.

La puerta de la sala de estudios se abrió. Pero no fue Block quien entró, sino… ¡el señor Lenoir! Entró sonriente, como siempre, y miró a los niños, que estaban muy sorprendidos.

—¡Está bien! Coméis con buen apetito y os lo acabáis todo como niños buenos —dijo. Siempre provocaba irritación en los niños porque se dirigía a ellos como si fueran muy pequeños—. ¿Os atiende bien Block?

—¡Oh!, sí, señor, muy bien. ¡Gracias! —asintió Julián, que se había puesto en pie educadamente—. Lo pasamos muy bien aquí. Pensamos que Sara es una cocinera estupenda.

—Está bien, está bien —dijo el señor Lenoir.

Los niños esperaban impacientemente que se marchara. Temían que Tim ladrara de nuevo, pero el señor Lenoir no parecía tener prisa.

¡Entonces Tim ladró otra vez!:

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!