Capítulo 8

UN PASEO EMOCIONANTE

El túnel se extendía cuesta abajo en línea recta y en algunos sitios olía muy mal. Algunas veces desembocaban en él grandes pozos, como aquél por el cual los niños habían descendido. Hollín los iba iluminando con su linterna.

—Éste conduce a alguna parte de la casa de Barling —dijo—. La mayor parte de las casas de por aquí tienen salida por pozos igual que el nuestro. Algunos de ellos están muy bien escondidos.

De repente, Ana exclamó:

—Se ve luz del día o algo por el estilo allá delante. ¡Por fin! Empezaba a estar harta de este túnel.

Era verdad. Se veía luz, que penetraba por una especie de entrada subterránea al lado de la colina. Los niños treparon por allí y miraron hacia fuera.

Se encontraban en la parte exterior de la colina, a las afueras de la ciudad, en algún lugar de la empinada ladera que conducía hasta el pantano. Hollín subió al borde y guardó la linterna en su bolsillo.

—Tenemos que ir hasta aquel prado que se ve allí abajo —dijo, señalándolo con el dedo—. Desde allí iremos a un sitio en que la muralla de la ciudad es muy baja y podremos trepar por ella. ¿Tiene Tim las patas seguras? No desearía que resbalara y cayera en el pantano.

El pantano se extendía mucho más abajo. Parecía feo y húmedo. Jorgina estaba pensando en que nunca Tim podría caer en él. Sabía que tenía las patas seguras, por lo cual nunca resbalaría. El camino era empinado y rocoso, pero se podía avanzar bastante bien.

Todos descendieron por él. A veces tenían que subirse a las rocas. El camino los condujo hasta el muro de la ciudad, que, tal como había anunciado Hollín, era allí muy bajo. Éste se subió a lo alto del muro. Tenía tanta habilidad como un gato para trepar.

—Ya no me maravilla que en la escuela tenga tanta fama de buen trepador —dijo Dick a Julian—. Ha hecho muchas prácticas aquí. ¿Te acuerdas de cómo se subió al tejado del colegio en el trimestre anterior? Todos temían que resbalara y se cayera, pero no se cayó y ató la Unión Jack a una de las chimeneas.

—¡Seguidme! —gritó Hollín—. No hay moros en la costa. Éste es un lugar solitario de la ciudad y nadie nos verá trepar.

Pronto estuvieron todos en lo alto del muro, incluso Tim. Se dispusieron a dar un buen paseo por la colina abajo y disfrutaron muchísimo. Al cabo de poco rato, la niebla empezó a clarear y el sol se tornó cálido y agradable.

La ciudad era muy antigua. Muchas de las casas parecían medio derruidas, pero se veía que estaban habitadas porque salía humo de las chimeneas. Las tiendas eran pobres. Tenían ventanas estrechas y largas, protegidas por aleros. Los niños se detenían de cuando en cuando para mirar en su interior.

—¡Mirad! ¡Ahí está Block! —exclamó de repente Hollín en voz muy baja—. No prestéis atención a Tim. Si nos lame las manos o salta alrededor nuestro, haced ver que queréis esquivarlo, como si fuese un perro vagabundo.

Todos aparentaban no ver a Block, pero seguían mirando por la ventana al interior de la tienda. Tim, que se sentía muy excitado, corrió hacia Jorgina y comenzó a darle golpes con la pata intentando que le hiciera caso.

—¡Oh, apártate de una vez, perro! —dijo Hollín dando un empujón al sorprendido Tim—. ¡Vete ya! Ya está bien de venir detrás de nosotros. ¡Vete a tu casa de una vez!

Tim creyó que se trataba de algún nuevo juego. Ladraba alegremente y corría en torno a Hollín y a Jorgina, y de vez en cuando les lamía las piernas.

—¡A tu casa, perro, a tu casa! —gritó Hollín dándole otro empujón.

Entonces Block salió de la tienda y se dirigió hacia ellos, sin ninguna expresión en el rostro.

—¿Les está molestando este perro? —preguntó—. Le tiraré una piedra y se marchará.

—¡No haga usted eso! —contestó Jorgina inmediatamente—. ¡Métase usted en sus cosas! No nos importa que el perro nos siga. Es un perro simpático.

—Block es sordo, so tonta —dijo Hollín—. No sirve de nada hablarle.

Jorgina se horrorizó mucho más al ver que Block cogía una gran piedra e intentaba tirársela a Tim. Se lanzó hacia él, le golpeó el brazo con fuerza y le hizo soltar la piedra.

—¿Cómo se atreve usted a tirar piedras a un perro? —gritó la niña, enfurecida—. Se lo diré… se lo diré a la policía…

—Pero ¿qué ocurre? —se oyó una voz por allí cerca—. ¿Qué es lo que pasa? Cuéntame lo que pasa, Pedro.

Los niños se volvieron y vieron, de pie junto a ellos, a un hombre muy alto, que llevaba el pelo muy largo. Tenía los ojos alargados y estrechos, una larga nariz y una barbilla en punta.

«Es largo por los cuatro costados», pensó Ana mirando sus largas y delgadas piernas y sus pies también largos y estrechos.

—¡Oh!, señor Barling. No lo había visto —dijo Hollín con educación—. No ocurre nada, muchas gracias. Sólo pasa que este perro nos está siguiendo, y Block dijo que lo haría huir tirándole una piedra. Y a Jorge le gustan mucho los perros, y se ha enfadado por eso.

—Comprendo. Y ¿quiénes son todos estos niños? —preguntó el señor Barling mirando a cada uno de ellos con sus largos y estrechos ojos.

—Han venido a pasar unos días con nosotros, porque la casa de su tío ha sufrido un accidente —explicó Hollín—. Es decir, la casa del padre de Jorge, que está en Kirrin.

—¡Ah!, ¿en Kirrin? —dijo el señor Barling, y pareció enderezar sus largas orejas—. Me parece que allí es donde vive ese sabio hombre de ciencia, amigo del señor Lenoir.

—Sí. Es mi padre —respondió Jorgina—. ¿Lo conoce usted?

—He oído hablar de él y de sus muy interesantes experimentos —repuso el señor Barling—. El señor Lenoir lo conoce íntimamente, según creo.

—No muy íntimamente —repuso Jorgina, un poco asustada—. Me parece que sólo se conocen por carta. Mi padre telefoneó al señor Lenoir y le preguntó si podría tenernos en su casa mientras se reparaba la nuestra.

—Y, claro está, el señor Lenoir se sentiría encantado de tener toda esta compañía —dijo el señor Barling—. ¡Es un hombre tan bueno y tan generoso vuestro padre, Pedro!

Los niños miraron al señor Barling, extrañados de que dijera cosas tan amables con aquel tono de voz tan ofensivo. Se sentían incómodos. Se veía con toda claridad que al señor Barling no le hacía gracia el señor Lenoir. Tampoco a ellos les gustaba el señor Lenoir, pero menos aún les agradaba el señor Barling.

Tim divisó en aquel momento a otro perro y salió corriendo detrás de él alegremente. Ahora, Block había desaparecido por la empinada calle, con su cesto al brazo. Los niños se despidieron del señor Barling, porque no deseaban hablar más tiempo con él.

Persiguieron a Tim y comenzaron a hablar entre sí con animación tan pronto como hubieron perdido de vista al señor Barling.

—¡Cielo santo! ¡Nos hemos salvado por poco de Block! —exclamó Julian—. ¡Qué bestia! Iba a tirar una piedra enorme al pobre Tim. No me ha extrañado de que te lanzaras sobre él, Jorge. Pero por poco descubre la trampa.

—¡No me hubiese importado! —respondió Jorgina—. No quería que le rompiera una pata a Tim. También ha sido mala suerte encontrarnos a Block la primera mañana en que salimos.

—Seguramente nunca más nos lo volveremos a encontrar cuando saquemos a Tim —dijo Hollín para tranquilizarla—. Y si lo encontráramos, diríamos, sencillamente, que el perro se une a nosotros en cuanto nos ve. Y, además, esto es la verdad.

Disfrutaron del paseo. Fueron a una vieja cafetería y se tomaron unas tazas de café cremoso y unos ricos bollos de mermelada. Tim recibió dos bollos y se los zampó de buen grado. Jorgina salió para comprarle carne en una carnicería a la cual dijo Hollín que la señora Lenoir no iba nunca. No quería que el carnicero dijera a la señora Lenoir que los niños habían comprado carne para un perro.

Regresaron por donde habían venido. Subieron por el empinado camino de la colina y penetraron en el túnel, reemprendiendo el camino por el serpenteante pasadizo que conducía al pozo. Allí seguía la cuerda esperándolos. Primero subieron Julián y Dick, mientras Jorgina introducía en el cesto a Tim, que estaba muy asombrado, y ataba la cuerda en torno a él. Entonces, hicieron subir a Tim, que lloriqueaba porque su cesta tropezaba contra los bordes del agujero. Pronto, los niños, con gran dificultad, consiguieron subir la cesta hasta la habitación de Maribel, y allí soltaron al perro.

Faltaban diez minutos para la hora de la comida.

—Tenemos el tiempo justo para cerrar la trampa, colocar la alfombra y lavarnos las manos —dijo Hollín—. Yo volveré a dejar a Tim en el pasadizo secreto que empieza en el armario de mi habitación. Jorgina, ¿dónde tienes la carne que has comprado? La dejaré también en el pasadizo. Que se la coma cuando quiera.

—¿Le has puesto también una alfombra y un plato con agua fresca? —preguntó Jorgina, angustiada. Ya era la tercera o cuarta vez que preguntaba lo mismo.

—Ya sabes que sí. Te lo he dicho más de una vez —contestó pacientemente Hollín—. No colocaremos de nuevo todos los muebles, sólo las sillas. Diremos que queremos tenerlos así porque nos gusta jugar sobre la alfombra. Sería muy pesado si tuviésemos que moverlo todo cada vez que queramos sacar a Tim de paseo.

Llegaron puntualmente a la hora de comer. Block los esperaba para servirles, y también Sara. Los niños se sentaron a comer. Estaban hambrientos, a pesar de haber tomado café y bollos. Block y Sara echaron la sopa caliente en sus platos.

—Espero que habrán podido librarse de aquel desagradable perro —dijo Block con su monótona voz. Y lanzó a Jorgina una desagradable mirada. Se veía claramente que no había olvidado cómo ésta se había lanzado sobre él.

Hollín asintió con la cabeza. No era necesario contestar con palabras, puesto que Block no oía. Sara iba y venía, llevándose los platos soperos y preparándoles el segundo plato.

La comida era muy buena y abundante en el «Cerro del Contrabandista», y los hambrientos huéspedes y Hollín comieron todo lo que se les sirvió. Maribel era la única que no mostraba demasiado apetito.

Jorgina procuró esconder algunos huesos para Tim.

Así transcurrieron dos o tres días, y los niños se sentían felices con su nueva vida. Todas las mañanas sacaban a Tim a pasear. Pronto se acostumbraron a descender por la escalera de cuerda y a salir de paseo por la colina.

Por las tardes se reunían en la habitación de Hollín o en la de Maribel, y allí jugaban o leían. Podían tener consigo a Tim, porque la bocina les avisaba cuando alguien se acercaba.

Y al llegar la noche, resultaba muy emocionante llevar a Tim hasta la habitación de Jorgina sin ser vistos. Solían hacerlo mientras el señor y la señora Lenoir estaban cenando y Block y Sara estaban ocupados en servirles. A los niños se les servía una cena ligera y, una hora más tarde, cenaban el señor y la señora Lenoir. Era, pues, el mejor momento para llevar a Tim de contrabando hasta la habitación de Jorgina.

Tim parecía disfrutar con este juego. Corría calladamente detrás de Jorgina y de Hollín, se paraba en cada esquina y saltaba feliz dentro de la habitación en cuanto llegaban allí. Luego se tumbaba, sin hacer ruido, debajo de la cama de la niña, hasta que ésta estaba acostada y, entonces, salía, saltaba sobre la cama y se echaba a sus pies.

Jorgina siempre cerraba con llave la puerta por la noche. No deseaba que Sara o la señora Lenoir entraran de pronto y se encontraran allí a Tim. Pero nunca entró nadie y, a medida que las noches pasaban, Jorgina se sentía más tranquila respecto a Tim.

Lo que resultaba verdaderamente incómodo era llevar al perro por las mañanas a la habitación de Hollín, porque esto debía hacerse muy temprano, antes de que nadie se levantara. Pero Jorgina podía despertarse a la hora que elegía y cada mañana, a las seis y media, la niña se deslizaba en silencio por la casa con el perro, llegando hasta la habitación de Hollín, y éste saltaba de su cama para encargarse de Tim, despertado por el bocinazo de alarma que sonaba cuando Jorgina abría la puerta del final del pasillo.

«Espero que lo estéis pasando todos muy bien», decía el señor Lenoir a los niños, cuando se topaba con ellos en la entrada o por las escaleras, y ellos siempre contestaban con educación: «¡Oh, sí, señor Lenoir, muchas gracias!».

—Al fin y al cabo, son unas vacaciones muy tranquilas —dijo Julian—. ¡No ocurre nada!

¡Pero entonces empezaron a ocurrir cosas y, desde ese momento, pareció que no iban a acabar nunca!