Capítulo 7

UN NUEVO PASADIZO SECRETO

Los niños se sentían muy contentos al saber que comerían solos en la sala de estudios. Ninguno de ellos deseaba tener muchos tratos con el señor Lenoir y les daba pena de que Maribel tuviese un padre tan raro.

Pronto se adaptaron al estilo de vida del «Cerro del Contrabandista». Incluso Jorgina, tan pronto como se convenció de que Tim estaba en lugar seguro y se sentía feliz, también se tranquilizó. La única dificultad consistía en poder llevar a Tim a su habitación por las noches. Esto debía hacerse en la oscuridad. Block tenía la mala costumbre de aparecer repentinamente y en silencio, y Jorgina se sentía aterrada al pensar que podría llegar a atrapar al gran perro en su cuarto.

Durante los días siguientes, Tim llevó un tipo de vida muy extraño. Mientras los niños permanecían dentro de la casa, él tenía que quedarse en aquel pasadizo secreto, tan estrecho, por donde paseaba tristemente, asustado y solitario, siempre con las orejas tiesas, intentando captar el silbido que significaba que podía salir del armario para ir un rato de paseo.

Lo alimentaban muy bien, porque Hollín hacía fructíferas incursiones a la despensa cada noche. Sara, la cocinera, estaba aterrada al ver de qué manera desaparecían ciertas cosas, como, por ejemplo, los huesos del caldo. No podía comprenderlo. Pero Tim devoraba todo lo que le daban.

Cada mañana, los chicos lo sacaban de paseo para que hiciera ejercicio. El primer día, esto les había parecido muy emocionante.

Jorgina había recordado a Hollín su promesa de sacar cada día de paseo a Tim.

—Tiene que hacer ejercicio o, si no, se sentirá muy desgraciado —dijo—, ¿pero cómo vamos a arreglarlo? Es seguro que no podemos hacerle atravesar la casa para salir por el portal. Nos encontraríamos con tu padre.

—Ya te dije que conocía un pasadizo que salía a medio camino de la colina, so tonta —contestó Hollín—. Ya te lo enseñaré. Estaremos a salvo en cuanto lleguemos allí, porque, aunque encontráramos a Block o a alguna otra persona que nos conozca, no podrán saber que este perro es nuestro. Creerán, sin duda, que es un perro vagabundo que hemos recogido.

—Está bien, enséñanos ese dichoso camino —dijo Jorgina con impaciencia.

Estaban reunidos en el dormitorio de Hollín, y Tim yacía sobre la alfombra, al lado de Jorgina. Se sentían muy tranquilos en la habitación de Hollín a causa de la bocina que les advertía si alguien abría la puerta del otro extremo del pasillo.

—Tendremos que pasar primero a la habitación de Maribel —dijo Hollín—. Os vais a asustar cuando veáis el camino que conduce colina abajo, ¡os lo aseguro!

Miró por la entreabierta puerta de su cuarto. La del final del pasillo estaba bien cerrada.

—Maribel, llégate hasta allá y echa un vistazo por la puerta del pasillo —ordenó Hollín a su hermana—. Avísanos si alguien viene por las escaleras. Si no, todos nos deslizaremos rápidamente en tu habitación.

Maribel fue corriendo hasta la puerta del final del pasillo. La abrió y al punto el bocinazo de advertencia sonó en la habitación de Hollín, haciendo que Tim gruñera. Maribel miró hacia las escaleras. Luego hizo una seña a los demás para advertirles de que nadie subía.

Todos pasaron con rapidez desde la habitación de Hollín hasta la de Maribel, y ésta se reunió con ellos. Era una niña que parecía una ratita, tímida y callada. A Ana le resultaba agradable, aunque, de vez en cuando, se burlaba de su timidez. Pero a Maribel no le hacía ninguna gracia que la inquietaran. En seguida sus ojos se llenaban de lágrimas y se volvía de espaldas.

—Ya mejorará cuando vaya al colegio —comentó Hollín—. No puede remediar el ser tan tímida, puesto que se pasa encerrada en esta extraña casa la mayor parte del año. Raramente ve a alguien de su edad.

Se metieron todos en la habitación de la niña y cerraron la puerta tras de sí. Hollín dio la vuelta a la llave…

—Esto sólo por si a nuestro amigo Block se le ocurriese venir a fisgonear —dijo con una pícara sonrisa.

Después empezó a mover los muebles de la habitación hacia los lados y los fue arrinconando junto a la pared. Los demás lo miraban con sorpresa, hasta que por fin se decidieron a ayudarle.

—¿A qué viene todo este movimiento de muebles? —preguntó Dick, que estaba luchando con un voluminoso cofre.

—Necesito levantar esta pesada alfombra —jadeó Hollín—. Está colocada aquí precisamente para esconder la trampa que está debajo. Al menos, eso creo yo.

Cuando los muebles estuvieron arrinconados junto a las paredes, fue fácil apartar la gruesa alfombra. Debajo de ella se encontraba una tela de felpa y también ésta tuvo que ser retirada. Entonces los niños vieron una trampa a ras del suelo, con una empuñadura en forma de anilla para poderla levantar.

Se sintieron emocionados. ¡Otro pasadizo secreto! Parecía que la casa estuviera llena de ellos. Hollín tiró de la empuñadura y la pesada trampa cedió con facilidad. Los niños miraron por el agujero, pero no pudieron ver nada. Reinaba una oscuridad absoluta.

—¿Hay escalones para descender? —preguntó Julián reteniendo a Ana por temor a que se cayese.

—No —contestó Hollín alcanzando una gran linterna que se había traído consigo—. ¡Mirad!

Iluminó con la linterna, y los niños prorrumpieron en un grito ahogado. La trampa secreta conducía hacia abajo a un profundo pozo, muy, muy hondo.

—¡Oh!, esto debe llegar a una gran profundidad por debajo de los cimientos de la casa —dijo Julián con sorpresa—. Parece un agujero que desciende hacia un pozo profundo. ¿Para qué es?

—Seguramente se usó para esconder personas. ¡O para deshacerse de ellas! —contestó Hollín—. Es un hermoso lugar, ¿verdad? Si os cayeseis por aquí, cuando llegaseis abajo os veríais con un buen chichón.

—Pero ¿cómo va a ser posible que bajemos por aquí a Tim? ¡Ni siquiera podremos bajar nosotros mismos! —exclamó Jorgina.

—¡No pienso tirarlo, de eso puedes estar segura! —replicó Hollín burlonamente—. Ni tampoco vosotros tendréis que hacerlo —añadió—. ¡Mirad! —Abrió la puerta de un gran armario. Revolvió en su interior y sacó algo que, según los niños pudieron ver, no era más que una cuerda delgada, pero muy fuerte—. ¿Lo veis? Podremos bajar todos por esta escalera de cuerda —dijo.

Pero Jorgina se opuso en seguida.

—¡Tim no podrá! No puede subir y bajar por una escalera de cuerda.

—¿De veras no puede? —preguntó asombrado Hollín—. ¡Me parecía un perro tan inteligente…! Creí que fácilmente podría hacer cosas como ésta.

—Pues no puede —replicó Jorgina en tono decidido—. Es una idea muy tonta.

—¡Ya sé! —dijo Maribel, y se puso muy colorada por el atrevimiento que había tenido de intervenir en la conversación—. ¡Me parece que ya sé cómo arreglarlo! Podríamos coger el cesto de la colada y meter a Tim en él. Luego ataríamos el cesto con cuerdas y lo descenderíamos, haciéndolo subir del mismo modo.

Los demás la miraron.

—Desde luego, esto es una idea luminosa —exclamó Julián con calor—. Está muy bien, Maribel. Tim estará seguro en un cesto. Pero tendrá que ser uno grande.

—Hay uno muy grande en la cocina —dijo Maribel—. No se usa nunca, sólo cuando hay mucha gente en la casa, como ahora. Podemos utilizarlo.

—¡Oh, sí! —contestó Hollín—. Es bien cierto que podemos. Voy a buscarlo ahora mismo.

—Pero ¿qué excusa vas a dar para llevártelo? —le gritó Julián.

Hollín ya había abierto la puerta y había salido disparado. Era un chico muy impaciente y cuando decidía algo no podía aplazarlo ni por un minuto. No contestó, sino que siguió corriendo por el pasillo. Julián cerró la puerta detrás de él. No deseaba que llegara alguien y viera la alfombra apartada y el gran boquete que había debajo.

Al cabo de dos minutos, Hollín ya estaba de regreso. Traía consigo una pesada cesta. Golpeó en la puerta y Julián abrió.

—¡Está bien! —dijo Julian—. ¿Cómo has podido obtenerla? ¿Nadie se opuso?

—No la he pedido —exclamó Hollín sonriendo con malicia—. No había nadie a quien pedirla. Block estaba con mi padre y Sara en el mercado. Siempre podré volver a dejarla en su sitio si empiezan a preocuparse por ella.

Dejaron caer la escalera de cuerda por el agujero. Se deslizó como una serpiente que se desenrosca, y cayó hasta alcanzar el fondo del pozo. Entonces fueron a buscar a Tim, que aún estaba en la habitación de Hollín. El perro movía su cola con gran alegría por encontrarse de nuevo con todos ellos. Jorgina le habló con mimo.

—¡Querido Tim! Odio tenerte escondido. Pero no te preocupes, esta mañana vamos a salir de paseo todos juntos.

—Yo bajaré primero —dijo Hollín—. Luego, mejor será que descolguéis a Tim. Dejaremos su cesto atado con esta cuerda. Es fuerte y larga y podremos hacerlo descender con comodidad. Para más seguridad, ataremos el otro cabo al pie de la cama y así, cuando volvamos a subir, podremos remontarlo fácilmente.

Se persuadió a Tim para que entrara en el gran cesto y se tumbara dentro de él. Estaba sorprendido y ladró un poco. Pero Jorgina le tapó en seguida el hocico con la mano.

—¡Chisss…! No has de decir ni una palabra, Tim —dijo—. Comprendo que todo esto te extraña mucho; pero no te importe. Tendrás un maravilloso paseo al final.

Tim comprendió la palabra «paseo» y se puso muy contento. Esto era precisamente lo que deseaba: un hermoso y largo paseo al sol y al aire libre.

No le gustó nada que cerraran la tapadera sobre él, pero, puesto que Jorgina parecía pensar que debía soportar todos aquellos raros acontecimientos, Tim los soportó de buen grado.

—¡Es un perro maravilloso! —comentó Maribel—. Hollín, baja tú primero y estate preparado para cuando lo descolguemos.

Hollín desapareció por el oscuro agujero, sujetando la linterna con los dientes. Descendió y descendió. Por fin, quedó de pie en el fondo, sano y salvo, e hizo señas con la linterna a los de arriba. Su voz llegó hasta ellos. Sonaba extraña y como si estuviera muy lejos.

—¡Vamos ya! ¡Bajad a Tim!

El cesto de la colada, que ahora parecía muy pesado, fue arrastrado hasta el borde del agujero y luego se le hizo descender. De vez en cuando topaba con las paredes. Tim gruñía. ¡Aquel juego no le gustaba nada!

Dick y Julián aguantaban la cuerda entre los dos. Descolgaban a Tim tan suavemente como podían. Al fin tocó el suelo con un ligero rebote. Hollín desató el cesto. De él salió Tim ladrando. Pero sus ladridos sonaban tenues y distantes a los espectadores que estaban en lo alto.

—¡Ahora, id bajando uno a uno! —gritó Hollín moviendo su linterna—. Julián, ¿está la puerta cerrada?

—Sí —contestó Julian—. Vigila a mi hermana. Es la primera que baja.

Ana empezó a descender. Al principio estaba un poco asustada, pero a medida que sus pies se fueron acostumbrando a buscar y encontrar los escalones de cuerda lo iba haciendo más aprisa.

Luego siguieron los demás y pronto se encontraron todos en el fondo del agujero, en el gran pozo. Miraban en torno suyo con curiosidad. Olía a humedad y las paredes estaban rezumantes y verdosas. Hollín paseó su linterna por ella, y los niños pudieron ver varios pasadizos que partían en distintas direcciones.

—¿Adonde conducen? —preguntó Julián, extrañado.

—Ya os dije que la colina estaba llena de túneles —replicó Hollín—. Este pozo está en el fondo de la colina, y los túneles llevan hasta las catacumbas. Hay kilómetros y kilómetros de ellos. Nadie los explora ya, porque cuando lo hacían se perdieron muchas personas y nunca más se supo nada de ellas. Antiguamente existió un mapa de estos túneles, pero se ha perdido.

—Está alambrado —dijo Ana, temblando—. No me gustaría quedarme sola aquí abajo.

—¡Qué sitio tan estupendo para esconder los tesoros de los contrabandistas! —comentó Dick—. Nadie podría encontrarlos nunca aquí.

—Me parece que los contrabandistas de otros tiempos conocían estos pasadizos palmo a palmo —dijo Hollín—. ¡Seguidme! Cogeremos el que conduce a las afueras de la colina. Tendremos que trepar un poco cuando lleguemos allí. Supongo que eso no os importará.

—¡Oh, no! —repuso Julian—. Todos somos buenos trepadores. Pero, Hollín, ¿estás seguro de conocer bien el camino? ¡No tenemos ganas de perdernos aquí para siempre!

—¡Claro que sé el camino! ¡Seguidme! —repitió Hollín iluminando hacia delante con la linterna. Luego emprendió el camino por un oscuro y estrecho túnel.