Capítulo 6

EL PADRASTRO Y LA MADRE DE HOLLÍN

—¡Alguien viene! —dijo Jorgina, presa de pánico—. ¿Qué haremos con Tim? ¡Rápido!

Hollín agarró a Tim por el collar y lo escondió en el viejo armario, cerrando la puerta detrás de él.

—¡Estate quieto! —le ordenó en voz baja.

Y Tim se mantuvo inmóvil en la oscuridad, con los pelos de su lomo erizados y las orejas tiesas.

—Bien —empezó a decir Hollín ya en alto—. Quizá lo mejor será que os enseñe vuestros dormitorios.

Se abrió la puerta y penetró un hombre en la habitación. Llevaba pantalones negros y una chaqueta de lino blanca. Tenía una cara inexpresiva.

«Es una cara cerrada —pensó Ana para sí—. No se puede saber qué es lo que está pensando porque su cara es cerrada y secreta».

—¡Hola, Block! —exclamó Hollín con desparpajo. Se volvió hacia los demás—. Éste es Block, el criado de mi padrastro. Está sordo, así que podéis hablar lo que queráis, aunque será mejor que no lo hagáis porque, a pesar de que no oye, parece enterarse de todo lo que se dice.

—De todas formas, pienso que sería injusto decir cosas que no diríamos delante de él si no fuese sordo —dijo Jorgina, que tenía ideas muy estrictas respecto a estas cosas.

Block habló con una curiosa y monótona voz:

—Vuestro padre y vuestra madre quieren saber por qué no han llevado ustedes a sus amigos a verlos —dijo—. ¿Por qué han corrido hacia las habitaciones de ustedes?

Block miraba a su alrededor mientras hablaba, casi como si supiera que había allí un perro y se preguntara dónde se había metido. Al menos esto pensaba Jorgina, que se sentía alarmada. Tenía la esperanza de que el conductor del coche no hubiese mencionado a Tim.

—¡Oh!, me sentí tan contento al verlos, que los he hecho subir aquí directamente. Pero está bien, Block. Bajaremos dentro de un minuto.

El hombre se marchó. Su rostro seguía impasible. Ni una sonrisa, ni una mueca.

—No me gusta nada —comentó Ana—. ¿Hace mucho tiempo que está con vosotros?

—No, solamente un año —respondió Hollín—. Apareció un día por aquí. Ni mi madre sabía que iba a venir. Llegó y, sin decir una palabra, se puso la chaqueta blanca y empezó a trabajar en la habitación de mi padrastro. Supongo que mi padre lo esperaba, pero no dijo nada, ni siquiera a mi madre, estoy seguro de ello. ¡Pareció tan sorprendida!

—Es tu madre de verdad, ¿o es también tu madrastra? —preguntó Ana.

—¡No se puede tener un padrastro y una madrastra! —dijo Hollín con tono burlón—, o se tiene el uno, o se tiene el otro. Mi madre es mi madre de verdad y también la de Maribel. Pero Maribel y yo somos sólo medio hermanos, porque mi padrastro es su verdadero padre.

—¡Vaya un lío! —exclamó Ana intentando entenderlo.

—¡Venid! Es mejor que bajemos —recomendó Hollín—. Tengo que advertiros que mi padrastro está siempre muy amable y sonriente y que bromea mucho, pero de todas maneras no lo hace de una manera natural. En cualquier momento, es posible que le entre una terrible cólera.

—Espero que no lo veamos mucho —dijo Ana, que se sentía bastante mal—. ¿Cómo es tu madre, Hollín?

—Como una ratita asustada —contestó Hollín—, os gustará. Es muy cariñosa. Pero no le agrada vivir aquí. No le gusta esta casa y teme a mi padrastro. Ella no lo dice, pero yo sé que es verdad.

Maribel, que era demasiado tímida para haber intervenido hasta ahora en la conversación, movió la cabeza asintiendo.

—Tampoco a mí me gusta vivir aquí —dijo—. Estaré contenta cuando tenga que ir al pensionado, y lo mismo Hollín. Únicamente siento que mamá se quedará completamente sola entonces.

—¡Venid! —repitió Hollín, que pasó delante—. Mejor será que dejemos a Tim en el armario hasta que regresemos, no sea que Block se dedique a curiosear un poco. Cerraré la puerta del armario con llave y me la llevaré.

Los niños siguieron a Maribel y a Hollín por el pasillo de piedra, hacia la puerta de roble. Se sentían todos muy infelices por tener que dejar a Tim encerrado en el armario. Pronto se hallaron en lo alto de una gran escalinata, amplia y de escalones bajos. Descendieron hasta un gran vestíbulo.

A la derecha había una puerta. Hollín la abrió, entró y se dirigió a alguien.

—Están todos aquí —dijo—. Perdone que los haya llevado arriba a mi habitación, padre, pero me emocionaba verlos a todos.

—Necesitas aún pulir un poco tus modales, Pedro —respondió el señor Lenoir en tono profundo. Los niños, que habían penetrado en la estancia detrás de Hollín, lo miraron. Estaba sentado en un gran sillón de roble. Era un hombre aseado, de aspecto inteligente, pelo rubio y cepillado hacia atrás y ojos azules como los de Maribel. Sonreía continuamente, pero sólo con la boca, no con los ojos.

«¡Qué ojos más fríos!», pensó Ana cuando se adelantó para darle la mano. Su mano también era fría. Él le sonrió y le dio un golpecito en el hombro.

—¡Qué niña más hermosa! —dijo—. Serás una buena compañera para Maribel. ¡Tres muchachos para Hollín y una niña para Maribel! Está muy bien.

Era evidente que pensaba que Jorgina era un chico y, en verdad, ésta lo parecía: iba vestida con shorts y un jersey, como de costumbre, y su pelo era muy corto.

Nadie aclaró que Jorgina no era un chico. ¡Y claro está que la misma Jorgina no iba a hacerlo! Ella, Dick y Julián saludaron al señor Lenoir. Ni siquiera habían advertido la presencia de la madre de Hollín.

Ésta estaba allí, sentada, como perdida en su sillón. Era una mujer pequeñita, como una muñeca, con cabellos castaños y ojos grises. Ana se volvió hacia ella.

—¡Oh, qué pequeñita es usted! —exclamó sin poderse dominar.

El señor Lenoir se rió. Se reía siempre, se dijera lo que se dijera. La señora Lenoir se puso de pie y sonrió. No era más alta que Ana y tenía los pies y las manos más pequeños que la niña jamás hubiese visto en una persona mayor. A Ana le agradó. Le dio la mano y dijo:

—Es muy amable por parte de usted tenernos a todos aquí. Me imagino que usted ya sabe que un árbol se cayó sobre el tejado de nuestra casa y lo destrozó.

El señor Lenoir se rió de nuevo. Hizo una especie de gesto burlón y todos sonrieron muy cortésmente.

—Bueno, espero que paséis aquí unos días agradables —dijo—. Pedro y Maribel os enseñarán la vieja ciudad y, si me prometéis ser prudentes, podréis ir por la carretera hasta tierra firme para ir al cine.

—Gracias —respondieron todos a la vez, y el señor Lenoir volvió a reír de nuevo con su extraña risita.

—Vuestro padre es un hombre muy sabio —exclamó de pronto volviéndose hacia Julián, que comprendió que lo había confundido con Jorgina—. Espero que venga a recogeros para llevaros a casa cuando regreséis, y entonces me complacerá mucho hablar con él. Él y yo hemos estado trabajando en la misma clase de experimentos, pero él ha avanzado más que yo.

—¡Oh! —exclamó Julián educadamente. Entonces habló la señora Lenoir con una voz muy suave.

—Block servirá vuestras comidas en el cuarto de estudio de Maribel. Así no estorbaréis a mi esposo. A él no le gusta oír hablar durante las comidas y me parece que esto sería muy duro para seis niños.

El señor Lenoir volvió a reírse. Sus fríos ojos azules miraron detenidamente a los niños.

—Por cierto, Pedro —dijo de repente—. Os prohíbo que vagabundeéis por las catacumbas de la colina, tal como ya te lo había prohibido a ti antes. Te prohíbo también que ensayes tus demoníacos ejercicios de trepador y tampoco quiero que andes sobre la muralla de la ciudad ahora que tienes a otros contigo. No quiero que ellos se pongan en peligro. ¿Me lo prometes?

—Yo no ando sobre la muralla de la ciudad —protestó Hollín—, ni tampoco me pongo en peligro.

—Siempre juegas a lo loco y no haces más que jugar —dijo el señor Lenoir, y la punta de su nariz se puso blanca.

Ana lo miraba con interés. Ella no sabía que siempre ocurría aquello cuando el señor Lenoir se enfadaba.

—¡Oh!, señor, fui el primero de mi clase el trimestre pasado —respondió Hollín en tono ofendido. Los otros pensaron que estaba intentando distraer al señor Lenoir de su demanda. No quería prometerle nada.

Ahora intervino la señora Lenoir:

—Es verdad que trabajó muy bien el trimestre pasado —dijo—, debes recordar…

—¡Ya basta! —gritó el señor Lenoir, y las sonrisas que antes había otorgado tan liberalmente a todos se desvanecieron por completo—. ¡Marchaos todos!

Muy asustados, Julián, Dick, Ana y Jorgina se apresuraron a salir de la habitación, seguidos por Maribel y Hollín. Éste sonreía mientras cerraba la puerta.

—¡No se lo he prometido! —dijo satisfecho—. Quería quitarnos todas las posibilidades de diversión. Este sitio es muy aburrido si no se pueden hacer exploraciones. Os puedo enseñar montones de sitios raros.

—¿Qué son catacumbas? —preguntó Ana, mientras por su cabeza rondaban imágenes fantásticas.

—Son túneles secretos y llenos de encrucijadas que horadan la colina —explicó Hollín—. Nadie las conoce por completo. Puedes perderte por ellas fácilmente y jamás volver a salir. A muchos les ha ocurrido así.

—¿Por qué hay tantos pasos secretos y tantas cosas raras aquí? —preguntó Jorgina con admiración.

—¡Es fácil de explicar! —respondió Julian—. Este lugar era un refugio de contrabandistas y seguramente más de una vez se vieron obligados a esconder no sólo sus bienes, sino también a sí mismos. Y si creemos al viejo Hollín, todavía queda un contrabandista por aquí. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Barling?

—Sí —confirmó Hollín—. Subid y os enseñaré vuestras habitaciones. Desde ellas hay una buena vista sobre la ciudad.

Los llevó a dos habitaciones situadas una junto a la otra, en el lado opuesto a la gran escalinata que conducía a su propia habitación y a la de Maribel. Eran habitaciones pequeñas, pero bien amuebladas, y se divisaba desde ellas, tal como Hollín había anunciado, una vista maravillosa sobre los viejos tejados y los torreones de la colina de Castaway. También tenían muy a la vista la casa del señor Barling.

Jorgina y Ana dormirían en uno de los cuartos; Julián y Dick en el otro. Era evidente que la señora Lenoir se había preocupado por recordar que se trataba de dos chicas y dos chicos y no de una niña y tres chicos, como había imaginado el señor Lenoir.

—Son habitaciones bonitas y agradables —dijo Ana—. Me gustan mucho estos oscuros paneles de roble. ¿Hay también pasadizos secretos en nuestras habitaciones, Hollín?

—¡Ahora veréis! —sonrió Hollín—. Fijaos, aquí están vuestras cosas ya desempaquetadas. Seguramente lo habrá hecho Sara. Sara os gustará, ya lo veréis. Es de buena pasta, gorda y redonda y agradable. ¡No se parece en nada a Block!

Hollín parecía haber olvidado a Tim, pero Jorgina se lo recordó.

—¿Y qué hay de Tim? Tiene que estar cerca de mí, ¿sabes?, y debemos arreglárnoslas para alimentarlo y para que pasee. ¡Oh!, espero que podamos tratarlo bien, Hollín. Preferiría irme inmediatamente, a pensar que Tim puede sentirse desgraciado.

—¡Estará muy bien! —respondió Hollín—. Tendrá mucho sitio libre para correr en el estrecho pasadizo por donde hemos subido a nuestra habitación y le daremos de comer cada vez que tengamos oportunidad para hacerlo. Lo sacaremos de contrabando por un túnel secreto que tiene la salida a medio camino de la colina y, así, cada mañana podrá hacer todo el ejercicio que quiera. ¡Oh, cuánto nos divertiremos con Tim!

Pero Jorgina no se sentía muy tranquila.

—¿No podría dormir conmigo por la noche? —preguntó—. Ladrará si se encuentra solo.

—Bien, bien, intentaremos solucionarlo —contestó Hollín, que no parecía muy convencido—. Pero tendrás que tener mucho cuidado, ¿sabes? No queremos meternos en un lío serio. Tú no te imaginas cómo se puede llegar a poner mi padrastro.

Ellos creían que sí lo podían adivinar. Julián miró a Hollín con curiosidad.

—Tú te apellidas Lenoir. ¿Es que tu verdadero padre se llamaba también Lenoir? —preguntó.

Hollín asintió.

—Sí. Era primo de mi padrastro y tan negro como suelen serlo todos los Lenoir. Mi padrastro es una excepción. Es rubio, y la gente dice que los Lenoir rubios no son nada buenos, ¡pero no se os ocurra decirle esto a mi padrastro!

—¡Vaya, eso íbamos a hacer! —dijo Jorgina—. Sería gracioso. ¡Nos haría cortar la cabeza o algo por el estilo! Bueno, vayamos a ver a Tim.