Capítulo 4

EL «CERRO DEL CONTRABANDISTA»

El coche corrió velozmente. La mayor parte del tiempo siguiendo la costa, aunque algunas veces se internara durante algunos kilómetros. Pero pronto se divisaba de nuevo el mar. Los niños gozaban del largo viaje. Debían detenerse en alguna parte para comer y el conductor les dijo que conocía un buen lugar para ello.

A las once y media se detuvo frente a una vieja posada y todos, en tropel, penetraron en ella. Julián, tomando la iniciativa, encargó la comida. Ésta fue muy buena y los niños disfrutaron de ella. Lo mismo le ocurrió a Tim. Al posadero le gustaban mucho los perros, y le preparó un plato tan lleno, que el perro apenas se atrevía a empezar a comer, porque temía que aquello no fuese para él.

Miró a Jorgina y ésta asintió con la cabeza.

—Es tu comida, Tim, puedes comerla.

Y empezó a comerla, deseando, quizá, que si habían de permanecer en algún sitio fuese en aquella posada. Comidas como aquélla no se ofrecían todos los días a un perro hambriento.

Después de la comida, los niños se levantaron, dirigiéndose hacia el conductor, que comía en la cocina con el posadero y la esposa de éste, viejos amigos suyos.

—Ahora me entero de que vais a Castaway —dijo el posadero levantándose—. ¡Tened cuidado! ¡Mucho cuidado!

—¡Castaway! —exclamó Julian—. ¿Así se llama la colina donde está el «Cerro del Contrabandista»?

—Ése es su nombre —asintió el posadero.

—¿Por qué se llama así? —preguntó Ana—. ¡Qué nombre más raro! ¿Habrá naufragado alguien allí cuando era una isla?

—¡Oh, no! La leyenda antigua dice que, en otro tiempo, la isla estuvo unida al continente —respondió el posadero—. Pero era refugio de malas gentes, y, entonces, un santo se enfadó con sus pobladores y apartó el lugar hacia el interior del mar convirtiéndolo en una isla. De ahí viene su nombre.

—¡Ah, claro!, por eso se le llamó Castaway, que significa lugar aislado —dijo Dick—. Pero quizá se ha vuelto bueno otra vez, porque el mar se ha alejado de él y se puede ir a pie desde el continente hasta la colina, ¿verdad?

—Sí. Hay un amplio camino para llegar hasta allí —dijo el posadero—. Pero tened cuidado, no os alejéis de allí si salís de paseo. ¡El pantano os tragará en un segundo si ponéis el pie en él!

—Parece un lugar muy emocionante —comentó Jorgina—. El «Cerro del Contrabandista»; en la montaña de Castaway. ¡Y sólo hay un camino para llegar hasta allí!

—Tenemos que proseguir el viaje —dijo el conductor mirando su reloj—. Debéis llegar antes de la merienda. Eso es lo que ha dicho vuestro tío.

Se metieron otra vez en el coche. Tim saltaba por encima de los pies y las piernas hasta que, por fin, se acomodó en las rodillas de Jorgina. Era demasiado grande y pesado para permanecer allí, pero, si alguna vez lo hacía, Jorgina no se sentía con fuerzas para impedírselo.

Prosiguieron el camino. Ana se durmió en seguida y los demás estaban amodorrados. El coche seguía avanzando. Empezó a llover y el paisaje parecía triste.

El conductor volvió la cara un momento y habló a Julián.

—Ya nos acercamos a Castaway. Pronto abandonaremos el continente y cogeremos el camino a través del pantano.

Julián despertó a Ana. Todos miraban con expectación. Pero aquello era decepcionante. Los pantanos estaban cubiertos de niebla. Los ojos de los niños no podían penetrarla y veían sólo la mojada carretera por donde avanzaban, la cual se alzaba un poco más alta que los pantanos. Cuando la niebla se aclaraba, los niños podían percibir un lugar solitario, de húmedos pantanos, a cada lado de la carretera.

—Pare usted un momento, conductor —dijo Julian—. Me gustaría ver cómo es el pantano.

—Bien, pero no te salgas del camino —advirtió el conductor parando el coche—. Y no dejes salir al perro. Si saliera del camino y se metiese en el pantano, ya lo habríais perdido para siempre.

—¿Qué quiere usted decir con eso de perdido para siempre? —preguntó Ana con los ojos muy abiertos.

—Quiere decir que el pantano se lo tragaría en seguida —respondió Julian—. ¡Enciérralo en el coche, Jorgina!

Por esta razón, Tim, con gran pesar suyo, fue encerrado en el automóvil. Apoyaba sus patas en la ventanilla e intentaba mirar hacia fuera. El conductor se dio la vuelta y le habló:

—¡Quédate tranquilo, en seguida vuelven!

Pero Tim se pasó gimiendo todo el tiempo que los niños estuvieron fuera del coche. Los vio ir hasta la orilla del camino, y cómo Julián saltaba medio metro más abajo, por fuera de la carretera, encima del pantano.

A lo largo de la carretera, una línea de piedras verticales marcaban el principio del pantano. Julián se puso en pie en una de ellas, mirando hacia el húmedo lugar.

—¡Es barro! —exclamó—; barro blando y movedizo. Fijaos, cuando lo toco con el pie, se mueve. Pronto me tragaría si anduviera con todo mi peso sobre él.

A Ana no le gustaba aquello. Llamó a Julián.

—¡Vuelve otra vez al camino! Me da miedo de que te caigas.

Las nieblas se entrelazaban y arremolinaban sobre las salobres marismas. El lugar parecía encantado.

Era frío y húmedo. A ninguno de los niños le gustaba, y Tim, desde el coche, ladraba nerviosamente.

Jorgina dijo:

—Si no volvemos pronto, Tim va a destrozar el coche.

Regresaron en silencio. Julián pensaba en cuántos viajeros se habrían perdido en aquellos pantanos marinos.

—¡Oh!, hay muchos de quienes no se ha oído hablar nunca más —dijo el conductor cuando le preguntaron—. Se dice que hay un par de prados que van desde la tierra firme hasta la colina, por donde se pasaba antes que fuera construida la carretera, pero, a menos que conozcas el terreno palmo a palmo, en un segundo puedes encontrarte con que los pies se te hunden en el barro.

—Me horroriza pensarlo —exclamó Ana—. No hablemos más de eso. ¿Se puede ver ya la colina de Castaway?

—Sí. Es aquella que se alza entre la niebla. ¿La veis? Es un sitio raro, ¿verdad?

Los niños la miraron en silencio. Por encima de la niebla, que se movía lentamente, sobresalía una alta colina de contornos rocosos y abruptos. Parecía estar nadando en la niebla y no tener raíces en el suelo. Estaba recubierta de edificios que, aun a esa distancia, parecían viejos y deslucidos. Algunos tenían torreones.

—Eso debe de ser el «Cerro del Contrabandista», allí en lo más alto —dijo Julián señalándolo—. Parece un viejo edificio que tenga centenares de años, y es posible que los tenga. ¡Fijaos qué torre tiene! ¡Qué hermosa vista se debe divisar desde allí!

Los niños miraron hacia el lugar donde iban a vivir. Parecía pintoresco y lleno de emoción, en verdad, pero también poco acogedor.

—Parece… parece algo extraño, algo misterioso —dijo Ana expresando con sus palabras el pensamiento de todos—. Quiero decir que parece que guarde toda clase de raros secretos a través de los siglos. Estoy segura de que podría contar muchas historias, si pudiese hablar.

El coche se veía obligado a avanzar con gran lentitud porque la niebla se había espesado. La carretera estaba flanqueada por una serie de puntos brillantes, que relucían cuando el conductor los enfocaba, lo cual le servía de gran ayuda para guiarse. Luego, al aproximarse a Castaway, la carretera comenzó a hacerse más empinada.

—Pronto llegaremos a un arco —explicó el conductor— donde, en otro tiempo, estuvo emplazada la puerta de la ciudad. Toda la ciudad está aún rodeada por una gran muralla, tal como era costumbre en los tiempos antiguos. Es tan ancha, que se puede caminar con absoluta comodidad sobre ella. Y si partís de un cierto lugar y andáis lo suficiente, volveréis a encontraros en el punto de partida.

Al escucharle, los niños se hicieron en seguida el propósito de realizar este paseo. ¡De qué hermosa vista se debía disfrutar siguiendo por ese camino si se elegía un día claro!

El camino se hizo todavía más empinado y el conductor hubo de introducir una marcha más lenta. El coche subía ronroneando. Pronto llegó al arco donde habían estado sujetas las viejas puertas. No hicieron más que pasar bajo él y ya se encontraron los niños en Castaway.

—Parece como si hubiésemos retrocedido varios siglos y hubiéramos llegado a un lugar que existió mucho tiempo atrás —dijo Julián examinando con atención a ambos lados de las calles empedradas, las viejas casas y las tiendas, sus ventanas, con paneles en forma de rombo, y sus viejas y recias puertas.

Subieron por la retorcida calle mayor y, por fin, llegaron a una gran verja, provista de rejas de hierro forjado. El conductor tocó la bocina. Al momento se abrió la puerta de la verja.

Prosiguieron por un húmedo camino y, por último, se detuvieron ante el «Cerro del Contrabandista».

Salieron del coche. De repente se sintieron intimidados. La vieja casona los miraba ceñudamente. Estaba construida en ladrillo y madera, y su puerta principal era tan maciza como la de una fortaleza. Extraños aleros sobresalían aquí y allá sobre las ventanas con paneles en forma romboidal. La única torre que poseía la casa se alzaba en su lado derecho y tenía ventanas en todo alrededor. No se trataba de una torre poligonal, sino que era redonda y acababa en punta.

—¡El «Cerro del Contrabandista»! —exclamó Julian—. Le sienta bien el nombre. Me imagino que hubo muchos contrabandistas por aquí antiguamente.

Dick tocó el timbre. Para hacerlo, tuvo que tirar de una manecilla de hierro. Al punto, en el interior de la casa se oyeron voces que disputaban. Se escuchó luego un ruido de pies que huían corriendo y, por fin, con gran lentitud, porque era muy pesada, se abrió la puerta.

Al lado de ella había dos chiquillos. Uno de ellos era una niña que tendría la edad de Ana y el otro un muchacho que sería como Dick.

—¡Por fin estáis aquí! —gritó el chico, y sus oscuros ojos bailaban de alegría—. ¡Creí que no llegaríais nunca!

—Éste es Hollín —dijo Dick a las niñas, que no lo conocían. Ellas lo miraron con curiosidad.

Verdaderamente era muy moreno. Tenía el pelo negro, los ojos negros, las cejas negras y la piel de su rostro era muy oscura. En contraste con él, la niña que estaba a su lado era pálida y delicada. Tenía el pelo dorado, los ojos azules y sus cejas eran tan claras que apenas podían distinguirse.

—Ésta es Maribel, mi hermana —les presentó Hollín—. ¡Yo siempre he pensado que parecemos «la Bella y la Bestia»!

Hollín era un chico muy agradable. Todo el mundo se sentía encantado con él. Jorgina se dio cuenta de que lo estaba mirando de una manera que no le era familiar, porque en general era tímida con la gente que no conocía y siempre le costaba un poco trabar amistad. Pero Hollín gustaba en seguida a todo el mundo, con sus alegres ojos y aquella sonrisa tan traviesa.

—Entrad —indicó Hollín—. Conductor, puede usted pasar con el coche por la puerta vecina. Block recogerá el equipaje y le dará la merienda.

De repente, la cara de Hollín perdió su sonrisa y se volvió solemne: ¡Había visto a Tim!

—¡Oh!, vaya, vaya. ¿No será vuestro este perro, verdad? —preguntó.

—Es mío —respondió Jorgina, y colocó su mano sobre la cabeza de Tim en ademán protector—. Tuve que traerlo. No puedo ir a ningún sitio sin él.

—Eso está bien, pero los perros no están permitidos en el «Cerro del Contrabandista» —dijo Hollín, que parecía muy preocupado y miraba detrás de él como si temiera que apareciese alguien que pudiese ver a Tim—. Mi padrastro no nos permite tener aquí ningún perro. Una vez me traje uno que encontré perdido y me pegó de tal forma que después no podía sentarme. Bueno, fue mi padrastro el que me pegó y no el perro, ¡eh!

Ana concedió una temerosa sonrisa a esta triste broma. Jorgina parecía asustada y temblorosa.

—Bueno, creo que… que quizá podríamos tenerlo escondido en algún sitio mientras permaneciéramos aquí —dijo—. Pero si tú piensas que no, me vuelvo con mi perro en el mismo coche. ¡Adiós!

Dio media vuelta y se encaminó hacia el coche que se alejaba lentamente. El perro iba con ella. Hollín la miró por un momento y, luego, le gritó:

—¡Vuelve, so tonta! Ya pensaremos algo.