EL TÍO QUINTIN TIENE UNA IDEA
A la mañana siguiente, el viento todavía era bastante fuerte, pero no tenía la furia desesperada que dejó sentir durante la noche. En la playa, los pescadores se felicitaban al comprobar que sus barcas habían sufrido poco daño. Sin embargo, pronto corrió la noticia del accidente ocurrido en «Villa Kirrin», y unos cuantos mirones subieron hasta allí para maravillarse ante la visión del inmenso árbol arrancado de cuajo yaciendo pesadamente sobre la pequeña casa.
Los niños casi disfrutaban, dándose importancia al relatar cómo habían escapado con vida por un pelo. A la luz del día, era sorprendente ver el gran destrozo que el árbol había causado. Había aplastado el techo de la casa, como si se tratara de una cáscara de huevo, y las habitaciones del piso de arriba estaban en ruinas.
La mujer que venía del pueblo para ayudar a tía Fanny durante el día, al ver lo ocurrido, exclamó:
—Pero, señora, ¡transcurrirán semanas hasta que todo esto quede arreglado! ¿Ha ido usted a llamar a los albañiles? ¡Voy a buscarlos en seguida y los traeré para que vean lo que han de hacer!
—Ya me cuidaré yo de eso, señora Daly —contestó tío Quintín—. Mi esposa ha sufrido una gran emoción y no está en condiciones de preocuparse de nada. Lo primero que hay que pensar es lo que haremos con los niños. No pueden permanecer aquí mientras las habitaciones no estén habitables.
—Lo mejor sería que regresaran al colegio. ¡Pobrecitos míos! —dijo tía Fanny.
—No, tengo una idea mejor —opuso el tío Quintín sacando una carta de su bolsillo—. Una idea mucho mejor. He recibido una carta de un conocido mío, llamado Lenoir, esta mañana, aquel de quien ya te he hablado y que está interesado en la misma clase de experimentos que yo. Dice… Bueno, aguardad, voy a leérosla.
Tío Quintín la leyó: «Es muy amable por su parte invitarme a pasar unos días con ustedes y a llevar conmigo a mi hijo Pedro. Permítame que a mi vez les ofrezca hospitalidad a usted y a sus hijos. No sé cuántos son, pero todos serán bien recibidos aquí, puesto que la casa es muy grande. Pedro estará muy contento de que se le proporcione compañía, y también lo estará su hermana Maribel».
Tío Quintín miró triunfalmente a su esposa.
—¿Qué te parece? ¡Qué invitación más amable! ¡Y no pudo venir en momento más oportuno! Mandaremos a todos los niños a casa de esa buena persona.
—Pero Quintín, ¡no puedes hacer eso! ¡No sabemos nada de él ni de su familia! —exclamó tía Fanny.
—Su hijo va al mismo colegio que Julián y Dick, y yo conozco a Lenoir y sé que es un hombre inteligente —dijo tío Quintín, como si eso fuera lo único que importara—. Le telefonearé ahora. ¿Cuál es su número de teléfono?
Tía Fanny se sintió impotente para enfrentarse a la súbita determinación de su marido, que quería arreglarlo todo a su modo. Él se sentía avergonzado porque el accidente había ocurrido a causa de un descuido suyo. Ahora quería demostrar que podía preocuparse por los problemas de su familia si se lo proponía. Ella le oyó hablar por teléfono y se sentía preocupada. ¿Cómo se podía mandar a los niños a un sitio desconocido?
Tío Quintín dejó el auricular y fue al encuentro de su mujer. Mostraba cara de júbilo y parecía sentirse muy satisfecho.
—Todo está ya arreglado —anunció—. Lenoir está encantado, encantadísimo. Dice que para él es un placer tener muchos chiquillos en su casa y que lo mismo le ocurre a su mujer, y que también sus dos hijos van a estar muy contentos. Si logramos encontrar un coche de alquiler, podrían marchar hacia allí ahora mismo.
—¡Pero Quintín! No podemos dejarlos ir así a un lugar en el que no conocen a nadie. No les va a gustar nada. No me extrañaría que Jorge no quisiera ir —le reconvino su esposa.
—¡Ah!, esto me recuerda que no debe llevarse a Tim —dijo tío Quintín—. Parece que a Lenoir no le gustan los perros.
—Pues en este caso, tú ya sabes que Jorge no querrá ir aseguró su esposa. —Esto es una idea disparatada, Quintín. Bien sabes que Jorge no irá a ninguna parte sin Tim.
—Deberá hacerlo esta vez —aseguró tío Quintín, muy decidido a que Jorgina no estropeara sus maravillosos planes—. Aquí están los niños. Voy a preguntarles qué les parece el ir allí, ¡ya verás lo que contestan!
Les hizo pasar a su estudio. Entraron con la sensación de que iban a oír malas noticias: regresar al colegio o algo así.
—¿Recordáis al chico de quien os hablé la noche pasada? —empezó a decir tío Quintín—. Se llama Pedro Lenoir, pero vosotros le dabais un nombre absurdo.
—Le llamamos Hollín —dijeron a la vez Dick y Julián.
—Es cierto, Hollín. Pues bien, su padre os ha invitado amablemente a que vayáis unos días al «Cerro del Contrabandista» —dijo tío Quintín.
Los niños quedaron extrañados.
—¡El «Cerro del Contrabandista»! —exclamó Dick, divertido por este nombre tan raro—. ¿Qué es el «Cerro del Contrabandista»?
—Es el nombre de su casa —explicó tío Quintín—. Es una casa muy vieja, construida en lo alto de una extraña colina y rodeada de un terreno pantanoso, donde en otro tiempo el mar hacía batir sus olas. La colina fue antes una isla, pero ahora es tan sólo un alto promontorio que sobresale sobre ese lugar pantanoso. Antiguamente, los contrabandistas rondaban por allí. Es un sitio muy extraño, según tengo entendido.
Todo eso excitó la curiosidad de los niños. Además, Julián y Dick siempre habían sido buenos amigos de Hollín Lenoir. Éste estaba loco, pero era divertidísimo. Pasarían con él unos días de primera.
—Bien. ¿Os gustaría ir? ¿O preferís acabar las vacaciones en el colegio? —preguntó tío Quintín con impaciencia.
—¡Oh, no! ¡No queremos regresar al colegio! —dijeron todos en seguida.
—Me gustaría mucho ir al «Cerro del Contrabandista» —contestó Dick—. Debe de ser un lugar emocionante. Y siempre me ha gustado Hollín, sobre todo desde que serró casi completamente una de las patas del sillón de nuestro maestro de clase. La silla se derrumbó en cuanto el señor Tom se sentó.
—¡Hum! No veo que esa broma sea motivo para que alguien os guste —dijo tío Quintín empezando a sentir dudas con respecto a Hollín Lenoir—. Quizás, en último término, sería mejor que regresarais al colegio.
—¡Oh, no, no! —gritaron todos—. ¡Vayamos al «Cerro del Contrabandista»! ¡Sí, vayamos allí!
—Está bien —dijo tío Quintín, satisfecho de ver cómo se afanaban en secundar su plan—. En realidad, yo ya había contado con esto. Hace unos minutos he hablado por teléfono. El señor Lenoir se ha mostrado entusiasmado con la idea.
—¿Puedo llevarme a Tim? —preguntó de repente Jorgina.
—No —contestó el padre—, me temo que no. Al señor Lenoir no le gustan los perros.
—Entonces tampoco él me gustará a mí —dijo Jorgina poniendo mala cara—. No iré sin Tim.
—En ese caso, regresarás al colegio —respondió su padre con aspereza—. Y no pongas esa cara de enfado, Jorge, ya sabes cuánto me desagrada.
Pero Jorgina siguió con su expresión adusta y, dando la espalda, se fue.
Los demás la miraron asustados. ¡A ver si ahora Jorge iba a estropearlo todo dejándose llevar de su mal humor! ¡Sería tan divertido ir al «Cerro del Contrabandista»! Claro que no lo sería tanto si tenían que ir sin Tim. Pero era absurdo que todos tuvieran que regresar al colegio sólo porque Jorge no quería ir a ninguna parte sin su perro.
Salieron a la salita. Ana rodeó con sus brazos a Jorgina, pero ésta la apartó.
—¡Jorge! Debes venir con nosotros —dijo Ana—. No puedo soportar ir sin ti. Sería horrible verte regresar sola al colegio.
—Allí no estaré sola —dijo Jorgina—, allí tendré a Tim.
Los demás la presionaban para que cambiara de parecer, pero ella los rechazó.
—Dejadme sola —dijo—. Quiero pensar. ¿Cómo creéis que vamos a ir al «Cerro del Contrabandista», y dónde está eso? ¿Qué camino tenemos que seguir?
—Iremos en coche. Está en lo alto de esa carretera que es tan empinada —aclaró Julian—. ¿Por qué lo preguntas, Jorge?
—No hagas preguntas —contestó Jorgina. Y salió con Tim. Los demás no la siguieron. Jorgina no era simpática cuando estaba enfadada.
Tía Fanny empezó a prepararles el equipaje, aunque era imposible alcanzar algunas de las cosas de la habitación de las niñas. Al cabo de un rato regresó Jorgina, pero Tim no estaba con ella. Parecía sin embargo más alegre.
—¿Dónde está Tim? —preguntó Ana en seguida.
—Por ahí fuera —contestó Jorgina.
—¿Vienes con nosotros, Jorge? —preguntó Julián mirándola.
—Sí. Me he decidido —contestó Jorgina, pero por alguna razón no miraba a Julián a los ojos. Éste se preguntó por qué no lo haría.
Tía Fanny preparó para todos un piscolabis. Luego, un gran coche vino a recogerlos. Subieron a él. El tío Quintín les dio toda clase de encargos para el señor Lenoir y tía Fanny un beso de despedida.
—Espero que paséis unos días agradables en el «Cerro del Contrabandista» —les deseó—. Escribid en cuanto lleguéis y contádmelo todo.
—¿No vamos a decir adiós a Tim? —preguntó Ana con los ojos muy abiertos por la extrañeza que le causaba el olvido de Jorgina—. ¡Jorge, no pensarás irte sin despedirte de Tim!
—No podéis deteneros ahora —dijo tío Quintín temiendo que Jorgina volviera a ponerse de malas—. ¡Marchaos ya! Ya está todo listo. Chófer, no vaya usted muy de prisa, por favor.
Sacando sus pañuelos y despidiéndose a gritos, los niños salieron de «Villa Kirrin», sintiéndose algo tristes mientras, al mirar hacia atrás, veían el tejado quebrado bajo el árbol caído.
De todas formas, estaban contentos al pensar que no habían tenido que regresar al colegio. Esto era lo principal. Se fueron animando al pensar en Hollín y en el nombre inquietante de su casa: el «Cerro del Contrabandista».
—¡El «Cerro del Contrabandista»! Son palabras muy emocionantes —comentó Ana—. Me la estoy imaginando: una vieja casa en lo alto de una colina. ¡Qué raro que en algún tiempo fuera una isla! Me gustaría saber por qué el mar se retiró y dejó pantanos por allí.
Jorgina estuvo callada durante un rato. El coche avanzaba rápidamente. De vez en cuando, los demás la miraban de reojo, pero llegaron a la conclusión de que estaba triste por causa de Tim. Sin embargo, no se la veía muy apesadumbrada.
El coche remontó una colina, la rodeó y descendió por el otro lado. Al llegar allí, Jorgina se inclinó hacia delante y tocó el brazo del conductor.
—¿Quiere usted hacer el favor de detenerse un momento? Debemos recoger a alguien aquí.
Julián y Ana miraron a Jorgina con cara de sorpresa. El conductor, sorprendido también, detuvo el coche lentamente. Jorgina abrió la puerta y dio un fuerte silbido. Algo salió disparado de la cuneta y se lanzó dentro del coche. ¡Era Tim! Lamió a todos, pisoteó los pies de todo el mundo y daba cortos ladridos que mostraban que se sentía emocionado y feliz.
—Bien —dijo el conductor, dudando—. No sé si se le permite llevar a este perro, señorita. Su padre no me dijo nada de él.
—Está bien así —respondió Jorgina con la cara enrojecida por la alegría—, está muy bien. No se preocupe. Puede usted arrancar.
—¡Eres un mico! —exclamó Julián, medio disgustado con Jorgina y medio satisfecho de tener a Tim con ellos—. El señor Lenoir va a devolverlo, ¿sabes?
—Bueno, pero me va a tener que devolver con él —contestó Jorgina en tono desafiante—. De momento, lo importante es que tenemos a Tim y que estamos todos juntos.
—Sí, ¡esto es fantástico! —comentó Ana, que dio un empujón primero a Jorgina y luego a Tim—. Tampoco a mí me gustaba irme sin Tim.
—¡En marcha hacia el «Cerro del Contrabandista»! Estoy pensando si será posible, que nos ocurra alguna aventura en este lugar —dijo Jorge cuando el coche reemprendió la marcha.