¿Cuáles son los rasgos peculiares?

Permítaseme ahora, por último, aventurar la respuesta a la pregunta formulada al comienzo.

Recuerden las líneas del prefacio de Burnet: la ciencia es una invención griega, y nunca existió excepto entre los pueblos bajo influencia griega. Más tarde, en el mismo libro afirma: «El fundador de la escuela de Mileto y por consiguiente [!] el primer hombre de ciencia fue Tales»[20]. Gomperz asegura (lo he citado por extenso) que toda nuestra actual manera de pensar se basa en el pensamiento griego; éste es, pues, algo especial, algo que se ha desarrollado históricamente durante siglos, no es el general, el único modo posible de pensar sobre la naturaleza. Gomperz pone mucho énfasis en la apreciación de este extremo, en que reconozcamos las peculiaridades como tales, posiblemente liberándonos así de su poco menos que irresistible hechizo.

¿Cuáles son pues? ¿Cuáles son los rasgos peculiares, específicos de nuestra imagen científica del mundo?

No cabe duda acerca del primero de estos rasgos fundamentales. Consiste en la hipótesis de que el despliegue de la naturaleza puede ser inteligido. He abordado este punto repetidamente. Se trata de la perspectiva no-espiritista, no-supersticiosa, no-mágica. Cabría decir mucho más acerca de ella. En este contexto, habría que discutir las cuestiones siguientes: ¿qué significa realmente la comprensibilidad y en qué sentido, si hay alguno, la ciencia proporciona explicaciones? El gran descubrimiento de David Hume (1711-1776) fue que la relación entre causa y efecto no es directamente observable y no enuncia nada sino una sucesión regular. Este descubrimiento epistemológico fundamental llevó a grandes físicos como Gustav Kirchhof (1824-1887), Ernst Mach (1838-1916) y otros a sostener que la ciencia natural no ofrece ninguna explicación, que su finalidad es sólo una completa y económica (Mach) descripción de los datos observados, siendo impotente para alcanzar otra cosa. Esta perspectiva, en la forma más elaborada de positivismo filosófico, ha sido abrazada con entusiasmo por los físicos modernos. Tiene gran consistencia y es muy difícil, si no imposible, de refutar; como ocurre con el solipsismo, pese a ser mucho más razonable que este último. Aunque la perspectiva positivista contradiga la «inteligibilidad de la naturaleza», no supone una vuelta al pensamiento mágico y supersticioso de antaño; por el contrario, expulsa la noción de fuerza de la física, la más peligrosa reliquia del animismo en esta ciencia. Es un antídoto saludable contra la temeridad de los científicos propensos a creer que han comprendido un fenómeno, cuando en realidad únicamente se han aprehendido los hechos describiéndolos. Pero incluso desde el punto de vista positivista uno no debería, creo, declarar que la ciencia transmite lo que no ha comprendido. Pues aunque fuera cierto (como los positivistas mantienen) que en principio nosotros únicamente observamos, registramos datos y los colocamos en un orden nemotécnico conveniente, hay una relación factual, tanto entre nuestros hallazgos en los diferentes dominios (ampliamente separados) del conocimiento, como entre éstos y las nociones generales más fundamentales (así los enteros naturales 1, 2, 3, 4…); relaciones tan sorprendentes e interesantes que, para designar el hecho de aprehenderlas y registrarlas, el término «conocimiento» parece muy apropiado. Los ejemplos más destacados, a mi entender, son la teoría mecánica del calor, que equivale a una reducción numérica, y la teoría de la evolución de Darwin, ejemplo de nuestra posibilidad de obtener conocimiento verdadero. Lo mismo cabe decir de la genética, basada en los descubrimientos de Mendel y Hugo de Vries, mientras que en física la teoría cuántica ha alcanzado una prometedora perspectiva, pero todavía no una inteligibilidad completa, por válida y provechosa que sea en diversos campos, incluida la genética y la biología en general.

Existe, no obstante, a mi juicio, un segundo rasgo, mucho menos claro y abiertamente expuesto, pero de igual y fundamental importancia: la ciencia, en su intento de describir y comprender la naturaleza, simplifica el (muy difícil) problema al que se enfrenta. De forma inconsciente, el científico simplifica su problema de entender la naturaleza al ignorar (o desconectar de la imagen del mundo a construir) su propia personalidad, el sujeto de conocimiento.

Inadvertidamente el pensador se retrotrae al papel de observador externo. Esto facilita mucho la tarea. Pero deja huecos, enormes lagunas; conduce a paradojas y antinomias cada vez que, ignorando la renuncia inicial, uno intenta hallarse a sí mismo en el marco descrito, situar de nuevo en él su propio pensamiento y su intelección sensible.

Este paso importante —desconectarse uno mismo, retrotraerse a la posición del observador que nada tiene que ver con la tarea global— ha recibido otros nombres, que lo hacen aparecer como algo inofensivo, natural, inevitable. Podría ser denominado objetivación, la contemplación del mundo como un objeto. En el momento en que se hace tal cosa, uno se excluye virtualmente a sí mismo. Una expresión frecuentemente utilizada es «la hipótesis de un mundo real que nos rodea» (Hypothese der realen Aussenwelt). ¡Evidente! ¡Sólo un insensato podría ignorarlo! Y sin embargo se trata de un rasgo distintivo, un hecho peculiar en nuestra manera de entender la Naturaleza, y la emergencia de tal rasgo tiene sus consecuencias.

Los vestigios más claros de esta idea en los antiguos escritos griegos son los fragmentos de Heráclito que hemos discutido y analizado anteriormente. Pues se trata de este «mundo en común», este ξυνόν o κοινόν de Heráclito, lo que estamos construyendo; estamos hipostasiando el mundo como un objeto, realizando la asunción de un mundo real a nuestro alrededor —como dice la sentencia— construido de hecho sobre las partes superpuestas de nuestras distintas conciencias. Y al hacer tal cosa, cada cual, lo quiera o no, se coloca a sí mismo —el sujeto de conocimiento, la cosa que dice «cogito ergo sum»— fuera del mundo, se traslada a sí mismo hacia una posición de observador externo, dejando de pertenecer él mismo al conjunto. El «sum» se convierte en «est».

¿Es realmente así? ¿Debe ser así? ¿Por qué es así? De hecho no nos damos cuenta de ello por una razón que luego expondré. Antes permítaseme indicar por qué es así.

Tanto el «mundo real que nos rodea» como «nosotros mismos», es decir, nuestras mentes, proceden del mismo material de construcción; los dos consistimos en los mismos ladrillos, por así decir, sólo que acomodados en distinto orden —percepciones sensibles, imágenes mnémicas, imaginación, pensamiento—. Es preciso, por supuesto, un mínimo de reflexión, pero entonces uno fácilmente cae en la cuenta de que la materia está compuesta exclusivamente de estos elementos. Más aún: imaginación y pensamiento juegan un papel cada vez más importante (frente a la cruda percepción sensorial), bajo forma de ciencia, conocimiento de la naturaleza, progreso.

Lo que sucede es lo siguiente. Podemos pensar en estos elementos —permítaseme llamarlos así— bien como constituyentes de la mente, la propia mente de cada uno, bien como integrantes del mundo material. Pero no podemos, o podemos sólo con enorme dificultad, pensar ambas cosas al mismo tiempo. Para pasar del aspecto-mente al aspecto-materia, o viceversa, tenemos, por así decir, que tomar los elementos y colocarlos juntos de nuevo en un orden enteramente diferente. Por ejemplo —no es fácil dar ejemplos pero lo intentaré— mi mente en este momento está constituida por todo lo que siento a mi alrededor: mi propio cuerpo, todos ustedes sentados ahí delante, escuchándome muy amablemente, el guión de mi conferencia ante mí y, sobre todo, las ideas que quiero exponer, su adecuada estructuración en palabras. Pero ahora consideremos alguno de los objetos materiales que tenemos alrededor, por ejemplo mi brazo. En tanto objeto material está compuesto, no sólo por mis propias sensaciones directas de él, sino también por las sensaciones imaginadas que tendría al girarlo en redondo, moviéndolo, mirándolo desde diferentes ángulos; a lo que se añade que está compuesto de las percepciones que imagino que ustedes tienen de él, y también, si ustedes piensan en él de manera puramente científica, de todo aquello que ustedes podrían verificar y podrían verdaderamente hallar, si lo tomaran y lo diseccionaran para convencerse de su naturaleza y composición intrínsecas. Y así sucesivamente. Se podría hacer una enumeración sin fin de todas las hipotéticas percepciones y sensaciones por mi parte y por la suya que se incluyen en mi discurso acerca de este brazo en tanto rasgo objetivo del «mundo real que nos rodea».

El símil siguiente no es muy bueno, pero es el mejor que he podido encontrar: se proporciona a un niño una complicada caja de ladrillos de diferentes medidas, formas y colores. Puede construir con ellos una casa, una torre, una iglesia, la Muralla China, etcétera. Pero no puede realizar dos de estas construcciones al mismo tiempo porque, al menos parcialmente, necesita los mismos ladrillos en cada caso.

Ésta es la razón por la que creo cierto que yo verdaderamente desconecto mi mente cuando construyo el mundo real a mi alrededor, sin darme cuenta de que estoy desconectando. Y entonces me quedo muy perplejo de que la imagen científica del mundo real a mi alrededor sea muy deficiente. Proporciona mucha información factual, pone toda nuestra experiencia en un orden admirablemente consistente, pero es horriblemente muda acerca de todas y cada una de las cosas que están realmente cerca de nuestro corazón, que realmente nos interesan. No nos puede decir una palabra acerca de rojo y azul, amargo y dulce, dolor físico y placer físico; no sabe nada de bello y feo, bueno o malo, Dios y eternidad. La ciencia a veces pretende contestar a preguntas en estos dominios, pero las respuestas son muy a menudo tan endebles que ni siquiera las tomamos en serio.

De modo que, en resumen, no pertenecemos a este mundo material que la ciencia construye para nosotros. Nosotros no estamos dentro de él, estamos fuera. Sólo somos espectadores. La razón por la que creemos que estamos dentro de él, que pertenecemos al cuadro, es que nuestros cuerpos están en el cuadro. Nuestros cuerpos pertenecen a éste. No sólo mi propio cuerpo, sino los de mis amigos, así como los de mi perro, mi gato y mi caballo, y los de todas las otras personas y animales. Y ésta es la única manera que tengo de comunicarme con ellos.

Por otro lado, mi cuerpo está implicado en buena parte de los cambios más interesantes —movimientos— que tienen lugar en este mundo material, y está implicado de tal manera que me siento en parte el autor de estas idas y venidas. Pero entonces llega el impasse, este descubrimiento tan desconcertante de la ciencia, de que no soy necesario como autor. En el seno de la imagen científica del mundo todos estos acontecimientos tienen soporte en sí mismos. Se explican ampliamente mediante influencia energética recíproca. Incluso los movimientos del cuerpo humano «son autónomos», como afirmó Sherrington. La imagen científica del mundo se digna conceder un conocimiento muy completo de todo lo que sucede, hace todo un poco demasiado comprensible. Le permite a uno imaginar el despliegue total de las cosas como el de un mecanismo de relojería, en el que todo lo que la ciencia conoce funcionaría exactamente como el reloj mismo; sin que en conexión con él se dieran conciencia, voluntad, deber, dolor, placer y responsabilidad —que de hecho sí operan—. Y la razón de esta desconcertante situación es justamente que, para el propósito de construir la imagen del mundo externo, hemos utilizado el enormemente simplificado procedimiento consistente en desconectar nuestra personalidad, la hemos cambiado de lugar; por lo tanto ha desaparecido; se ha evaporado y se ha hecho ostensiblemente innecesaria.

En particular, y esto es lo importante, tal es la razón de que la visión científica del mundo no contenga en sí misma valores éticos, ni valores estéticos, ni una palabra acerca de nuestra finalidad última o destino, y nada de Dios, si lo prefieren. ¿De dónde vengo, adonde voy?

La ciencia no nos puede decir una palabra acerca de la música que nos agrada, o por qué y de qué manera una vieja canción nos conmueve hasta las lágrimas.

La ciencia, estimamos, puede, en principio, describir con todo detalle cuanto sucede (en relación al último caso) en nuestros sensorium y motorium desde el momento en que las ondas de comprensión y de dilatación alcanzan nuestro oído hasta el momento en que ciertas glándulas secretan un fluido salado que emerge en nuestros ojos. Pero en lo que respecta a los sentimientos de placer y tristeza que acompañan al proceso, la ciencia es completamente ignorante, y por esta razón reticente.

La ciencia es reticente también cuando se trata la cuestión de la gran Unidad —el Ser de Parménides—, del cual todos formamos parte de alguna manera y al cual pertenecemos. El nombre más popular para ello en nuestros tiempos es Dios, con mayúscula. A la ciencia, muy a menudo, se la tacha de atea. Después de lo que hemos dicho, no debe sorprendemos. Si su imagen del mundo no contiene siquiera el azul, amarillo, amargo, dulce —belleza, placer y dolor—, si la personalidad queda descartada por convenio, ¿cómo podría contener la idea más sublime que se presenta por sí misma a la mente humana?

El mundo es grande, magnífico y hermoso. Mi conocimiento científico de los hechos que en él se dan comprende cientos de millones de años. Pero en otro sentido está ostensiblemente contenido en los pocos (setenta, ochenta o noventa) años que me han sido otorgados —yo, un pequeño punto en el inconmensurable tiempo, nada incluso en relación al número finito de millones de años que he aprendido a medir y a calcular—. ¿De dónde vengo y adónde voy? Ésta es la gran cuestión insondable, la misma para cada uno de nosotros. La ciencia no tiene respuesta a eso, aunque constituye el peldaño más alto que hemos sido capaces de establecer en el camino del conocimiento seguro e incontrovertible.

No obstante, nuestra vida como seres humanos ha durado, como máximo, sólo alrededor de medio millón de años. Por todo lo que sabemos, podemos anticipar, aun en este globo en particular, unos cuantos millones de años por venir. Y al final nos queda la sensación de que ningún pensamiento completado durante todo este tiempo habrá sido pensado en vano.