La cultura jónica

Nos centraremos ahora en los filósofos habitualmente clasificados bajo la denominación común de escuela de Mileto (Tales, Anaximandro, Anaxímenes), reservando el capítulo próximo para otros más o menos vinculados a ellos (Heráclito, Jenófanes) y el siguiente a los atomistas (Leucipo, Demócrito). Tengo que decir en primer lugar que el orden con respecto al capítulo precedente no es cronológico: el acmé de los tres physiologoi jónicos (Tales, Anaximandro, Anaxímenes) data aproximadamente del 585, 565, 545 a. C. respectivamente, mientras que el acmé de Pitágoras se sitúa alrededor del 532 a. C. En segundo lugar, quisiera señalar el doble papel que la escuela de Mileto desempeña en el presente contexto. Se trata de un conjunto de pensadores con objetivos y perspectivas decididamente científicos, igual que los pitagóricos, pero opuestos a éstos en lo que atañe a la oposición «Razón - Sentidos», tratada en el segundo capítulo de este libro. La escuela de Mileto toma el mundo tal como nos viene dado a través de los sentidos y trata de explicarlo, sin preocuparse por los preceptos de la razón, como lo haría el hombre de la calle, con cuya manera de pensar se identifican.

Efectivamente, a menudo la reflexión parte de problemas o analogías de tipo práctico o manual, enfocándolos hacia aplicaciones prácticas en navegación, elaboración de planos y triangulación. Permítaseme recordar al lector nuestro principal problema, el de poner de relieve rasgos singulares y bastante artificiales de la ciencia que se suponen (Gomperz, Burnet) tener origen en la filosofía griega. Presentaremos y discutiremos dos de estas características, a saber, la asunción de que el mundo puede ser entendido, y el lema provisional y simplificado de excluir la persona «que comprende» de la representación racional del mundo que se va a construir. La primera se establece definitivamente con los tres physiologoi jónicos o, si se prefiere, con Tales. La segunda, la exclusión del sujeto, se ha convertido en un viejo hábito firmemente establecido. Se ha hecho inherente a todo intento de proporcionar una imagen del mundo objetivo a la manera de los jónicos. Tan poca conciencia había de que tal exclusión resultaba de un presupuesto singular, que se intentaba seguir el rastro del sujeto en el seno mismo de la imagen material del mundo bajo la forma de un alma, ya estuviera formada por una materia particularmente fina, volátil y móvil, ya fuera una sustancia espectral en interacción con la materia. Estas ingenuas construcciones se mantuvieron durante siglos y están lejos de haberse extinguido hoy en día. Aunque no podamos describir la «exclusión» como un paso definido, consciente (lo que probablemente nunca ha sucedido), podemos hallar en los fragmentos de Heráclito (que tuvo su acmé alrededor del 500 a. C.) una evidencia notable de que éste ya la tenía en mente. Y el fragmento de Demócrito que hemos citado al final del capítulo II muestra su preocupación por el hecho de que su modelo atomista del mundo está despojado de todas las cualidades subjetivas, los datos sensoriales a partir de los cuales había sido construido.

El movimiento conocido como cultura o ilustración jónica nació en el extraordinario siglo VI a. C.; fue también durante ese siglo cuando se produjeron en el Lejano Oriente movimientos espirituales de tremendas consecuencias, vinculados a los nombres de Gautama Buddha (nacido hacia el 560 a. C.), Lao Tse y su más joven contemporáneo Confucio (nacido el 551 a. C.). El grupo jónico surgió, aparentemente, sin antecedentes en la estrecha franja denominada Jonia, en la costa oeste de Asia Menor e islas adyacentes. Las condiciones geográficas e históricas particularmente favorables que aquí se daban han sido descritas con una retórica bastante más espléndida que la que puedo ofrecer; la situación era favorable al desarrollo de un pensamiento libre, sobrio e inteligente. Permítaseme mencionar tres puntos.

La región (al igual que el sur de Italia en los tiempos de Pitágoras) no pertenecía a un imperio ni a un gran estado poderoso, que habría sido hostil al pensamiento libre. Políticamente estaba conformada por numerosas pequeñas ciudades o islas-estado, autogobernadas y prósperas, fueran repúblicas o tiranías. En cualquiera de los dos casos parecían dirigidas o gobernadas con bastante frecuencia por los mejores cerebros, lo que siempre ha sido un evento bastante excepcional.

En segundo lugar, los jónicos, habitantes de las islas de la abrupta costa del continente, eran marinos, gente a caballo entre Oriente y Occidente. Su floreciente comercio se basaba en el intercambio de mercancías entre las costas de Asia Menor, Fenicia y Egipto por una parte, y Grecia, el sur de Italia y el sur de Francia por otra. El intercambio mercantil siempre y en todas partes ha sido, y todavía es, el principal vehículo para el intercambio de ideas. Puesto que las personas entre las que este intercambio tiene lugar no son eruditos, poetas o profesores de filosofía, sino marinos y mercaderes, es seguro que tal intercambio comenzó con cuestiones prácticas. Instrumentos manufacturados, nuevas técnicas de artesanía, sistemas de transporte, mejoras en la navegación, distribuciones portuarias, construcción de diques y almacenes, control del suministro de agua, etcétera, se encuentran entre las primeras cosas que en estas circunstancias se aprenden de unos a otros. El rápido desarrollo de las habilidades técnicas que se da en un pueblo inteligente a través de un proceso vital de este tipo, despierta las mentes de los pensadores teoréticos, cuya ayuda será a menudo solicitada para redondear el dominio de alguna técnica recientemente aprendida. Si éstos se dedican a problemas abstractos relativos a la constitución física del mundo, su manera de pensar presentará, sin embargo, rasgos derivados de su origen práctico. Esto es precisamente lo que encontramos en los filósofos jónicos.

Se ha señalado como tercera circunstancia favorable el que estas comunidades, para decirlo pronto, no estuvieran dirigidas por sacerdotes. No existía, como en Babilonia y Egipto, una casta sacerdotal privilegiada y hereditaria que o era la clase dirigente o habitualmente coincidía con ella en la oposición al desarrollo de nuevas ideas, compartiendo un sentimiento instintivo de que cualquier cambio en la manera de entender el mundo podría eventualmente volverse contra ellos y sus privilegios. Diferencia suficiente en las condiciones que favorecieron el nacimiento de una nueva era de pensamiento independiente en Jonia.

Más de un escolar o joven estudiante ha topado en sus libros de texto (u otros cualesquiera) con una breve presentación de Tales, Anaximandro y otros. Al leer que uno enseñaba que todo era agua, el otro que todo era aire, un tercero que todo era fuego; al enterarse de que se referían a cosas tan singulares como discos incandescentes con ventanas (los cuerpos celestes), el fluir ascendente y descendente en la atmósfera, etcétera, el estudiante puede perfectamente aburrirse, preguntándose por qué se le supone interesado en semejante teoría vieja e ingenua que sabemos completamente periclitada. ¿Qué es, pues, lo que aconteció en aquel momento en la historia de las ideas que nos permite hablar del nacimiento de la Ciencia y referimos a Tales de Mileto como el primer científico del mundo (Burnet)?

La gran idea que configuraron estos hombres fue que el mundo que les rodeaba era algo que podía ser comprendido; bastaba con que uno se tomara simplemente el trabajo de observarlo cuidadosamente; ya no era el terreno de acción de dioses y espíritus actuando de manera impulsiva y más o menos arbitraria, movidos por pasiones como la cólera, el amor y el deseo de venganza, en el que daban rienda suelta a sus odios y podían hacerse propicios con ofrendas piadosas. Aquellos hombres ya no creían nada de esto, se habían liberado de la superstición. Vieron el mundo como un mecanismo complicado, actuando de acuerdo con leyes innatas y eternas, que tenían curiosidad por desvelar. Esto constituye, por supuesto, la actitud fundamental de la ciencia hasta nuestros días. Actitud que para nosotros se ha convertido en un lugar común, hasta el punto de olvidar que alguien tuvo que plantearla, hacer de ella un programa y embarcarse en él. La curiosidad es el estímulo. La primera condición del científico es ser curioso. Debe ser capaz de mostrarse atónito y ansioso por descubrir. Platón, Aristóteles y Epicuro enfatizan la importancia del asombro (θαυμάζειν). Y esto no es trivial cuando se refiere a cuestiones generales acerca del mundo como totalidad; pues, en efecto, nos es dado tan sólo una vez y no tenemos otro con el que compararlo.

Este primer paso fue de una importancia suprema, con independencia de la adecuación de las explicaciones efectivamente presentadas. Creo que es correcto afirmar que se trataba de una completa novedad. Los babilonios y los egipcios, por supuesto, conocían mucho sobre las regularidades de las órbitas de los cuerpos celestes, particularmente en lo que atañía a los eclipses. Pero los contemplaban como fenómenos religiosos, lejos de buscarles explicaciones naturales. Y se hallaban ciertamente muy lejos de una descripción exhaustiva del mundo en términos de tales regularidades. La incesante interferencia de los dioses en los acontecimientos naturales en los poemas de Homero, los repelentes sacrificios humanos narrados en La Ilíada, ilustran en términos generales lo ya dicho. Pero para reconocer en el original descubrimiento de los jónicos la creación por primera vez de una perspectiva científica, no necesitamos contrastarlos con quienes los precedieron. Los jónicos tuvieron tan poco éxito en la erradicación de la superstición que a lo largo de los siglos y hasta nuestros mismos días no ha habido época que se haya desembarazado completamente de ella. Con esto no me estoy refiriendo a las creencias populares, sino a la oscilante actitud incluso de auténticos grandes hombres, como Arthur Schopenhauer, Sir Oliver Lodge o Rainer Maria Rilke, por nombrar unos pocos. La actitud de los jónicos se mantuvo viva con los atomistas (Leucipo, Demócrito, Epicuro, Lucrecio) y con los científicos de la escuela de Alejandría, aunque en diferentes sentidos, porque, desgraciadamente, la filosofía natural y la investigación científica en los últimos tres siglos a. C. se separaron tanto como en los tiempos modernos. Tras esto la perspectiva científica fue muriendo gradualmente, cuando en los primeros siglos de nuestra época el mundo comenzó a interesarse cada vez más por la ética y aspectos extraños de la metafísica, y a despreocuparse por la ciencia. Hasta el siglo XVII la actitud científica no recobró su importancia.

El segundo paso, casi igual de importante, se remonta a Tales. Se trata del reconocimiento de que la materia que constituye el mundo, a pesar de su infinita variedad, tiene tanto en común en sus diversas formas que debe contener intrínsecamente el mismo elemento. Bien podemos denominar a esto la hipótesis de Proust en estadio embrionario. Fue el primer movimiento hacia una comprensión del mundo, en consecuencia hacia la puesta en práctica de lo que hemos denominado el primer paso, la convicción de que el mundo puede ser entendido. Desde nuestra perspectiva presente cabe decir que allí se tocó el punto esencial y que la conjetura fue asombrosamente adecuada. Tales se aventuró a considerar el agua (ὕδωρ) como elemento básico. Pero haríamos bien en no identificar esto ingenuamente con nuestro «H2O», sino más bien con líquidos o fluidos (τὰ ὐγρά) en general. Tales debió de haber observado que todo lo vivo parece originarse en lo líquido o en lo húmedo. Al juzgar el líquido más familiar (agua) como el material único del que todo se compone, implícitamente sostenía que el estado físico de agregación (sólido, fluido, gaseoso) era un asunto secundario, no demasiado esencial. No podemos esperar que se quedara satisfecho —como correspondería a una mente moderna— simplemente diciendo: vamos a dar a esto un nombre, llamémoslo materia (ὕλη), y a investigar sus propiedades. Todo nuevo descubrimiento suele sobrevalorarse y a menudo se formula en forma de hipótesis con un exceso de detalles que después se esfuman. Esto proviene de nuestro intenso deseo de «descubrir», de nuestro afán de conocimiento científico, esencial para hallar cualquier cosa, como ya hemos dicho. Un detalle algo más interesante, relatado por varios doxógrafos como una opinión de Tales, es que la tierra flota en el agua «como un pedazo de madera»; lo que necesariamente significa que una parte considerable se encuentra inmersa. Esto evoca, por una parte, el antiguo mito de la isla de Delos vagando erráticamente hasta que Leto diera a luz a dos gemelos, Apolo y Artemisa; pero, por otra parte, se parece asombrosamente a la moderna teoría de la isostasia, de acuerdo con la cual los continentes flotan en un líquido, aunque no exactamente en el agua de los océanos sino en una sustancia más densa, fundida, situada bajo ellos.

De hecho, la «exageración» o «temeridad» de Tales al avanzar sus hipótesis generales fue rápidamente corregida por su discípulo y asociado (ἑταῖροζ) Anaximandro, unos veinte años más joven. Éste negó que la materia universal fuera idéntica a ninguna materia conocida e inventó un nombre para ella: lo ilimitado o infinito (ἄπειρον). Se habló mucho en la Antigüedad acerca de este interesante término, como si fuera algo más que un nombre de nuevo cuño. No me detendré en ello, sino que seguiré la corriente de las ideas físicas esenciales indicando lo que quisiera denominar el tercer paso decisivo en este desarrollo. Se debe a Anaxímenes, colaborador y discípulo de Anaximandro, aproximadamente unos veinte años más joven (muerto hacia el 526 a. C.). Anaxímenes reconoció que las transformaciones más obvias de la materia eran la «rarefacción» y la «condensación». Mantuvo explícitamente que todo tipo de materia podía encontrarse en estado sólido, líquido o gaseoso según las circunstancias. Eligió el aire como sustancia básica, apoyándose así de nuevo sobre una base más firme que su maestro. De hecho, si hubiera dicho «gas hidrógeno disociado» (cosa que difícilmente podía esperarse que dijera) no hubiera estado lejos de nuestro punto de vista actual. A partir del aire, decía Anaxímenes, los cuerpos más ligeros (por ejemplo, el fuego y elementos aún más puros y ligeros en lo más alto de la atmósfera) se formaban por rarefacción creciente, mientras que la niebla, las nubes, el agua y la tierra sólida resultaban de etapas sucesivas de condensación. Estas afirmaciones son todo lo adecuadas y correctas que permitían los conocimientos y concepciones de la época. Téngase en cuenta que no se trata sólo de pequeños cambios de volumen. En la transición desde el estado gaseoso ordinario al estado sólido o líquido la densidad se incrementa por un factor entre mil y dos mil. Por ejemplo, una pulgada cúbica de vapor de agua a presión atmosférica, al condensarse, se contrae en una gota de agua de poco más de una décima de pulgada de diámetro. La hipótesis de Anaxímenes, según la cual el agua líquida, e incluso una piedra firme y sólida, están formadas por la condensación de una sustancia gaseosa básica (aunque parezca tener el mismo peso que la perspectiva opuesta de Tales) es aún más audaz y mucho más cercana al punto de vista actual. Pues nosotros consideramos un gas como el estado más simple, más primitivo, «no-agregado», a partir del cual la formación relativamente complicada de líquidos y sólidos se sigue de la intervención de agentes que tienen un papel subordinado. Que Anaxímenes no se complacía en fantasías abstractas, sino que estaba impaciente por aplicar su teoría a hechos concretos, puede apreciarse en las conclusiones sorprendentemente correctas a las que llegó en algunos casos. Así, a propósito de la diferencia entre granizo y nieve (consistentes ambos en agua solidificada, es decir, hielo), nos dice que el granizo se forma cuando se hiela el agua que cae de las nubes (esto es, gotas de lluvia), mientras que la nieve resulta de nubes húmedas que alcanzan por sí mismas el estado sólido. Cualquier texto moderno de meteorología contará aproximadamente lo mismo. Las estrellas (dicho sea de paso y sin que venga a cuento) no nos proporcionan calor, decía Anaxímenes, porque se encuentran demasiado lejos.

Pero, con mucho, lo más importante de la teoría de la rarefacción-condensación es que se trata del paso más firme hacia el atomismo, que efectivamente muy pronto siguió esta pista. Este punto merece atención, ya que para nosotros, modernos, no es obvio en absoluto. Estamos familiarizados con la idea del continuum, o así lo creemos. No lo estamos con la enorme dificultad que este concepto representa para la mente, a menos que hayamos estudiado las matemáticas más modernas (Dirichlet, Dedekind, Cantor).

Los griegos tropezaron con estas dificultades, fueron perfectamente conscientes de ellas y se sintieron profundamente turbados. Así se puede apreciar en su desconcierto ante el hecho de que «ningún número» corresponda a la diagonal del cuadrado de lado 1 (sabemos que es √2); puede apreciarse en las conocidas paradojas de Zenón (el Eléata), la paradoja de Aquiles y la tortuga, la de la flecha al vuelo, al igual que en otras paradojas acerca de la arena y en las cuestiones recurrentes sobre si la línea consiste en puntos y, de ser así, cuántos contiene. El que nosotros (al menos los no matemáticos) hayamos aprendido a sortear estas dificultades (y seamos en consecuencia incapaces de entender este aspecto del pensamiento griego) creo que se debe, en gran parte, a la notación decimal. En algún momento de nuestra época escolar se nos hace tragar la píldora de que uno puede operar con fracciones decimales cuyas cifras se suceden hasta el infinito, y que cada una de ellas representa un número, incluso cuando no es posible indicar la recurrencia de las cifras. La píldora en cuestión pasa mejor gracias a nuestro conocimiento previo de que números muy sencillos, como 1/7 (un séptimo), no poseen una sucesión decimal finita correspondiente, sino una infinita, con recurrencia:

1/7 = 0,142857 | 142857 | 142857 |…

La enorme diferencia entre este caso y, por ejemplo,

2 = 1,4142135624…

aparece cuando constatamos que √2 conservaría su especificidad cualquiera que fuera la «base de numeración» que eligiéramos en lugar de nuestra convencional base 10, mientras que en base 7[10], por supuesto, tenemos para 1/7 la «fracción séptima».

1/7 = 0,1

En cualquier caso, tras habernos tragado la píldora, nos damos cuenta de que estamos ya en condiciones de asignar un número definitivo a cualquier punto de la línea recta entre cero y uno, así como entre cero e infinito, e incluso entre menos infinito y más infinito, siempre que hayamos marcado previamente en la recta el punto cero. Nos sentimos en posesión y control del continuum.

Además, nosotros conocemos el caucho. Sabemos que podemos estirar una tira de caucho dentro de unos límites amplios, o incluso una superficie de caucho, como hacemos cuando inflamos un globo. No tenemos dificultad en imaginar que podemos hacer algo similar con una masa sólida de caucho. Por ello no tenemos problemas para conciliar un modelo continuo de la materia con cambios considerables de forma y volumen; ciertamente, muy pocos físicos del siglo XIX encontraron dificultad en ello.

Los griegos, por las razones mencionadas, no tenían esta facilidad. Tarde o temprano se veían obligados a interpretar los cambios de volumen como una prueba de que los cuerpos constan de partículas discretas, inalterables en sí mismas, pero que se mueven alejándose o aproximándose entre sí, dejando más o menos espacio vacío entre ellas. En esto consiste su teoría atómica, que es también la nuestra. Parece como si hubiera sido precisamente una deficiencia —una laguna de conocimiento acerca del continuo— lo que les condujo al camino correcto. A finales del siglo pasado uno todavía podría haber aceptado esta conclusión, pese a su improbabilidad intrínseca. La última fase de la física moderna, inaugurada en 1900 con el descubrimiento del quantum de acción de Planck, apunta en dirección opuesta. Pese a aceptar el atomismo griego en lo relativo a la materia ordinaria, nos damos cuenta de que hemos hecho un uso impropio de nuestra familiaridad con el continuo. Hemos utilizado este concepto para la energía; sin embargo, el trabajo de Planck ha proyectado dudas sobre su adecuación. Todavía usamos el continuo en relación con el espacio y el tiempo. Será difícil eliminarlo de la geometría abstracta, pero podría perfectamente revelarse fuera de lugar en relación al espacio y al tiempo físicos. Esto en lo que se refiere al desarrollo de las ideas físicas de la escuela de Mileto, que, estimo, constituyen su contribución más importante al pensamiento occidental.

Otra conocida afirmación procedente de esta escuela es la de que toda la materia está dotada de vida. Aristóteles, tratando acerca del alma, nos cuenta que algunos la consideraban confundida con «el todo». Así, Tales pensaba que todo se hallaba repleto de dioses; se nos dice también que atribuía poder motriz al alma y adscribía un alma incluso a la piedra, ya que ésta movía el hierro (refiriéndose, por supuesto, a la piedra imán). Ésta y la propiedad similar otorgada al ámbar (elektron) al cargarse eléctricamente por frotamiento se aducen siempre como las razones por las que Tales adscribe un alma incluso a lo inanimado (= sin alma). También se dice que concebía a Dios como el intelecto (o mente) del universo, y pensaba que todo él estaba animado (dotado de alma) y lleno de deidades. Más tarde se inventaría el nombre de «hylozoístas» (hyle, materia; zo-os, vivo) para los miembros de la escuela de Mileto, en referencia a su punto de vista, entendido como bastante excéntrico e infantil. En efecto, ya Platón y Aristóteles estipularon una clara división entre lo vivo y lo inanimado: lo vivo es aquello que se mueve por sí mismo, como un hombre, un gato o un pájaro, o como el Sol, la Luna y los planetas. Ciertas teorías modernas se aproximan a lo que los hylozoístas creían y sentían. Schopenhauer extendió su noción fundamental de «Voluntad» a todo, adscribió voluntad a la piedra que cae y a la planta que crece, así como a los movimientos espontáneos de los animales y del hombre. (Consideraba el conocimiento consciente y el intelecto como fenómenos secundarios, accesorios, perspectiva que no se trata de discutir aquí.) El gran psicofisiólogo G. Th. Fechner desarrolló, aunque sólo en sus horas de asueto, algunas ideas sobre las «almas» de las plantas, de los planetas y del sistema planetario, que constituyen una interesante lectura y pretenden proporcionar algo más que entretenidas ensoñaciones. Finalmente, permítaseme evocar las Conferencias Gifford de Sir Charles Sherrington (1937-1938), publicadas en 1940 bajo el título de Man on his Nature (Hombre versus Naturaleza[11]). Una discusión de varias páginas sobre el aspecto físico (energético) de los acontecimientos naturales, y de la actividad de los organismos en particular, se resume destacando la posición histórica de nuestra visión actual: «… en la Edad Media, y después… así como anteriormente en Aristóteles, se daba el problema de lo animado y lo inanimado y el de hallar los límites entre ambos. El esquema actual hace obvio el porqué de esta dificultad y la anula. No hay frontera»[12]. Si Tales pudiera leer esto, diría: «Eso es justamente lo que yo sostuve doscientos años antes de Aristóteles».

Esta idea de que la naturaleza orgánica e inorgánica están unidas inseparablemente no era para los Milesios una simple y estéril declaración filosófica, como lo fue, por ejemplo, para Schopenhauer, cuyo principal error consistió en oponer (o quizá mejor, ignorar) la evolución, pese a que la evolución biológica estaba, en la versión de Lamarck, establecida en su tiempo y tuvo una gran influencia sobre algunos filósofos contemporáneos. En la escuela de Mileto se extrajeron inmediatamente sus consecuencias, dando por sentado que la vida debía originarse de alguna manera a partir de la materia inanimada, y obviamente de un modo gradual. Hemos mencionado antes que Tales decidió considerar el agua como sustancia primordial, probablemente porque creyó haber sido testigo de que la vida surgía espontáneamente en medios húmedos. En esto, por supuesto, se equivocaba. Pero su discípulo Anaximandro, reflexionando sobre el origen y desarrollo de los seres vivos, llegó a conclusiones notablemente correctas, y, lo que es más, a través de un agudo sentido de la observación y la inferencia. A partir de la indefensión de los animales terrestres recién nacidos, incluidos los bebés humanos, concluyó que ésta no podía ser la primera forma de vida. Los peces, por el contrario, no prestan mayor atención a su progenie. Sus pequeños tienen que salir adelante solos y —debemos añadir— pueden manejarse con mayor facilidad dado que su peso queda compensado en el agua. La vida, pues, debe provenir del agua. Nuestros ancestros tuvieron que ser peces. Todo esto coincide tan sorprendentemente con los descubrimientos modernos y es tan intrínsecamente sensato que uno lamenta los detalles novelescos añadidos. Se creía —en contraste con lo que acabamos de decir— que ciertos peces, quizás una especie de tiburón (γαλεόζ), criaban a sus pequeños con particular ternura, guardándolos en su seno (o incluso reintroduciéndolos en él) hasta que alcanzaban el estadio en que eran enteramente capaces de valerse por sí mismos. Se dice que Anaximandro mantenía que peces de este tipo, cariñosos con sus crías, habrían sido nuestros ancestros, en cuyo seno nos habríamos desarrollado hasta ser capaces de alcanzar la tierra firme y sobrevivir durante cierto tiempo. Leyendo esta novelesca e ilógica historia uno no puede evitar recordar que la mayor parte de estos relatos, si no todos, provienen de autores vigorosamente enfrentados con la teoría de Anaximandro, que ya había sido ridiculizada por el gran Platón de manera poco elegante. Estaban, pues, difícilmente dispuestos a entenderla. ¿Es posible que Anaximandro apuntara, muy consistentemente, a un estadio intermedio entre los peces y los animales terrestres, concretamente a los Anfibia (la clase a la que pertenecen las ranas), que engendran en el agua, comienzan su vida en el agua y después, tras una considerable metamorfosis, salen a tierra para vivir ya siempre en ella? Alguien que encontrara demasiado ridícula la idea de que un pez pueda gradualmente desarrollarse hasta convertirse en hombre pudo fácilmente distorsionar esta hipótesis convirtiéndola en esa historia «explicativa» que haría crecer al hombre dentro de un pez. Esto tiene un gran parecido con otras ficciones literarias sobre la historia natural con las que el círculo socrático-platónico tenía por costumbre entretenerse.