La rivalidad Razón - Sentidos

El corto párrafo de Burnet y el más largo de Gomperz citados al final del último capítulo constituyen, por así decir, las «lecturas seleccionadas» de este librito. Volveremos sobre ellos más tarde, cuando intentemos averiguar en qué consiste, entonces, esta manera griega de pensar el mundo. ¿Cuáles son los rasgos particulares de la actual visión científica del mundo que tienen su origen en los griegos? ¿Cuáles de sus invenciones no son necesarias sino artificiales, fruto de su circunstancia histórica y por tanto susceptibles de cambio o modificación, aunque nosotros, por un hábito profundamente arraigado, tendamos a considerarlas naturales e inalienables, como la única manera posible de entender el mundo?

No entraremos por el momento en esta cuestión fundamental. Antes bien, con vistas a preparar la respuesta, quisiera introducir al lector en las partes del antiguo pensamiento griego que considero relevantes en nuestro contexto. Para ello no adoptaré un orden cronológico, pues ni pretendo ni me considero competente para escribir una breve historia de la filosofía griega, habiendo tantas y tan buenas, modernas y atractivas (particularmente las de Bertrand Russell y Benjamin Farrington) a disposición del lector. En lugar de seguir un orden cronológico dejémonos llevar por la intrínseca conexión de los temas. Ello permitirá ensamblar las ideas de varios pensadores sobre el mismo problema, en lugar de atenernos a la actitud de un solo filósofo, o de un grupo de sabios, frente a las más variadas cuestiones. Son las ideas lo que intentamos reconstruir aquí, no las personas o las mentes aisladas. Así que elegiremos dos o tres ideas directrices o motivos de reflexión, que brotaron en una etapa temprana, mantuvieron las mentes alerta en la Antigüedad y se encuentran en íntima conexión, si no en relación de identidad, con problemas que tienen todo el vigor de las agitadas disputas actuales. Sintetizando las posturas de los antiguos pensadores en torno a estas ideas directrices, sentiremos que sus momentos tanto de entusiasmo como de desaliento intelectual nos son más próximos de lo que a veces se sospecha.

Un amplio tema de discusión, dada su enorme importancia en la filosofía natural de los antiguos desde su propio origen, tiene relación con la veracidad de los sentidos. Bajo este título se plantea el problema en los tratados eruditos modernos. Se originó a partir de la observación de que los sentidos en ocasiones nos «engañan» —como cuando una barra recta, sumergida oblicuamente hasta la mitad en agua, parece quebrada—, así como de la constatación de que el mismo objeto afecta de forma distinta a personas diferentes —el ejemplo corriente en la Antigüedad era la miel, que resulta amarga al enfermo de ictericia—. Hasta hace poco algunos científicos se contentaban con la distinción entre lo que ellos denominaban cualidades «secundarias» de la materia (color, sabor, olor, etcétera) y sus cualidades «primarias», extensión y moción. Esta distinción era sin duda una derivación tardía de la antigua controversia, un intento de solución: las cualidades primarias se concebían como constituyentes del extracto verdadero e inquebrantable, destilado por la razón a partir de la información directa de los datos sensoriales. Esta perspectiva hace tiempo que no es aceptable, por supuesto, dado que la teoría de la relatividad nos ha enseñado (si es que no lo sabíamos ya antes) que el espacio y el tiempo, así como la forma y el movimiento de la materia en el espacio y en el tiempo, son elaboradas construcciones hipotéticas de la mente, en absoluto inquebrantables, mucho menos todavía que las sensaciones directas, para las cuales debe reservarse el epíteto «primario» (si es que algo merece tal apelativo).

Pero la cuestión de la veracidad de los sentidos es sólo el preámbulo de otras mucho más profundas, que siguen en vigencia hoy día y de las cuales algunos de los pensadores de la Antigüedad estaban enteramente al corriente. ¿Se basa nuestra imagen del mundo únicamente en las percepciones de los sentidos? ¿Qué papel juega la razón en su construcción? ¿Reposa quizás esta construcción en último extremo exclusivamente en la razón pura?

En el horizonte del triunfal avance de los descubrimientos experimentales del siglo XIX, cualquier perspectiva filosófica con una fuerte inclinación hacia la «razón pura» era verdaderamente mal recibida por los científicos destacados. Esto ya no es así. El desaparecido Sir Arthur Eddington se sentía cada vez más emocionalmente vinculado a la teoría de la razón pura. Aunque pocos lo siguieran hasta este extremo, su exposición fue admirada en lo que tenía de ingeniosa y fructífera. Max Born creyó necesario, sin embargo, escribir un panfleto como refutación. Sir Edmund Whittaker casi suscribía la afirmación de Eddington de que algunas constantes puramente empíricas pueden inferirse ostensiblemente de la razón pura, por ejemplo el número de partículas elementales del universo. Dejando de lado los detalles y considerando desde una perspectiva amplia el esfuerzo de Eddington, surgido de una sólida confianza en la sensatez y simplicidad de la naturaleza, tales ideas no nos parecen en absoluto aisladas. Incluso la maravillosa teoría de la gravitación de Einstein, basada en evidencias experimentales firmes y sólidamente afianzada en nuevos hechos observacionales predichos por él, sólo pudo ser descubierta por un genio con fuerte inclinación por la simplicidad y la belleza de las ideas. Las tentativas de generalizar su magna y triunfante concepción para unificar el electromagnetismo y la interacción de las partículas nucleares respondían a la esperanza de «conjeturar» en gran medida el modo en que la naturaleza trabaja realmente, apoyándose en los principios clave de simplicidad y belleza. De hecho, derivados de esta actitud impregnan, quizá demasiado, el trabajo en la física teórica moderna, pero no es éste el lugar para las críticas.

Los puntos de vista más enfrentados en cuanto a la construcción a priori, a partir de la razón, del comportamiento efectivo de la naturaleza puede decirse que están representados en la actualidad por los nombres de Eddington por una parte y, si se me permite, Ernst Mach por otra. El abanico completo de posibles actitudes entre estos límites y el vigor con que se sostiene un punto de vista, defendiéndolo y atacando, si no ridiculizando, la alternativa contraria tiene notables representantes entre los grandes pensadores de la Antigüedad. No sabemos realmente si asombrarnos de que estos pensadores, con su conocimiento infinitamente inferior de las leyes efectivas de la naturaleza, pudieran desplegar una diversidad tan grande de opiniones acerca de sus fundamentos (junto con el exaltado celo con que cada uno defiende su hipótesis favorita), o más bien extrañarnos de que la controversia no se haya calmado, vencida por la enorme cantidad de información obtenida desde entonces.

Parménides, que tuvo su acmé en Elea, Italia, alrededor del 480 a. C. (aproximadamente una década antes del nacimiento de Sócrates en Atenas, y poco más de una década antes del nacimiento de Demócrito en Abdera), es uno de los primeros en desarrollar un punto de vista extremadamente antisensual y apriorístico sobre el mundo. Su mundo contenía muy poco, tan poco de hecho y en tan llana contradicción con los datos observados que se sintió obligado a proporcionar, junto con su concepción «verdadera», una descripción atractiva de (como nosotros diríamos) «el mundo como realmente es», con cielo, Sol, Luna y estrellas y ciertamente muchas otras cosas. Pero este segundo mundo, decía Parménides, se reducía a mera creencia, era producto de la ilusión de los sentidos. En verdad no había múltiples cosas en el mundo, sino sólo Una Cosa. Y esta Cosa Unica es (perdónenme) la cosa que es, a diferencia de la cosa que no es. Esta última, a partir de la pura lógica, no es —y así sólo la Cosa Unica, antes mencionada, es—. Además, no puede haber lugar en el espacio ni momento en el tiempo en los que el Uno no sea: siendo la cosa que es, nunca ni en ningún lugar puede atribuírsele la predicación contradictoria de que no es. Así, pues, el Uno es ubicuo y eterno. No puede haber cambio ni movimiento, desde el momento en que no hay espacio vacío hacia el cual, no hallándose allí todavía, el Uno pueda desplazarse. Todo lo que aportemos como testimonio de lo contrario es falacia.

El lector notará que nos topamos con una religión —recitada, por cierto, en delicados versos griegos— más que con una visión científica del mundo. Pero en aquellos tiempos esta distinción no habría podido darse. La religión o la piedad hacia los dioses, para Parménides, pertenece sin duda al mundo aparente de las «creencias». Su «verdad» era el más puro monismo que jamás se haya concebido. Se convirtió en el padre de una escuela (los Eléatas) y tuvo una enorme influencia en la generación siguiente. Platón tomó muy en serio las objeciones de la escuela eleática a su «teoría de las formas». En el diálogo que lleva por nombre el de nuestro sabio y que dató en retrospectiva antes de su propio nacimiento (aproximadamente cuando Sócrates era joven), Platón expone estas objeciones, pero apenas intenta refutarlas.

Me detendré en algo que quizá sea más que un detalle. De mi breve caracterización anterior —para la que he seguido la versión usual—, podría pensarse que el dogmatismo de Parménides se refería al mundo material, que habría reemplazado por otra cosa más acorde con sus preferencias y en flagrante contradicción con la observación. No obstante, su monismo era más profundo. A uno de los textos citados por Diels[6], Parménides fragmento 5,

«pues es lo mismo el pensar y el ser»,

sigue inmediatamente (con una implicación de similitud de significado) una cita de Aristófanes: «el pensar tiene el mismo poder que el hacer». Igualmente, en la primera línea del fr. 6 leemos:

«el decir y el pensar son ambos la cosa que es».

Y en el fr. 8, líneas 34 f.

«Uno y lo mismo es el pensar y aquello por cuya causa el pensamiento se da».

(He seguido la interpretación de Diels y he dejado de lado la objeción de Burnet de que se requiere el artículo definido para hacer de los infinitivos griegos —que he traducido por «el pensar» y «el ser»— los sujetos de la proposición. En la traducción de Burnet del fragmento 5 se pierde la similitud con la afirmación de Aristófanes, mientras que la línea del fragmento 8 resulta llanamente tautológica en la versión de Burnet: «lo que puede ser pensado y aquello por cuya causa el pensamiento existe es lo mismo»).

Permítaseme añadir una observación de Plotino (citada por Diels para el fragmento 5) en la que dice que Parménides «unía en uno lo que es y la razón y no situaba lo que es en lo sensible». Al decir «pues lo mismo es el pensar y el ser», dice también que este último «carece de moción, y por su unión al pensamiento este queda privado de toda moción de tipo corporal.» […εἰζ ταὐτὸ συνῆγεν ὄν καὶ νοῦν καὶ τὸ ὀν οὐκ ἐν τοῖζ αἰσθητοῖζ ἐτίθετο ᾽᾽τὀ γὰρ αὐτὸ νοεῖν ἐστἰν τε καὶ ειναι᾽᾽ λέγων καὶ ἆκίνητον λέγει τοῦτο, καίτοι προστιθεὶζ τὸ νοεῖν σωματικὴν πᾶσαν κίνησιν ἐξαιρῶν ἀπ᾽ αῦτοῦ.]

De este repetido énfasis en la identidad del ὄν (lo que es) y del νοεῖν (pensar) o νόημα (pensamiento) y por el modo en que los pensadores de la Antigüedad se referían a estas afirmaciones, debemos inferir que el Uno eterno inmóvil de Parménides no se refería a una caprichosa imagen mental inadecuada y distorsionada del mundo real en nuestro entorno, como si su verdadera naturaleza fuera la de un fluido homogéneo, ocupando eternamente la totalidad espacial sin límites —un simplificado universo einsteniano hiperesférico, como el físico moderno estaría inclinado a denominarlo—. Su actitud es la de no tomar el mundo material como una realidad garantizada. Sitúa la verdadera realidad en el pensamiento, en el sujeto del conocimiento, como diríamos nosotros. El mundo que nos rodea es un producto de los sentidos, una imagen creada por la percepción sensible en el sujeto pensante «por la vía de la opinión». Esta imagen bien merece ser considerada y descrita, como muestra el poeta-filósofo en la segunda parte de su poema, que le está dedicada por entero. Pero lo que los sentidos nos deparan no es el mundo como es en realidad, no la «cosa en sí» a la que Kant se refería. Ese mundo real reside en el sujeto, en el hecho de que es un sujeto, es decir, capaz de pensar, capaz al menos de algún tipo de proceso mental (de tener voluntad permanentemente, como Schopenhauer lo contemplaba). Me parece indudable que éste es el Uno inmóvil y eterno de nuestro filósofo. Permanece intrínsecamente privado de afecciones, no modificado por el cambiante espectáculo que los sentidos despliegan ante él (lo mismo que Schopenhauer afirmaba de la Voluntad, que era, según intentaba explicar, la cosa-en-sí de Kant). Nos hallamos frente a un intento poético —poético no sólo por su forma métrica— de una unión entre la Mente (o si prefieren el Alma), el Mundo y la Divinidad. Confrontado con la claramente percibida unicidad e inmutabilidad de la Mente, el carácter aparentemente caleidoscópico del Mundo tenía que abandonarse y entenderse como mera ilusión. Esto desemboca claramente en una distorsión imposible, a la cual ponía remedio, si cabía tal cosa, la segunda parte del poema de Parménides.

Cierto es que esta segunda parte implica una grave inconsistencia que ninguna interpretación podría resolver. Si la realidad es arrancada al mundo material de los sentidos, ¿es este último entonces un μὴ ὄν, algo que de hecho no existe? ¿Y es entonces la segunda parte un cuento de hadas, que versa acerca de las cosas que no son? Pero al menos se dice que tiene algo que ver con las opiniones (δόξαι) humanas; están en la mente (νοεῖν), que es identificada con la existencia (εῖναι). ¿Tienen estas entonces una cierta existencia como fenómenos de la mente? Son cuestiones a las que no podemos contestar, contradicciones que no podemos eliminar. Debemos contentamos con recordar que quien alcanza por primera vez una profunda y escondida verdad, contraria a la opinión universalmente aceptada, normalmente exagera hasta un punto en el que es fácil entrar en contradicciones lógicas.

Consideraremos brevemente las ideas de alguien que representa el extremo opuesto en cuanto a la cuestión de si es la información directa de los sentidos o el razonamiento de la mente humana lo que constituye la fuente de acceso a la verdad y por tanto a la realidad propiamente dicha. Nos referimos al gran sofista Protágoras, ejemplo destacado de sensorialismo puro. Nacido alrededor del 492 a. C. en Abdera (lugar de nacimiento una generación más tarde, alrededor del 460 a. C., del gran Demócrito), Protágoras consideraba las percepciones de los sentidos como lo único realmente existente, el único material a partir del cual se construye nuestra imagen del mundo. En principio, todas tenían que considerarse igualmente verdaderas, incluso cuando se hallaran modificadas o distorsionadas por la fiebre, la enfermedad, la intoxicación o la locura. El ejemplo empleado en la Antigüedad era el sabor amargo que la miel tenía para el enfermo de ictericia, mientras que las otras personas la encontraban dulce. Protágoras no juzgaría como «apariencia» o ilusión ninguno de estos casos, aunque era, decía, nuestro deber el intentar curar a la gente poseída por anomalías de este tipo. No era un científico (algo más, no obstante, que Parménides), aunque tenía profundo interés por la ilustración jónica (de la cual hablaremos más tarde). De acuerdo con B. Farrington, los esfuerzos de Protágoras se centraron en el establecimiento de los derechos humanos en general, en promover un sistema social más equitativo, los mismos derechos ciudadanos para todos los seres humanos —verdadera democracia, en suma—. No tuvo éxito, por supuesto, dado que la cultura antigua iba a continuar, hasta su decadencia, aferrándose a un sistema económico y social que dependía vitalmente de la desigualdad de los seres humanos. Su sentencia más conocida, «el hombre es la medida de todas las cosas», normalmente se entiende como referida a su teoría sensorial del conocimiento, pero podría abarcar una elemental actitud en lo referente a la cuestión política y social: que los asuntos humanos fueran ordenados por leyes y costumbres generadas por la naturaleza del hombre y no sometidas a prejuicios derivados de algún tipo de tradición o superstición. Su actitud ante la religión tradicional queda reflejada en las siguientes palabras, tan prudentes como agudas: «Con respecto a los dioses, no puedo saber si existen o no existen; tampoco puedo saber cómo es su figura, pues muchas cosas dificultan un conocimiento seguro al respecto: la oscuridad del tema y la brevedad de la vida humana».

La actitud epistemológica más avanzada que he encontrado en cualquiera de los pensadores de la Antigüedad está expresada de manera clara y efectiva en uno de los fragmentos de Demócrito. Volveremos a referimos a él como gran atomista. Por el momento baste decir que creía en la conveniencia de la visión material del mundo tan firmemente como cualquier físico de nuestro tiempo: los pequeños corpúsculos rígidos e inmutables que se mueven en el espacio vacío a lo largo de líneas rectas, entran en colisión y rebotan, produciendo toda la inmensa variedad de lo que se observa en el mundo material. Creía en esta reducción de la indescriptiblemente rica variedad de estados a imágenes puramente geométricas, y tenía razón. La física teórica se hallaba en aquel tiempo muy alejada de la experimentación (que era difícilmente conocida), más de lo que nunca antes o después (por no hablar de nuestros propios días en que los experimentos se acumulan) lo ha estado. Demócrito, sin embargo, se percató en su época de que la pura construcción intelectual (que en su imagen del mundo había suplantado el mundo efectivo de luz y color, de sonido y fragancia, dulzura, amargura y belleza) no estaba basada realmente sino en las percepciones sensibles ostensiblemente expulsadas de la primera. En el fragmento D 125, tomado de Galeno y desconocido hasta finales del siglo pasado, nos presenta al intelecto (διάνοια) en lucha con los sentidos (αἰθἠσειζ). El primero dice: «De manera ostensible hay color, dulzor, amargura, verdaderamente solo átomos y el vacío», a lo que los sentidos replican: «Pobre intelecto, ¿esperas acaso vencernos mientras de nosotros tomas prestada tu evidencia? Tu victoria es tu derrota». No cabe expresarse de manera más breve y más clara.

Muchos otros fragmentos de este gran pensador podrían ser lugares comunes de la obra de Kant: que no conocemos nada tal como es en realidad, que verdaderamente no conocemos nada, que la verdad está profundamente escondida en la oscuridad, etcétera.

El mero escepticismo es asunto estéril y de poco valor. El escepticismo en un hombre que ha llegado más cerca de la verdad que nadie antes que él, y a pesar de ello reconoce claramente los estrechos límites de su propia construcción mental, es grande y fructífero, y no sólo no reduce sino que duplica el valor de sus descubrimientos.