Cuando, a comienzos de 1948, empecé a impartir una serie de conferencias sobre el tema que aquí se trata, ya sentí la urgencia de ofrecer amplias excusas y explicaciones preliminares. Lo que expuse en aquel momento (precisaré que fue en el University College de Dublín) ha venido a formar parte del librito que tienen ante ustedes. Se han añadido algunos comentarios desde el punto de vista de la ciencia moderna y una breve exposición de lo que creo son los rasgos fundamentales propios de la imagen del mundo que nos proporciona la ciencia de hoy. Mi objetivo real al extenderme en este último aspecto era probar que estos rasgos son fruto de un proceso histórico (y no de una necesidad lógica), siguiendo una pista que se remonta a los primeros estadios del pensamiento filosófico occidental. Efectivamente, como he dicho, me sentía un tanto incómodo porque estas conferencias iban más allá de las tareas oficialmente asignadas a un profesor de física teórica. Fue necesario explicar (aunque yo no estuviera demasiado convencido de ello) que, al ocupar mi tiempo en reflexiones acerca de los pensadores griegos antiguos y comentarios sobre sus puntos de vista, no me estaba entregando a lo que podía ser una afición recientemente adquirida; que ello no significaba, desde el punto de vista profesional, una pérdida de tiempo, algo que tuviera que ser relegado a las horas de ocio; sino que estaba justificado en la esperanza de incrementar la intelección de la ciencia moderna y, por consiguiente, inter alia, también de la física moderna.
Pocos meses más tarde, en mayo, disertando acerca del mismo tema en el University College de Londres (Conferencias Shearman, 1948), ya me sentí bastante más seguro de mí mismo. El apoyo inicial que había encontrado en eruditos del mundo clásico tan eminentes como Theodor Gomperz, John Burnet, Ciryl Bailley y Benjamín Farrington —algunas de cuyas agudas observaciones serán más tarde citadas— hizo que muy pronto tomara conciencia de que no había sido ni el azar ni una predilección personal lo que me había inducido a sumergirme en profundidad en veinte siglos de la historia del pensamiento —a diferencia de otros científicos que respondían al ejemplo y la exhortación de Ernst Mach—. Lejos de ceder a un extravagante impulso, había sido arrastrado inadvertidamente, como sucede a menudo, por una tendencia del pensamiento enraizada de alguna manera en la situación intelectual de nuestro tiempo. En efecto, en el corto plazo de uno o dos años se habían publicado varios libros de autores que no eran eruditos clásicos, sino personas interesadas sobre todo en el pensamiento científico y filosófico de nuestros días; no obstante habían dedicado una parte sustancial de su trabajo de erudición a escrutar en los escritos antiguos las más tempranas raíces del pensamiento moderno. Cabe citar Growth of Physical Science (Desarrollo de la ciencia física), la obra póstuma del difunto Sir James Jeans, eminente astrónomo y físico, ampliamente conocido por el gran público por sus brillantes y celebradas obras de divulgación, así como la maravillosa Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, sobre cuyos méritos no creo que sea preciso extenderse aquí; únicamente quisiera recordar que Bertrand Russell inició su brillante carrera como filósofo de las matemáticas modernas y de la lógica matemática. Alrededor de una tercera parte de cada uno de estos libros se ocupa de la Antigüedad. Por la misma época recibí un hermoso volumen de similar perfil, titulado Die Geburt der Wissenschaft (El nacimiento de la ciencia), que me envió su autor, Anton von Mörl, quien no es ni estudioso de la Antigüedad ni de la ciencia ni tampoco de la filosofía; tuvo la desgracia de ser el jefe de la policía (Sicherheitsdirector) del Tirol en la época en que Hitler entró en Austria, crimen que le supuso varios años en un campo de concentración; afortunadamente sobrevivió a la prueba.
Ahora bien, si estoy en lo cierto al considerar esta vuelta a las raíces una tendencia general de nuestro tiempo, entonces las preguntas surgen con toda naturalidad: ¿cómo surgió esta tendencia?, ¿cuáles fueron sus causas?, ¿cuál es su auténtica significación? Cuestiones a las que es difícil contestar exhaustivamente incluso en el caso de que la tendencia del pensamiento considerado se sitúe lo bastante lejos en la historia como para que tengamos una buena perspectiva de la situación humana global de la época. Cuando se trata de un desarrollo reciente cabe esperar como máximo poner de relieve uno u otro de los hechos o rasgos que han contribuido a él. En el presente caso son, creo, dos las circunstancias (entre aquellas que afectan a la historia de las ideas) que pueden explicar parcialmente esta acusada inclinación retrospectiva: la primera se refiere a la fase intelectual y emocional en la que en general la humanidad se halla en nuestros días; la segunda es la singular situación crítica en la que prácticamente todas las ciencias fundamentales se encuentran envueltas de manera cada vez más desconcertante (en contradicción con sus florecientes derivaciones, como la ingeniería, la química aplicada —incluida la nuclear—, la medicina y las técnicas quirúrgicas). Permítaseme explicar brevemente estos dos puntos, comenzando por el primero.
Como Bertrand Russell ha señalado recientemente con especial claridad[1], el creciente antagonismo entre religión y ciencia no surgió de circunstancias accidentales ni tiene su causa, hablando en términos generales, en la mala voluntad de una u otra parte. Un número considerable de recelos mutuos es, lamentablemente, natural y comprensible. Uno de los objetivos, si no la tarea primordial, de los movimientos religiosos ha sido siempre el de redondear la siempre incompleta comprensión de la insatisfactoria y perpleja situación en la que el hombre se encuentra en el mundo: cerrar la desconcertante «apertura» de la perspectiva resultante de la mera experiencia, con vistas a aumentar su confianza en la vida y fortalecer su natural benevolencia y simpatía hacia el prójimo, innatas según creo, pero supeditadas a las desventuras personales y a los zarpazos de la miseria. Ahora bien, para satisfacer al hombre corriente, no cultivado, este completar la fragmentaria e incoherente imagen del mundo debe proporcionar entre otras cosas una explicación de todos aquellos rasgos del mundo material que no han sido hasta ahora comprendidos o que lo han sido de manera no accesible al hombre de la calle. Esta exigencia es raramente pasada por alto, por la sencilla razón de que, como norma, es compartida por la persona o personas que, en virtud de su carácter sobresaliente, su inclinación sociable y su profunda comprensión de las cuestiones humanas, tienen prevalencia sobre las masas y la capacidad de producir entusiasmo con su luminosa enseñanza moral. Sucede no obstante que tales personas, por lo que concierne a su educación y fuera de las extraordinarias cualidades señaladas, han sido por lo general bastante corrientes. Su visión del universo material sería de facto tan precaria como la de quienes les siguen. En cualquier caso la difusión de las novedades en torno a esta cuestión (en el caso de que las conocieran) les parecería irrelevante para sus objetivos.
Si consideramos el pasado, este asunto tenía poca o ninguna importancia. Pero con el transcurso de los siglos, particularmente tras el renacimiento de la ciencia en el siglo XVII, comenzó a tener mucha. Por una parte, la enseñanza de la religión estaba codificada y petrificada, mientras que, por otra, la ciencia vino a transformar —por no decir desfigurar— la vida cotidiana mucho más de lo que se admitía y en consecuencia vino a entrometerse en la mente de cada hombre. De esta forma, el recelo mutuo entre religión y ciencia fue creciendo cada vez más. El problema no se reduce a las bien conocidas controversias sobre si la Tierra se mueve, o sobre si el hombre es un descendiente del reino animal; tales barreras de separación pueden ser vencidas, y en gran medida lo han sido. El equívoco se halla mucho más profundamente enraizado. Al ampliarse la explicación sobre la estructura material del mundo, y sobre la forma en que nuestro entorno y nuestra propia corporalidad alcanzaron, por causas naturales, la condición presente (haciendo que este conocimiento fuera accesible a cualquiera que estuviera interesado en ello) la visión científica del mundo fue arrebatando sigilosamente (tal como muchos temían) máximas parcelas de las manos de la divinidad, apuntando así a un mundo autosuficiente en el cual Dios corría el peligro de convertirse en un adorno gratuito. No haríamos justicia a quienes abrigaban tal temor si afirmáramos que era totalmente infundado. Podían surgir, y ocasionalmente surgieron, recelos social y moralmente peligrosos, desde luego no en aquellos que eran muy sabios, sino en quienes creían serlo más de lo que en realidad eran.
Igualmente justificada es, sin embargo, una aprensión en cierto modo complementaria y que ha obsesionado a la ciencia desde sus comienzos. La ciencia debe mantenerse vigilante frente a incompetentes interferencias de la otra parte, particularmente cuando llevan disfraz científico; recuérdese a Mefisto, quien, con el traje prestado de Doctor, se burla con bromas irreverentes del ingenuo estudioso. Lo que intento decir es que la búsqueda honesta del conocimiento a menudo requiere permanecer en la ignorancia durante un periodo indefinido. En lugar de llenar los huecos por mera conjetura, la ciencia auténtica prefiere asumirlos; y no tanto por escrúpulos conscientes sobre la ilegitimidad de las mentiras como por la consideración de que, por fastidioso que sea el vacío, su superación mediante impostura elimina el imperativo de perseguir una respuesta admisible. La atención puede quedar tan distraída que la respuesta se nos escape incluso cuando la suerte nos la pone al alcance de la mano. La firmeza en asumir un no liquet, considerándolo como un estímulo y una señal de partida para indagaciones ulteriores, es una disposición natural e indispensable en la mente de un científico. Esto basta por sí solo para situarle en discrepancia con la tendencia religiosa de redondear la imagen, a menos que cada una de las dos actitudes antagonistas, ambas legitimadas desde el punto de vista de sus fines respectivos, se aplique con prudencia.
Tales lagunas (que provocan fácilmente la impresión de ser vulnerables puntos débiles) son en ocasiones explotadas por personas que ven en ellas no un incentivo para una investigación ulterior, sino un antídoto contra su temor de que la ciencia pueda llegar a «explicarlo todo», privando al mundo de su interés metafísico. Se aventura entonces una nueva hipótesis, como cualquiera, por supuesto, está autorizado a hacer en tales circunstancias. A primera vista tal hipótesis parece firmemente anclada en datos obvios. Uno sólo se pregunta por qué esos datos, o la facilidad con que la explicación propuesta se sigue de ellos, se nos han escapado a todos los demás. Pero esto no constituye en sí mismo una objeción, puesto que es precisamente la situación a la que tan a menudo nos enfrentamos cuando se trata de genuinos descubrimientos. No obstante, una inspección más cuidadosa revela el verdadero carácter de la empresa (en los casos que tengo en mente) por el hecho de que, aunque aparentemente tienda a una explicación aceptable dentro de un espectro suficientemente amplio de investigación, de facto está en discrepancia con los principios generalmente establecidos de la ciencia, los cuales pretende o bien pasar por alto, o bien menoscabar. Darles crédito, se nos dice, era precisamente el prejuicio que cerraba el camino a una interpretación correcta de los fenómenos en cuestión. Sin embargo, el vigor creativo de un principio general depende precisamente de su generalidad. Al perder terreno, pierde toda su fuerza y ya no puede servir como guía fidedigna, pues en cada instancia de aplicación su competencia puede ser desafiada. Para confirmar la sospecha de que este destronamiento no es un producto accidental del proyecto, sino su siniestra finalidad, el territorio del que se invita a la jurisdicción científica a retirarse es con admirable destreza proclamado como el patio de recreo de determinada ideología religiosa, la cual no puede en realidad sacar provecho alguno de él, porque su verdadero dominio está lejos de ser algo susceptible de investigación o explicación científica.
Un ejemplo bien conocido de esta clase de intrusión lo constituyen las tentativas recurrentes por reintroducir la finalidad en la ciencia, alegando que las reiteradas crisis de la causalidad prueban que ésta, por sí sola, es impotente; de hecho porque se considera infra dig de Dios todopoderoso crear un mundo en el que desde su origen Él mismo no tendría ya derecho a intervenir. En tal caso los puntos débiles atacables son obvios. Ni en la teoría de la evolución ni en el problema materia-mente ha sido la ciencia capaz de bosquejar satisfactoriamente la conexión causal, ni siquiera para sus más ardientes discípulos. Se introducen así vis viva, élan vital, entelequia, totalidad, mutaciones dirigidas, mecánica cuántica del libre albedrío, etcétera. Mencionaré como curiosidad un elegante volumen[2], impreso en mucho mejor papel y de forma mucho más lujosa de lo que acostumbraban por aquellos tiempos los autores británicos. Tras un sólido y erudito informe sobre la física moderna, el autor se embarca alegremente en cuestiones relativas a la teleología o finalidad del interior del átomo, e interpreta de esta manera todas sus actividades, los movimientos de los electrones, la emisión y absorción de radiación, etcétera.
And hopes to please by this peculiar whim the God who fashioned it and gave it him[3].
[Y espera complacer mediante esta peculiar quimera al Dios que lo modeló y se lo otorgó.]
Pero volvamos a nuestra cuestión general. Estaba intentando exponer las causas intrínsecas de la hostilidad natural entre ciencia y religión. Las disputas que estallaron entre ellas en el pasado son demasiado conocidas como para requerir más comentarios. Por otra parte, no es esto lo que nos concierne ahora. Por deplorables que fueran, tales disputas reflejaban un interés mutuo. Los científicos por una parte, y los metafísicos por otra, tanto oficiales como eruditos, eran conscientes de que sus esfuerzos por afianzar el propio punto de vista se referían después de todo al mismo objeto: el hombre y su mundo. Se percibía aún como una necesidad la clarificación de la divergencia de opiniones, algo que todavía no se ha alcanzado. La relativa tregua a la que hoy asistimos, al menos entre la gente culta, no ha sido fruto de una armonización de ambos puntos de vista, el estrictamente científico y el metafísico, sino más bien de la decisión de ignorarse mutuamente, no sin cierta dosis de desprecio. En un tratado de física o biología, aunque sea divulgativo, se consideraría impertinente cualquier digresión sobre las implicaciones metafísicas del tema, y si un científico osara introducirla, se expondría a una crítica severa, ya sea por haber ofendido a la ciencia o a la particular rama de la metafísica a la cual se adhiere el crítico. Es patéticamente divertido observar cómo los unos sólo toman en serio la información científica, mientras los otros clasifican la ciencia entre las actividades mundanas, cuyos hallazgos son menos trascendentes y tienen, lógicamente, que dar paso, en caso de desacuerdo, al conocimiento superior obtenido a través del pensamiento puro o la revelación. Uno lamenta contemplar al género humano esforzándose por alcanzar el mismo objetivo, siguiendo dos tortuosos senderos diferentes y difíciles, con anteojeras y muros de separación, y con pocas intenciones de aunar fuerzas y alcanzar, si no un entero conocimiento de la naturaleza y la situación humana, al menos el reconocimiento consolador de la intrínseca unidad de nuestra búsqueda. Es algo deplorable, digo, y es en todo caso un triste espectáculo, en la medida en que obviamente reduce la magnitud de lo que podría alcanzarse si todo el poder del pensamiento a nuestra disposición estuviera unido sin cortes. No obstante, el perjuicio podría quizá tolerarse si la metáfora que he utilizado fuera en realidad apropiada, es decir, si verdaderamente hubiera dos grupos diferentes de personas que siguen dos senderos. Pero no es así. Muchos de nosotros no hemos decidido aún cuál de ellos seguir. A pesar suyo, cuando no con desesperación, muchos se encuentran decantándose alternativamente por una u otra perspectiva. No es ciertamente habitual que una completa educación científica satisfaga enteramente el anhelo innato de estabilización religiosa o filosófica, frente a las vicisitudes de la vida cotidiana, como si ello bastara para sentirse feliz. Lo que suele suceder es que la ciencia basta para poner en tela de juicio las convicciones religiosas populares, pero no para reemplazarlas por otra cosa. De ahí el fenómeno grotesco de mentes altamente competentes, con buena formación científica pero con una perspectiva filosófica increíblemente infantil, subdesarrollada o atrofiada.
Si se vive en condiciones moderadamente seguras y confortables, y se las toma como norma general de lo que es la vida humana (lo que, gracias al inevitable progreso en que uno confía, lleva camino de propagarse y convertirse en universal), uno parece manejarse bastante bien sin ninguna perspectiva filosófica; si no indefinidamente, al menos hasta que uno envejece, llega la decrepitud y comienza a ver la muerte como una realidad. Pero mientras las primeras etapas del rápido avance material que vino como consecuencia de la ciencia moderna parecieron inaugurar una era de paz, seguridad y progreso, este estado de cosas ya no rige. Lamentablemente las cosas han cambiado. Mucha gente, incluso poblaciones enteras, se han visto privadas de seguridad y confort, han sido despojadas de casi todo y se enfrentan a un sombrío futuro al igual que aquellos de sus hijos que no han perecido. La mera supervivencia del hombre, no digamos el progreso continuo, han dejado de estar asegurados. La miseria personal, las esperanzas enterradas, los inminentes desastres y la desconfianza respecto a las reglas de prudencia y honestidad bastan para hacer que los hombres se aferren a una vaga esperanza (sea o no probable) de que el «mundo» o la «vida» de la experiencia se inserte en un contexto de más alta significación por más que sea inescrutable. Pero hay un muro que separa los «dos senderos», el del corazón y el de la pura razón. Miramos atrás a lo largo del muro: ¿no es posible derribarlo?, ¿ha estado siempre ahí? Si nos adentramos en la historia siguiendo su trazado por encima de montes y valles, contemplaremos una tierra muy lejana, unos dos mil años atrás, donde el muro se allana y desaparece y el sendero ya no se escinde, sino que es sólo uno. Algunos estimamos que merece la pena volver atrás y ver qué se puede aprender de esta atractiva unidad original.
Dejando de lado la metáfora, pienso que la filosofía de los antiguos griegos nos atrae hoy porque nunca antes o desde entonces, en ningún lugar del mundo, se ha establecido nada parecido a su altamente avanzado y articulado sistema de conocimiento y especulación sin la fatídica división que nos ha estorbado durante siglos y que ha llegado a hacerse insufrible en nuestros días. Entre los griegos se dio, sin duda, la más rica divergencia de opiniones, y combatieron entre sí con no menos fervor (y ocasionalmente con medios nada honorables, tales como apropiaciones no reconocidas y destrucción de escritos) que en cualquier otro lugar o periodo. Pero no había limitación en cuanto a los temas sobre los que un hombre cultivado se sentía autorizado para emitir una opinión. Se estaba todavía de acuerdo en que el verdadero problema era esencialmente uno, y que las conclusiones importantes relativas a un aspecto de éste podrían, y por regla general deberían, afectar a casi todos los demás. No se había extendido todavía la delimitación en compartimentos estancos. Por el contrario, un hombre podía fácilmente ser censurado precisamente por haber cerrado sus ojos a tal interconexión, como lo fueron los primeros atomistas por silenciar las implicaciones éticas derivadas de la necesidad universal que propugnaban y por no haber explicado cómo se habían originado el movimiento de los átomos y el observado en los cielos. Para expresarlo de una manera gráfica: uno puede imaginar a un alumno de la escuela de Atenas de visita en Abdera (con la debida precaución de que su Maestro no se enterase), recibido por el sabio, conocedor de países lejanos y mundialmente famoso anciano caballero Demócrito, al que interrogaría acerca de los átomos, la forma de la Tierra, la conducta moral, Dios o la inmortalidad del alma, sin ser censurado en ninguna de estas cuestiones. ¿Puede uno imaginar fácilmente una conversación heterogénea de ese estilo entre un estudiante y su profesor en nuestros días? Sin embargo, es seguro que buen número de jóvenes tiene un cúmulo similar —deberíamos decir singular— de interrogantes en su mente, que les gustaría discutir con una persona de confianza.
En relación al primer punto ya he avanzado mi intención de ofrecer pistas sobre el renovado interés por el pensamiento antiguo. Permítaseme ahora desarrollar el segundo punto, es decir, la presente crisis de las ciencias fundamentales.
La mayoría de nosotros cree que una ciencia idealmente lograda de los acontecimientos en el espacio y el tiempo debería ser capaz de reducirlos en principio a eventos que sean completamente accesibles e inteligibles para la física (idealizada a su vez). Pero, a principios de siglo, y precisamente desde la física, surgieron los primeros motivos de estupor —teoría cuántica y teoría de la relatividad— que hicieron tambalear los fundamentos de la ciencia. Durante el gran periodo clásico del siglo XIX, por remota que pudiera parecer la descripción en términos físicos del crecimiento de una planta o los procesos fisiológicos en el cerebro de un pensador humano o de una golondrina construyendo su nido, el lenguaje en el que eventualmente se esbozaba el relato parecía descifrable: corpúsculos, constituyentes últimos de la materia, moviéndose en mutua interacción, la cual no es instantánea, sino que es transmitida por un medio ubicuo que podemos o no llamar éter; los mismos términos «movimiento» y «transmisión» implican que la medida y la localización de todo ello son el tiempo y el espacio; éstos no tienen otra propiedad o función que constituir el escenario, por así decir, en el cual imaginamos a los corpúsculos moviéndose y transmitiendo su interacción. Ahora bien, por una parte, la teoría relativista de la gravitación viene a mostrar que la distinción entre «actor» y «escenario» no es operativa. La materia y la propagación de algo (campo u onda) que transmite la interacción debería más bien ser estimada como la trama del espacio-tiempo mismo, el cual no debería ser considerado conceptualmente como previo a aquello que hasta ahora se denominaba su contenido, al igual que no diríamos que los vértices de un triángulo son previos al triángulo. La teoría cuántica, por otra parte, nos dice que lo que formalmente se consideraba como la propiedad más obvia y fundamental de los corpúsculos (hasta el punto de que difícilmente era siquiera mencionada), a saber, su carácter de individualidades identificables, tenía sólo una significación limitada. Únicamente cuando un corpúsculo se mueve a suficiente velocidad en una región no demasiado repleta de corpúsculos del mismo tipo su identidad persiste (casi) sin ambigüedad. En caso contrario tal identidad se diluye. Y con esta afirmación no estamos simplemente indicando la incapacidad fáctica para seguir el movimiento de la partícula de referencia; la noción misma de identidad absoluta se considera inadmisible. Al mismo tiempo se nos dice que la interacción misma, cuando adopta —como frecuentemente ocurre— la forma de ondas de pequeña longitud de onda y baja intensidad, adquiere la forma de partículas claramente identificables (en contra de su descripción previa como onda). Las partículas que representan la interacción en el curso de su propagación son, en cada caso, diferentes de las que interactúan; y, sin embargo, tienen el mismo derecho a ser denominadas partículas. Para redondear el cuadro, las partículas de cualquier tipo exhiben el carácter de ondas que se hace más pronunciado cuanto más lentamente se mueven y con mayor densidad se acumulan, con la correspondiente pérdida de individualidad.
Podría reforzar mi argumentación mencionando «la disolución de la frontera entre el observador y lo observado», que muchos consideran una revolución aún más importante del pensamiento, y que a mi juicio no sería más que un aspecto provisional y exagerado carente de significación profunda. En cualquier caso, mi posición es ésta: el desarrollo moderno, tan difícil de comprender incluso por los mismos que lo han destacado, ha interferido en el esquema relativamente simple de la física, estabilizado en apariencia hacia el final del siglo pasado. Esta intrusión ha derribado parcialmente lo que se construyó sobre los fundamentos establecidos en el siglo XVII, principalmente por Galileo, Huygens y Newton. Los fundamentos mismos se han visto sacudidos. No se trata de que no estemos todavía bajo la influencia de este gran periodo. Utilizamos de continuo sus concepciones básicas, aunque en una forma que sus autores difícilmente reconocerían, y al mismo tiempo somos conscientes de haber tocado fondo. Es, pues, natural recordar que los pensadores que modelaron la ciencia moderna no partieron de la nada. Aunque fue poco lo que tomaron directamente prestado de los primeros siglos de nuestra era, revivieron y continuaron la ciencia y la filosofía antiguas. En tal fuente (impresionante tanto por su lejanía en el tiempo como por su genuina grandeza) pueden haber bebido los padres de la ciencia moderna ciertas ideas preconcebidas y asunciones no justificadas que (por la autoridad de los evocados) llegaron a perpetuarse. De haber pervivido el espíritu flexible y abierto que prevalecía en la Antigüedad, tales puntos habrían sido debatidos y eventualmente corregidos. Es más fácil detectar un prejuicio en la forma primitiva, ingenua, en la que en principio brota, que bajo la forma del sofisticado dogma osificado en el que llega a convertirse más tarde. La ciencia parece estar desconcertada por culpa de hábitos del pensamiento profundamente arraigados, algunos muy difíciles de detectar, mientras que otros ya han sido descubiertos. La teoría de la relatividad ha echado por tierra los conceptos newtonianos de espacio y tiempo absolutos, en otras palabras los conceptos, de movimiento absoluto y de simultaneidad absoluta, y ha desbancado la honorable pareja «fuerza y materia» cuando menos de su posición dominante. La teoría cuántica, a la vez que expande el atomismo casi ilimitadamente, se sumerge en una crisis más grave de lo que la mayoría está dispuesta a admitir. En conjunto la presente crisis en la ciencia fundamental moderna apunta a la necesidad de llevar a cabo una revisión de sus principios hasta los estratos más profundos.
Esto constituye, pues, un nuevo incentivo para plantear una vez más el retorno a un estudio asiduo del pensamiento griego. No se trata sólo, como apuntamos al comienzo de este capítulo, de la esperanza de desenterrar una sabiduría enterrada, sino también de descubrir el error inveterado en la fuente misma, donde es más fácil de reconocer. En la rigurosa tentativa de situarnos en la situación intelectual de los pensadores antiguos (bien poco experimentados en lo que respecta al comportamiento efectivo de la naturaleza, pero muy a menudo mucho menos parciales o mal predispuestos), podemos restaurar la libertad de pensamiento que les caracterizó —aunque posiblemente para, ayudados por nuestro superior conocimiento de los hechos, corregir aquellos de sus errores que todavía pudieran confundirnos.
Permítaseme concluir este capítulo con algunas citas. La primera se refiere a lo que acabamos de decir. Está traducida del libro de Theodor Gomperz, Griechische Denker (Pensadores griegos)[4]. A fin de confrontar la posible objeción de que no puede obtenerse ventaja práctica alguna del estudio del pensamiento antiguo, reemplazado hace tiempo por concepciones mejores basadas en una información ampliamente superior, Gomperz nos presenta una serie de argumentos que culmina en el siguiente párrafo:
«Es de la mayor importancia recordar un tipo de aplicación o utilización indirecta que debe considerarse de enorme valor. Prácticamente toda nuestra educación intelectual tiene su origen en los griegos. Un conocimiento escrupuloso de estos orígenes es pues requisito indispensable para liberarnos de su aplastante influencia. Ignorar el pasado es aquí no sólo indeseable, sino simplemente imposible. Uno no necesita conocer las doctrinas y escritos de los grandes maestros de la Antigüedad, de Platón y Aristóteles, no necesita haber oído nunca sus nombres, para estar, sin embargo, bajo el hechizo de su autoridad. Su influencia no sólo se ha dejado sentir sobre quienes aprendieron de ellos en la Antigüedad y en los tiempos modernos; todo nuestro pensamiento, las categorías lógicas en las que éste se mueve, los esquemas lingüísticos que utiliza (y que por consiguiente lo dominan), es en cierto grado una elaboración y, en lo fundamental, el producto de los grandes pensadores de la Antigüedad. Debemos investigar, pues, este devenir con toda meticulosidad, a fin de no tomar por primitivo lo que es resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo, y por natural lo que es de facto artificial».
Las siguientes líneas están tomadas del Prefacio del libro de John Burnet Early Greek Philosophy (Filosofía griega primitiva):
«… es una adecuada descripción de la ciencia el decir que en ella se trata de “pensar sobre el mundo a la manera de los griegos”. Por tal razón la ciencia nunca ha existido excepto entre los pueblos que vivieron bajo la influencia de Grecia».
Ésta es la mínima justificación que un científico puede encontrar, para excusar su tendencia a «perder el tiempo» en este tipo de estudios.
Parece en efecto necesitarse una excusa, dado que Ernst Mach, un físico y colega de Gomperz en la Universidad de Viena, a la vez que eminente historiador (!) de la física, había hablado, unas décadas antes, sobre los «escasos y pobres restos de la ciencia antigua»[5]. Continúa así:
«Nuestra cultura ha adquirido gradualmente una independencia total que la ha situado muy por encima de la de la Antigüedad. Ha seguido una senda enteramente nueva centrada en la ilustración científica y matemática. Las huellas de las antiguas ideas, todavía persistentes en filosofía, jurisprudencia, arte y ciencia, constituyen impedimentos más que ventajas, y serán a la postre consideradas insostenibles en comparación con el desarrollo de nuestra propia perspectiva».
Con toda su desdeñosa rudeza, la visión de Mach presenta un punto relevante en común con el texto citado de Gomperz: el alegato relativo a la necesidad de superar a los griegos. Pero mientras Gomperz sostiene algo no trivial con argumentos obviamente ciertos, Mach remacha el aspecto trivial con grandes exageraciones. En otros pasajes de la misma obra recomienda un curioso método para situarse por encima de la Antigüedad: olvidarse de ella e ignorarla. En esto, que yo sepa, ha tenido poco éxito; afortunadamente, pues los errores de los grandes hombres, de ser expuestos a la par que los descubrimientos de su genio, son susceptibles de producir grandes estragos.