Desde el porche, por encima de la tapia cubierta de jazmín azul, se ve el Coto, que siempre parece estar ocultándose de sí mismo, y en los días claros, la curva de Matalascañas. Compré esta casa, en la urbanización Herencia de la Santísima Trinidad, después de vender Villa Eulalia, un capricho muy caro en primera línea de playa que alguien quiso y pudo permitirse. A mi anciana madre la cuidan en un lugar adecuado y confortable. Procuro estar con ella unas horas todos los días. Este adosado no tiene nombre, sólo el número de la calle, pero es agradable y cómodo. Cada vez me alegro más de haber decidido vivir aquí todo el año. Cada mañana y cada tarde, también los invernales días de lluvia o los de levante desatado en pleno verano, doy largos paseos hasta el cruce de La Almona, o por las avenidas siempre casi desiertas de una nueva urbanización que se quedó a medio construir. Siempre acabo bajando a la playa. En ocasiones, en la zona verde por la que mucha gente suelta a sus perros, creo reconocer a Romeo, pero no es Romeo, y entonces pienso que quizás deba volver al oftalmólogo.
Al día siguiente de nuestra despedida frente a El Montaíto, Víctor me mandó un mensaje: «Esto es muy doloroso, yo también lo estoy pasando muy mal, pero creo de verdad que hemos hecho lo mejor para ambos. Es preferible que no volvamos a vernos, al menos por ahora. Espero de corazón que llegues a ser feliz, y que algún día nos reencontremos como excelentes amigos. Cuídate mucho. Un beso».
Se lo leí a Paloma, y ella lo contó enseguida, a su manera, en un artículo sobre los amores desdichados. Tal vez así lo supo la Bipolar. Pero el deseo de Víctor se ha cumplido, bien contento estoy yo. La Bipolar va diciendo por ahí que el valium hace milagros, si lo sabrá él. Estoy trabajando en una nueva novela que espero que sea el libro de mi vida. La Bipolar dice que de vez en cuando ve a Víctor por la calle, o sentado en alguna terraza, dosificando su guapura con el tipo con el que, según él, anda ahora. Según la Bipolar, la sonrisa de Víctor ya no es la que era. La sonrisa de la Bipolar sigue siendo la de siempre, eso no tiene remedio. Dice la Bipolar que, aunque vaya todos los días al gimnasio, Víctor ha engordado, ha echado un culo penoso, se le ha ensanchado la cara, se le han afilado los labios, se le han achicado los ojos. Dice que, aunque sonría, siempre parece tenso y, con frecuencia, tristón. La Bipolar va diciendo por ahí que sabe que Víctor ya no vive en el 117 del paseo del Puerto, dice que sabe perfectamente dónde vive ahora, dice que, a pesar de todo, a veces le ven entrar por la puerta falsa, como si tratara de esconderse, en ese edificio de la plaza Infanta Alfonsa en el que una vez estuvo el paraíso. La Bipolar jura que él ya no está enamorado de Víctor. Dice que Víctor sigue con su marido, o que acaba de separarse de su marido, o que pronto volverá con su marido. Dice que el rottweiler que tenía acabó vendiéndolo o regalándolo. Dice que Víctor ha sucumbido a lo peor de la política y acabará encabezando en las próximas elecciones municipales la lista de un partido local, improvisado, de aluvión, muy de derechas. También dice que «ese célebre escritor algaideño neosocialista» volverá a votar a la izquierda verdadera. Dice que Víctor nunca dejará de dar clases a niños insufribles, que nunca pasará de ser un concejal inflado, suspicaz, nervioso, egoísta, narcisista, trepa, hipócrita. La Bipolar dice de mí que de buena me he librado. Dice que, a pesar del milagroso valium, se me nota que estoy de los nervios. Y que bebo. Dice que ahora soy una marica alcohólica. Que diga misa.
Hoy hace un día espléndido, con un sol suave y aromático que convierte La Algaida en un lugar privilegiado. Aquí llevo una vida apacible, sana, desahogada, sin duda envidiable. Es verdad que alguna noche tengo pesadillas y me despierto poseído por el rencor afónico de la Bipolar: Me contaron tus amigos que te encuentras muy solito, que maldices a tu suerte porque piensas mucho en mí. Hay boleros que sirven para un roto, otros que sirven para un descosido. Es por eso que he venido a reírme de tu pena, ya que a Dios le había pedido que te hundiera más que a mí. Entonces nos reímos, claro que nos reímos. Nos reímos de las pesadillas, nos reímos del bolero, no reímos de la Bipolar, nos reímos de todos los cenizos incrédulos que andan sueltos por el mundo. Porque nadie se cree los finales felices.
Reír con Víctor es como ponerse a levitar en medio de un zafarrancho.
Romeo está afuera, entre las gardenias y los rododendros del jardín, impaciente, esperándonos. Los dos esperamos a Víctor. Acaba de enviarme —Víctor, no Romeo— un mensaje por Line, la aplicación surcoreana de mensajería instantánea que ha sustituido al WhatsApp en la mayoría de los smartphones: «Llego en cinco minutos. Beso fuerte». Yo le he contestado: «Love you, niño». Y él me ha dicho: «Y yo a ti, tonto». Está rico este gin tónic. El Coto, desde el porche, se dibuja como un paraíso soñado por los amores felices. La playa por la que sacamos a pasear a Romeo tres veces al día se ensancha con la bajamar como una invitación a intentar lo que parece inalcanzable. Hace poco, después de la boda, puse esta casa a nombre de los dos, pero Víctor ha decidido conservar su apartamento, nuestro viejo paraíso de cuarenta metros cuadrados, y donarlo algún día al Ayuntamiento de La Algaida para que lo llene de gays, lesbianas, transexuales, mujeres maltratadas, mujeres solidarias, inmigrantes discriminados, perros abandonados. Donde cabía el paraíso puede caber todo eso. Al día siguiente de nuestra despedida frente a El Montaíto, Víctor me escribió, en efecto, aquel mensaje en el que me decía que todo aquello era muy doloroso, que él también lo estaba pasando muy mal, pero que estaba convencido de que habíamos hecho lo mejor para ambos, que era preferible que no nos volviéramos a ver, al menos durante algún tiempo, que esperaba de corazón que yo llegase a ser feliz y que algún día nos reencontráramos como excelentes amigos, que me cuidase mucho. Le contesté con una retahíla de mensajes cortos: «Yo no he hecho nada, todo lo has hecho tú». «Lo estarás pasando muy mal, pero eres tú quien ha decidido romper, así que carga con las consecuencias». «Excelentes amigos ya tengo un montón». «Si no quieres que nos veamos hoy, será preferible que no volvamos a vernos nunca». «Cuídate, sobre todo, de ti mismo, y no desperdicies conmigo más besos por este chisme». Hay una fotografía de la boda en el salón, enmarcada en plata de ley, encima del chiffonier de caoba con marquetería de madera de naranjo que compramos en un anticuario. Es una fotografía encantadora. Los dos vestimos casi igual: terno azul impecable, camisa blanca, corbata roja con topos azules él, y corbata azul con topos rojos yo. Él sonríe como no he visto nunca sonreír a nadie, y a mí se me nota un poco la precaución de no sonreír demasiado. Entre los dos, con la mirada alerta, Romeo parece reclamar para sí todo el mérito de ese desenlace, o de ese enlace. Víctor y yo estamos preocupados por cómo reaccionará nuestro animalote cuando llegue a esta casa Ernesto Víctor Ramírez Méndez. Uy, qué fuertecito me he puesto el gin tónic. Aquel penúltimo día de agosto, tres horas más tarde de mi espinoso mensaje, Víctor me escribió: «Hola. Después de comer voy a dar un paseo con Romeo, si quieres nos encontramos donde siempre». Yo le escribí: «¿Pero no hemos roto, en qué quedamos?». Él me confesó: «Estoy tristísimo ante la idea de no volver a verte, todo el mundo me lo nota y me pregunta qué me pasa. A Jerónimo», otra vez volvía a llamarle Jerónimo, no Jero, «he estado a punto de decirle la verdad». Acepté verme con él a las cuatro, en la zona verde que hay junto a la urbanización. Si nada se tuerce, Ernesto Víctor Ramírez Méndez vendrá al mundo a mediados de octubre, en Burbank, San Fernando Valley, California. El vientre de alquiler es una preciosa rubia de ojos muy verdes que estudia relaciones internacionales en UCLA y ha elegido esa emocionante manera, como dice Víctor, de pagarse los estudios. Nos aseguramos en su día de que la donante de óvulos también fuera rubia, también fuera preciosa, también tuviera los ojos verdes. La paternidad nos va a costar un riñón —uno a cada uno, quiero decir—, pero bendita sea. A Víctor y a mí nos casó la alcaldesa en nuestra glorieta, a principios de otoño, de noche, bien iluminados, ante un gentío, y Paloma leyó un texto muy sentido que nos hizo llorar a todos. Víctor y yo estuvimos toda la ceremonia mirándonos, besándonos, cogiéndonos de la mano, acariciándonos, así que la alcaldesa debió de pensar: «Estos dos se van directamente a follar, ni convite ni leches». El convite fue espléndido, con un catering muy creativo, habíamos decidido que la ocasión merecía que nos arruinásemos. Salimos fotografiados en toda la prensa local, provincial e incluso nacional, digital e impresa. La televisión de La Algaida estuvo seis meses emitiendo la ceremonia tres veces al día. La Bipolar, la Embajadora, todo el comando anti Víctor Ramírez, se desollaron los dedos escribiendo comentarios histéricos, coléricos, patéticos, pero ya inofensivos, en algaidadigital. Hay otra fotografía de la boda en nuestro dormitorio, con marco forrado de terciopelo granate, sobre la cómoda de madera de teca importada de Bali, adonde fuimos de viaje de novios. En ella, Romeo le está lamiendo la cara a Víctor. A veces, Víctor se queda mirando la foto y dice que me encuentra «rollito George Clooney»: el amor hace milagros. El psicólogo de Romeo nos ha advertido de los celos que puede sufrir nuestro muchachote rottweiler cuando Ernesto Víctor Ramírez Méndez se convierta en el nuevo rey de la casa. Le hemos asegurado al psicólogo que no hay en el mundo un rottweiler más querido que Romeo. Aquella tarde de finales de agosto, gracias a él —gracias a Romeo, no gracias al psicólogo— Víctor y yo hablamos, nos cogimos de la mano, nos acariciamos, nos besamos, nos dijimos que no podíamos vivir el uno sin el otro. Víctor le confesó enseguida a Jerónimo toda la verdad y acabaron divorciándose, no sin que antes y después Jerónimo tuviera que gastarse una fortuna en psicólogos. Una mujer viene todos los días, salvo los fines de semana, a hacer la limpieza, a poner la lavadora, a planchar, y otra mujer cocina para nosotros cada vez que nos apetece comer en casa. Congelamos muchísimo. Víctor sigue sin tener tiempo para nada, sigue siendo el profesor más querido de sus niños y de las madres de sus niños, sigue como concejal delegado de todo lo habido y por haber, el más ocupado, el más activo —dicho sea sin ánimo de señalar—, el más eficaz, el más guapo. El gimnasio le mantiene delgado, esbelto, ágil, flexible. En esta casa sin nombre, pero radiante, ya está todo preparado —menos Romeo, me temo— para la llegada de Ernesto Víctor Ramírez Méndez. Ernesto júnior nos volverá aún más caseros, todo el mundo nos dice que es lo que pasa. Pero Víctor sénior nunca se cansará de la ensalada de pollo y la pizza calzone canibal del Di Piero. Yo tampoco me cansaré, aunque a veces me pido unos ñoquis con queso, para variar un poco, por Dios. Víctor estuvo meses y meses jurando a diestra y siniestra que no volvería a ir en la lista de ningún partido en las próximas elecciones municipales, pero, después de un catártico e imprescindible proceso de renovación interna, encabezará la candidatura socialista. Yo iré el número 25 de su lista. Será alcalde. Un alcalde guapísimo, listo, brillante, honrado, ágil, esbelto, flexible, mío. Yo seré alcalde consorte. Ya me estoy viendo en las fotos, junto a él, con Romeo, en los mítines, durante toda la campaña, y el día del triunfo, en los medios impresos y digitales no sólo de La Algaida, sino de la provincia, de la autonomía, del país, de todos los países de nuestro entorno. Caramba, cómo se me está subiendo el gin tónic. Víctor tiene ya todo el pelo salpicado de canas, le sientan de muerte. El país parece que está empezando a salir de la crisis y nosotros seguimos enamorados. Nuestra antigua alcaldesa será candidata, en su momento, a la presidencia de la Junta, le deseo toda la suerte del mundo. Eso sí, obligaré a Víctor a respetar sus vacaciones —las suyas, digo, no las de la eventual presidenta de la Junta, ella que haga lo que quiera— y nos iremos con Romeo, con Ernesto júnior, con nuestras mochilas, muy low cost —que es lo fashion, lo zen, lo cool— a algún país exótico, a alguna misión paupérrima y excitante, para que Víctor se encuentre a sí mismo durante unos días. Le vendrá bien. Acabará la comedia musical, entre otras cosas porque ya me he encargado yo de buscarle quien le haga unas letras nada surrealistas, y se estrenará en el teatro de La Maestranza de Sevilla con la mejor soprano de Sevilla en el papel estelar, con la mejor mezzosoprano de Sevilla en el segundo papel estelar, y con el mejor barítono de Sevilla en un papel de relleno. Ahora, en cuanto Víctor llegue, sacaremos a Romeo por la playa y después comeremos en casa, voy a descongelar unos garbanzos con tagarnina riquísimos. Muchas noches, si no me tomo mi cuenco de leche con cereales tengo la impresión de no haber cenado. A veces me llegan rumores malintencionados que aseguran que Víctor se ve más de lo aconsejable con algún mamarracho que está visiblemente enamorado de él. Yo confío en Víctor ciegamente, y si en algún mal momento aflojo y cedo al cochambroso diablo de la desconfianza, me zumbo un gin tónic. A veces sueño que Víctor y yo vamos en un coche, yo conduzco y él se queda dormido a mi lado. Ya no tiene aquellos espasmos nocturnos. De madrugada, si me levanto para ir al baño, o por la mañana, cuando le dejo dormir un poco más mientras preparo el desayuno, ya no me pregunta «¿Dónde vas?». Sabe que sigo con él, que no le abandonaré, que no me perderá. A veces él sueña que vamos en un coche, él conduce y yo me quedo dormido a su lado. Miguel Soria, el jefe de la policía municipal, se ha puesto horroroso. El político local, el político autonómico, el director de cine, el director del máster se han puesto horrorosos. Yo me conservo divinamente. Hay otra foto de la boda, en un marco de madera de palosanto, muy vintage —como yo—, en el estudio que comparto con Víctor, esa luminosa habitación en la que él compone y yo escribo. En esa foto, Romeo me está lamiendo la cara. Hace un rato me he quedado mirando la foto y me he encontrado «rollito George Clooney»: el que hace milagros es el gin tónic. Somos ya una familia feliz como tantas familias felices, y cuando llegue Ernesto Víctor Ramírez Méndez la felicidad de esta familia ya será un escándalo. Nos haremos una foto para ponerla en el Facebook: «Familia Ramírez Méndez». A Víctor le sigue encantando escandalizar. A mí, también. La llegada de Ernesto Víctor la celebraremos con unos cuantos gin tónics. Si todo tiene un poquito de lógica genética, la gente podrá decir que Ernesto Víctor ha sacado la guapura morena de su padre y mis ojos verdes. Seguro que Ernesto Víctor aprende pronto a dosificar su guapura, como ha hecho su padre Víctor durante toda su vida. No me gusta un pelo que a Víctor se le vea a veces más de la cuenta con alguna marica buscona —siempre diez o doce años más joven que yo, siempre con pretensiones de princesona culta y comprometida— a quien se le nota a la legua que está por los huesos de Víctor. Como alguien le regale otro perro, los mato: al del regalo, a Víctor y al perro. Sé que voy a vivir siempre con Víctor. Si él quiere, claro, ahora que lo pienso. Seguro que quiere. Sólo hay que ver lo que nos queremos, lo que nos reímos, lo que nos cuidamos, lo que nos apoyamos, lo que nos admiramos. Se vive solamente una vez… Pero no es verdad que se viva solamente una vez. Es mentira. Se vive más veces. Víctor tenía razón: había otra vida para vivirla juntos.
Una vida como una película de domingo por la tarde en la que se cantan rancheras y boleros.