14
El amor estaba en el aire

Quería calcar aquel agosto, fotocopiarlo, escanearlo. Quería que ese agosto inminente fuese exactamente igual que el agosto del año anterior, quería vivirlo como lo viví entonces, rescatar aquel agosto día a día, celebrarlo, conmemorarlo hora a hora, con Víctor. Otros años retrasaba el viaje a La Algaida, resultaba agradable quedarse unos días en un Madrid distendido, ralentizado, condescendiente, cuando el calor sedimenta con una especie de parsimonia bondadosa en los espacios que dejan el tráfico mucho más fluido, el ajetreo peatonal mucho más apacible, el vaivén comercial y profesional más tardío y lento. Y adelantaba también unos días el regreso a Madrid para disfrutar las vísperas, todavía perezosas, de la vuelta a los deberes y las urgencias cotidianas. Pero el último verano decidí apurar la ida y el regreso todo lo que pudiese, quería llegar a La Algaida cuanto antes e irme lo más tarde posible, empezar enseguida a ver a Víctor todas las mañanas, todas las tardes, alguna noche prodigiosa en el universo paralelo si su marido tenía que viajar a alguna parte por cualquier razón. Quería darle enseguida a Víctor copia de las llaves del apartamento que había alquilado, enseñárselo, empezar a compartirlo con él, hacer que se sintiera en él relajado, confiado, contento.

El último día de julio, antes de salir de casa, le envié un mensaje para recordarle lo que ya le había anunciado una y otra vez:

«Llego hoy mismo a media tarde. Podríamos vernos por la noche».

Él me contestó con una serie de mensajes breves encadenados:

«Difícil». «Javi, el hijo de Jero, se está quedando con nosotros unos días». «Ya estamos haciendo planes familiares». «Luego tendremos también invitada a una pareja amiga de Jero». «Y el 17 viene Clift, un amigo nuestro norteamericano, a pasar una semana». «Pero no te agobies, relax, encontraremos tiempo para vernos».

Relax. La «agenda Ramírez» para el mes de agosto estaba abarrotada, pero relax. Él, para relajarse, jugaba con el videojuego God of War, donde Kratos causaba estragos sangrientos a razón de docena por minuto. Yo tendría que acudir a la valeriana o a la tila o al lexatín o al valium de toda la vida. O a la inagotable buena suerte de Víctor. Encontraríamos algún día para tumbarnos en camas balinesas en el ¡Oh, Caribe!, o en la playa de Las Albercas, o en los arenales de Malandar, o en Punta Candor, junto a los pinares donde el nudismo gay entraba en ebullición a prueba de desprevenidos y mirones. Al atardecer pasearíamos a Romeo, cenaríamos en el Di Piero ensalada de pollo y pizza calzone canibal, alguna noche iríamos al cine, mientras Jerónimo y su hijo y su matrimonio amigo con criatura incorporada se quedaban en casita, despilfarrando en ventiladores y gin tónics y perorando sobre poesía surrealista, cómics y ciencia ficción, de modo que nosotros podríamos alargar con alegre temeridad nuestras noches en el apartamento que yo había alquilado. En cuanto a Clift, el americano, Víctor me había dicho que se habían conocido en Internet, que le suministraba al día las nuevas series de televisión norteamericanas, que tenía casi ochenta años y que Jerónimo se había propuesto ponerlo ciego de gin tónics en Los Arcos, noche tras noche, para desplegar ante él toda su sabiduría en la materia. La «agenda Ramírez», por muy abarrotada que estuviese, tendría huecos sobrados para disfrutarlos a solas Víctor y yo.

El primer día de ese agosto que iba a ser inolvidable, a las nueve de la mañana, le escribí: «¿Quedamos para desayunar?».

«No puedo».

«¿Por?».

«Desayuno familiar con Jero y su hijo».

«Cuando terminéis sacarás a Romeo, ¿no?».

«Estamos desayunando por el centro y Romeo está con nosotros».

Enseguida pude comprobar que aquella familia se parecía demasiado a cualquier otra. Los desayunos familiares empezaron a repetirse un día tras otro, Víctor no sacaba al perro si no era acompañado por el hijo de Jerónimo, las comidas eran siempre familiares, las cenas eran siempre familiares, veían todos juntos la televisión, iban todos juntos al cine, los tres iban juntos al supermercado, ninguno de los tres bajaba a la playa, los tres podían pasarse una noche exuberante de verano sin salir de casa, o los tres iban de vez en cuando a Los Arcos Gin Bar para que Jerónimo combinase con tónicas todas las ginebras habidas y por haber, mientras su hijo y Víctor se enfrascaban en sus respectivos iPhone o en sus respectivos iPad y Romeo se moría de aburrimiento en el 117 del paseo del Puerto. Agosto comenzó pareciéndose demasiado a cualquiera de aquellas semanas que había pasado, durante un año, separado de Víctor. Yo estaba impaciente y nervioso. Llamé a Paloma y se lo dije:

—Los maricones de antes no éramos así, joder. Los maricones de antes éramos siempre desordenados, promiscuos, comíamos cualquier cosa a deshoras, no nos quedábamos en casa por la noche ni amarrados, la familia era fundamentalmente un coñazo y, encima, entre nosotros, no podíamos ser adúlteros.

—Me temo, cariño —me dijo ella—, que ya no tienes edad para ser un maricón de los de antes.

—Gracias.

—De nada. Tú ahora lo que necesitas es un hogar, un marido, un perro, un hobby tranquilito, aunque sea el de ponerte ciego de gin tónics, y no el papelón de ser la cana al aire del guerrero.

—Gracias otra vez.

—No hay de qué. Y tu problema es que ese marido será todo lo aficionado que quieras a la poesía surrealista y, por contagio matrimonial, al cómic y a la ciencia ficción, pero no tiene un pelo de tonto. Le está dejando clarísimo a Víctor lo que es un organizado, entregado y abnegado padre de familia.

Paloma tenía razón. Y en aquella familia, por muchas fotografías que pusiera Víctor en su Facebook, yo no entraba.

Paloma y Marcos, su marido, habían elegido ese año para veranear aquella gigantesca urbanización, a apenas unos kilómetros de La Algaida, convertida durante los últimos años en refugio de algunos escritores, cantantes, pintores y periodistas madrileños. Ellos —que se habían cansado sucesivamente de Jávea, de Vera, de Motril— alquilaron un ático pequeño, pero con una enorme terraza y en primera línea de playa, y enseguida convirtieron el Malibú, donde Víctor y yo habíamos empezado a apostar por un amor que parecía posible, en su centro de operaciones. En Malibú se reunían a tomar copas con los amigos y un par de enemigos que les habían hablado de la urbanización, y algunas noches, Paloma, que cocinaba como los dioses y disfrutaba haciéndolo, organizaba cenas en la terraza del ático, frente a aquel mar que guardaba algunas de las primeras palabras de amor, aún dubitativas, que Víctor y yo nos habíamos dicho.

—El martes hago una cena —me dijo—. Vente con Víctor, le va a encantar. Vamos a ser un grupo estupendo.

—Ya me gustaría. El padre de familia no permitirá que su marido se pierda por ahí una noche, o Víctor no se lo consentirá a sí mismo.

—Que se invente algo. Una cena de igualdad, de voluntariado, de solidaridad…, qué sé yo.

—Cuando se trata de inventar excusas, Víctor se queda sin imaginación. O le da pereza, o le da remordimientos mentir.

—¡Pero si lleva casi un año engañando al marido!

—No, Paloma, no —adivinaba su gesto de estupor un poco zarzuelero—. No lo entiendes, y mira que te lo he explicado veces, guapa. En el universo paralelo no hay engaño ni inventos ni culpa, no más nuestro amor. Más o menos como en el bolero.

—¡Lo que hay en el universo paralelo es un morro del tamaño de la Sinfónica de Viena! Tocando boleros, eso sí. ¿Y qué pasa, que ahora el universo paralelo se ha desintegrado?

—Eso parece. Además, no tenemos coche.

—Vamos a La Algaida y os recogemos. Y luego os volvéis en taxi, que todos habremos bebido una barbaridad. O como si no queréis volver, oye. Aquí no hay sitio, pero seguro que alguien os deja una habitación.

—Seguro que él se niega. No formáis parte del universo paralelo. Lo siento.

—Más lo vas a sentir cuando te mande a freír monas en este universo. A ver, ¿a ese niño le has hablado de mí?

—Ya sabes que sí. Le he dicho que te lo cuento todo.

—Entonces, dame su teléfono y yo le llamo y le invito. Podrá decirle a su marido que nada menos que Paloma Guillén le ha invitado a una cena cultural, y el marido no podrá negarle que viva una experiencia de semejante calibre. Vamos, digo yo.

No fue necesario. Víctor me sorprendió con una conmovedora disposición a intentarlo. Me dijo que quería verme, estar conmigo, darme un abrazo, darme un beso —era un modo pudoroso de decir que me echaba de menos, que me necesitaba—, y que el fin de semana llegaba el matrimonio amigo de Jerónimo y le sería difícil disponer de momentos libres. «¿Más difícil?», le pregunté. Me pidió paciencia, me pidió relax, me pidió que pensara sólo en disfrutar del tiempo que pudiésemos pasar juntos. Tendríamos, eso sí, que volver de la cena a una hora razonable. Si Jerónimo no le dejaba el coche, se lo pediría a su cuñado, a fin de cuentas su cuñado estaba en paro y no sería necesario madrugar al día siguiente para devolvérselo —feliz país, antes de la crisis, cuando nadie podía prestar el coche porque lo necesitaba para trabajar—. Y le diría a Jerónimo la verdad: la escritora Paloma Guillén le invitaba a una cena con gente de la cultura, le había llamado personalmente, era muy amiga de Ernesto Méndez, y Ernesto Méndez le había hablado a ella de la posibilidad de dar alguna vez una charla en La Algaida, en una asociación de mujeres cuya presidenta la adoraba. Nada de eso era mentira. Para lo demás, allí estaba el universo paralelo.

El jueves, Víctor me recogió muy temprano en Villa Eulalia con el coche familiar. El cuñado necesitaba el suyo precisamente aquella noche, alguien le había ofrecido un trabajo. «Qué falta de oportunidad», pensé. Enseguida me arrepentí. Víctor me dijo que no había resultado fácil convencer a Jerónimo, pero le había prometido volver lo antes posible. Sin coche, a Jerónimo y a su hijo todo les quedaba a trasmano, y Víctor parecía preocupado por eso. Sin embargo, nada más entrar en el coche y besar a Víctor, abrazar a Víctor, acariciar la mano y los dedos de Víctor comprendí que el universo paralelo seguía integro, cálido, generoso, ajeno a todas las interferencias de aquella familia que no paraba de desayunar unida, comer unida, pasear al perro unida, vivir unida todas las horas de agosto. El universo paralelo volvía a recibirnos a Víctor y a mí con las puertas abiertas de par en par.

Fuimos cogidos de la mano todo el trayecto, salvo cuando Víctor necesitaba hacer alguna maniobra propia del ejercicio de conducir, lleno de vicisitudes inoportunas. Víctor me había dicho alguna vez que no estaba acostumbrado a tanto manoseo, pero nunca lo rechazaba, y después lo buscaba. Me anunció de pronto que había decidido contarme con detalle toda su vida.

—¿Toda?

—Toda.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Por qué?

—No sé. Quiero que me conozcas bien.

Llegamos demasiado pronto a la urbanización. Faltaban casi dos horas para presentarse con educada puntualidad —es decir, ligeramente tarde— en casa de Paloma. Fuimos al Malibú. Estaba lleno de gente joven y ruidosa, pero encontramos una mesa libre ya en la arena. El mar estaba muy tranquilo, había comenzado a bajar la marea y parecía que lo tensaban desde alguna orilla del otro lado del mundo.

En poco más de dos horas no cabe toda la vida de un muchacho como Víctor, pero él me la contó. En realidad, me contó lo que yo ya sabía. Pero algunos recuerdos parecían ahora más vivos, más delicados, más graciosos, más emocionantes. Podía recordar a un novio de su hermana mayor con el que, de niño, le gustaba jugar, pelearse en broma, nadar, tumbarse a descansar en el suelo de la cocina, mientras todos los demás dormían la siesta, los días más calurosos del verano. Cuando tenía seis o siete años, una maestra desabrida y descompuesta por la hiperactividad del niño le había encerrado durante horas en un armario y él a punto estuvo de desmayarse de miedo y de rabia. En Londres, un cliente del bar en el que servía copas le propuso participar en películas pornográficas, y le acompañó una noche por todos los bares gays del Soho, y durmieron en casa de Víctor, y no follaron, y por la mañana encontró un sobre con dinero en su mesilla de noche —felices tiempos, en los que el dinero no estaba tan manchado que servía para agradecer una noche cargada de consuelo—. En Nueva York tuvo una aventura con un tremendo bombero de New Jersey, un ejemplar «rollito George Clooney» del que llegó a creer que se había enamorado, pero no. En Dublín vivió un romance raro, intenso, platónico con un sin techo al que conoció en un pub gay muy cool —feliz Irlanda, antes de la crisis, cuando los sin techo alternaban en pubs gays muy cools y tenían romances muy dulces con muchachos hermosos y soñadores como Víctor—. Aceptó su primer trabajo en un colegio de Madrid y vivía en Chueca. Le llamaron del colegio de La Algaida, y en La Algaida buscó, encontró a veces, conoció a la Bipolar, rechazó a la Bipolar, rechazó también a ricachones que le prometían una vida fabulosa, se negó a las pretensiones de la práctica totalidad del sindicato de actividades diversas. Seguro que alguien, alguna vez, le había rechazado, pero era incapaz de recordar un solo caso. Me conoció, terminó con Jerónimo, se asustó, sufrió aquella crisis que le hizo sentirse tan perdido y tan solo, se casó con Jerónimo con todos los papeles y todas las alianzas, pero unos días antes se casó conmigo por correo electrónico —reír con Víctor era como abrir una alcancía—, y nos dijimos muchas veces que nuestra relación era inviable, pero siempre volvíamos, siempre fuimos incapaces de terminarla. No te puedo comprender, corazón loco

En Malibú nos aguantamos las ganas de cogernos las manos, de abrazarnos, de besarnos. Camino de casa de Paloma, por la playa, protegidos por la noche, nos cogíamos de la mano, nos abrazábamos, nos besábamos. En el universo paralelo había un mar tranquilo y sin naufragios, un cielo sin tormentas, dunas sin escondites, pinares sin desprevenidos ni mirones. En casa de Paloma, Víctor causó sensación. Qué guapo, qué sonrisa, qué encanto, qué poderío, qué juventud. Ya tarde, Jerónimo empezó a enviar mensajes perentorios. «¡Llámame ya!». Víctor no los contestó.

Volvimos a La Algaida pasadas las dos de la madrugada. Viajar juntos y solos a aquellas horas, besar a Víctor y que él me besara mientras conducía, alargar unos minutos el viaje y pasarnos por nuestra glorieta, bromear sobre cuándo y cómo casarnos allí, de noche, con todos los papeles y todas las alianzas, con la ciudad entera —incluida la Bipolar y la Embajadora y el resto del comando anti Víctor Ramírez— invitada a la boda y con el mismísimo Miguel Soria, jefe de la policía municipal, tratando de poner orden en el frenesí bullanguero de la circulación. Qué importa si después me ven llorando un día… si acaso me preguntan, diré que yo te quiero mucho todavía. A aquellas horas, el universo paralelo se extendía hasta donde quisiéramos llegar. Pero no podíamos llegar más allá de un trasnoche ocasional, desobediente, difícil. Le pedí a Víctor que fuéramos a estrenar el apartamento. Se negó. Me dejó en Villa Eulalia. Estuvimos mucho tiempo dentro del coche aparcado.

—Basta —dijo él, de pronto—. Ya está bien de besos lujuriosos.

Protesté. Intenté que el beso lujurioso durase todo lo que nos quedara de vida.

—Te voy a dar una torta —bromeó él— que te voy a volver heterosexual.

—No, por favor —le supliqué—. Vuélveme lo que quieras menos eso.

A veces, reír con Víctor era como rendirse. Pero aún quedaba casi todo agosto, aún tendríamos tiempo de vernos, la incorregible buena suerte de Víctor se pondría también de nuestra parte alguna vez, podríamos celebrar los dos juntos el aniversario de todo lo inolvidable que ocurrió un año atrás. Al final, una vez y otra, reír con Víctor era como no rendirse.

El resto de la semana fue un erial, sólo pudimos vernos el jueves por la tarde, un par de horas, paseando a Romeo. Le pregunté a Víctor si había leído mis cartas para Romeo, y me dijo que sí, que se le habían saltado las lágrimas.

—¿A Romeo?

—A mí, idiota.

El perro me reconocía, o yo creía que me reconocía, y le rogaba de vez en cuando, en plan película ñoña de domingo por la tarde, que le pidiera a Víctor que nos viéramos más, mucho, todo el tiempo. «Qué petardito eres», decía Víctor. Reír con Víctor era como inaugurar otra glorieta. Les acompañé, caminando, hasta muy cerca del 117 del paseo del Puerto, y yo me agaché para abrazar a Romeo, y miré a Víctor como si estuviera a punto de emigrar a Australia, y nos reímos, y él me miró como se mira a quien se ama, por petardo que sea.

Durante los días que siguieron me sentí tristón, irritado, resignado, esperanzado, animado, ninguneado, añorado, encorajinado. Entre Víctor y yo seguía interponiéndose un batallón de desayunos familiares, de comidas y cenas familiares, de familiares paseos con Romeo, de gin tónics familiares en Los Arcos, de visitas familiares y familiares excursiones para que la familia amiga de Jerónimo conociera La Algaida, sus iglesias, sus bodegas, su gastronomía, sus rincones típicos, y sus alrededores. Lo único de La Algaida que no conoció la familia visitante fueron sus playas. A mí sí me conoció. El día de la patrona de La Algaida, Nuestra Señora de la Misericordia, después de la procesión.

Víctor y yo, para no sucumbir al desánimo por tanto desencuentro, habíamos fantaseado con cometer, durante el recorrido de la patrona por las calles engalanadas de su ciudad —como decían todos los pregoneros de las fiestas patronales— alguna inocentona gamberrada que sólo los muy enterados —la Bipolar, la Embajadora, el resto del comando anti Víctor Ramírez— supieran apreciar, rumiar, exagerar, pregonar. Víctor me escribió:

«Ponte en el mismo sitio donde estabas el año pasado. Eso sí, tienes que ir con la Embajadora y su novio».

Le contesté: «En el mismo sitio estaré. Lo de la Embajadora y su novio no sé si podré conseguirlo».

«Consíguelo. Cuando yo llegue a donde estéis, me salgo de la procesión y te planto dos besos que van a salir en el telediario».

Con la Embajadora ni lo intenté. Había dejado de llamarme, y yo había dejado de llamarle a él, y no iba a hacerlo para que me acompañase a ver la procesión, no iba a darle el gusto de cargarse de razón al comprobar que, por culpa de aquel niñato egocéntrico y sin escrúpulos, ambicioso y cínico, exhibicionista y aprovechado, como él no habría parado de decir, yo me había quedado sin amigos en La Algaida, no tenía ni con quien ver, como todos los años —«qué bajo has caído, Ernesto Méndez»—, el paso tan fotogénico de la Misericordia por aquel recodo de la cuesta del Oratorio. Yo sólo confiaba en encontrármelos y quedarme lo suficientemente cerca de ellos como para que no se perdieran los estrepitosos besos de Víctor.

No me los encontré. Quizás habían imaginado que yo estaría por allí y se habían propuesto evitarme, o quizás pensaron que yo no estaría —a fin de cuentas, siempre había protestado mucho por tener que acompañarles en aquella estupidez de ver una procesión en un lugar tan estratégicamente fotogénico— y odiaban dejarse ver como pareja gay y camastrona. O quizás estaban de viaje. A veces, Manolo Pisuerga tenía el extravagante capricho de asistir, en pleno agosto, a algún espectáculo veraniego con pretensiones muy culturales y conseguía arrastrar a la Embajadora. Me sentí un poco ridículo, muy solo, bastante cateto, escritor de pregones de la Misericordia, marica de rosario y novenas. Víctor me había dicho que Jerónimo y el matrimonio visitante se habían negado rotundamente a ver la procesión. Tenían sentido común. Yo no. Yo esperaba que Víctor se saliera del desfile, como hizo en agosto del año anterior, y me diera dos besos de película de domingo por la tarde, aunque nadie los viese.

No me los dio. Cuando pasaba la corporación municipal, justo delante del paso de la Misericordia, busqué con la mirada a Víctor y no lo encontré. Algunos concejales a los que conocía me saludaron con una sonrisa perfectamente municipal, pero en ninguna de las dos filas en las que se había distribuido la corporación estaba Víctor. Me enrabieté. No podía ser. No era posible que me hubiera hecho aquello sin avisarme. Capaz era de haber encontrado alguna excusa para ahorrarse la procesión, haberse ido a Los Arcos Gin Bar con Jerónimo y sus invitados, dejarme a dos velas. Era capaz de estar en aquel momento tan tranquilo, en cualquier parte, sin acordarse de mí. Pensé: «Víctor Ramírez, vete a la mierda».

De pronto, noté como si alguien a mi espalda estuviera a punto de morderme en el cuello. Volví la cabeza. Víctor, en el centro de la calle, solo, guapo a rabiar, con un traje azul marino con el que tal vez se casó y una corbata roja de nudo tal vez demasiado grueso, sonreía con toda su alma. Seguro que llevaba un buen rato intentando llamar mi atención. Era el portador del pendón municipal. No podía dejarlo, no podía salirse de la procesión, no podía darme dos besos de película de domingo por la tarde. Se encogió de hombros para disculparse, y su sonrisa se volvió cariñosa.

Al cabo de una hora me llamó por teléfono.

—¿Dónde estás?

—En el Paseo Marítimo —no conseguí disimular que aún estaba enfadado, pero él, dispuesto a disfrutar cada segundo, prefería no darse cuenta.

—¿Qué haces ahí?

—Pasear, ¿no crees? Ligar, imposible. Está desierto.

—¿Tienes planes?

—Irme a casa, supongo.

—Yo acabo de dejar la procesión.

—¿Qué pasa? ¿Has tirado el pendón en un contenedor de basura?

—Tío… —había dejado de funcionarle el cortafuegos contra los enfados ajenos—. No me lo vas a reprochar, ¿verdad?

—Es una broma, ¿vale? —Me di cuenta de que él podía cortar la conversación sin ningún miramiento—. Pero me he quedado sin gamberrada.

—Tonto…

Se le dulcificaba la voz cuando me llamaba tonto. También cuando me llamaba imbécil. Y cuando me llamaba idiota. La concejala más joven de la corporación municipal se había puesto enferma nada más arrancar la procesión y le había tocado a él llevar el pendón. No había tenido tiempo de avisarme. Relax. Seguro que se nos presentaba otra oportunidad de hacer una gamberrada con dos, con tres, con cuatro, con todos los besos que se nos antojaran.

—He quedado con Jero y sus amigos en Los Arcos —me dijo—. Vente.

—¿Seguro?

—Claro. Jero estará encantado. No hace más que decirme que eres adorable.

Jerónimo estuvo encantado de verme. Para Jerónimo yo era adorable. Me llamó guapetón. Me besó. Lamentó que no nos viéramos desde hacía tanto tiempo. Me presentó a sus amigos, una pareja encantadora con una hija adorable, allí todos éramos adorables y encantadores. Marta era funcionaria de la Junta y mezzosoprano —la mejor mezzosoprano de Sevilla—, Sera —de Serafín— era empleado de banca y barítono —el mejor barítono de Sevilla—, la niña, Aitana, lloraba a veces como una mezzosoprano y a veces como un barítono y se parecía muchísimo a su madre, habría ganado si se hubiera parecido un poco a su padre. En el interior de Los Arcos Gin Bar, a pesar de los ventiladores de imitación caribeña, hacía calor, pero Aitana estaba resfriada, o lo había estado, o podría estarlo. Apenas había clientes allí dentro, sólo un par de parejas que quizás estaban, o habían estado o podrían estar resfriadas. Todo el mundo se había salido a la terraza. La pleamar traía una brisa de sur, húmeda y cálida, que hacía que la piel de todos brillase. Jerónimo le acercó una silla a Víctor. Víctor no se sentó. Yo tampoco, adiviné que él tenía otros planes. Se aflojó el nudo de la corbata.

—Tengo hambre —dijo.

—Nosotros hemos cenado ahí al lado, en El Montaíto. —Jerónimo parecía bueno tomando iniciativas—. Aunque por el nombre del bar no lo parezca, tienen tapas muy creativas. Y con muy buena relación calidad precio. Come algo ahí.

Víctor me miró:

—¿Tú tienes hambre?

Yo tenía hambre, por supuesto que tenía hambre. Antes de irme a dar barzones solitarios por el Paseo Marítimo, había tapeado en una taberna de la plaza Tinajeros, cerca de la avenida del Descubrimiento, alejada de las aglomeraciones del centro. Alguna vez la Embajadora me había hablado bien de ese sitio, hacían una excelente sopa de galeras y unas excelentes tortillitas de camarones, nada que envidiar a las de Casa Barriga. Las tortillitas de camarones resultaron vulgares, pero la sopa de galeras estaba buenísima. También estaban buenísimas las albóndigas de carne con patatas fritas y tomate frito, y tuvieron la virtud de recordarme mi infancia. Pero por supuesto que yo estaba hambriento. Estaba todo lo hambriento que fuera necesario para largarnos de allí.

—Nos vamos a comer algo —a Víctor no se le daba bien andarse con rodeos—. Jero, dame las llaves, no he traído las mías. Me llevo el coche.

—Para ir a El Montaíto no necesitas el coche.

—No vamos a ir a El Montaíto.

—Pero nosotros necesitamos el coche para volver pronto a casa.

—Volvemos enseguida.

—En el Montaíto hay tapas buenísimas.

—Está lleno de familias —dijo Víctor.

Aitana, como si aquel menosprecio de la familia le hubiera atascado el resuello, dejó de pronto de llorar.

—Un flato —dijo Marta, alarmadísima—. Eso es un flato.

El matrimonio encantador se lanzó al unísono a ocuparse del flato de Aitana, entre los dos conseguirían en cualquier momento que la niña volviese a berrear como una mezzosoprano y, después, como un barítono, o viceversa. Yo, instintivamente, me alejé de la silla que Jerónimo le había acercado a Víctor. No sabía por qué, el cuerpo me pedía de pronto sentarme. Tal vez porque no hay nada como una familia bien avenida, incluso como una familia mal avenida. No debía hacerlo.

—No quieres que nos peleemos aquí, ¿verdad? —Víctor sacó a relucir su hostilidad fría, innegociable.

—Lo que quiero es que empieces a comportarte como un adulto.

—Dame las llaves, por favor.

Jerónimo tragó saliva, pero dio la impresión de que tragaba quinina. Luego, sacó las llaves de la mariconera que solía llevar a todas partes y las dejó encima de la mesa.

—Tenemos que volver pronto, la niña está cansada.

—No te preocupes, volveré pronto. ¿Dónde está aparcado?

—Ahí mismo, un poco más adelante. —Jerónimo parecía de pronto muy cansado—. Lo verás enseguida.

Víctor cogió las llaves. No me miró. Yo tampoco le miré, no miré a nadie. Le seguí. Fui detrás de él hasta que llegamos al coche. Abrió las puertas con el mando automático, sin mirarme, y se sentó en el asiento del conductor. Yo abrí mi puerta y entré. Entonces, sentados ya el uno junto al otro, nos miramos y nos dio la risa. Reír con Víctor era, a veces, como asaltar un banco.

—Qué tensión, por Dios —dije.

—¿Dónde vamos? —No parecía en absoluto afectado por aquel percance tan típico en los matrimonios de toda la vida.

—Donde quieras.

—¿Al Di Piero?

—¿Otra vez?

—Vale. —A Víctor las discusiones acababan siempre por ponerle travieso—. Vamos a hacer algo muy cani.

Fuimos al McDonald’s de las afueras de La Algaida. Hicimos cola dentro del coche hasta la ventanilla de servicio rápido. Pedimos hamburguesas, nuggets de pollo, patatas fritas, yogurt en tubo, todos los avíos para embadurnar el menú, un nestea para él y un botellín de agua para mí.

—Y ahora, al parque de La Candelaria —dijo.

El parque de la barriada de La Candelaria tenía algo de corral familiar inmenso, con árboles anémicos, farolas escasas y ásperos bancos de cemento visto, y estaba cercado por una reja que nunca se cerraba de noche. Víctor eligió un banco aislado e iluminado tan sólo, de modo intermitente y fugaz, por los faros de los coches que circulaban por la carretera cercana. Cada uno se sentó en uno de los extremos del banco y Víctor desplegó entre los dos el catering basura. Parecíamos fugitivos de una boda pobretona y aburrida. Él iba endomingado, impecable —pero el nudo de la corbata aflojado bastaba para darle un aire despreocupado, feliz—, y yo llevaba una camisa fucsia, muy juvenil, que sin duda se distinguía a la legua. Comimos con las manos como colegiales de excursión. Todo era absurdo, todo era divertido, todo estaba buenísimo. Jerónimo jamás lo habría hecho. Reír con Víctor hacía que todo tintinease. «Ernesto Méndez, qué bajo has caído, pero qué bien te sienta, coño». Se vive solamente una vez, hay que aprender a querer y a vivir, hay que saber que la vida se aleja, y nos deja llorando quimeras… Me incliné sobre el banquete cani para besar a Víctor y él me indicó con una mirada burlona que tuviese cuidado. Pasó a nuestro lado un hombre gordo con un chándal oscuro y un perro ridículo. Reír con Víctor era como sacudir un pantalón y que se escaparan de los bolsillos decenas de monedas. El hombre gordo no volvió la cabeza y Víctor y yo nos besamos igual que lo hicimos un año antes, dentro de su coche, nada más dejar a Juanán en su casa, aquel sábado de carreras.

—Parecemos niños —dijo Víctor.

—Y luego te quejas.

—¿De qué?

Me moría de ganas de decírselo:

—De que Jerónimo te trate como te trata.

Víctor se puso a recogerlo todo. Era su modo de dejar claro que no pensaba seguir hablando de eso. Pero lo hizo:

—Tiene genio. Los dos tenemos mucho genio.

—Seguro. Pero no me gusta cómo te trata.

—Ya. A mí tampoco. No soy un niño.

—No.

Víctor sonrió. Los practicantes sonríen así cuando examinan una herida aparatosa y descubren que tiene poca importancia.

—Nada grave —dijo—. Discutimos todo el tiempo. Basta con que yo abra la boca para que discutamos. A él le gusta discutir. Lo vamos llevando. Pasa en las mejores familias.

Tensé la cuerda un poco más:

—La cuestión no es que discutáis, Víctor. La cuestión es…

Me miró como si le doliera el estómago:

—Vale ya. Vamos.

Se negó a ir al apartamento. Me dejó en Villa Eulalia, pero iba agobiado de pronto por la promesa que le había hecho a Jerónimo de no tardar mucho en volver a recogerlos. Evitó los besos lujuriosos en el coche aparcado junto a la cancela.

—Recuerdos a la familia —le dije, atravesado, y por un momento temí que la niña Aitana me oyese en Los Arcos Gin Bar y tuviera otro flato peligrosísimo.

Quizás lo tuvo. A mí me daba lo mismo.

Víctor y yo no volvimos a vernos hasta una semana más tarde. La funcionaria mezzosoprano, el empleado de banca barítono y la chiquilla adorable que lloraba alternativamente como barítono y como mezzosoprano se fueron ese fin de semana, pero el domingo llegó Clift, el octogenario norteamericano que les suministraba la droga familiar, las últimas temporadas de las series de televisión con las que toda la familia mantenía en buena forma su inglés. Pensé que lo llevarían a conocer La Algaida, sus iglesias, sus bodegas, su gastronomía, pero no. Clift hizo, en una extraña línea aérea, un largo viaje de Providence a Sevilla, con escalas en Nueva York, Francfort y Madrid, pasó cuatro días y medio casi sin salir del 117 del paseo del Puerto, y después emprendió el mismo trayecto de regreso a Providence. Unas bonitas vacaciones, sí señor. Yo le pedía todo el tiempo a Víctor que nos viéramos, y él siempre contestaba que no podía dejar solo a Clift con Jero y con el hijo de Jero, que quedaría raro. Además, Romeo no tenía buen feeling con Clift, mire usted por dónde. Pero, la víspera de la partida de Clift, Jerónimo propuso salir a celebrarlo a alguna parte —Víctor me dijo exactamente eso: celebrarlo— y, al parecer, se acordó de mí y sugirió que me uniese a ellos —quizás intuyó que yo siempre tenía hambre cuando la tenía Víctor—, si me apetecía. Me apetecía tanto como pillarme los dedos con una puerta, pero me moría de ganas de estar con Víctor.

Fuimos a una taberna de confuso aire folclórico en cuyas paredes se mezclaban grandes fotografías de estrellas del flamenco y de la copla con grandes fotografías de estrellas de Hollywood. El sitio estaba abarrotado y debimos conformarnos con una mesa alta y unos taburetes incomodísimos. Yo me senté entre Víctor y Jerónimo, de modo que podía rozarme la rodilla con la rodilla de Víctor, poner la mano en el muslo de Víctor, apretar mi brazo contra el brazo de Víctor. De vez en cuando, para disimular, le ponía la mano en el antebrazo a Jerónimo. En una televisión colgada del techo estaban dando un partido de fútbol de algún desangelado torneo veraniego. Jerónimo se dedicó durante un rato a identificar en voz alta a las estrellas folclóricas o hollywoodienses convocadas, gracias al arte de la fotografía, por el extravertido dueño de la taberna, que me reconoció entre grandes muestras de admiración y gratitud. El americano era un tipo tranquilo, de poco apetito —o desconfiado de las exquisiteces creativas locales, empapadas en mayonesa—, poco hablador, de buen conformar. Víctor miraba de vez en cuando, sin el menor disimulo, a alguien que estaba detrás de mí. Yo, de vez en cuando, miraba el partido de fútbol. Noté que Víctor, de pronto, aguantaba la risa. Le di un rodillazo. Jerónimo, en un inglés aproximado, se puso a hablar con Clift de Veronica Lake, y Víctor aprovechó para decirme, escondiendo la risa de mala manera detrás de sus manos cruzadas a la altura de la boca:

—Me parto.

—¿Qué pasa?

—Llevo la noche entera encantado de estar seduciendo a todo un padre de familia numerosa que está ahí sentado, el tío no paraba de mirarme. No mires.

—¿Y? —pregunté, sin volver la cabeza.

—Que resulta que no. Acabo de darme cuenta de que no me mira a mí, que mira el partido de fútbol en la televisión.

—Cómo eres…

Jerónimo quiso saber de qué nos reíamos.

—De nada, no nos reímos de nada —dijo Víctor, sin dejar de reír.

Nos reíamos de la fantasía seductora de Víctor, del ego fabuloso y vanidosillo de Víctor, del coqueteo juguetón y desnortado de Víctor.

—Qué poca gracia me hace que te rías y no me quieras decir de qué —dijo Jerónimo, como si yo no me estuviera riendo con Víctor.

—Vale. Anda, paga. —El cambio de expresión y el tono de voz de Víctor no dejaron lugar a dudas, había decidido que era la hora de irse.

—Tranquilo —dijo Jerónimo—. Queda mucha noche.

—Te quedará mucha noche a ti. Yo me voy a la cama.

—No seas maleducado, ¿vale?

—No soy maleducado. Estoy cansado y me quiero ir a la cama, pero no obligo a nadie a hacer lo que no quiera hacer. Si no me llevas, me voy en un taxi. —Víctor de pronto no contaba con nadie, tampoco conmigo.

—Vete como quieras —Jerónimo parecía dispuesto a no enfadarse.

—Dame la tarjeta y pago yo.

—No os preocupéis, yo pago —dije.

—Ni hablar. Jerónimo, dame la tarjeta.

Jerónimo sacó una tarjeta de crédito de la mariconera. Víctor se acercó a la barra, le entregó la tarjeta al expresivo dueño de la taberna, y marcó en el datáfono los dígitos de la clave. Al pasar junto a nosotros le dio la tarjeta y el recibo a Jerónimo, así suelen ser estas cosas en todas las familias. Todos nos levantamos y le seguimos. Todos llegamos en menos de quince minutos al 117 del paseo de Puerto.

Cuando Jerónimo aparcó el coche frente a la casa, Clift dijo que él prefería quedarse con Víctor.

—Muy bien —dijo Jerónimo—. Ernesto y yo nos vamos a tomar un gin tónic, como personas adultas.

—Lo siento —le dije—. Yo también estoy cansado. Otro día.

Me dio pena Jerónimo. No es agradable que te dejen solo cuando propones que todo el mundo se vaya de juerga.

—Está bien —Jerónimo se dio por vencido—. La familia es la familia.

A punto estuve de arrepentirme. A punto estuve de decirle a Jerónimo que sí, que de acuerdo, que nos íbamos los dos a alargar apaciblemente la noche como padres de familia que saben disfrutar, entre hombres solos, de unas horas de moderado descontrol, libres de la parentela. Pero Jerónimo tenía razón, la familia es la familia y yo estaba fuera, aquella fotografía de la familia Ramírez tomada en vísperas de Año Nuevo sólo había sido un espejismo de risas y adrenalina —por más que Víctor la mantuviese en su Facebook—, Víctor y Jerónimo habían construido un hogar como manda la ley y yo estaba fuera, yo estaba en la letra desordenada de un bolero, o de una ranchera. Ya llegó tu enamorado, el que interrumpe tu sueño, ese pobre desgraciado que anda siempre desvelado porque quiere ser tu dueño. Yo era aquel pobre desgraciado. Ellos eran una familia: distinta, sí, moderna, sí, rara de cojones, sí, pero una familia. Yo era un pirata, la tentación que vivía en el universo paralelo, un bucanero de ojos febriles y corazón aguardentoso con el que perderse por el sueño en cinemascope y tecnicolor de otra vida.

—Te llevo a tu casa —se ofreció Jerónimo.

—No te preocupes, prefiero caminar un poco. Cuando llegue al centro cojo un taxi en la parada, siempre hay alguno. Y tranquilo, pelillos a la mar, Víctor es un muchacho que merece la pena.

Vaya birria de pirata era yo, vaya bucanero más pazguato, vaya señor de los mares con menos hechuras de Barbarroja depredador. Pero entendía muy bien a Jerónimo, me conmovía la devoción familiar de Jerónimo, me ponía sin ninguna dificultad en el lugar de Jerónimo, en la piel de Jerónimo, en los ojos y en las manos y en la boca y en el cuerpo de Jerónimo, porque Víctor era un muchacho que merecía la pena.

Por eso yo le quería, por eso iba a quererle siempre, porque él me quería a mí —y porque yo era un pirata, joder, un bucanero, un Barbarroja depredador, porque lo importante era llamarlo amor, llamarlo por su nombre, aunque no durase ya doce años, aunque antes hubiera habido montones de terceras personas, aunque no nos hubiéramos casado ni con los papeles correspondientes ni las alianzas pertinentes, aunque no fuera fashion, aunque se me atragantaran todos los desayunos y todas las comidas y todas las cenas familiares, aunque no tuviéramos coche, aunque Romeo, a fuerza de no verme, llegara a olvidarse de mí. Yo le quería, le seguiría queriendo. No quiero arrepentirme después de lo que pudo haber sido y no fue, quiero gozar esta vida teniéndote cerca de mí hasta que muera.

El día de la partida de Clift, Víctor tenía que llevarle en el coche al aeropuerto de San Pablo y me dijo que iría él solo, que Jerónimo se quedaba en La Algaida. Le pedí que me recogiese en Villa Eulalia para ir con ellos y le diríamos a Clift que yo tenía una cita nada romántica en Sevilla, obsequio del programa Grindr para revolcones gays. Era cierto que entre Sevilla y La Algaida había demasiados kilómetros como para que el Grindr resultara una alcahueta eficaz, pero lo mismo daba. Durante los quince primeros minutos hablamos en inglés y Clift participó en la conversación con cierto entusiasmo, pero Víctor y yo decidimos enseguida que aquello era cansadísimo porque sólo podíamos hablar de asuntos respetables, así que nos pasamos sin contemplaciones al castellano. A Clift le entró un sopor paliativo y se pasó dormitando el resto del viaje.

—Me ha dicho Jerónimo que ya no tendrá que ir a Granada cada dos fines de semana a dar ese taller de poesía surrealista —resoplé.

—¿Cuándo te ha dicho eso?

—No sé, no lo recuerdo —era verdad—, en algún momento me lo ha dicho. Parecía muy contrariado.

Víctor se rio:

—No tanto como tú.

—No le veo la gracia —no se la veía, francamente.

—Cuando Jerónimo me lo contó, yo pensé: «Ya verás cómo se pone Ernesto».

Le miré y él, de reojo, me entendió perfectamente: «¿Pero tú a qué juegas?». Cualquiera diría que estaba encantado por tener que enfrentarnos a una nueva, quizás insalvable, dificultad.

—Mierda —protesté—. Esta crisis es una mierda. La gente no puede ni pagarse las clases de poesía surrealista de un taller de escritura de medio pelo, y por culpa de eso no vamos a poder vernos tú y yo dos fines de semana al mes. Vaya mierda.

Reír con Víctor era como romper a manotazos una colección de figuritas de porcelana valenciana.

—Eres un impresentable —dijo él, riendo.

—Sí —admití.

Era mezquino. Por culpa de la crisis, con el mundo derrumbándose, la gente se estaba quedando sin trabajo, sin hogar, sin comida, sin curación, sin escuela, sin país, pero a mí lo que me importaba era que un puñado de redichos aficionados granadinos a la poesía surrealista no pudiera pagarse un taller de escritura de barriada y me fastidiara los planes para ver a Víctor. Era mezquino, sí, era egoísta, sí, era cochambroso, sí. Pero, aunque el mundo estuviera derrumbándose, Víctor y yo nos habíamos enamorado.

Nos habíamos enamorado tanto que, para no desperdiciar un segundo del tiempo que podíamos estar juntos, dejamos al pobre Clift tirado frente a la entrada del aeropuerto. Víctor sacó a toda prisa del maletero una maleta enorme, una maleta mediana, una maleta pequeña —coño, cuánta maleta para estar tres días y medio sin salir del 117 del paseo del Puerto—, le dio a Clift un abrazo paliativo y le preguntó si podía apañárselas por su cuenta para facturar. El pobre viejo dijo que sí y allí le dejamos, en medio del carril central de la zona de salida de vuelos del aeropuerto sevillano de San Pablo, peleando con su maleta enorme y su maleta mediana y su maleta pequeña, mientras nosotros poníamos rumbo a Sevilla, a disfrutar de unas horas de amor calenturiento, riéndonos como canallas de historietas para perezosos mentales. Reír con Víctor era como hacer con él un cómic: él ponía dibujos alegres y barrocos y yo, bocadillos con textos simplones y llenos de onomatopeyas.

Acanallado, alegre, calenturiento le dije:

—Mi amiga Paloma tiene clarísimo que estás enamorado de mí y no sabes cómo arreglártelas.

Era verdad, eso me había dicho Paloma. Víctor tardó unos segundos en contestar. Luego sonrió y dijo:

—Sí.

Yo no tenía nada que decir. Dejé de ir en aquel coche y empecé a volar por mi cuenta. Víctor conducía, pero yo no me quedé dormido, yo cantaba como un jilguero venezolano, como un ruiseñor mexicano, como un colibrí cubano. Toda una vida me estaría contigo, no me importa en qué forma, ni dónde ni cómo, pero junto a ti. Claro que en Sevilla hacía un calor deshabitado e inhabitable, las calles estaban desiertas, yo me había olvidado la cartera en Villa Eulalia, Víctor no podía utilizar su tarjeta de crédito para alquilar un cuarto refrigerado en un hotel, o para pagar la entrada de una sauna gay, porque Jerónimo acabaría enterándose. Así que no podía ser, no nos íbamos a regalar unas horas de amor calenturiento, teníamos que regresar a La Algaida. Pero yo era un bolero feliz, una absurda canción feliz, un jilguero, un colibrí, un ruiseñor empapado en felicidad. Víctor estaba enamorado de mí, yo apoyaba la cabeza en su hombro y él me besaba, yo ponía la mano sobre su muslo y él soltaba el volante y me cogía la mano y entrelazaba sus dedos con los míos, yo le decía que le quería mucho y tenía que repetírselo como diecisiete veces para que él dijese que también me quería. «Ernesto Méndez, a tu edad, con tu obra novelística, con tu prestigio, con tu señorío, con tu carisma, qué manera de hacer el ridículo, hijo, pero qué a gusto estás, coño». La autopista brillaba como si acabaran de limpiarla con sidol.

Recordé: «El sidol es tóxico».

Pasamos por el McDonald’s de las afueras de La Algaida, a comprar un helado excesivo y sobreazucarado de nata y chocolate con las monedas que reunimos entre los dos. Víctor rehusó de nuevo ir al apartamento que había alquilado para nosotros y seguía sin estrenar. Aparcamos junto a un mirador de la playa de La Vara y nos empachamos de nata, chocolate y besos mientras vigilábamos para protegernos de desprevenidos y mirones. El mar en retirada empezaba a dejar al descubierto un paisaje de piedras rocosas, algas, charcos brillantes y ondulaciones de arena cobriza sobre las que resbalaba el sol tardío como un lento reptil transparente.

A Víctor, en uno de sus móviles, le entró un mensaje por WhatsApp.

—El grasiento de la tele —dijo, sorprendido—. ¿Qué coño querrá? Se me está acabando la batería.

Leyó el mensaje:

—Dice que si puede preguntarme algo.

—A saber.

Víctor leyó en voz alta lo que le escribió al otro: «Tú mismo». Luego, estupefacto, la pregunta que el otro le hacía: «¿Es cierto que has dejado a tu marido por Ernesto Méndez?».

—No me lo puedo creer…

Víctor, con esa cólera fría y guasona que me gustaba tanto, le escribió que a él qué mierda le importaba, que le dejara en paz, que se metiera en su vida, si es que tenía una vida, pedazo de comemierda. El otro se puso muy digno y le pidió que no le insultara, que a él su vida le traía sin cuidado. Víctor me lo iba leyendo todo.

—Pues para traerle tu vida sin cuidado, hay que ver el interés que tiene en sabérsela bien —dije yo, y eso le escribió Víctor al grasiento de la tele.

—Dice —Víctor me leyó la respuesta del otro— que a él le importa un rábano mi vida, pero que se lo han preguntado.

—¡Volvemos a ser trending topic en La Algaida!

A Víctor se le acabó en aquel momento la batería del móvil.

—No te preocupes —le dije—, le contesto yo. ¿Tienes su número?

—No. Bueno, sí. En el otro móvil. Creo.

Lo tenía. Me lo pasó. Lo guardé en mis contactos. Luego, muerto de risa, redacté un mensaje para mandárselo al cotilla desinteresado. Quedó así: «Hola, soy Ernesto Méndez, fíjate qué honor el tuyo. Víctor y yo nos estamos riendo mucho con tu intento de cotilleo genital. ¡Qué figura se está perdiendo la prensa rosa! Para tu mayor y mejor información, en este momento estamos a punto de entrar en el cine, en el centro comercial Bahía Sur en El Puerto, y causamos sensación. Si por separado somos irresistibles, imagínate juntos. Luego, a la salida, a Víctor le espera una agenda atiborrada, tiene que atender a Jerónimo su marido, a otro Jerónimo, y a otros cuantos que se han puesto en cola, todos ellos seducidos por su guapura. Así de maravillosa es la vida de quienes vivimos como nos da la gana. ¡No me dirás que no es material periodístico de primera!».

—Niño, me partooooo —dijo Víctor, radiante—. Es brutal. Esto es una gamberrada.

—Claro.

—Le sentará como un tiro.

—Claro.

—¿De verdad se lo vas a mandar?

—¿Tú qué crees?

Se lo mandé. Al grasiento de la tele no le cabría la menor duda de que se lo había mandado Ernesto Méndez desde su propio móvil, en mi perfil del WhatsApp aparecía mi foto con Romeo, envuelta la criatura en una bandera gay, en la playa de La Vara.

Reír con Víctor era como matar marcianitos en un juego electrónico.

Hasta que Víctor dijo de pronto que ya era tardísimo y nos quedamos en ese mismo instante sin risas, sin nata, sin chocolate, sin besos, sin mirones, sin jilgueros ni ruiseñores ni colibríes ni reptiles transparentes. Me dejó en Villa Eulalia y me prometió que nos veríamos pronto. Tendríamos que darnos prisa, quedaban muy pocos días de agosto. Porque era verdad que el amor estaba en el aire, pero haciendo equilibrismos, a punto de despeñarse.

Una vez en casa, me duché, me puse ropa limpia y cómoda, me preparé un zumo de limón con mucha agua y mucho hielo, me senté en el porche a contemplar los eucaliptos melancólicos, las nubes anaranjadas, los charcos brillantes y los reptiles transparentes, y me dije: «Ernesto Méndez, mucho amor, muchos besos, muchos dedos entrelazados, mucho reír juntos como si estuviéramos inventando una juguetería, pero no has follado en todo el mes, gilipollas».

Quedaban las carreras de caballos en la playa. Ese año, el segundo ciclo de carreras caía también a finales de mes, como el verano anterior, así que la simetría sería perfecta: el último fin de semana de agosto, el Gran Premio Ciudad de La Algaida, el palco municipal, las fotos y las declaraciones para los periódicos provinciales y locales y la entrevista para la televisión comarcal, el orgullo de Víctor, la sonrisa de Víctor, las fotos con Víctor, la alegría mandona de Víctor, las manos de Víctor en mi culo, mis dedos entrelazados con los dedos de Víctor, la alcaldesa pensando: «Estos dos se van de aquí derechos a follar». Quería calcar, fotocopiar, escanear aquel sábado.

Casi no me importó que no pudiéramos vernos antes del último día de carreras. A veces me enfurecía cuando él se excusaba con desayunos, almuerzos, cenas o paseos familiares con Romeo, pero siempre terminaba diciéndome que nos quedaba el sábado de carreras. A veces me esforzaba en hacerle sentirse culpable, pero él siempre me prometía el alegrón de las carreras para nosotros solos. Jerónimo detestaba las carreras. El hijo de Jerónimo tampoco tenía el menor interés en las carreras. Jerónimo y su hijo podrían hacerse compañía mientras Víctor y yo, en las carreras, nos queríamos, nos tocábamos, jugábamos a escandalizar, tal vez nos atreviéramos a besarnos. Se vive solamente una vez… La Bipolar no estaría esta vez allí para estropearnos la noche, había vuelto a desaparecer, tal vez se había obsesionado con otros, tal vez se había arrepentido de todas sus marranadas, tal vez estaba empachado de pastillas, o le habían puesto una mordaza y una camisa de fuerza. Y Víctor me pediría por fin que fuéramos al apartamento alquilado.

«Quedamos dentro del recinto de las carreras a las siete. Yo estaré antes, pero tengo que acompañar a la alcaldesa en el recorrido de los palcos y en las entrevistas con los medios», me escribió el sábado a la hora de comer.

Fui puntual. A las siete se había celebrado ya la segunda carrera y por megafonía anunciaban el Gran Premio Ciudad de La Algaida. El bullicio tenía esa mezcla de vulgaridad endomingada y elegancia levemente fuera de lugar que podía resultar muy divertida o absolutamente insoportable. Me saludó gente que no sabía quién era y saludé a gente a la que pensé que debía saludar aunque fuera incapaz de ponerle nombre. Las carreras de caballos en la playa siempre me había gustado verlas entre las familias en bañador bajo una sombrilla y dando cuenta de meriendas contundentes y sandías chorreantes, parejas jóvenes que se besaban sin mayor interés por los caballos, buscones que merodeaban para apretujarse fugazmente contra muchachas o muchachos ya un poco aturdidos por el largo día de mar y sol, niños que jugaban a apostar entre ellos, guardias civiles y policías municipales que trataban de poner orden en el alboroto popular y repetían, con disciplinada resignación, una y otra vez, las mismas consignas: todo el mundo detrás de las vallas, prohibido quedarse en la orilla, no utilicen bocinas o espejos que puedan asustar a los caballos. Dentro del recinto, siempre me sentí incómodo. Pero Víctor había hecho el milagro, un año atrás, y yo había sido feliz allí con él, me había divertido con él, me habían fotografiado con él, nos habíamos escapado juntos para empezar a explorar el universo paralelo en el que no había razones para asustarse, para avergonzarse, para arrepentirse.

Quería que todo fuese igual que el año anterior, pero nada fue igual que el año anterior. Víctor había invitado al palco municipal a un amigo y no paró de chismorrear con él sobre quién era o quién no era gay en La Algaida, a quién se le había visto con quién, de quién se había dicho qué. El cielo acabó incendiándose como todas las tardes de agosto, el galope de los caballos sobre la arena mojada volvió a llenar el aire de ecos de un tiempo perdido, las barcas ancladas en la bajamar se fueron desdibujando con la llegada de la noche, el Coto se replegó al otro lado de la desembocadura como una silenciosa muchedumbre cansada, y yo, sentado junto a Víctor, sin intervenir en la conversación sobre gays evidentes y gays ocultos, saludando con forzada pero convincente amabilidad a todo el que tenía la amabilidad de saludarme, echando de menos los viejos caminos que una vez llevaron al paraíso, me fui quedando ensimismado, entristecido, muerto de aburrimiento.

—Niño, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —hasta aquel momento, Víctor no me había prestado mucha atención.

—Sí. Tranquilo.

—¿Quieres que nos escapemos y nos vayamos por ahí a cenar?

—Claro —por un momento pensé que el universo paralelo estaba otra vez allí y era sólo para nosotros dos.

—¿Te vienes?

El amigo de Víctor dijo que sí, que se venía con nosotros.

—Tenemos que recoger a Jero y a su hijo. Están con Romeo en Los Arcos.

No fui capaz de decir que no. No fui capaz de decirle a Víctor que se fuera a la mierda. Recogimos a Jerónimo, a Javi, a Romeo y nos fuimos todos a cenar al Di Piero. No pude librarme de la ensalada de pollo para compartir, pero pedí para mí ñoquis con queso. Jerónimo contó un sueño en el que sus hijos eran asaltadores de bancos y joyerías —como Clyde and Clyde, uno de ellos gay— y él se convertía en su cómplice, mientras Víctor se quedaba en la cama tan ricamente, durmiendo a pierna suelta. Feliz familia. Distinta, sí, moderna, sí, rara de cojones, sí, pero familia feliz. Si esta furiosa crisis que está derrumbando el mundo atrapa a alguno de ellos, ahí, para protegerle, estarán los otros. Javi no paró durante toda la cena de trastear en el móvil y su padre, henchido de orgullo, le pidió que nos explicara un absurdo programa de diseño virtual o algo así. Víctor se dedicó todo el tiempo a juguetear con Romeo. Yo estuve encantador. De hecho, me permitieron que pagara la cena.

En cambio, no permití que me llevaran a casa. Fui caminando hasta Villa Eulalia. Estuve mucho tiempo sentado en el porche, contemplando los movimientos casi imperceptibles de la oscuridad, tratando de identificar el rumor del oleaje, encorajinándome. Víctor me escribió:

«Javi también dice que eres adorable».

Todo el mundo me consideraba adorable. Qué pesados.

No le respondí. Él volvió a escribir:

«No te enfades. No he podido evitar que se sumaran».

Seguí sin contestar.

«Me acuesto. Mañana hablamos. Beso». Su hostilidad fría e innegociable estaba de nuevo allí.

Yo también me acosté y traté inútilmente de conciliar el sueño. Recordaba una y otra vez aquella fotografía de la familia Ramírez, pero no conseguía encontrarme en ella, en el lugar en el que yo había estado sólo había ahora un hueco, entre todos me habían expulsado de allí, yo mismo me había expulsado de allí. Me acordé del orgullo, del empeño, de la resignación, de la felicidad de Jerónimo: «La familia es la familia». Pirata, bucanero, Barbarroja, asaltatapias de hogares felices, sinvergüenza, eso eres, me dije. Me agobié, me avergoncé, me entristecí, me encorajiné. A las cuatro de la madrugada, le mandé a Víctor un mensaje por el WhatsApp: «Ya no puedo más. Lo siento mucho, me encuentro muy mal, nunca pensé que esto fuera a terminar así. Cuídate. Adiós».

Me sentí extrañamente aliviado. No me reproché en absoluto acabar un amor como el nuestro de aquella manera, por el WhatsApp. Al fin y al cabo, casi todo aquel amor se había sostenido en ese endemoniado invento. Enseguida empezaron a martillearme el cerebro unas sevillanas muy guasonas que cantaban como fondo de un anuncio publicitario: Por el WhatsApp mi novia me ha dejado, por el WhatsApp… No era el colmo de la gallardía sentimental, desde luego, ¿pero quién puede pedir gallardía sentimental en estos tiempos de mensajería instantánea?

Víctor no leyó el mensaje hasta la mañana siguiente. Comprobé en el móvil que leyó los mensajes o escribió alguno a las 08:12, a las 08:27, a las 08:56, y a las 09:22. A partir de ahí, el chivato del WhatsApp no se movió. Para quemar los nervios bajé caminando hasta el centro de La Algaida. Me senté a hojear la prensa en la cafetería de una plaza nueva y de diseño duro, todo cemento y cercada por bloques de viviendas, en la que había desayunado algunas veces con Víctor mientras veíamos corretear a Romeo. Traté de no pensar en que ya nunca volveríamos a hacerlo.

A las 10:34 recibí un mensaje de Víctor:

«No sé si esto es lo que parece. Tenemos que hablar».

No sabía si aquello era lo que parecía. La duda siempre ofende, pero a veces ofende mucho. Y hace reír. Víctor no estaba dispuesto a enterarse de que alguien en este mundo, incluidos los universos paralelos, había decidido mandarle a la mierda. Mandar a la mierda era algo que él siempre se reservaba.

Dudé un buen rato si contestar o no.

«¿No dices nada?», me apremió. Volvía a no aceptar que yo le hiciera lo que él me hacía constantemente.

«He bajado al centro», escribí por fin.

Supe que volvería a rendirme. Sólo le había dicho que estaba por el centro, pero sabía que estaba rindiéndome. Le había escrito que todo se había acabado y ahora estaba dispuesto a desdecirme. ¿Y qué? Si hay un amor de por medio, nunca entenderé lo que la gente suele llamar dignidad, orgullo, amor propio.

«Podemos vernos dentro de quince minutos. ¿Dónde?».

«Donde quieras». Quería rogarle que no hiciera caso a lo que había escrito. La dignidad era una antigualla. El orgullo era una antigualla. El amor propio era una antigualla.

«En El Montaíto. Dan buenas tapas».

Recordé: a pesar del nombre, un sitio con tapas creativas y con buena relación calidad precio.

Llegamos a El Montaíto casi a la par. Él vino en el coche matrimonial —quizás, tensión matrimonial mediante— y con Romeo. Un domingo, en La Algaida, en cualquier época del año, la gente no se reúne a tomar el aperitivo hasta las dos de la tarde, y come a la hora en la que merienda la mayoría de los humanos acostumbrados a merendar, o se acaba olvidando de la comida, de la merienda, de la cena.

—Qué tranquilo está esto —dijo Víctor—. Qué pereza hablar de cosas desagradables con un tiempo tan bueno.

Romeo llevaba puesto su bozal y estaba nervioso. Me acuclillé y lo abracé:

—Tú no vas a hablar de cosas desagradables, ¿verdad, muchacho?

Romeo trató inútilmente de lamerme la mano. Víctor rio como si no hubiera ocurrido nada, como si no estuviera ocurriendo nada, como si no fuera a ocurrir nada, pero yo no tenía ganas de reír con él.

—Damos un paseo y hablamos, ¿te parece? —propuso.

—No, prefiero hablar mirándote a la cara —dije. Quizás la dignidad, el orgullo, el amor propio no fueran del todo antiguallas.

Elegimos una de las mesas pegadas al camino de tierra que llevaba al descampado en el que aparcaban algunas caravanas de feriantes que vivían allí el año entero. Una mesa incómoda, pero que nos permitía hablar tranquilos y dejar a Romeo atado fuera del bar y vigilado.

—A ver, Ernesto —dijo Víctor—, ¿qué pasa?

Me miró con aquella mirada con la que siempre anunciaba tormenta. Pero sonrió. Nadie en su sano juicio mandaría a la mierda aquella sonrisa.

—Nada, niño —dije—. Lo siento. —Definitivamente, la dignidad, el orgullo, el amor propio eran antiguallas que sólo servían para que uno estuviera jodido.

—Me has mandado ese mensaje —me recordó—. Y ese mensaje dice lo que parece que dice, ¿no?

—Lo siento. —Seguro que la verdadera dignidad, el verdadero orgullo, el verdadero amor propio eran otra cosa—. Anoche me sentía muy mal.

Víctor intentó que no le cogiera la mano. Enseguida dejó que le cogiera la mano.

—No quiero que te sientas mal, Ernesto, y no quiero sentirme mal. —Comprendí que empezaba a ponerse en su lugar y a ponerme a mí en el mío, pero fui incapaz de reaccionar—. Sabes que no puedo hacer otra cosa. Mi vida es como es, y bastante hago para verte, aunque a ti te parezca poquísimo, pero no puedo hacer lo que me dé la gana. Comprendo que no te guste, a mí tampoco me gusta. Lo hemos intentado, y ya ves.

—Podemos seguir intentándolo —supliqué. Me importaba un carajo lo que fuera la verdadera dignidad, el verdadero orgullo, el verdadero amor propio. Yo no quería perder a Víctor.

—Esto es inviable, Ernesto —dijo, pero antes, a lo largo de aquel año justo, lo había repetido montones de veces, y habíamos conseguido hacerlo viable, o medianamente viable, suficientemente viable, necesariamente viable—. Y tú has mandado ese mensaje.

Traté de bromear:

—Yo no he mandado ese mensaje, ¿cómo se te ocurre? —Al menos, conseguí que sonriera—. Fue un imbécil que entra en mi WhatsApp de vez en cuando.

Con el pretexto de dar un sorbo al refresco que había pedido, me soltó la mano. Luego me miró con aquella rara mezcla de candor y determinación que le hacían irresistible. Volvió a recordarme:

—Tú has querido terminar.

—Yo no quiero terminar.

—Tú no, pero yo sí.

Él, sí. Él quería terminar.

Todo fue inútil. Volví a pedirle tiempo, pero fue inútil. Le pedí que pensara en lo que iba a perder, en lo que íbamos a perder, y fue inútil. Hay que aprender a querer y a vivir… Traté de recordarle todo lo que habíamos hecho juntos, todo lo que nos habíamos reído juntos, todo lo que habíamos fantaseado juntos. Fue inútil. Hay que saber que la vida se aleja, y nos deja llorando quimeras… Insistí en que aún era posible tener una vida para vivirla juntos, olvidar de una vez aquella otra vida que no existía. Le recordé que habíamos sido capaces de llamar a lo nuestro como había que llamarlo. Le pedí que recordara lo importante, lo desafiante, lo emocionante que había sido llamarlo amor. No quiero arrepentirme después de lo que pudo haber sido y no fue… Le exigí que reconociera que había hecho todo lo posible para que me enamorase de él, le obligué a reconocer que estaba enamorado de mí. Y fue inútil. Todo fue inútil.

Pidió la cuenta y pagó. Quizás tendría que explicarle a Jerónimo en qué se había gastado cuatro euros, y con quién, el último domingo de agosto.

—Vamos, Romeo —dijo.

No me impidió que me agachara junto al perro y lo abrazase.

—Ya ves, Romeo —le dije—, Jerónimo ha ganado. ¿Tú crees que Víctor ha leído las cartas que te mandé? Me dijo que sí, pero se ve que no ha servido de nada. Qué envidia me da Jerónimo, ¿sabes?, se queda con Víctor y se queda contigo. Pero tú no me olvides, ¿eh?

Luego, más drama queen que nunca, comencé a alejarme sin volver la cabeza, muy digno, muy orgulloso, con todo mi amor propio aguantándome el cuello, la lengua, las lágrimas. Amor se escribe con llanto en el drama amargo de mi desencanto. La verdad, quizás hacía demasiado sol para que me quedara bien el registro trágico.

Para colmo, la dignidad, el orgullo, el amor propio son de verdad unas antiguallas, así que no me alejé casi nada, y de pronto me detuve, me volví y miré a Víctor. Él no se había movido y me miraba.

—Voy a adelantar mi vuelta a Madrid —le dije—, no creo que tenga problemas para encontrar un billete para el martes. Por favor, piénsalo. Piénsalo, de verdad. Y hablamos mañana.

Sonrió. Capaz era yo de encargar a unos sicarios que le secuestrasen con tal de no perder aquella sonrisa.

—Lo intento —dijo él.