13
Cartas a Romeo

Madrid, 24 de mayo de 2012

Queridísimo Romeo:

Hoy cumples dos meses y dieciocho días y esta es una carta para ti de tu papá Ernesto, que soy yo. Tu papá Ernesto, tu papá Víctor y tú formáis una familia maravillosa, pero un poco especial. Por eso tu papá Ernesto te escribe, porque necesita que sepas enseguida que él quiere mucho, mucho, mucho a tu papá Víctor, y que tu papá Víctor, aunque le cueste decirlo, también quiere mucho, mucho, mucho a tu papá Ernesto, y no te puedes imaginar lo mucho, mucho, mucho que, a pesar del nombrecito que te han puesto, los dos te quieren a ti.

Puedes estar seguro, Romeo, de que no sólo eres un rottweiler muy buscado y muy deseado, sino el más querido del mundo, con diferencia. Eres queridísimo, aunque esta carta, visto el arranque, corra el peligro de convertirse en un merengazo verbal de tomo y lomo que no te mereces. Pero es que tu papá Ernesto, que es novelista, te lo quiere decir todo por escrito, porque eso en teoría se le da mejor que hacerlo de viva voz, y además descansa un poco de tanto WhatsApp nervioso como se trae con tu papá Víctor, si bien hay que reconocer que una vez intentó escribir algo para niños y le salió tal ñoñería que hasta la monjita que hacía de lectora en la editorial religiosa a la que la agente de tu papá Ernesto intentó endilgarle la novelilla, vomitó. Tú ya sabes lo que es vomitar, fue lo primero que hiciste, por el mareo del viaje, nada más entrar en el 117 del paseo del Puerto. Qué susto. Tu papá Ernesto promete esmerarse para que no vomites otra vez por culpa de su absoluta impericia para la literatura infantil y juvenil, que no vomites por culpa de esta carta, por favor, aunque en realidad en lo que de veras confía tu papá Ernesto es en que tengas el estómago un poco más recio que la monjita de las narices.

Eso contando con que tu papá Víctor te lea no sólo esta, sino todas las cartas que se me ocurra escribirte, que seguro que te escribo más de una, porque de pronto te has convertido en esa criatura que viene de pronto para unir mucho a una pareja, para unirla para siempre. Las cartas se las mando a tu papá Víctor porque él es el que tiene correo electrónico —algún día te explicaré lo que es el correo electrónico— y porque, guárdame el secreto, yo quiero que las lea él, es un truco que utilizamos a veces los seres humanos —ya descubrirás, sin necesidad de que yo te lo explique, lo que es un ser humano— para ponerle presión emocional, como tu papá Víctor dice a veces, a quien uno quiere que le quiera, o que le perdone, o que le haga un favor o que olvide una deuda. Los seres humanos somos así, Romeo.

Cuando la cigüeña, con forma de furgoneta de la empresa internacional de transportes TIV, te trajo a La Algaida, tu papá Víctor estaba tan impaciente por tenerte en sus brazos —no sé decirlo de un modo menos Disney, perdona— que no fue capaz de esperar en casa hasta la hora del reparto, así que convenció enseguida a tu papá Ernesto —ya te darás cuenta de que tu papá Víctor tiene facilísimo convencer a tu papá Ernesto de lo que le salga del tentempié— y los dos se fueron sin perder un segundo, y a paso ligero, a las oficinas de la empresa en La Algaida para hacerse cargo de ti cuanto antes. Fue una caminata de tres cuartos de hora a toda pastilla, y tu papá Ernesto llegó sudando la gota gorda, pero mereció la pena. Te sacaron de la jaula en la que te habían traído de París —perdón, del Pirineo catalán— y estabas sucio, agotado, sediento, desorientado, asustado, pero eras precioso. Mientras tu papá Ernesto se encargaba del papeleo y de pagar los portes para poder llevarte con ellos, tu papá Víctor se puso enseguida a mimarte y a darte mucho cariño. Luego, en un taxi —cómo apestabas, hijo— te llevaron a casa y tu papá Víctor te limpió con un trapito apenas húmedo y con mucho amor, mientras tu papá Ernesto contemplaba la escena embobado, hacía fotos sin parar y estaba tremendamente agobiado por la responsabilidad de tener a su cargo un cachorro tan bonito y, por muy rottweiler que fueras, tan vulnerable.

Tu papá Ernesto había ido a La Algaida expresamente desde Madrid para parirte, como quien dice, y luego tuvo que quedarse a solas contigo más de tres horas, porque a tu papá Víctor —que es el concejal más ocupado, pero también el más guapo y más apañado no ya de La Algaida, sino del mundo entero— le reclamaron para un pleno municipal hiperurgente. Cuando tu papá Víctor volvió, tu papá Ernesto se relajó y disfrutó mucho —y ahora no salgas tú preguntando quién es el activo y quién el pasivo— y ya pudieron mimarte y darte toneladas de cariño los dos juntos.

Pero la vida es a veces muy dura, Romeo. Tu papá Ernesto vive y trabaja en Madrid, y tu papá Víctor, además de vivir y trabajar en La Algaida, tiene una complicada situación personal —que él solito se ha buscado, que conste, no es que le haya llovido del cielo— y eso provoca que la familia que hacéis él, tu papá Ernesto y tú sea, como ya te he dicho, un poco especial. Seguro que, durante la semana que ya has pasado en el 117 del paseo del Puerto, te has dado cuenta de algunas cosas, cierto jaleo entre tu papá Víctor, tu papá Ernesto y el marido de tu papá Víctor, que se llama Jerónimo. No te dejes confundir, Romeo, que se te note ya la inteligencia innata del rottweiler: tus verdaderos papás sólo somos dos, y nos llamamos Ernesto y Víctor. Punto.

Por esas difíciles circunstancias de la vida, tu papá Ernesto no podrá ocuparse de ti todo lo que quisiera y te verá crecer a trompicones, porque sólo podrá verte cada quince días, más o menos. A tu papá Ernesto eso le pone muy triste, no sólo por lo poco que podrá verte a ti, sino también a tu papá Víctor, sobre todo si al final las cosas le salen al tal Jerónimo como él quiere, gracias fundamentalmente a la increíble buena suerte de tu papá Víctor, que ya tiene bemoles la cosa. Como la suerte de tu papá Víctor vuelva a funcionar y el tal Jerónimo acabe teniendo plaza de profesor de literatura en La Algaida, la vida sí que va a ponerse dura para la familia tan especial, pero tan maravillosa, que formáis tú, tu papá Víctor y tu papá Ernesto.

Todo lo que acabo de contarte, Romeo, hace que tu papá Ernesto se sienta muchas veces muy solo, porque sentirse solo no es estar solo, sino echar a alguien de menos. Tu papá Ernesto os echará cada vez más de menos a tu papá Víctor y a ti cuando él esté en Madrid, o en La Algaida, pero sin poder veros. Así que tu papá Ernesto va teniendo, día a día, una creciente conciencia de pérdida, y entonces se pone a pensar como una drama queen —ya te explicaré lo que es eso— en la edad que tiene, en lo deteriorado que ya a veces se nota —y eso que ha entrenado y se ha reciclado para los momentos de mayor intimidad—, en que debe vigilar su salud, en que no le sobran demasiadas cosas que ofrecer a quien quiere mucho, mucho, mucho. Entonces, papá Ernesto se pone regular. A lo mejor no debería contarte todo esto, con lo chico que eres, pero me huelo que vas a madurar enseguida y vas a comprender a tu papá Ernesto y vas a echarle de menos y vas a hablarle de él a tu papá Víctor para que le siga queriendo mucho, mucho, mucho y no caiga en la tentación de librarse de él.

Qué Disney me está quedando esta carta, Romeo. Ya te lo explicaré.

Me doy cuenta de que ya repito sin parar que los tres formamos una familia muy especial y maravillosa, pero es que es cierto y los tres tenemos que defenderla como sea. Y si es a mordiscos, pues a mordiscos, mira. Como tienes una cara de listo que da gusto vértela, y como adivino que no careces en absoluto de sentimientos delicados —por muy perro potencialmente peligroso que hayas nacido—, sé que ya sabes lo que es una familia, porque has tenido un par de meses largos para conocer a tu papá biológico rottweiler, a tu mamá biológica rottweiler y a tus hermanitos biológicos rottweilers, y habrás jugado mucho con ellos en tu antiguo hogar del Pirineo catalán. Eso es lo que se llama una familia estructurada. Con una familia así, tu papá Víctor es capaz de componer una comedia musical, ahora que lo pienso. Pero, por las circunstancias de la vida, te ha tocado llegar a una familia en la que hay un papá Víctor, un marido de papá Víctor, un hermanito con novio, un hermanito con novia pero un poco desubicado entre tanto gay, y un papá Ernesto que se incorporó a la foto de familia —aún puedes verla en el Facebook de tu papá Víctor— en vísperas de la última Nochevieja. Eso es lo que se llama una familia moderna y con eso vas a tener que bregar, hijo. Tú procura no deprimirte, o que no te dé un rebote de potencial peligrosidad, si un domingo ves que se despide de ti el tal Jerónimo, que al cabo de unos días llega y te abraza con muchas fiestas tu papá Ernesto, que tu papá Víctor duerme de pronto con el tal Jerónimo y de pronto con tu papá Ernesto, que unos u otros te sacan a pasear o te dan de comer y de beber, que uno de los tres papás te baña o que lo hacen de dos en dos, que uno de los hijos gemelos del tal Jerónimo pasa temporadas ahí con novio o sin novio, que el hijo con novia aparece de higos a brevas y cada vez más desubicado, angelito mío —como que le ha dicho a su papá biológico que a lo mejor deja a la novia y se mete a monje copto—, o que la familia biológica de tu papá Víctor al completo invade la casa cada dos por tres y, en cambio, la familia biológica de su marido lo hace mucho menos, mientras que tu papá Ernesto casi siempre aparece en tu vida solo, deprisa y como a hurtadillas, como si escondiese algo y no tuviese ni padre ni madre ni perrito que le ladre, salvo tú, que eres un perrazo pero no ladras casi nada. Por eso tu papá Ernesto se atreve a pedirte en esta carta que le quieras más que a cualquier otro miembro de esta familia tan moderna que te hemos endosado.

Supongo que ya está bien por hoy. Aún no eres ni un muchachito y no es de recibo llenarte tan pronto la cabeza y el corazón de preocupaciones. Pero tu papá Ernesto confía en ti para que tu papá Víctor le siga queriendo mucho, mucho, mucho, para que siga dejando que tu papá Ernesto le quiera mucho, mucho, mucho, y para que ponga todo de su parte con el fin de que estéis los tres juntos el mayor tiempo posible y ni tu papá Víctor ni tú, por difícil que parezca, os salgáis de su vida. Para tu papá Ernesto sería una catástrofe.

Sé bueno, no comas algas —que te puedes asfixiar, alma de cántaro— y no me olvides.

Muchos, muchos, muchos besos. Y dale otros tantos, de mi parte, a tu papá Víctor.

Te quiere muchísimo,

Tu papá Ernesto

La Algaida, 16 de junio de 2012

Queridísimo Romeo:

Nos has salido con el estómago delicado. Me lo ha dicho tu papá Víctor, y ha intentado que no me dé cuenta de lo mucho que eso le preocupa. Tienes diarrea con mucha frecuencia, y cada vez que te aqueja ese desarreglo digestivo hay que volver a desparasitarte. A mí me gusta mucho cómo lo dice tu papá Víctor: «Nos ha salido con el estómago delicado». Así, con ese «nos» que me recuerda que somos una familia, y que lo seguiremos siendo, ocurra lo que ocurra. Me lo ha dicho hace un rato, con mucha naturalidad, mientras te dábamos un paseo cortito por el final del Paseo Marítimo, y yo entonces he sentido que nos perteneces de verdad a los dos, tú has sido un grandísimo regalo de amor que le hice a tu papá Víctor.

Mira, Romeo, creo que voy a dejarme de esta chorrada de «tu papá Víctor» y «tu papá Ernesto», porque, además de ser una cursilada del tamaño de la bipolaridad de la Bipolar, resulta pesadísimo. Enseguida te cuento quién es la Bipolar y cómo se las gasta el hombre —porque es un hombre, a pesar del mote; un poco mamarracha, pero un hombre—, aunque la verdad es que hacía tiempo que no soltaba veneno contra Víctor y contra mí, pero ha vuelto a las andadas. El caso es que, a partir de ahora, tu papá Víctor será Víctor a secas, y tu papá Ernesto, que soy yo, sólo seré yo. Qué alivio. Esto es como quitarse unos zapatos que aprietan. O como quitarte un bozal que no te deja ladrar y morder a gusto, ya sabrás lo que es eso.

Te decía que uno al que llamamos la Bipolar, además de otro al que llaman la Embajadora, y otros de la misma calaña que forman el comando anti Víctor Ramírez, acaban de reaparecer. Eso sí, haciendo el ridículo. Resulta que en algaidadigital, y a propósito de un artículo que Víctor ha publicado sobre la necesidad de ser coherentes y valerosos en esta vida para alcanzar la felicidad —la verdad es que le quedó bastante Disney—, la Bipolar y el resto de la patulea han empezado a colgar comentarios para, según ellos, «desenmascarar el cinismo y la deshonestidad personal del delegado de Igualdad». Al principio todo eran insinuaciones y frases en clave, y no se entendía nada, hasta que uno de ellos escribió: «Si las dunas de Las Albercas hablasen de lo que pasó allí el domingo pasado, al delegado se le quitarían las ganas de seguir echando sermones». Entonces, Víctor y yo lo comprendimos todo y nos reímos mucho. Romeo, reír con Víctor es como abrir a escobazos una piñata.

Tú, Romeo, no sabes lo que es el cruising, y a ver cómo te lo explico. Los gays como Víctor y yo somos hombres a los que nos gustan los hombres, cosa tan natural como que a otros hombres les gusten las mujeres, y, como entre los hombres a los que les gustan las mujeres, hay gays para todos los gustos: guapos, feos, ricos, pobres, serios, divertidos, listos, tontos, honrados, delincuentes, sensibles, zopencos, valientes, cobardes, casados, solteros, y etcétera, etcétera, etcétera. Algunos gays —de cualquier clase y condición— tienen la costumbre de frecuentar parajes al aire libre, pero con vegetación o recovecos en los que esconderse, para buscarse unos a otros y hacer sus cosas: eso se llama cruising. En La Algaida, la única zona conocida de cruising es las dunas de Las Albercas, al pie de la urbanización Hacienda de la Santísima Trinidad. Pues bien, Víctor va de vez en cuando por ahí. Tranquilo, no saques conclusiones precipitadas. Víctor va de vez en cuando por ahí, con otros muchachos de su fundación, a repartir condones —bueno, ya te explicaré lo que es un condón—, una labor muy meritoria para la prevención de ciertas enfermedades, pero que suele dejar muy descolocados a los que buscan un apaño rápido y se encuentran con una pandilla de alegres voluntarios preocupados por la salud gay, aunque nunca falta el que tiene suficiente presencia de ánimo para proponerle a Víctor: «Venga, vamos a probarlos ahora mismo tú y yo». Los condones, claro. Eso fue lo que vio la Embajadora y comunicó enseguida a todo el comando anti Víctor Ramírez.

Te lo explico, Romeo. La Embajadora, desde su ático estratégicamente construido al borde del Barranco del Tiro, en la Hacienda de la Santísima Trinidad, y con su catalejo ve todo lo que pasa en las dunas y desperdicia media vida en esas patéticas tareas de observación. Así que vio a Víctor deambulando y pegando la hebra por ahí y sacó conclusiones precipitadas. Luego, ya digo, hicieron el ridículo en algaidadigital, y ni a Víctor ni a mí nos importó lo que dijeron. Pero así es como desbarran la Bipolar y la Embajadora y todo el comando de marras: sospechan, imaginan, inventan, deliran sobre Víctor y sobre mí, y sobre él y yo juntos, y así, entre todos, han ido haciendo un novelón como un cadáver exquisito. Ya te explicaré lo que es un cadáver exquisito.

Aquella tarde, desde luego, las dunas estaban concurridísimas, se había corrido la voz de que iban a cercarlas para protegerlas y recuperarlas, que se han ido estropeando mucho por culpa de la acelerada desaparición de sus arbustos y matorrales. Fue como una quedada multitudinaria para despedirse del paraíso exprés, y la Bipolar y compañía se conocían a todos los que iban por allí, y cuándo y cómo se lo montaban entre ellos, ya sacarás tú las pertinentes conclusiones, Romeo, con lo listo que eres: nadie se sabe el who is who del cruising si no anda mucho en medio del trajín, aunque sea vendiendo pipas y altramuces y fantas y coca colas para que se alimenten y se refresquen los muchachos y los menos muchachos. Aquella tarde, por las dunas —según la Embajadora, según la Bipolar, según el comando anti Víctor Ramírez— había maestros, farmacéuticos, albañiles, ferreteros, marineros, cajeros de supermercados, ópticos, periodistas, camperos, abogados, camareros, jueces, estudiantes, un antiguo concejal socialista corrupto y armarizado —aunque una vez le dijo a Víctor, en pleno Paseo Marítimo, que quería chupársela y que estaba, además, enamorado de él, porque ambas cosas no tienen por qué ir juntas, Romeo, ni la una quita la otra—, y, dando barzones ansiosos, había también jubilados, viajantes de comercio, un cura, pintores artísticos, pintores de brocha gorda, procuradores, músicos, dependientes, un bodeguero, barrenderos, anticuarios, banderilleros, diseñadores, muchachos sin oficio ni beneficio, rentistas… Ya sé que es imposible que todos estuvieran a la vez haciendo la carrera, pero eso se dijeron unos a otros la Bipolar, la Embajadora, todos los miembros del comando anti Víctor Ramírez, para que veas de qué clase de residuos tóxicos están hechos. Según ellos, todos esos andaban por allí para despedirse de aquel paraíso furtivo. Aquello era toda una solemne despedida de las dunas, Romeo. Un adiós al cruising en La Algaida, aunque ya se buscarán los gays otro sitio donde ejercer el aquí te pillo aquí te mato, no somos espabilados ni nada los maricones —perdón, los gays—, como dice mi amiga Paloma.

El cruising no tiene nada de malo, ¿sabes? Es divertido, es excitante, da morbo; algún día te explicaré lo que es el morbo. Para muchos gays, sobre todo para muchos gays casados con mujeres, el cruising es lo único que les permite darse un gusto al menos de cinco minutos, los cinco minutos por los que viven el resto de las horas del día. En esta vida, cada uno se las arregla como puede. Bien mirado, Víctor y yo hacemos una especie de cruising cada vez que nos vemos, cada vez que nos besamos y nos abrazamos y nos acostamos. Siempre es como si fuera la primera vez, como si fuera la última vez. Como si fuera inesperado, como si fuera improvisado, como si fuera una sorpresa para la que hemos estado viviendo días y días. Con amor, eso sí, Romeo, con mucho amor. El amor es raro, el amor es maravilloso, el amor —como canta Rihanna; ya te contaré quién es Rihanna— puede encontrarse en el lugar más inesperado, más inapropiado, incluso en las dunas de Las Albercas, o en los pinares de la playa de Punta Candor, o detrás de la fábrica de la Renault, o en una procesión, o en El Garaje, o en esa discoteca gay que hay ahora en El Puerto de Santa María, el amor dura una vida o unos meses de una vida, el amor es gratis o cuesta dinero, el amor es tranquilo o febril, sensato o disparatado, fácil o imposible, pero es amor. A ver si alguna vez consigo explicarte lo que es el amor, Romeo. Entre Víctor y yo hay mucho amor. Hubo mucho amor en todo lo que yo hice, en todo lo que hizo Víctor para que los dos te tuviéramos y para que tú nos tuvieses a Víctor y a mí. Hubo tanto amor que nunca lo olvidaré, aunque todo lo demás se acabe.

Que se puede acabar, ¿sabes? Todo lo demás se puede acabar. O puede durar toda una vida, como en algunos boleros. ¿Sabes lo que es un bolero? Toda una vida me estaría contigo, no me importa en qué forma, ni cómo ni cuándo, pero junto a ti. Eso es un bolero. A veces, Víctor y yo hablamos de una vida que no existe para vivirla juntos. Toda una vida te estaría mimando, te estaría cuidando como cuido mi vida, que la vivo por ti. Solemos hablar de eso en broma, como si nos diera vergüenza imaginar siquiera un amor para siempre, dadas las circunstancias. Víctor en su momento no creyó en mí, ¿sabes?, quizás yo tampoco creí en él, y ahora nos cuesta trabajo creer en nosotros. Pero estás tú, tú eres importantísimo. Yo confío en ti, Romeo, para que los tres acabemos juntos, sigamos juntos. Y te doy permiso para que te comas vivo a quien trate de impedirlo.

Quizás te vea un rato, antes de volver a Madrid. Víctor tiene que hacer malabarismos para que los tres podamos vernos. A veces no lo consigue, y a veces le da pereza intentarlo. Pero tú no te olvides de mí. Tengo tu foto como fondo de pantalla de mi móvil. Irás creciendo, e iré cambiando la foto. Con poco más de tres meses estás ya enorme. No quiero ni pensar en que un día me mires y veas a un desconocido.

Sé bueno. Aprende todo lo que te enseñen. No te comas lo que no debes, que ya sé que lo muerdes y te lo tragas todo, y así tienes el estómago. Y pídele a Víctor que siga haciendo malabarismos para que, cuando yo venga, podamos vernos los tres.

Te quiero mucho, mucho, mucho.

Ernesto

Madrid, 22 de julio de 2012

Queridísimo Romeo:

Freud ha intentado volver de hacer gárgaras. Le había mandado yo a que se dedicara a semejante tarea gutural, que no conduce a nada, pero ahora se empeña en volver, ya te digo. Algún día te explicaré quién es Freud. Quién fue, por decirlo con propiedad. El hombre nos dejó una cosa que se llama psicoanálisis y desde entonces nadie tiene la cabeza en su sitio. Víctor y yo no somos una excepción, claro, sólo que a mí se me nota menos. Eso es lo que dice mi amiga Paloma, pero ella me quiere mucho y no va a soltarme así como así, ni va a ir por ahí pregonando que tengo el mecanismo emocional como un cencerro por culpa de mi aventurera emotividad. En cambio, no le importa decirlo de Víctor. Cuando le conté los últimos acontecimientos, mi amiga Paloma se enroscó como un burgaíllo, después se desenroscó como una lagarta —dicho sea sin ánimo de ofenderla— en cuanto empieza el calorcito de la primavera, y reclamó a gritos: «¡Freud, te necesitamos!». Estábamos comiendo en un restaurante argentino, y el restaurante en pleno pensó que mi amiga Paloma era una animadora argentina contratada para abrirle el apetito a la clientela, al menos a la argentina.

Tú ya sabes lo que ha ocurrido. Jerónimo, el marido de Víctor, se ha instalado definitivamente en el 117 del paseo del Puerto. Todavía no se lo cree. Yo tampoco acabo de creérmelo. Pero no es ningún espejismo. Algún día te explicaré qué es un espejismo. Quizás todo ese amor entre Víctor y yo no haya sido más que eso, un espejismo, ya me darás tu opinión cuando te lo explique. El caso es que Jerónimo está ahí, en su piso de Granada le ha alquilado una habitación a una pareja totalmente gay —el hijo desubicado de Jerónimo ya no puede con tanta desubicación—, ha amueblado y pintado con bastante buen gusto todas las paredes de la casa de La Algaida y la ha dejado muy vivible, muy confortable, muy acogedora y, si se juzga con un poquito de cariño, muy fashion. Nada surrealista, se nota que está muy poco inspirado el hombre, gracias a Dios. Ha conseguido una plaza de literatura en un instituto de La Algaida. Parecía imposible, pero la ha conseguido. Por una extraña, inusual, inimaginable carambola, la ha conseguido. Alguien dejó una plaza libre de literatura en alguna parte, a alguien que ocupaba una plaza de literatura en un instituto de La Algaida le venía de perlas esa plaza libre por repentinas razones familiares, la plaza de literatura que de pronto quedaba libre en La Algaida se la adjudicaron automáticamente a Jerónimo, que tenía millones de puntos de mérito y los ha quemado todos en el concurso de traslado con la felicidad de un pirómano enardecido. Jerónimo estuvo una semana entera dando saltos de alegría, celebrando sobre todo la inagotable buena suerte de Víctor. A mí, la inagotable buena suerte de Víctor me tiene ya como a explorador en cazuela de una tribu africana de caníbales, Romeo.

Me lo contó el Aborigen. Tú no sabes quién es el Aborigen, pero ya le conocerás. Seguro. Aborigen es un mote que le pusimos Víctor y yo, en realidad se llama Tomás. Es el dueño de la casa que ha alquilado Víctor. Es de Burgos, vegetariano radical, se ha casado tres veces, tiene hijos de todos los tamaños, se dedica al turismo ecológico, signifique eso lo que signifique, y fue a parar a La Algaida por un descabellado proyecto de carácter turístico-contemplativo que ni Víctor ni yo hemos logrado entender. Jerónimo dice que sí, que él lo entiende, que es una cosa muy fashion. Ahora la situación del país no está para muchas contemplaciones turísticas, Romeo, así que el Aborigen —que, desde que sabe que Víctor es amigo mío, no para de darme la murga por correo electrónico para que abrace ya el radicalismo vegetariano— puso en alquiler la casa que compró en tiempos prósperos e insensatos. En uno de sus correos de apostolado vegetariano, y como quien no quiere la cosa, me lo dijo: «Nuestro amigo Jerónimo está loco de contento porque ya tiene asegurada una plaza de profesor de literatura en La Algaida».

Víctor no soporta que le hagan lo que él le hace a todo el mundo todo el rato. Ya le vas conociendo, ¿verdad? No responde llamadas, no responde mensajes, no responde correos. A mí también me lo hace. Me parece que, sobre todo, me lo hace a mí. Él es así, y así hay que quererle. Así le quiero yo, Romeo. Le quiero muchísimo, que no se te olvide. Pero ya puedo mandarle correos, mensajes, recados por WhatsApp, lo que sea, que si no le sale del suspensorio contestar, no contesta. A lo mejor un día te explico lo que es un suspensorio. El caso es que le mandé a Víctor montones de mensajes diciéndole lo que acababa de saber, sobre el traslado irremediable de Jerónimo, y no contestó. Sólo a última hora de la tarde me mandó un correo. Te lo copio, para que veas lo pajolero que es el niño cuando quiere, y lo sobrado que va cuando le sale del suspensorio: «Efectivamente, parece seguro que a Jerónimo le dan plaza en ese instituto de La Algaida. Estoy contento por él y por lo que compartimos, y triste porque supondrá el punto y final definitivo para cualquier otra cosa entre tú y yo que no sea una buena amistad. No quiero hacer de esto ningún drama, no nos haría justicia ni a ti ni a mí, y de dramas ya está lleno el mundo, nosotros somos unos privilegiados. Miremos en positivo hacia delante, esa al menos es mi postura. En el camino de la vida se van eligiendo muchas direcciones, se toman y se dejan cosas, y yo puedo decir que soy feliz por todo lo que tengo, resultado de mis decisiones a lo largo de los años: amigos, familia, compañeros, un trabajo que me gusta, miles de proyectos, algún que otro fracaso, alguna que otra decepción, pero todo forma un mosaico único por el que sólo puedo estar agradecido. Estos días ando tremendamente ocupado, ni siquiera hablo con Jerónimo, y no me puedo permitir descentrarme de mi trabajo en el colegio y en el Ayuntamiento con planteamientos existenciales de los que hace mucho tiempo que huyo. Jerónimo llega este viernes y vuelve a Granada el domingo por la tarde, para volver a La Algaida el martes a mediodía, ya de vacaciones de verano. No tengo ni idea de cómo podremos vernos tú y yo de ahora en adelante. Intentamos hablar. Beso. Víctor».

Hicimos un drama, claro. Yo hice un drama, faltaría más. Ojalá que te vaya bonito, ojalá que se acaben tus penas, que te digan que yo ya no existo… Así son los boleros, Romeo. Lo que les pasa a los boleros es que duran tres minutos, como mucho. En cambio, una conversación por WhatsApp con Víctor, siempre que a él le salga del suspensorio, puede durar horas. Y hablamos. Y terminamos recordando otra vez, como después de tantas otras rupturas definitivas, lo bien que nos sentíamos cuando estábamos juntos, lo mucho que nos reíamos, la confianza única que teníamos entre nosotros, los momentos maravillosos que hemos compartido, como la visita del famosísimo presentador de televisión Oleg Argüelles el 27 y el 28 de junio, un exitazo del que sigue haciéndose eco a todas horas la televisión local, del que informaron en su día todos los medios provinciales, muchos medios autonómicos, algunos medios nacionales, un hito que todos envidiaban, nada menos que Oleg Argüelles en La Algaida para celebrar el Día del Orgullo, «un favor más que le hace Ernesto Méndez a nuestro ínclito concejal», como escribieron algunos en algaidadigital. Fue una noche inolvidable, Romeo, no me digas que no, tú estabas allí, en casa de Víctor, después de la multitudinaria conferencia de Oleg Argüelles en el auditorio de La Milagrosa, viendo el partido de España contra Portugal en las semifinales de la Eurocopa, con los jóvenes y guapos amigos de Víctor —Luis y Tony pronto tendrán que separarse, a Luis no le renuevan el contrato como profesor interino, tiene que volver a Jaén con sus padres, y Tony, que lleva años en paro, también tendrá que volver a Almería con los suyos, vaya mierda de crisis, ya te explicaré qué mierda es esto de la crisis—, sin Jerónimo, con Oleg devorando pizzas de ínfima calidad y arruinando su régimen estrictamente vigilado con litros de cerveza, rogándome que no le contara nada a Raúl, su marido, arreglando con unos amigos del famoseo —ya te explicaré lo que es el famoseo— una enloquecida excursión nocturna a un cortijo de Sevilla para no perderse una fiesta según él imprescindible, marchándose a la fiesta a la una de la madrugada, en un coche con chófer que le mandaron a La Algaida los amigos sevillanos, prometiéndonos a Víctor y a mí que al día siguiente cumpliría su palabra y estaría con la alcaldesa en el balcón municipal para desplegar la bandera gay. Cumplió su palabra, Romeo, y eso que Víctor y yo no confiábamos lo más mínimo en que lo hiciera. Fueron más días felices juntos. Por eso Víctor y yo, a pesar de que él me escribiera aquel frío correo de despedida, nos dijimos, una vez más, que no podíamos perder todo aquello, que no podíamos perdernos el uno al otro. Encontraríamos la manera de hacerlo. Y ahora, con Jerónimo ya instalado en el 117 del paseo del Puerto, también la vamos a encontrar. Al fin y al cabo, Jerónimo deberá pasar en Granada dos fines de semana al mes, para atender el fanatismo poético surrealista que se desborda en ese taller de escritura, y todo podrá seguir, entre Víctor y yo, más o menos como hasta ahora, todo será cuestión de organizarse.

Mi amiga Paloma está muy sorprendida, Romeo. En realidad, lleva estupefacta desde que Víctor decidió casarse pero decidió también no romper conmigo, y se casó con Jerónimo, pero Víctor y yo seguimos viéndonos en un universo paralelo en el que no había ni justicia, ni culpa, ni ley, no más nuestro amor, como viene a decir el bolero. Daba toda la impresión de que Víctor y Jerónimo habían llegado a un arreglo entre caballeros, pero después Jerónimo se las apañó para ir fabricando un matrimonio en toda regla, y a Víctor de pronto le iban y venían los remordimientos, como a mi amiga Paloma le van y le vienen los sofocos, pero los remordimientos se esfumaban en cuanto llevábamos media hora juntos. Así que ese día, en el restaurante argentino, Paloma se quedó de repente mirando una de las dos sillas vacías que había en nuestra mesa, se dirigió a ella con la mayor solemnidad, y le dijo: «Freud, es tu turno».

No se lo permití, Romeo. Me importa un rábano lo que tenga que decir Freud por boca de Paloma, o por boca de la Bipolar o de la Embajadora o del comando anti Víctor Ramírez al completo. A mí sólo me importa querer a Víctor y que él me quiera. Yo sólo quiero seguir queriendo a Víctor como jamás he querido a nadie, que Víctor me siga queriendo como me ha dicho que me quiere. Paloma dice que Víctor necesita ayuda. ¿Y quién no? En realidad, Paloma dice que los dos, Víctor y Jerónimo, necesitan ayuda. Si Víctor necesita ayuda, yo le voy a ayudar, Romeo. Al otro, que lo ayude su abuela.

Estoy deseando que llegue agosto para irme el mes entero a La Algaida, para ver a Víctor a todas horas, para recordar juntos los días resplandecientes de agosto del año pasado, la procesión de la Virgen de la Misericordia, la sonrisa inesperada y depredadora de Víctor, la primera visita a su apartamento para escuchar esa comedia musical que tal vez un día acabe de componer, las confidencias que nos salieron a los dos a borbotones, el sábado en las carreras, su mano en mi culo, nuestros dedos entrelazados, el convencimiento de la alcaldesa de que nos íbamos de allí derechos a follar —reír con Víctor es como aterrizar de pronto en el patio de un colegio a la hora del recreo—, la primera noche de amor, aquella noche de domingo junto a la orilla, tumbados en una cama balinesa, cuando le pedí a Víctor que, si alguna vez pensaba en un amor para toda la vida, se acordara de mí. Queda poco más de una semana para que entre agosto, Romeo.

Julio ha sido un mes casi vacío. Sólo fui a La Algaida el segundo fin de semana del mes. Pero agosto ya está aquí. Nos veremos mucho, Romeo, seguro que sí. Pasearemos mucho. He alquilado un pequeño apartamento para que podamos vernos Víctor, tú y yo. Mi madre vive en Villa Eulalia —por eso no podemos ir allí— y tiene quien la cuide. En agosto me voy a cuidar yo, os voy a cuidar yo. Parece mentira que haya pasado ya un año, y que hayan pasado tantas cosas, desde que la Bipolar le dijese a Víctor: «Ernesto Méndez te va a gustar».

No voy a dejar que te olvides de mí. Te quiero como nadie ha querido jamás a un rottweiler. Ni siquiera Víctor. Te echo mucho de menos. Te voy a querer toda la vida.

Nadie ha abrazado nunca a un rottweiler como ahora te abrazo yo.

Ernesto