El 12 de marzo, en Madrid, me operaron de cataratas en el ojo derecho y, algo más de un mes después, en el izquierdo. Durante ese tiempo, pasé de creer que vería de lejos como jamás había visto, a convencerme de que no volvería en mi vida a leer, a escribir, a comer pescado con espinas, a distinguir la hora en el reloj de pulsera, a descifrar la pantalla del iPhone, a pasarme horas hablando con Víctor por el WhatsApp. Me comportaría como un hombre de mi edad. Qué desgracia.
No debería haber viajado, pero lo hice. El sábado 17 por la mañana llegué a La Algaida con la inflamación del ojo derecho ya casi inapreciable y cargando todo el esfuerzo visual en el ojo izquierdo. Fui directamente al apartamento de Víctor, porque ese fin de semana Jerónimo lo pasaría en Estepona, en un aquelarre regional de poesía surrealista.
—No se te nota nada —me dijo Víctor—. Lo del ojo, digo, no te rebotes. Puedes ver la televisión, ¿verdad? Ese es el plan para estos dos días, ver películas todo el tiempo.
Pero antes dimos un largo paseo por la playa y comimos en un restaurante del puerto. Desde la terraza acristalada se veían las marismas ahumadas por la niebla, borrosa la vegetación baja del Coto, imprecisa la curva del río. Temí por un instante que, a partir de entonces, todo lo vería así, como si se fuera apagando. Frente a mí, Víctor me miraba como siempre —como esperando el momento oportuno para darme alguna sorpresa—, sonreía igual que siempre, pero estaba sentado, al otro lado de la mesa, a una distancia que ahora resultaba incómoda. Le veía levemente desdibujado. Sus gestos me daban la impresión de tener una ligera cadencia huidiza, como si todo su cuerpo hubiera iniciado un lento y delicado proceso de desaparición. Pero no era su cuerpo, no era él, eran mis ojos.
Víctor hizo un ademán de saludo dirigido a alguien que debía de ocupar una mesa a mi espalda y exhibió su sonrisa seductora de serie, una perfecta y rara combinación de amabilidad fría y prevención cálida. Pensé: «¿De verdad se puede sonreír así?». Debían de ser mis ojos.
Dejó pasar unos segundos y me dijo:
—Ahí están comiendo Lourdes Blanco y su novio.
—¿Y quién es Lourdes Blanco?
—La que dirige el periódico digital Paginarroja.
—¿Lola Yerba?
—Lola Yerba es el seudónimo con el que ella y algunos más firman los artículos de opinión en ese panfleto que tiene de media dos visitas diarias. Y eso porque a veces hablan de mí y se lía.
Reír con Víctor seguía siendo como meterse en un jacuzzi después de una jornada agotadora.
—¿Y la saludas como si no hubiera pasado nada?
—Totalmente. Yo siempre saludo a todo el mundo como si nunca hubiera pasado nada. Que sean ellos los que tengan picores existenciales.
Lourdes Blanco, o Lola Yerba, o la cuota de Lola Yerba que le correspondiese, había tenido con Víctor una embarullada trifulca digital en la que ella le acusaba a él, como delegado de Igualdad, de desentenderse de la defensa de la dignidad de la mujer —ella—, ofendida —según ella— por un supuesto energúmeno que le había impedido —supuestamente— acceder al edificio de la Lonja con el desaforado argumento de que allí no les estaba permitida la entrada a las mujeres. Pese a que no pudo demostrarse en absoluto la veracidad del incidente, Lourdes Blanco —o Lola Yerba— quedó invadida por el picor existencial y desde entonces se dedicaba, con desternillante perseverancia y los métodos más rupestres, a borrar el nombre de Víctor en cualquier noticia, y a suprimir a Víctor en cualquier fotografía, a veces con resultados muy cómicos: con tal de que no apareciese Víctor, era capaz de quitar también al verdadero protagonista de la noticia, a quien Víctor sólo acompañaba, y dejar en la foto nada más que a un señor que nadie sabía quién era. «Eso se llama rigor profesional», le había escrito entonces a Víctor. Me corrigió: «Picor existencial suena mejor».
Lourdes Blanco y su novio —un chico apetecible, todo hay que decirlo— se levantaron antes que nosotros y ella se volvió a mirarme. No la vi con claridad, por alguna razón mi ojo izquierdo no hizo bien su trabajo. En cambio, pronto la Bipolar sabría que Víctor y yo seguíamos juntos, y aquella misma tarde, mientras no veíamos las películas que pretendíamos ver —a mí me dolían un poco los ojos—, pudimos leer en Paginarroja, muertos de risa, un despropósito del colectivo Lola Yerba dedicado a responder, con muy malos modos y retorcidas alusiones a «la vida privada del delegado», a un artículo que Víctor había publicado la semana anterior y en el que, a propósito de una reciente sentencia que condenaba a un internauta por insultos a algunos concejales, recordaba lo arriesgado que era ofender y calumniar por Internet. Si alguien lo hacía, que se atara los machos. El artículo de Lola Yerba se titulaba «Miedo en el cuerpo».
—Niño, ¿lo estoy leyendo mal o hay entre líneas alguna amenaza?
—No olvides que ya sé kárate —bromeó él—. Y pronto tendré un rottweiler.
Un rottweiler.
Esa era la sorpresa risueña del mes. Víctor llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de comprarse un perro, y esa idea había seguido en su cabeza el proceso habitual: algún día tendré un perro, haré todo lo que haya que hacer para tener un perro, nada ni nadie me va a impedir que me compre un perro, dentro de dos meses como máximo tengo un perro. Me reí pensando en que conmigo se había comportado, ocho meses atrás, como si yo fuera un perro: algún día conoceré a Ernesto Méndez, haré todo lo que haya que hacer para conocer a Ernesto Méndez, nada ni nadie me va a impedir que conozca a Ernesto Méndez, dentro de quince días como máximo tengo yo en el bote a Ernesto Méndez.
—¿De qué te ríes?
—De nada. ¿Cómo te las vas a apañar para meter en este apartamento un rottweiler?
—Es demasiado pequeño este apartamento, ¿verdad?
Demasiado pequeño, sí. Cabía el paraíso, pero no cabía un rottweiler. Y sin embargo, Víctor se pasó el resto de la tarde aprendiéndose de memoria un libro sobre el origen, la constitución, las cualidades, la crianza, el adiestramiento, los cuidados del rottweiler. Yo intentaba compartir su entusiasmo:
—¿Ya tienes pensado qué nombre le vas a poner?
—Romeo.
—No es posible. Por Dios, Víctor, ¿cómo se puede llamar un rottweiler, en La Algaida, Romeo? ¿Te imaginas? Ese pedazo de perro desfogándose por la playa y tú gritándole: ¡Romeo, Romeo!
—Totalmente.
—Bueno, mientras él no empiece a llamarte ¡Julieta, Julieta!…
Reír con Víctor era como acelerar de pronto en una autopista desierta.
—La verdad —le dije, desacelerando—, no sé si a un rottweiler le pega mucho el nombre de Romeo. Le pega al hijo de los Beckham.
—A un gay —se le veía dispuesto a acelerar de nuevo— no le pega nada tener un rottweiler, y a un rottweiler no le pega nada llamarse Romeo. Ahí está la gracia.
Menos gracia tenía la póliza de seguro que habría que suscribir para Romeo.
—Coño —dijo Víctor, e interrumpió la lectura—, la normativa general sobre perros potencialmente peligrosos, como un rottweiler, sólo exige una póliza que cubra posibles daños hasta ciento veinte mil euros.
—¿Sólo? Estás que lo tiras.
—No estoy que lo tiro. En la ordenanza municipal que hemos aprobado en La Algaida exigimos ciento setenta mil euros, y eso no puede ser, no va a costarme a mí más que a nadie, no te digo. Ahora mismo le ordeno yo a nuestro pedazo de abogado municipal que se las arregle como sea para corregir eso.
Reír con Víctor era como meter los pies en agua con sal después de una caminata. Eso sí, muchas risas, pero dicho y hecho: eran ya las tantas, y era sábado, pero le envió un correo al pedazo de abogado municipal para que se fuera poniendo las pilas.
Cenamos cereales con leche. Dormimos en el tatami del sofá-tatami. Por la mañana me dijo que había soñado que los dos hacíamos una película con Bárbara Rey y con Mel Gibson; por si acaso, no le pregunté por el argumento. Al menos, no hacíamos la película con Bárbara Rey y Luis Guerrero, o con Bárbara Rey y el director del máster, o con Bárbara Rey y el jefe de policía Miguel Soria. Salí a desayunar y a comprar los periódicos y Víctor se quedó en el tatami. Cuando volví, había desayunado cereales con leche y estaba enfrascado en la redacción de una Ordenanza Municipal de Medidas para el Fomento y Garantía de la Convivencia Ciudadana en los Espacios Públicos de La Algaida.
Nos pasamos casi todo el domingo con la ordenanza de marras. Estaba claro que Víctor se había propuesto que algún día se aprobara esa ordenanza, que haría todo lo que hubiera que hacer para que se aprobara la ordenanza, que nada ni nadie le impediría que la ordenanza se aprobase, que al cabo de dos meses como máximo la ordenanza quedaría aprobada. La ordenanza, larguísima, perseguía básicamente dos cosas: expulsar de La Algaida a los «gorrillas» que les hacían la vida imposible «a los honrados algaideños que no podían aparcar sus vehículos en la vía pública sin verse asaltados, amenazados y, en ocasiones, atacados por individuos que exigían dinero a cambio de no causar daños en dichos vehículos», y penalizar con disuasorias multas municipales los insultos racistas, machistas y homófobos, y —aportación personalísima de Víctor, que se ponía como una coctelera con su propia ocurrencia— las calumnias y las difamaciones de individuos que se aprovechasen del cobarde anonimato para verter sus insidias en la red.
—Niño —le dije—, lo primero suena fatal, y lo segundo es un disparate.
—Saco yo adelante lo de los gorrillas y después me presento en unas elecciones a lo que sea, y gano por goleada. Lo de los gorrillas lo está pidiendo la gente.
—Eso es populismo del peor. Lo de los gorrillas hay que abordarlo de otra manera.
—No se puede abordar de otra manera, no sirve de nada. Son todos yonquis y forasteros.
—Eso suena todavía peor.
Víctor se puso farruco y me reprochó no vivir la realidad, haberme quedado en el típico progresismo de cartón piedra de intelectuales charlatanes, no conocer las competencias municipales en materia de ordenanzas y sanciones, no comprender en qué consiste una buena gestión en política local. Tuve que besarle como si fuera un sábado de agosto, después de las carreras, para que se callara.
—Y lo segundo —le dije, sin dejar de besarle—, eso de que la policía municipal, con tu Miguel Soria a la cabeza, pueda multar a todo el que se sobrepase en Internet, es directamente un desatino.
—Sí, ¿verdad? —admitió, riendo.
—Sí. Sólo te falta poner que a dichos individuos, y en especial a la Bipolar, cuando sean desenmascarados les vacíen los ojos, les corten los dedos, les cosan las orejas, los castren y les taponen el culo.
Reír con Víctor era como pintar todas las paredes y cambiar todas las cortinas de una casa. Reír contigo ante cualquier dolor, reír contigo, reír contigo será mi salvación. Un bolero no te guarda rencor si le cambias la letra.
Reír con Víctor era facilísimo. En cambio, intentar llorar con él, tratar de que él te acompañara en una llantera de drama queen, resultaba inútil. Por eso preferí enfadarme cuando, dos días después, me llegó su correo anunciándome que alquilaba su apartamento a un conocido suyo muy heterosexual que, al parecer, lo utilizaría de vez en cuando como picadero, y que se mudaba, también en alquiler, a una casa grande y con parcela de quinientos metros que había encontrado por Internet, una casa en la que podría recibir a sus amigos y tener un perro. Y que todo eso lo hacía ya.
Como para no enfadarse. Acababa de pasar el fin de semana con él y no me había dicho nada. Me aseguró que había tomados las dos decisiones en una hora, sin consultarlo siquiera con Jerónimo, y quizás fuera cierto, pero estaba claro que el proceso había sido idéntico al de otros empeños suyos: algún día viviré en una casa grande con jardín, haré lo que haya que hacer para vivir en una casa grande con jardín, nada ni nadie me va a impedir que viva en una casa grande con jardín, antes de que termine el mes pongo en alquiler mi apartamento y alquilo una casa grande con jardín. Le salió redondo. Otra vez funcionó su dichosa buena suerte. Aunque protestó por no haber contado con él, a Jerónimo le pareció una casa «con muchas posibilidades». En cuanto se pusiera a ello, le quedaría muy fashion.
Yo me enfadé, porque un paraíso no se desmantela sin que Adán haga el menor esfuerzo por consolar a Adán, y luego me entró una congoja invencible, una congoja de la que no sabía librarme. Todo iba a cambiar. No había consuelo para aquella pena. Era verdad que a Víctor le había llamado, mientras yo estaba con él, una pobre mujer viuda y con cuatro hijos a la que un cuñado había estafado y ahora a ella la echaban de su casa, y Víctor se quedó muy acongojado, pero aquella pena suya no era comparable a la mía, porque el mundo se derrumbaba y se llevaba por delante a miles de viudas con hijos que perdían su casa, pero él y yo estábamos enamorados. Allí, entre los cuarenta metros del apartamento de la plaza Infanta Alfonsa, no quedaría ni un árbol, ni un río, ni una pradera, ni una colina, ni un manantial del paraíso. Aquello iba a parecer Somalia. La nueva casa estaba muy lejos del centro, al final del paseo del Puerto, Víctor se compraría una moto para poder moverse por La Algaida, a Jerónimo le había costado muy poco convencerle de que era innecesario y demasiado costoso tener dos coches. Víctor ya no podría recogerme en Villa Eulalia, ya no podríamos escaparnos juntos a Jerez una tarde, yo no sabía conducir y era absurdo alquilar un coche, aquello era una putada. Víctor lo había preparado todo para él y para Jerónimo, y era lógico que así fuera. Se había casado con él, no se había casado conmigo.
Le escribí: «Esto lo pone todo aún más difícil. Pero no te preocupes por mí».
Me llamó:
—Niño, ¿qué te pasa?, quiero que estés bien, tenemos que estar bien.
—Tú estarás bien, disfrútalo.
—No sé qué decirte. No sé por qué te pones así.
—Apuesta por nosotros, Víctor. Por favor, apuesta por nosotros. No te cambies de casa todavía, espera un poco. Yo puedo arreglar las cosas en un par de meses y me voy a La Algaida.
—Eso es una locura, Ernesto.
—No es una locura, puedo hacerlo.
—Yo no puedo. Lo siento, Ernesto, no puedo.
—¿Qué no puedes? ¿No puedes apostar por nosotros?
—No puedo hacerle eso a Jerónimo.
—¿Y puedes hacérmelo a mí?
Dudó un instante. Luego endureció la voz, el tono. Dijo:
—Tienes que hacerte a la idea, Ernesto. Tú no tienes la culpa, la tengo yo, pero esto se va haciendo inviable. Es duro decirlo, pero las cosas son como son, tú siempre llevarás las de perder. Y comprendo que no quieras. No quiero que sufras ni quiero sufrir. Aceptaré lo que decidas.
Pensé: «Víctor Ramírez, vete a la mierda». Dije:
—Estaré bien. No te preocupes por mí.
Noté que le asustaba oír otra vez eso. A mí también me asustaba oírmelo decir.
—Hablemos mañana —me pidió.
—Si me llamas —le dije.
No me llamó. No hizo falta. La mensajería instantánea volvió a funcionar aquella misma noche entre nosotros como si aquella conversación que habíamos tenido unas horas antes nunca se hubiera producido. Durante ese tiempo yo había intentado distraerme, olvidarme, no acariciarme la pena, reírme conmigo, burlarme de mí. Un vaso de leche templada, con el sabor aliviado con una cucharada pequeña de cacao en polvo, me ayudaría a relajarme y a conciliar el sueño.
Ya estaba a punto de acostarme cuando entró un mensaje de Víctor: «Tienes un email». Era lo último que necesitaba en aquel momento, un correo suyo con el que intentase tranquilizarse para dormir bien. Decidí que, aunque me muriese de ganas de hacerlo, no iba a contestar el mensaje ni abriría el correo electrónico. Víctor adivinó enseguida que yo intentaba no responder —siempre adivinaba enseguida estas cosas— e insistió: «Tranquilo, niño. Te he mandado nueva redacción del borrador de la Ordenanza de Convivencia Ciudadana, he quitado lo de Internet y modificado otras cosas que van en rojo, creo que queda mucho mejor, gracias por tus aportaciones, espero opiniones, por favor. TQ. Beso fuerte».
Allí estaba él otra vez: entusiasmado con sus proyectos, entusiasmado por poder compartirlos conmigo, entusiasmado gracias a su facilidad para cambiar el chip. Allí estaba otra vez aquella abreviatura, TQ, que tenía la virtud de dejarme amnésico y devolverme, pimpante —y, según Paloma, claramente acarajotado—, al paraíso terrenal. No me costó nada enredarme en una larga charla por el WhatsApp. Víctor y yo nos pusimos a desbarrar sobre las multas y castigos a quienes atentaran por palabra, obra u omisión contra la convivencia ciudadana, fueran o no gorrillas, aunque a los gorrillas seguía dispuesto a aplicarles la ley de fugas, así tuviera que pasar por encima de mi cadáver. Nos desatamos imaginando a la Bipolar y a la Embajadora y a todo el comando anti Ramírez abiertos en canal, colgados de las farolas del Paseo Marítimo, expuestos al oprobio público y a las moscas por perturbar la armonía entre los algaideños no ya con sus comentarios en algaidadigital, que se desacreditaban por sí solos, sino por atufar el aire y enguarrar las fachadas de los edificios y el mobiliario urbano con sus ventosidades verbales. Nos esmeramos en adjudicar un tormento, cada cual más refinado, para cada ofensa recibida. Nos encontramos de pronto elaborando nuestra línea de defensa ante el Tribunal de La Haya por haber perdido los papeles de aquella manera. Reír con Víctor era como chapotear en la orilla de un mar recién inventado. «Estás como un cencerro eléctrico», me decía Paloma. Pero no me reprochaba en absoluto mi acarajotamiento galopante cuando Víctor me escribía TQ, todo lo contrario. Le parecía envidiable.
Víctor me preguntó:
—¿Cuándo vienes a La Algaida?
—Víctor…
—Así te enseño la casa.
—¿Cómo?
—Falta firmar el contrato, pero ya tengo las llaves y los dueños me dejan ir metiendo mis cosas en el garaje. El apartamento también lo estoy dejando listo para los inquilinos. El uno de abril nos mudamos todos.
Todos. Yo también me mudaba el uno de abril. Trasladaba al 117 del paseo del Puerto mis viajes apresurados, mis inesperados fines de semana, mis cenas de leche con cereales, mis nuevas habilidades entrenadas con tanto éxito, mi ojo derecho convaleciente, mi ojo izquierdo en capilla. Víctor, al parecer, ni se había planteado las nuevas dificultades que la mudanza traería para nosotros.
El miércoles, 28 de marzo, me recibió, con aquella sonrisa que siempre parecía presagiar alguna sorpresa, en un apartamento casi irreconocible. Habían desaparecido las estanterías con sus centenares de cedés y sus dos docenas de libros, incluidas mis catorce novelas exuberantemente dedicadas. Un anticuado televisor de 16 pulgadas sustituía a la televisión de plasma que había ocupado casi toda la pared frente al sofá-tatami. Los muebles de la cocina estaban vacíos y en el baño no había toallas ni jabón ni champú ni un peine, con lo antipático que se me pone durante el sueño el pelo que me queda. Y, sobre todo, en lugar de la alta cama en la que yo había terminado haciendo tantos equilibrismos, había ahora otra convencional, conyugal, terrenal, con sus patas bien apoyadas en el suelo. El colchón estaba sin estrenar. No había sábanas, sólo una manta —que enseguida calculé demasiado fina y demasiado escasa para dos personas—, doblada a los pies de la cama.
—No sé si podremos dormir aquí —dijo él.
—Por supuesto que podremos. Nos acostamos ahora mismo, si quieres.
—Qué fuerte eres, niño… Tenemos tiempo para que te enseñe la nueva casa. Venga, vamos.
Fuimos andando y a mí me pareció que la casa estaba en el fin del mundo. En una urbanización a medio terminar desde hacía años y rodeada de viviendas ilegales, pegada a una carretera paralela a aquel tramo del paseo del Puerto, con la fachada amarillenta, la casa era un adosado estrictamente vertical, todo escalera desde el garaje a la azotea, desde la que en teoría se alcanzaba a ver el Coto, con cuatro pisos, salón, tres dormitorios, dos baños, cocina grande pero destartalada, una habitación minúscula y sin ventilación que podía servir de trastero —y que Víctor había decidido ya que sería su estudio—, y un patio exterior para recibir a amigos las noches de buen tiempo y, algún día, tener un perro. Los muebles, baratos e incómodos, eran los típicos de una vivienda de verano. Todo tenía un aire ligeramente desabrido, pero le di la razón a Jerónimo, allí había posibilidades.
—Esto necesita cariño —dije.
—Ya se encargará Jerónimo.
—Gracias.
Me abrazó:
—Tonto…
—Cuando se estrena casa —intentaba no pensar en las nuevas dificultades—, los amigos regalan algo. ¿Qué quieres?
—Nada.
—Algo para la cocina, algo para el salón, algo para tu estudio, algo para el baño…
—Nada. Gracias.
Tal vez yo nunca volvería a entrar en aquella casa. En el garaje vi, desmontada, la alta cama en la que había perdido una de las variantes de la virginidad y en la que estuve a punto de dejarme las vértebras cervicales, dorsales y lumbares. También, cajas de embalar todavía cerradas, la pantalla de plasma protegida por una manta, el ordenador donde Víctor componía su música, estanterías, maletas, mis libros. Cuando ya salíamos para volver por última vez al apartamento de la plaza Infanta Alfonsa, Víctor me preguntó:
—¿De verdad quieres regalarme algo?
—Claro.
—Vale. El perro cuesta mil euros, yo pongo la mitad y tú, si quieres, la otra mitad. Así, será «nuestro Romeo».
Me reí. Costase lo que costase, él iba a tener un perro. Reír con Víctor era como corregir de un plumazo todas las faltas de ortografía cometidas por un alumno listo pero atolondrado. En la nueva casa podría jugar, ladrar, crecer un rottweiler. Había localizado un criadero de confianza en el Pirineo catalán y estaba intentando ponerse en contacto con el dueño.
—Le he enviado ya tres correos y no me contesta. Inténtalo tú, por favor.
—De acuerdo. No sé si a mí me hará caso.
—Seguro que sí. Seguro que te conoce. Creo que mi próximo artículo se va a titular «Abusar de Ernesto Méndez 2».
Cenamos unas chiclosas tortillas de camarones en un bar del mismo paseo del Puerto y volvimos al apartamento acelerando en una carretera desierta, con los pies dentro de una palangana de agua caliente con sal, pintando todas las paredes y cambiando todas las cortinas de una casa, chapoteando en la orilla de un mar recién inventado, corrigiendo de un plumazo todas las faltas de ortografía del alumno más listo y más atolondrado de la clase. Estrenamos el colchón, pero la manta era, como había imaginado, demasiado endeble y demasiado escasa. Víctor la acaparó durante toda la noche y yo, tiritando de frío la noche entera, me levanté con un gripazo que me duró una semana.
Pasé unos días muy incómodo, casi sin salir de mi piso de Madrid, pero Víctor quería solucionar cuanto antes lo del perro. El dueño del criadero, en efecto, me contestó enseguida y empezamos una negociación lenta y confusa. Víctor quería un cachorro de la camada que nacería, según la página web del criadero, a finales de abril o principios de mayo, de modo que, después del destete, pudiese llegar con un máximo de ocho semanas —según recomendaba el Libro del Rottweiler— al 117 del paseo del Puerto. Entonces ya sería principios de julio, Víctor ya estaría de vacaciones y podría ocuparse bien de Romeo. El dueño del criadero se hizo el loco y dio por supuesto que nos quedaríamos con uno de los cachorros que habían nacido antes, a mediados de marzo. Cuando Víctor se dio cuenta, sacó todo su temperamento a pasear por el Pirineo catalán, vía Internet, y dijo que el señor del criadero podía hacerse jamón de rottweiler con la camada de marzo, pero que no nos interesaba tener en julio un Romeo de cuatro meses, que nos perderíamos —me hizo feliz que empezara a hablar del perro como de algo nuestro— «casi dos meses de adorable y fina estampa de nuestro cachorro». En Semana Santa, que ese año cayó a principios de abril, aún no habíamos concluido el trato y yo fui a La Algaida de jueves a domingo, a pesar de que Jerónimo, de vacaciones lectivas como Víctor, pasaría ya en la nueva casa la semana entera.
Víctor y yo pudimos vernos a solas el jueves por la tarde, consiguió que Jerónimo le dejara el coche y nos fuimos al Malibú a hacer púdicas manitas como parejas heterosexuales de posguerra, y a hablar del rottweiler. El viernes, Víctor estuvo acaparado por penitenciales obligaciones de concejal: ofrenda floral por la mañana, santos oficios por la tarde, palco oficial por la noche para rendir honores municipales a todos los Cristos y todas las Vírgenes de la jornada. El sábado me dijo que Jerónimo proponía que cenáramos esa noche los tres juntos en algún sitio: «Le he contado que estás aquí y me ha dicho que eres adorable». Llamé a Paloma.
—No vayas.
—¿Por qué?
—Porque lo vas a pasar fatal, tío.
—Qué va. A mí me parece un plan de lo más entretenido. Y la verdad es que ese hombre me cae muy bien.
—Vaya trío. Hay que ver cómo sois los gays, os va más un morbo que al sobaco de una pija una cuchilla. Qué envidia.
Como para que Jerónimo no me cayese bien: gracias a él, por primera vez en mucho tiempo cené en La Algaida como La Algaida manda. Antes, Víctor y Jerónimo se pelearon en el coche como sacristanes napolitanos: por culpa del restaurante al que uno quería ir y el otro no, por cómo conducía Víctor, porque Jerónimo empezó a fumar dentro del coche, porque Víctor —según Jerónimo— se estaba comportando como un niñato y porque, según Víctor, Jerónimo le trataba como si fuera un niñato, en efecto. Ya me había dado cuenta de que Jerónimo le trataba con demasiada frecuencia como a un hijo levantisco al que había que meter en vereda.
A la cena le faltó la picha de un mosquito, como dicen en La Algaida, para irse al garete. Yo propuse, con mucha calma y verdadero espíritu conciliador —al día siguiente pensaba volar a Oslo a reclamar el Nobel de la Paz—, un restaurante recién abierto en la urbanización Hacienda de la Santísima Trinidad y Jerónimo me lo agradeció en el alma. Jerónimo me caía bien.
Nos dejamos aconsejar por el encargado, cenamos aceptablemente y hablamos de poesía surrealista, de cine, de cómics, de ciencia ficción, y de Oleg Argüelles, el famosísimo presentador de televisión, venezolano de origen, gay por libre pero generoso, amigo mío, y al que yo, a petición de Víctor, ya le había hablado de la ilusión que nos haría tenerle en La Algaida el Día de Orgullo.
—¿Oleg Argüelles? —Jerónimo parecía fascinado, Jerónimo me caía muy bien.
—Es amigo mío. Y Víctor ya ha hablado un par de veces con él.
—¡¿Que has hablado con Oleg Argüelles?! ¡Eso no me lo has dicho!
Víctor hizo un gesto de leve aburrimiento para que Jerónimo y yo entendiésemos que no era necesario que le contase todo a su marido. «Ya me he dado cuenta, guapo», pensé.
—Yo creo que seguro que viene —dijo Víctor.
Jerónimo se esponjó de orgullo legítimo, ganado con todos los papeles y todas las alianzas. Jerónimo me caía de película.
—Ernesto Méndez, Consuelo Ermitas, Oleg Argüelles en La Algaida —dijo—. ¡Qué poema surrealista me va a salir!
—Todos juntos en el coche oficial —dije yo, y Víctor me obsequió con una mirada asesina.
—Lo que me compensa de venirme a vivir a La Algaida, mi marido aparte, es lo bien que se come aquí si uno quiere —dijo Jerónimo, cuando llegamos a los postres.
En algún lugar de mi cabeza sonó una señal de alarma. ¿Jerónimo se venía a vivir a La Algaida? ¿Me había perdido algo? Miré a Víctor sin importarme que su marido encontrase sospechosa aquella mirada entre sorprendida y enfurruñada.
—Todavía no es seguro que te puedas venir a vivir a la Algaida, no te embales —dijo Víctor.
—Tampoco parecía posible que saliera una plaza nueva de literatura en un instituto de aquí, y ya ves.
—El ministerio —insistió Víctor— quiere que se cancelen las plazas nuevas en los institutos y los colegios públicos de Andalucía.
—Ya se verá. —Jerónimo no estaba dispuesto a desanimarse, y además confiaba ciegamente en la dichosa buena suerte de su marido.
—La verdad es que lo tienes difícil —dije yo. Procuré que sonara como la opinión de un experto.
—Muy difícil —remachó Víctor.
Jerónimo protestó:
—Joder, cualquiera diría que no queréis que consiga esa plaza. Salgo un momento a fumar.
Víctor y yo no tuvimos tiempo para volver a hablar del perro y apenas alcanzamos a decirnos que nos queríamos. Eso sí, en inglés, que resultaba menos empalagoso:
—I love you.
—Me too.
Jerónimo tardó dos minutos en volver. Recordé la pregunta de Paloma: «Pero ese marido, ¿sabe o no sabe lo vuestro?». Tampoco era el momento de preguntárselo. O quizás sí. Pero el camarero se acercó a ofrecernos postre y nos dejó la carta. Y aunque el restaurante estaba bien iluminado —tal vez en exceso—, aunque la letra de la carta no era demasiado pequeña, aunque yo había ido ya al oftalmólogo, fui incapaz de distinguir una sola palabra.
—Toma —dijo Jerónimo—, las gafas para compartir. —Jerónimo era adorable.
Con las gafas tampoco podía leer. Era como si la mirada de un ojo se solapase con la del otro y enturbiase la cartulina. Cerré el ojo derecho. Tardé un segundo en ajustar la vista del izquierdo. Y entonces pude leer la lista de postres muy bien. Aquellas gafas ya sólo eran para compartir a medias.
Acaso gracias a alguna ley abstrusa sobre el equilibrio cósmico, la negociación con el dueño del criadero de rottweilers de intachable pedigrí se fue aclarando a partir de entonces a buen ritmo. El hombre tuvo la habilidad de enviarnos un vídeo en el que aparecía en un programa de la televisión catalana con un cachorro de rottweiler en brazos. Víctor se enamoró de él de manera fulminante; del cachorro, digo, no del dueño. Bueno, eso creo. Me pidió que le dijese al dueño que lo queríamos: al cachorro, claro. Pero que lo queríamos ya, aunque llegase antes de lo previsto. En cualquier caso, había que esperar a que se cumpliese el periodo de destete, a que se le pusieran las primeras vacunas, a que estuviese a punto la documentación. El día anterior a que el dueño lo entregase en las oficinas de una empresa de transportes con un servicio especial para mascotas, debían estar ingresados los mil euros en la oportuna cuenta corriente. Víctor me pidió que hiciera yo el ingreso de la cantidad completa, si podía, él había tenido muchos gastos con la mudanza y con la moto que acababa de comprarse, que ya me devolvería su parte, a lo mejor en dos plazos, si no me importaba. Le dije que no se preocupase. Cuando todo estuviese listo, el dueño del criadero, Jordi, me avisaría y yo haría la transferencia. Jordi me llamó para tranquilizarme, contábamos ya con su palabra de que aquel cachorro tan telegénico sería nuestro. Me pidió todos los datos del propietario, la dirección completa de Víctor, el teléfono de contacto habitual, y dos teléfonos a los que se pudiera llamar en caso de que el perro alguna vez se perdiese o surgiera cualquier otro contratiempo. Víctor decidió que le diéramos el teléfono de su móvil y el del mío. El perro se llamaba Kio, Kao o algo similar, y tenía más apellidos que un príncipe alemán auténtico.
—¿Tendrá nombre familiar? —me preguntó Jordi.
—Sí.
—¿Cuál?
—Romeo.
Jordi no hizo ningún comentario, pero adiviné su mueca: «Valiente mariconada».
Yo confiaba en ver a nuestro Romeo sin complicaciones, de lejos y de cerca, cuando llegase a La Algaida. El 16 de abril me operaron de cataratas en el ojo izquierdo y estuve durante quinces días aterrorizado ante la idea de quedar incapacitado de por vida para leer, para escribir, para enhebrar una aguja, para comer salmonetes, todo espinas. No conseguía distinguir los iconos de la pantalla del iPhone, mucho menos los números de teléfono, los mensajes escritos, las fotografías que Víctor me mandaba sin parar y en las que invariablemente —gentileza del azar— salía guapísimo. De lejos veía cada vez mejor, pero me cansaba mucho, me dolía la cabeza. Víctor se compadeció de mí y hablamos esas dos semanas por teléfono mucho más de lo que lo habíamos hecho desde que se propuso tenerme en el bote, aquel agosto, en la procesión de la Virgen de la Misericordia. Hacíamos planes para que yo estuviese en La Algaida, en la casa nueva, cuando llegase Romeo. A Jerónimo aún no le había dicho que íbamos a tener un perro.
—Cuando se lo diga me echa de casa.
—Pues ya podemos ir buscando otra.
Un día, al levantarme, me di cuenta de que habían desaparecido todas las molestias oculares. Fui a una revisión y la oftalmóloga lo encontró todo muy bien. Me explicó que lo que había ganado en agudeza visual de lejos, lo acusaría en la visión de cerca. Me aconsejó comprar en la farmacia unas gafas para leer de tres dioptrías, era el doble de lo que yo había necesitado hasta entonces. Elegí unas que me parecieron discretas. Por la noche, antes de acostarme, me duché, y al salir de la bañera y verme desnudo en el espejo del cuarto de baño me llevé un soberano disgusto. Aquel tipo que me miraba con expresión de pesarosa incredulidad no era yo. Ahora, sin cataratas, con la agudeza visual notablemente mejorada, a la distancia justa, me veía demasiado bien. Me veía tal como era.
Uno se mira en el espejo y sabe muy bien qué postura y qué gesto adoptar para encontrarse favorecido. Algunas actrices autodidactas de los tiempos del cuplé exigían poner ante la lente de la cámara una media de cristal que suavizaba sus rasgos, difuminaba sus arrugas, les limpiaba el cutis, las rejuvenecía. Uno no se da cuenta, porque es un proceso lento y casi amable, pero las cataratas actúan como una media en el visor de la cámara para Sarita Montiel, el cristalino se va oscureciendo y la ciudad, las tiendas, la gente, el paisaje se disuelven un poco y, sobre todo, el propio rostro, el propio cuerpo pierden precisión y crudeza en el espejo. Poco a poco se va viendo peor de lejos, y poco a poco se ve mejor de cerca. Las gafas que Jerónimo tenía para compartir serían de dioptría y media, la graduación perfecta cuando yo no tenía bolsas bajo los ojos, ni arrugas en el cuello, ni las primeras y todavía suaves manchas en la cabeza, ni todo el cuerpo ya un poco descolgado, porque no me lo veía en el espejo del cuarto de baño, en ningún espejo. Pero esa mañana todo era diáfano e inclemente. No es que me encontrase hecho una completa ruina, pero era como si me hubieran quitado una piel protectora, misericordiosa. Al menos los ojos estaban ahora más verdes, más limpios, más brillantes; quizás demasiado brillantes. Cambié de postura, cambié el gesto, volví a cambiar de postura, sonreí un poco con los labios entreabiertos, corregí la sonrisa, cerré los labios, me incliné un poco hacia la izquierda, luego un poco hacia la derecha, entorné los ojos, me acerqué al espejo, levanté los hombros, me apoyé en el lavabo, me separé del lavabo, saqué un poco el culo, metí un poco el culo… Nada. Sólo conseguiría agujetas o un enfriamiento. La media protectora ya no funcionaba. Pensé: «Si alguien me ve tal como yo me veo ahora y me quiere, que Dios le bendiga». Se lo estaba poniendo a Víctor cada vez más difícil.
Por eso el primer día que dormí en su nueva casa, pasado el puente del primero de mayo, calculé muy bien cuándo y cómo desnudarme. Jerónimo había hecho un trabajo excelente, había pintado las paredes de color arena y los salientes de color chocolate, reconocí los sofás de la zona de sofás de su piso de Granada, la cama casi monacal del dormitorio principal había sido sustituida por otra bastante fashion, las dos camas gemelas de uno de los dormitorios pequeños parecían agradables con la nueva ropa de cama, en el otro dormitorio pequeño había otra cama de matrimonio, sin duda para parejas invitadas. Víctor y yo éramos allí una pareja invitada, otra vez en el universo paralelo, otra vez en la cuerda floja, otra vez sin miedo, otra vez sin culpa. Todo seguía tirando de nosotros en sentidos opuestos, pero allí estábamos, y todo era nuevo, todo brillaba, todo volvíamos a descubrirlo juntos. Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones… A nadie había querido así, nadie me había querido así. Víctor me pidió que no le demostrara mis progresos en el entrenamiento. No me importó.
—Guapo, guapo, guapo, guapo —le dije.
Me abrazó, me besó, me susurró al oído:
—Guapo tú. Por dentro y por fuera.
Mejor no preguntarle en qué proporción le parecería guapo por fuera y guapo por dentro. No le permitiría verme desnudo. Me di cuenta de que él había engordado un poco. Le acaricié los michelines discretos y suaves.
—¿Esto qué es?
—Estate quieto. —No le gustó. Pero si él me quería con mis deterioros inevitables, yo tenía derecho a quererle con sus insignificantes deterioros.
Entró un mensaje en uno de sus móviles. Se incorporó como si hubiera oído el sonido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada.
—Coño —dijo—. Mensaje de la Bipolar.
—No me lo puedo creer. Llevaba unas semanas la mar de tranquilito, ¿no? ¿Qué dice?
Se puso tan juguetón que pensé que ya empezaba a echar de menos los desvaríos del jefe del comando, y del comando entero. Leyó:
—Mi paz te doy, tu paz espero. Eso dice.
—Flipo —me puse serio—. Pero como hagas las paces con él, olvídate de mí.
Me abrazó, me besó:
—No seas tonto. Ni paz ni pollas. Ya tengo título para otro artículo: «No habrá paz para los malvados».
—Plagio —yo seguía serio—. Es el título de una película.
—Ya lo sé. Pero me viene como polla al culo —se rio de un modo tan desmesurado de su propia gracia que pensé que me estaba tomando el pelo.
—Me estás tomando el pelo.
—Te juro que no. Toma, lee.
Me pasó su móvil, pero me había dejado las gafas de leer en algún lugar de la casa.
—Jerónimo se dejó olvidadas aquí el fin de semana sus gafas para cerca. Están en su mesilla de noche. Voy por ellas.
Se levantó desnudo —sí, había engordado— y cuando volvió se había puesto un ceñido calzón de deporte de tela de camuflaje, muy gay —había engordado poquísimo, sí, pero qué consolador…—, y traía las gafas. Me las puse, a sabiendas de que con ellas ya no podía leer nada.
—Ya no me sirven —dije—. Estos ojos ya no son lo que eran.
—Pues no hay otras —dijo Víctor.
«Algo menos que compartir», pensé.
Pero el 15 de mayo, martes, a las once y media de la mañana, con dos meses y nueve días, Romeo llegó al 117 del paseo del Puerto. Fue un perro muy buscado y muy deseado.