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Estas gafas son para compartir

«Si vives sin que la vida te acobarde no ganas para sofocones, pero si la vida te asusta y te hace dócil, sensato, timorato, cauteloso, receloso, picajoso, triste, y aburrido, vivir no merece la pena». Eso le escribí a Víctor.

A mis años, por Dios…

Pero eso le escribí, con ritmo de rap, y como si acabara de ponerme ciego de alucinógenos euforizantes, cuando él me envió El tiempo del miedo, el rap de Nach, incluido en el cedé que yo le había regalado en vísperas de Nochevieja. ¿Quién quiere conocer el miedo?, el miedo mata la mente, el miedo es la pequeña muerte que crece… Víctor se ponía como radiante gallo de pelea con esa canción. Sobre todo, si alguien le soplaba un poquito más de la cuenta en el entrecejo.

«¿Miedo?». Eso fue lo que Víctor escribió como «asunto» en el correo electrónico. «Como siempre, me encanta la letra, porque me recuerda el tesoro de no temerle a nada, ni al mismísimo Satanás que se presentase, y no es soberbia, es simplemente no conocer el miedo, vivir la vida sin ataduras existenciales ni frenos emocionales, quizás porque nadie está más loco que yo. Un beso fuerte, compañero de locuras». Culpables por caer en esa fobia destructiva, prefiero vivir sin miedo y ser libre de por vida.

Adrenalina en vena. Nadie estaba más felizmente loco que él, y nadie se ponía en un santiamén a mil por hora con tanta facilidad, con tanta ferocidad, con tanta osadía. Sobre todo, si alguien le tocaba sin su autorización el instrumental de caza y pesca.

Claro que vivir la vida sin melindres existenciales ni emocionales, como decía él, implicaba el riesgo de pasar en un periquete del sol a la sombra, del frío al calor, del fuego al hielo, e incluso de lo fashion a lo cani, de lo cool a lo clásico, de lo zen a lo abarrotado, de lo guay a lo retro, de la mejor soprano de Sevilla a la mejor soprano de Granada, o al revés. Eso fue lo que nos tocó vivir a Víctor y a mí durante los meses que siguieron a aquellos días felices en familia.

Víctor pasó la Nochevieja en Granada, con los padres y la hermana y el cuñado y los sobrinos y los hijos de Jerónimo, y yo en Madrid, con una pareja de amigos gays ennoviados, una pareja de amigas sáficas casadas, y un buen hombre desparejado con el que no había posibilidad alguna de que yo me emparejase. Después de las campanadas, mi nokia y el iPhone de Víctor se pusieron cariñosos a más no poder. Empezó él: «¡Feliz Año Nuevo! Mi primera felicitación del año, para mi chiquitín». Su chiquitín era yo. Y, a partir de ahí, todo fueron euforias, diminutivos, besos fuertes, te quiero tanto, y yo a ti tonto.

Víctor y Jerónimo pasaron en Madrid los tres primeros días de enero. Llegaron por la noche el mismo día uno, domingo, y se alojaron en un hostal, en Chueca, que a Jerónimo le pareció muy cutre y a Víctor, corriente. Víctor me había prometido que nos veríamos, los dos solos, el martes por la tarde, ese día Jerónimo estaría ocupado con un grupo de poetas surrealistas que querían construir una editorial digital de poesía surrealista. Pero el lunes a media tarde me fui a Chueca a comprar algo que no necesitaba y que podía comprar en mi calle, miré en cuatro tiendas aunque en la primera de ellas tenían lo que buscaba, tomé un café en Papito, en la mesa que tienen pegada al ventanal por el que se ve pasar todo Chueca, decidí por fin hacer un poco más de tiempo en la librería Berkana, y el azar, evidentemente acorralado, recompensó mi tenacidad: Víctor salía en aquel momento de la librería con mucha prisa y con un enrevesado ensayo sobre cultura gay y paradigmas histórico-sociales o algo así. Tropezamos, nos sorprendimos, nos abrazamos, nos achuchamos, nos besamos, nos fuimos a ver a Jerónimo, que, a pesar del frío de la noche, se había quedado enfrascado en su iPad en la plaza de Vázquez de Mella, en una terraza al aire libre llena de calefactores y de mantas de pelo sintético para los clientes.

—Hola, guapetón, qué sorpresa —me dijo Jerónimo, y me besó.

Estuvimos con él diez minutos. Víctor de pronto me preguntó:

—¿Te vas ya para tu casa?

Me notaría en la cara las ganas de mandarle a la mierda por intentar librarse tan pronto de mí.

—Dentro de un rato —dije.

—Venga, te acompaño.

Se levantó. Me sonrió y adiviné que me estaba proponiendo pasar sin rodeos al universo paralelo. Y el universo paralelo invadió Chueca, ocupó el barrio por el que Víctor y yo paseamos durante casi una hora, del brazo, de la mano, besándonos, celebrando a la vista de todos la importancia de llamarlo amor. Jerónimo le mandó a Víctor un mensaje pidiéndole que no tardase. Pero Víctor y yo éramos como los pioneros de aquellas calles por las que años atrás empezaron a pasear, a citarse, a exhibirse, a afanarse muchachos que iban del brazo, de la mano, que se abrazaban, que se besaban. Yo jamás lo había hecho hasta entonces. Quizás Víctor tampoco. Hacíamos seguramente una pareja llamativa, desacostumbrada, pero eso no tenía ninguna importancia en el universo paralelo. Jerónimo mandó otro mensaje para decirle a Víctor que ya estaba harto de frío, de calefactores, de mantas de pelo sintético, de iPad y que se iba al hostal a descansar un rato y le esperaba allí. Pero Víctor y yo estábamos estrenando juntos el asfalto de la noche, el aliento del frío, el resplandor pálido de las farolas, las sombras apresuradas que se cruzaban con nosotros, el parpadeo inquieto de los faros de los coches, la decoración iluminada de las tiendas. Jerónimo empezaba ya a impacientarse. Así que acompañé a Víctor hasta la puerta del hostal, pero acordamos vernos de nuevo tres horas más tarde, después de que ellos cenaran. Víctor le contó a Jerónimo que no había tenido más remedio que quedar con un antiguo amigo de colegio que vivía en Madrid, un viejo amigo que estaba deprimido, que había intentado suicidarse, que estaba dispuesto a intentarlo otra vez, que le había propuesto ir a una discoteca. Todo eso era verdad, pero al final Víctor no se vio con su amigo cuasisuicida y se vio conmigo. Jerónimo odiaba las discotecas.

Víctor y yo nos encontramos a media noche en una plaza de Chueca desierta y gélida. Bajamos la escalera de No Me Digas, ese discobar no apto para claustrofóbicos, y allí fuimos los únicos clientes durante un buen rato. Luego, en una coctelería sin pretensiones, oscura y abarrotada encontramos una mesa libre —la inveterada buena suerte de Víctor— e intentamos recuperar el paraíso interrumpido. Pero Víctor dejó que se colara en la coctelería, entre las mesas, entre nosotros la sombra apesadumbraba del hombre con el que se había casado con los papeles imprescindibles y las pertinentes alianzas, y que le esperaba, solo, en un gin bar de la calle Almirante. Víctor me dijo:

—No pienses que me he casado con Jerónimo por lástima. Tengo que ir con él.

—Está bien —no debía forzar la benevolencia que con nosotros había tenido el azar—. Tú y yo nos vemos mañana.

Fuimos a reunirnos con Jerónimo, y yo me retiré enseguida. Pero Víctor no vino a mi casa el martes por la tarde. El aquelarre de los devotos de la poesía surrealista se había cancelado y él no fue capaz de dejar solo otra vez a Jerónimo. Supe que, en adelante, si me empeñaba en seguir con aquello, me tocaría perder muchas veces, pero les invité a cenar por la noche en un restaurante de nueva cocina indonesia muy fashion. Al salir, Víctor caminó entre nosotros, cogido de mi brazo, cogido del brazo de Jerónimo, como en aquella noche de Granada. Volvimos al gin bar de Almirante. Mientras Jerónimo estaba en el baño, Víctor, cuando vio mi tristeza, apoyó la cabeza en mi hombro y murmuró:

—Dios, ¿qué hago?

Jerónimo volvió del baño con una ganas locas de probar un gin tónic espectacular y se dejó aconsejar por el camarero. Víctor lo pidió de Tanqueray, como si se propusiera ser de nuevo el que siempre fue, y yo decidí arriesgarme con alguna excentricidad. El camarero consideró, sin duda, que no era digno de su categoría aconsejar a un pardillo en gin tónics y me dio la carta, pero la letra era demasiado pequeña, el local estaba demasiado oscuro, yo tenía que ir al oftalmólogo. Jerónimo me pasó sus gafas de leer. Dijo:

—Toma, estas gafas son para compartir.

«Compartimos algo más que las gafas, querido», pensé yo. Por ejemplo, algunas insidias del comando anti Ramírez, con la Bipolar y la Embajadora al frente.

Fui a La Algaida el puente de Reyes. Víctor y yo deberíamos buscar el modo de seguir viéndonos, porque Jerónimo no tenía más remedio que continuar dando clases en Granada, pero los fines de semana tomaría posesión del apartamento de la plaza Infanta Alfonsa. Quizás no todos los fines de semana, me había dicho Víctor. Granada no estaba cerca y, además, Jerónimo lideraba, según él, un grupo de fanáticos de la poesía surrealista, viernes y sábados alternos, en un taller de escritura. Eso sí, había pedido ya el traslado para el próximo curso a cualquier instituto de La Algaida, pero no lo tenía fácil, antes debería quedar vacante alguna plaza de literatura. Cuando se lo conté a Paloma, me dijo que seguía sin entender nada, que aquello parecía un matrimonio en toda regla, con problemas temporales de separación durante los días laborables por razones de trabajo, como tantos otros en estos desconsiderados tiempos, pero un matrimonio perfectamente descriptible, no el apaño oscuro o la modernidad gay que ella se había imaginado. Ella tampoco comprendía que Víctor y yo nos queríamos en un universo paralelo. Cierto que Jerónimo se había instalado en aquellos cuarenta metros cuadrados el puente de Reyes, y compartía con Víctor la colchoneta del sofá, y la alta cama, y el microondas, y la nevera, y la ducha, y el armario en el que Víctor aún me guardaba un jersey que me había dejado olvidado allí un fin de semana de otoño, pero ya encontraríamos la manera de compartir todo aquello algún día entre semana, o mientras Jerónimo estuviera con sus clases de literatura o su taller de poesía surrealista en Granada o perpetrando en Madrid editoriales digitales surrealistas. En nuestro universo paralelo regía otro calendario, otra verdad, la primera inocencia, un dios todopoderoso, indulgente y risueño que sabía la importancia de llamar a lo nuestro «amor».

El sábado por la tarde, Jerónimo quedó a tomar gin tónics en Los Arcos con la mejor soprano de Sevilla, que tenía familia en La Algaida. Víctor me llamó:

—Niño, he visto el cielo abierto. Te recojo en tu casa y nos vamos por ahí. Le he dicho a Jerónimo que tengo la fiesta de cumpleaños de mi amigo Orión, mi peluquero, y no le he mentido, pero me la puedo saltar y cenamos tú y yo juntos, y si quieres nos pasamos después por El Garaje, a escandalizar un poco.

—Eso, tú en tu línea, pasando desapercibido —reír con Víctor era como subirse en los cochecitos tropezones, aquella atracción de feria que siempre conseguía que me sintiera un niño machote y feliz.

Fuimos a Malibú, un bar de moda junto a la playa, en una gigantesca urbanización a diez kilómetros de La Algaida. No teníamos nada que proteger que no fuera lo que nos estaba pasando a él y a mí. Nuestro tiempo era para mirarnos, para tocarnos, para reírnos, para hablar de lo que no hablábamos con nadie. El mar nos daba energía, el mundo se desmoronaba, nada mejor que una noche entera hablando al aire libre con un amigo o con un amor, mucha gente lo estaba pasando muy mal, él quería cambiarse de casa y tener un perro, nosotros no teníamos derecho a quejarnos, yo me había comprometido a entregar un libro en primavera, podíamos hacer mucho juntos, teníamos que ir al cine algún día, podíamos conseguir que La Algaida fuera el mejor lugar del mundo para vivir sin miedo, yo debería visitar al oftalmólogo porque creía ver a Víctor en todas partes, la Bipolar y la Embajadora y todo el comando anti Ramírez atacaba de nuevo. Aquella frase final del artículo de Víctor, «Jerónimo y Ernesto están preparando la cena y no creo que les guste que les haga esperar», había desatado la ofensiva. Los miembros fondones, seniles, falsos, grasientos del comando habían inundado algaidadigital de comentarios procaces, de reproches descaminados, de campanudas lecciones de moralidad, de descalificaciones de quienes escribían en defensa de Víctor: «Ya salió en tromba el lobby gay, engatusado por esa guapura que el delegado dosifica tan bien, como con el conocido escritor algaideño neosocialista». Reír con Víctor a costa de aquella caterva de chinches era también encorajinarse, como subidos en una montaña rusa.

De vuelta a La Algaida cenamos, para variar, en Di Piero.

—Esta mañana —me dijo Víctor, y adiviné por su expresión que íbamos a tener juerga— me he encontrado en el portal con la limpiadora de mi bloque.

—Como alguna vecina tuya te escuche decir «mi bloque», entra en coma.

—Vas a flipar, niño, a eso iba. La limpiadora me dijo que le caigo muy bien, que también le cae muy bien ese escritor que viene a mi casa, que hacemos una pareja divina, que los dos salimos muy guapos en TeleAlgaida y que da gusto escucharnos. Y luego me contó que un día una vecina le dijo, muy apurada, que no sabía cómo iba a reaccionar si se encontraba conmigo en el ascensor.

—Qué grande —dije, muerto de risa—. Como si se fuera a encontrar en el ascensor con Lenin. O con Fidel Castro. O con Hugo Chávez.

—O con Mazinger Z. O con el increíble Hulk.

—O con el estrangulador de Boston, o con un leproso de Molokay. Pero te voy a decir yo cómo iba a reaccionar: temblaría, se persignaría, se pondría a rezar padrenuestros, se arrodillaría y, una vez de rodillas, podría pasar de todo. Algunas señoras bien de toda la vida son capaces de cualquier cosa.

Reír con Víctor era como romper una cristalería en un ataque de despilfarro. A él sólo le faltó aplaudir. En su iPhone entró una llamada.

—Es Jerónimo —dijo. Recuperó la compostura y contestó. Jerónimo debía de estar hecho una fiera, porque Víctor le pidió—: Tranquilo.

Se levantó y salió del restaurante sin dejar de hablar por el móvil. A través de la cristalera le vi tratando de controlarse. Cuando volvió, se puso a buscar la web de algaidadigital en el iPhone.

—Han puesto una burrada —dijo—. Jerónimo está furioso, me dice que vaya inmediatamente, quiere poner una denuncia. Aquí está, un comentario firmado por «conbemoles»: «Víctor Ramírez publicó hace poco, en ese medio subvencionado con dinero de las arcas municipales, un artículo que tituló “Feliz matrimonio”. Ahora debería publicar otro titulado “Feliz adulterio”».

Era una burrada, sí, pero venía de otra galaxia. En la nuestra, en el universo paralelo, la realidad era distinta, el vocabulario era distinto. Víctor consiguió que Juanán borrara el comentario. Me aseguró que había logrado tranquilizar un poco a Jerónimo, le había dicho que lo hablarían con más calma, que ya le había advertido de que algunos iban a por él pero que sólo eran cuatro monos sin ninguna credibilidad, que sólo se quedaría un rato más en la fiesta de cumpleaños de Orión. Cualquiera diría que le estaba mintiendo. Pero en el universo paralelo una fiesta de cumpleaños podía transformarse, dilatarse, atravesar el universo corriente y moliente, el universo paralelo, y convertirse en el escenario, sin laberintos existenciales ni frenos emocionales, de lo que había que llamar amor.

Me propuso pasarnos por nuestra Glorieta de la Igualdad antes de llevarme a casa. La glorieta fue aquella noche una isla sólo para nosotros. Apenas había circulación a aquellas horas, pero un conductor solitario tocó el claxon al vernos abrazados. Víctor tenía planes, quería iluminar bien la escultura, las placas con mis frases y con su nombre, los olivos, el recuerdo de aquel día en el que el futuro, durante unas horas, pareció que sería nuestro también en la galaxia del común de los mortales. Entonces, todavía, yo conducía un coche y Víctor, a mi lado, se quedaba dormido. Yo le cuidaría, le protegería, le acompañaría. Y nadie llamaría a Víctor exigiendo verle inmediatamente.

—Aquí, algún día, nos casaremos tú y yo —le dije—. De noche.

Víctor no dijo ni que sí ni que no. Pero sonrió como si de verdad existiera la posibilidad de otra vida para vivirla conmigo.

Cuando se lo conté a Paloma, ella puso cara de náufraga agotada:

—Qué estrés.

—Tanto jaleo me rejuvenece.

—Y no sabes lo que me alegro. Pero ya empiezan a llamar adúltero, con todas las letras, a tu chico, y a su marido, cornudo. A mí eso me cortaría el rejuvenecimiento, la verdad.

—No entiendes nada, Paloma.

—Pues no. Y ya sabes que no soy ninguna mojigata. Eso sí, te lo advierto, ser adúltero es muy cansado. Tengo experiencia.

—Eso os pasará a los heterosexuales. Pero que dos hombres puedan ya casarse no quiere decir que todo tenga que ser como hasta ahora, cuando un señor y una señora se casaban. Puede ser diferente, debería serlo. Entre Víctor y yo no hay normas, no hay miedo, estamos en la cuerda floja tan a gusto. No hay adulterio. No hay culpa.

—¿De veras? Hijo, hay que ver qué habilidosos sois los maricones. Perdón, los gays.

Y sin embargo, Víctor durmió mal aquella noche. Por Jerónimo y por mí, eso me dijo. Me preocupó. Tal vez, por muy habilidosos que fuéramos, no era posible salir indemnes de aquel amor que exigía demasiado ajetreo entre universos paralelos y galaxias distantes, que terminaba resultando tan cansado, que podía mantenernos inquietos y desvelados una noche entera porque es preciso ser un desalmado para hacer daño y no sentirse tanto o más lastimado que aquel a quien se daña. Además, por mucho que sólo merezca la pena vivir en la cuerda floja, por más que merezca la pena vivir sin miedo, uno, por la razón que sea, se casa con alguien con todos los papeles y las correspondientes alianzas y acaba apegado al espejismo de la felicidad, a las irresistibles ventajas de lo establecido, de lo respetable, de lo previsible, de lo confortable, de lo apacible, de lo equilibrado, de lo hogareño, de lo familiar. Excelentes razones para casarse una tarde de diciembre, en el Ayuntamiento de Granada, con Jerónimo o con quien fuera.

Menos mal que me regalé a mí mismo por Reyes, con unos días de retraso para aprovechar una buena oferta gracias a los puntos acumulados, un iPhone 4S de 32 gigas. Y menos mal, también, que sólo quedaban dos meses para el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y había que ultimar la visita a La Algaida de Consuelo Ermitas. Víctor me necesitaba.

El iPhone me permitió acceder al WhatsApp y me convertí de la mañana a la noche en un adolescente adicto a la mensajería instantánea. Víctor y yo empezamos a tener conversaciones interminables a última hora de la tarde, y charlas escuetas, nerviosas, tontas, cariñosas, secas —secas sobre todo por su parte, cuando no estaba para perder tiempo— a cualquier hora del día. La charla podía alargarse sin contemplaciones si él necesitaba contarme algo, si quería hablar conmigo de todo aquello de lo que no hablaba con Jerónimo ni con nadie: sus entusiasmos en el colegio o en sus delegaciones, sus desánimos cuando se sentía incomprendido o las cosas no marchaban con la celeridad que él exigía siempre, su emoción cuando alguien le felicitaba o le mostraba su confianza y su gratitud, sus enfados cuando le atacaban, sus sarcasmos cuando decidía despreciar a quienes le criticaban o intentaban descalificarle, su delicadeza conmigo cuando quería tranquilizarme o protegerme, su falta de paciencia si yo me ponía pesado o le hacía reproches, su confianza en mí cuando comentábamos lo que él escribía o las decisiones que tomaba en la marabunta de asuntos que siempre se traía entre manos. «Niño, contigo tengo una confianza única», me escribía. Y me mandaba decenas de fotos —de sus actividades, sus ruedas de prensa, las entrevistas que le hacían, sus intervenciones en la televisión local, sus reuniones de voluntarios, sus encuentros con amigos—, y siempre, siempre, siempre, en todas aquellas fotos cuidadosamente elegidas al azar, salía guapísimo.

La preparación de la visita de Consuelo Ermitas la dejó por entero en mis manos. Surgieron retrasos, dudas por parte de la fiera de mi niña o por mi parte, imprevistos de última hora, pero todo se fue solucionando y Víctor se fiaba de mí. En mi vida había hecho tantas gestiones para nadie, gestiones de las que por lo general se ocupaban mi editorial o mi secretaria cuando se referían a asuntos míos de carácter personal o profesional. Yo era el técnico de Víctor, el asistente de Víctor, el asesor de Víctor, el mediador con Víctor. Cuando nos veíamos, ya por lo general en días entre semana, sólo durante unas horas, apenas salíamos de su apartamento, peleándonos contra el reloj. Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca. Hablábamos de lo que estábamos haciendo, de lo que habíamos hecho, de lo que queríamos hacer, y de nosotros. Yo llegaba a La Algaida a media tarde, por lo general los martes, y me volvía a Madrid al día siguiente por la mañana. A veces sólo cenábamos cereales con leche en la cocina, pero no echaba nada de menos —ni los langostinos, ni las acedías, ni las puntillitas, y menos que nada la cocina creativa empapada en mayonesa—, todo se esfumaba al otro lado de las paredes de aquel apartamento, Víctor siempre encontraba excusas para no quedar con quienes le reclamaban para cualquier cosa, a mí me parecía que el tiempo se esponjaba, se demoraba en cada gesto, en cada mirada, en cada abrazo, en cada beso, en cada risa, en cada enfado pasajero, en cada reconciliación inevitable, en todos y cada uno de los nombres, entrenados o no entrenados, del amor. Incluso para Paloma, que siempre se ponía de mi parte, era evidente que todo y todos jugaban en el equipo contrario, pero éramos tan habilidosos y tan insensatos que siempre salíamos adelante. Cuando yo me levantaba a media noche para ir al baño, Víctor seguía preguntándome «¿Dónde vas?», como si temiera extraviarse o que yo me extraviara.

A mediados de febrero, sin embargo, se desató una de aquellas tormentas que podían arrasar el paraíso.

«Hay noticia», me escribió Víctor. Y yo supe inmediatamente que se trataba de una mala noticia para mí, porque ya era capaz de distinguir en sólo dos palabras escritas el ánimo de Víctor, y sabía adivinar si lo que iba a seguir escribiendo estaría a mi favor o en mi contra. Añadió: «Acaban de crear plaza nueva de literatura en un instituto de La Algaida».

Nervioso, le pregunté: «¿Y ahora?».

«Con toda probabilidad Jerónimo la solicitará». Luego, en frases cortas que enviaba inmediatamente, me explicaba lo que no necesitaba que me explicase, que ya no dependía de que alguien se fuese de algún instituto y dejase una plaza libre, que lo que era tan difícil que ocurriese había ocurrido, que Jerónimo tenía más currículum y más puntos de mérito que nadie para hacerse con la plaza que quisiera y que era feliz gracias a la buena suerte de Víctor. Pero me di cuenta de que Víctor estaba asustado, aunque jamás lo reconocería: «En parte estoy contento porque es lo perfecto para Jerónimo y para mí, pero me siento muy mal porque es un freno definitivo a otra cosa que no sea la amistad entre tú y yo».

«¿Definitivo?». No podía ser, sólo dependía de nosotros.

«Niño, si tenemos problemas para darle naturalidad a esto, dime tú con Jerónimo viviendo conmigo».

«¿De verdad estás contento?». Aquella alegría suya me hacía daño.

«Es la puerta a esa tranquilidad y estabilidad que busco. Por eso me casé. Pero hace inviable lo nuestro. Ahora no puedo seguir, me acabo de enterar y sabes cómo son mis lunes». Sus lunes eran agotadores, en el colegio desde las nueve de la mañana hasta las siete o las ocho de la tarde, y aquel cansancio le ayudaba a ahuyentar el nerviosismo, la alegría, la tristeza, la confusión, el sentimiento de culpa, de alivio, de pérdida. Aunque tratara de enfriar sus palabras, yo sabía muy bien cómo se sentía.

«Tenemos que hablar, joder», le escribí.

«Sí…».

«Ahora».

«Estoy cenando con mi madre. Te llamo luego».

«Joder, qué voy a hacer…».

«De momento, relajarnos. Nos hará bien. Esta semana ha sido tremenda».

«Y ahora esto… Yo hago lo que sea para que tengas conmigo lo que buscas… TQ». Así, la abreviatura en mayúsculas de «te quiero», porque era importante llamarlo amor, pero de poco sirve querer a alguien que no te quiere, o que no quiere o no puede o no sabe apostar por ti.

Él escribió: «tq». La abreviatura en minúsculas de «te quiero», como si temiera estar diciendo algo que ya no podía decir. «Hablamos, tengo que cortar. Kiss». El beso así, en inglés, como si en inglés fuera más venial, más ligero, menos comprometido, menos reprochable, menos peligroso.

Yo peleé como pude contra todo aquello durante más de dos horas. Se hizo muy tarde. Víctor había tenido tiempo de sobra para llamarme. Le escribí:

«No quieres hablar, ¿verdad?».

«Estoy saliendo de casa de mi madre. Tengo la cabeza embotada, estoy muy cansado, prefiero hablar mañana».

Sabía que no diría nada más.

«Vale. Descansa. Beso».

«Tú también. Besos».

Aquella noche dormí muy mal. Por Víctor y por mí. El coche en el que viajábamos juntos desde hacía seis meses acababa de dejarnos tirados en medio de la carretera. Yo acababa de recordar que no sabía conducir y Víctor se había despertado de un sueño muy apacible para encontrarse en medio de una pesadilla. Quería que amaneciera cuanto antes. Nada más levantarme, le escribí:

«Hola. Buenos días. Hoy, 14 de febrero, es san Valentín. El pobre debe de estar hecho un lío con nosotros. Pero yo te quiero. ¡Beso!».

No me respondió hasta las nueve, a punto ya de entrar en el colegio:

«Buenos días. Besos. Hablamos luego».

A media mañana encontré una excusa para escribirle de nuevo. En algaidadigital atacaba otra vez el comando anti Ramírez. La fundación que Víctor ya no presidía —ahora el presidente era Píter— acababa de publicar una nota en defensa del matrimonio igualitario y despotricando contra el PP por no retirar el recurso de inconstitucionalidad que tenía presentado y sobre el que el Alto Tribunal, como decían en los telediarios, no acababa de manifestarse. El comando exigía ejemplaridad absoluta a los matrimonios gays, y bombardeaba a Víctor por haberse casado y seguir manteniendo una relación con una tercera persona. Jerónimo no debió de leer esos comentarios y Víctor no llamó a Juanán para que los borrara. Yo me los tomé como algo personal:

«Han vuelto a atacar en el digital. Lee comentarios a la noticia de la fundación sobre el matrimonio igualitario. Todo se me pone en contra». Exageraba, sin duda. Me pareció un buen modo de protegerme. «Humor, Ernesto, humor». Reclamaba mi cuota de protagonismo. Me colocaba como una heroína atacada de divismo romántico y febril en la línea de fuego para lograr que no todas las balas, aunque fuesen de fogueo, se las llevase él. Yo también tenía derecho a que me tocase alguna.

Víctor me escribió: «Matarían por tener mi vida». Estaba claro que no iba a dejarse robar plano en aquel berenjenal, que no iba a cederme ni una brizna del estrellato, que no le impresionaba lo más mínimo mi arrebato de drama queen.

Insistí: «Si al final yo estoy jodido, ellos serán felices. Es miserable, pero sentirán que han ganado». Él, a lo suyo: «Por más que lo intenten, a mí no van a hacerme daño esos desgraciados, huecos de vida y corroídos por el vacío existencial». A él quizás no, pero yo le estaba diciendo que también querían hacerme daño a mí, yo también tenía derecho a que me lo hicieran, al fin y al cabo yo era un escritor famoso, muy bien valorado, con muchos lectores y muy comprometido, coño. Yo también quería enfrentarme a mi parte del martirio con arrogancia, con salero, con gallardía, con una sonrisa maravillosa, siempre que no enseñara demasiado la dentadura.

«¿Cuándo hablamos?», le apremié.

«Esta tarde o esta noche. Beso», me escribió él, para que no siguiera dándole la lata.

Ya se le había pasado el nerviosismo, la alegría, la tristeza, la confusión, el sentimiento de culpa, de alivio, de pérdida. «Por suerte, tengo mucha facilidad para cambiar de chip», solía decirme. La tenía. Y cuando cambiaba el chip se alejaba la tormenta, el cielo se despejaba, una brisa corta de poniente hacía que reviviesen las moreras, las higueras, los eucaliptos, las araucarias, el mar, y el sol meridional hacía que brillase el mundo. Para no resultar insufrible, me concentré mucho en mis obligaciones y me aguanté durante el resto del día las ganas de llamarle, de escribirle. Pero cuando llegó la noche, apareció la luna y entró por la ventana —qué habría sido de mí, esos días, sin los boleros— calculé que Víctor ya se habría recogido después de otro día agotador, aunque no fuera lunes, y le escribí:

«Hola. ¿Ya en casa? No has llamado. Gracias, hombre».

«Relájate maricón, te llamo en unos minutos», escribió él. Fue como si una bala del comando anti Ramírez me hubiera entrado por un ojo.

«¿Maricón?».

«Uy, qué mal te ha sentado. Perdona, niño, era una broma. Estoy tomando una cerveza con los colegas. Ahora te llamo».

Me llamó y enseguida me di cuenta de que había bebido con los colegas las cervezas justas para estar contento, despreocupado, cariñoso. Con los amigos se habría relajado, se habría reído, habría cotilleado, habría llamado «maricón» a alguno de ellos, o a todos, y todos se lo habrían llamado a él. «Relax», pensé.

—Tengo muchas ganas de verte —me dijo.

—Y yo. Pero no vuelvas a llamarme maricón ni en broma.

—Está bien, no te rayes. Tú y yo tenemos sentido del humor, niño. Tengo muchas ganas de verte.

Teníamos sentido del humor, y teníamos de nuevo un paraíso terrenal para nosotros solos. Víctor tenía ganas de verme, yo tenía ganas de verle. Ya podía Jerónimo ocupar al día siguiente aquella nueva plaza de literatura en un instituto de La Algaida. Allá él.

—Hasta mañana, maricón —le dije—. Te quiero mucho.

—Y yo a ti, tonto.

Por la mañana, muy temprano, él se adelantó:

«Buenos días, homosexual». Era exactamente lo que yo había pensado escribirle.

Quedamos en vernos el miércoles de la semana siguiente. Ese día él tenía la tarde libre y yo, quitándole algo de tiempo a una ocupación que no me importaba completar con unos días de retraso, llegué a La Algaida a la hora de comer. Esta vez elegimos un bar de tapas de toda la vida, y luego empleamos buena parte de la tarde intentando no amargarnos aquellas horas con las últimas fechorías de la Bipolar. Para Víctor y para mí habían vuelto los días de bonanza, pero daba la impresión de que la Bipolar o la Embajadora, o los dos, estaban al tanto de todos nuestros vaivenes sentimentales y de nuestra agenda de encuentros en La Algaida. Y no se callaban. Decían que yo había estado en La Algaida, que me habían visto con Víctor, que dormía en su apartamento. Dos amigos le habían dicho a Víctor que alguien que firmaba Diego del Río, pero que era Jacobo de Pedro sin lugar a dudas, enviaba por chat mensajes en los que, junto a la fotografía de Víctor, tomada de la página oficial del Ayuntamiento, le tachaba de ambicioso, de aprovechado, de experto en seducir y abandonar a cualquiera del que esperase sacar alguna ventaja, y de ponerle los cuernos al marido. Víctor acabó enviándole un correo electrónico —en el que yo conseguí limar las expresiones más hirientes que él había incluido en la primera redacción—, y le emplazaba a defenderse en los juzgados, porque la denuncia ya estaba puesta. No era cierto, pero confiábamos en que aquella advertencia acabase de una vez con los desvaríos enfermizos de aquel pobre diablo. Luego, pusimos todo de nuestra parte para recuperar los días mejores de Adán y Adán antes de que la culebra metiese cizaña. Le conté mis días locos en California un millón de años atrás, él me contó sus días en Dublín y la noche que pasó en un calabozo por una fechoría venial en un supermercado, hicimos planes absurdos, nos reímos, nos olvidamos de todos los que querían llenar de minas de racimo el oasis que recorríamos juntos.

Por la noche, decidimos ir caminando hasta Di Piero, porque él tenía otra vez el coche en el taller —daba la impresión de que aquel renault Clio avistaba ya la hora del desguace— y además haríamos un poco de ejercicio. Al entrar en la avenida del Descubrimiento vimos a Perico Martos que salía de una de las bocacalles. Víctor le llamó y el locuaz jefe de protocolo, encantado de tener con quien charlar, se acercó, miró a Víctor, me miró, y perdió una excelente ocasión de estarse calladito:

—¿Dónde está tu chico?

—Vive en Granada. —Víctor tenía el suficiente control de sí mismo para responder como si le hubiera preguntado por la duquesa de Medinaceli.

—¿Dónde vais con este frío?

—A cenar a Di Piero.

—Os acompaño hasta allí, si no os importa. Yo vivo cerca.

Frente a Di Piero, el dicharachero jefe de protocolo perdió otra excelente ocasión de tragarse la lengua.

—Ese es el coche particular de la alcaldesa —dijo, y señaló un turismo de color guinda, aparcado frente al restaurante.

A partir de ese momento, Víctor y yo dejamos de ser Adán y Adán en un tiempo inocente en el que nadie había pronunciado aún la palabra «culpa». En el restaurante se empeñó en que nos quedásemos en el piso bajo, que estaba helado y desierto, y el encargado tuvo que encender para nosotros uno de los calefactores. Eligió la mesa más apartada y se sentó de espaldas a la puerta, tal vez convencido de que, si él no veía a nadie, nadie le vería a él, nadie le vería conmigo. Pedimos lo de siempre y apenas probamos bocado. Evitó en todo momento que le cogiera la mano, que habláramos de lo que nos estaba ocurriendo. De vuelta a su apartamento, rechazó que fuéramos del brazo, dijo que no era lo más discreto que podíamos hacer. Me habló de nuevo, en un tono sombrío, de comprar o alquilar por allí, o en cualquier otra zona de La Algaida, una casa con una parcela lo suficientemente espaciosa para poder organizar fiestas con sus amigos y para tener un perro. «Y para vivir con Jerónimo», pensé. Luego, en la cama, se acurrucó contra la pared, y cuando yo intenté que el amor se pusiera de mi parte, él sólo dijo:

—No.

Se lo conté a Paloma, mientras comíamos en nuestro restaurante argentino, y ella se convirtió en una ametralladora de preguntas.

—¿Y no concretasteis? Quiero decir que si no follasteis.

—No concretamos. Quiero decir que no follamos.

—¿Qué le pasa a ese chico?

—Tiene remordimientos.

—¿De veras? A buenas horas. ¿No será que tiene de pronto miedo a que piensen mal de él si le ven contigo? ¿No será que de repente le preocupa su reputación? Supongo que es más airoso llamarlo remordimientos.

—Él no tiene miedo. Prefiere vivir sin miedo y ser libre de por vida —recité—, eso dice. Y no pongas esa cara, yo me entiendo.

—¿Que tú te entiendes? Lo dudo. Y desde luego no me digas que lo entiendes a él.

—Quizás.

—¿Quizás? Uy. No quiero oírlo. ¿Tuviste los santos huevos de seguir en esa cama?

—Los tuve.

—¿Y pudiste dormir?

—Ni cinco minutos. Es más, me dio la llantera. Qué vergüenza, no recuerdo haber llorado tanto desde que me dejaron por primera vez, cuando tenía quince años. Un horror. Claro que enseguida me puse furioso. Lo mandé a la mierda.

—¿Le dijiste «vete a la mierda»? —Noté que, en el fondo, Paloma estaba deseando que eso fuera verdad.

—Bueno, no se lo dije. Pero lo pensé.

Nos reímos. Paloma, en el fondo, quería que yo me rindiese.

—¿Pero estás seguro de que él quiere dejarte?

—Nada seguro. Pero tendré que dejarle yo, tú dirás. El niño no pretenderá que sigamos con lo nuestro, pero sin concretar.

—Ni loco, ¿eh?

—Ni loco. Por eso lloré como un becerro.

—¿En la cama?

—En la cama.

—¿A su lado?

—A su lado.

—¿Mientras él dormía como un ceporro?

—Creo que sí.

—¿Me vas a decir que él no se dio cuenta de nada?

—Al final se dio cuenta de todo, ya me encargué yo. Qué manera de llorar, joder. Lo desperté, claro. Intentó consolarme. De una manera rara, pero lo intentó. Me dijo que quería que estuviese bien, que teníamos que estar bien, pero que lo nuestro es inviable. Ya ves tú.

—¿Inviable? Que mande a ese marido a la vendimia francesa de por vida, y ya verá si lo vuestro es viable o no es viable. Por cierto, ¿ese marido lo sabe o no lo sabe? Lo vuestro, digo.

—Ni idea. Yo no pregunto.

—¿Pero Víctor te ha dicho si al menos sospecha algo?

—No me ha dicho nada. Y yo no pregunto.

—Haces bien. Pero qué mala suerte, con la ilusión que a mí me hacía este noviazgo. A propósito, con lo activo que tú has sido siempre, ¿ahora qué vas a hacer con los instrumentos de entrenamiento?

Nos reímos.

—¿Qué quieres que haga? No voy a tirarlos a la basura… Ya son como de la familia.

Reír con Paloma era como despejar un día nublado a empujones. De pronto se puso seria:

—Y ahora dime lo único que a mí me importa: ¿tú cómo estás?

—Hecho polvo.

—Bueno, digamos que hecho papilla. De polvo mejor no hablemos.

Volví a intentarlo. Volví a intentar no hablar de todo aquello con Paloma ni, sobre todo, conmigo mismo. Volví a intentar no pensar, no recordar, no mirarme la pena, no lamerme las heridas. Volví a hacer planes en los que Víctor no ocupara ningún lugar. Viajaría por fin unos días a Ibiza para visitar a Renato, me esforzaría en concluir cuanto antes el libro que debía entregar a finales de primavera. Me buscaría un chapero en Internet. Las heridas irían cicatrizando solas. La Bipolar y la Embajadora y el resto del comando no tenían por qué enterarse de que Víctor y yo habíamos terminado. Que no se divirtieran a mi costa. Que se divirtieran apuñalándose por la espalda los unos a los otros.

Pero aquel fin de semana Víctor me envió un archivo con el Funeral Canticle de Tavener. En su correo sólo decía: «Por Dios… ¿Puede haber música más maravillosa?». Era una pieza espiritual, funeral, melancólica. Era la manera que Víctor había encontrado de decirme otra vez: «Me acuerdo mucho de ti».

Volvía a acordarse mucho de mí.

Durante aquellos últimos días de febrero y primeros de marzo hubo actividad desenfrenada en La Algaida y en el universo paralelo. Víctor sacó adelante la normativa municipal que prohibía los circos con animales. Encontró a duras penas tiempo para asistir a un par de clases del máster en Cádiz, y acabó abandonando: Emilio dejaba de ser un hipotético rival, como lo había dejado de ser Luis Guerrero. Fue a su cita con el psicólogo, pero no le contó nada del enredo emocional en el que se había metido, y el psicólogo le encontró en una forma inmejorable. Concedió una entrevista muy política, muy pensada, muy seria al semanario local, ilustrada con una foto, nada azarosa, que se convirtió desde que me la adelantó por email, junto con el texto, en mi absoluta favorita. Publicó dos artículos, uno sobre los trolls y otro sobre la alegría de vivir. Supo, por un amigo que frecuentaba chats de contactos, que la Bipolar, tan defensora del santo vínculo matrimonial de Víctor, incitaba por Internet a chicos casados o con novia a serles infieles con él, había que tener valor. Por deferencia envenenada del mismo amigo también le llegaron —y borró— «imágenes extremas», como decía él, de la Bipolar delante de la cámara del ordenador, y conversaciones patéticas en las que suplicaba un poco de sexo. Todo volvió a compartirlo conmigo. La mensajería automática era un milagro. Víctor y la fundación de la que ya no era presidente, aunque se notase poco, triunfaron en los carnavales con, un año más, la carroza más provocativa y vistosa de todo el desfile, un grupo de piratas y sirenas que se pasaron todo el recorrido morreándose: las sirenas con las sirenas y los piratas con los piratas. Yo les había regalado una docena de banderas gays compradas en un chino de Chueca. Ese fin de semana, aunque Jerónimo estuvo en La Algaida, instalado en el apartamento de la plaza Infanta Alfonsa, Víctor y yo encontramos tiempo para vernos —sin llegar a concretar, es verdad— y el domingo fuimos a comer a Jerez, en el McDonald’s de un centro comercial casi vacío, en medio de un descampado, y después estuvimos en el cine, solos, todo el tiempo cogidos de la mano, a ratos con su cabeza apoyada en mi hombro, a ratos al revés, mientras Meryl Streep administraba sabiamente sus morisquetas para conseguir una copia exacta y un poco ortopédica de Margaret Thatcher, y luego me llevó a la estación del tren y paseamos por los alrededores hasta la salida del Alvia de las ocho menos veinte. Me daba igual cómo los demás, incluida Paloma, pudieran llamarlo: yo sabía que era imprescindible llamarlo amor. Sólo faltó que nos despidiésemos en el andén con un abrazo febril y un beso carnívoro, bajo los aplausos de la concurrencia.

El 8 de marzo, jueves, a mediodía, Consuelo Ermitas llegó a La Algaida y Víctor fue el hombre más feliz del mundo. A ella, en los digitales, llevaban días llamándole de todo: sectaria, botijo, pécora, tapón. Yo llegué con el tiempo justo para la conferencia. Víctor, muy endomingado —llegué a pensar si no sería aquel el traje que llevaba el día de su boda—, muy en su papel de anfitrión, recibía en la puerta del palacio de los duques de Santa Medina, había conseguido que la conferencia tuviese lugar en el salón de embajadores: para la fiera de su niña, lo mejor. Cuando llegó la hora de empezar, Víctor —como si además de su técnico, su asistente, su asesor, su mediador, fuera su conserje— me pidió:

—Ernesto, por favor, ¿te importa avisar a mi madre y a Jerónimo, que están en el jardín, de que ya es la hora? Diles que vayan subiendo y cogiendo sitio.

Me comporté como un conserje profesional. Los señores, en efecto, estaban en el jardín. Jerónimo se levantó muy expresivo, me besó muy expresivo, me dijo, muy expresivo:

—¡Cuánto tiempo sin verte, guapetón!

Luego, se sorprendió de que la madre de Víctor y yo nos besáramos como si fuéramos parientes.

—Ah, ¿vosotros os conocéis?

—Le he visto mucho con Víctor —dijo ella, que me había cogido las manos y no me las soltaba.

La madre de Víctor me recordaba a mi madre, veinte años más joven. Dejé que subieran solos —faltaría más— al salón de embajadores, y cuando yo llegué, con Víctor y con la Ermitas, vi que Perico Martos, el jefe de protocolo, los había colocado en la segunda fila de sillas y a mí me había reservado asiento en la primera, junto a los concejales del equipo de gobierno. Al final del acto, Perico Martos se enteró de quién era Jerónimo y se deshizo en disculpas por haberle sentado en lugar no preferente, y yo temí por un momento que se retirara atropelladamente a su despacho municipal, a hacerse el haraquiri para purgar su espantoso fallo protocolario.

Consuelo Ermitas no defraudó a sus incondicionales ni, mucho menos, a sus detractores. Me reprochó en público, cariñosamente, el haber abusado de nuestra lejana amistad para meterla en aquel enredo, y recordó cómo había conocido a Víctor, aquel muchacho que pasó como una exhalación por su cuarto del hospital para entregarle un ramo de flores antes de irse de misiones a Kenia o al Camerún. En su charla, desordenada y con escasa relación con el Día Internacional de la Mujer, estuvo tan fanática socialista como de costumbre, tan irritante y divertida como de costumbre: radical, sectaria, mitinera, faltona. Exigió que ninguna mujer andaluza votara al PP en las inminentes elecciones autonómicas. Víctor se sintió en la obligación de intervenir para aclarar que desde la delegación de Igualdad no se le había dado ninguna consigna partidista. Para rematar la faena, la Ermitas llamó fascista a una muchacha, entregada a causas solidarias, que en el turno de preguntas lamentó la desidia y la inutilidad de los políticos profesionales. En los digitales volvieron a vestirla de limpio.

Víctor me pidió —por un momento había temido que no lo hiciera— que fuese a cenar con la Ermitas, con Jerónimo y con él. Eligió un restaurante discreto a las afueras de La Algaida. Nada más subir en el coche oficial del Ayuntamiento, puesto a disposición de la Ermitas para lo que quisiera, Jerónimo dijo:

—¡No sé qué hace un poeta surrealista en un coche oficial!

—Poesía surrealista —dije yo.

La Ermitas me miró como preguntándome: «¿Y este prenda quién es?».

Entonces, caí en la cuenta de que Víctor no se había tomado la molestia de presentarlo.

—Consuelo —dije—, él es Jerónimo, el marido de Víctor.

—Ah —dijo ella—, pues muy bien. —Y luego me miró, como preguntándome: «¿Y entonces tú qué demonios eres?».

La Ermitas cenó bien, con excelente apetito, y estuvo tan fanática socialista, tan irritante, tan divertida, tan radical, tan sectaria, tan faltona como siempre. En un momento de la conversación, y a propósito de un viejo socialista que no era santo de su devoción, se burló de él por haberse casado con una muchacha muy joven. Jerónimo se sintió en la necesidad de defenderse:

—Víctor y yo llevamos juntos doce años, nos llevamos casi veinte, nos conocimos cuando él tenía dieciocho. —Víctor me dio un rodillazo por debajo de la mesa—. Y nos va muy bien, yo le dejo hacer, Ernesto, tú lo sabes. —Otro rodillazo de Víctor—. Acuérdate, cuando estuvimos en Madrid él se fue una noche con un amigo de discotecas y yo me quedé en mi gin bar, con mi iPad, tan campante. —Esta vez, el rodillazo de Víctor casi me hunde la meseta tibial.

A la hora del postre, el camarero nos pasó la carta, pero la letra era demasiado pequeña, aquello estaba demasiado oscuro, yo necesitaba ir al oftalmólogo.

—Toma —me dijo Jerónimo—, las gafas para compartir.

Jerónimo se fue al baño, Consuelo se fue al baño, y Víctor me miró a los ojos, me dio las gracias, dudó después si decir lo que quería decirme. Por fin se decidió:

—Estás muy guapo —me dijo.

No volvió a decírmelo durante todo el fin de semana. Lo pasamos juntos en los cuarenta metros cuadrados de la plaza Infanta Alfonsa. Porque el viernes por la mañana, Jerónimo, muy temprano, llevó el renault Clio al desguace —ya no había compañía de seguros dispuesta a suscribir una póliza— y luego se fue a Granada porque tenía que liderar, el sábado y el domingo, a los fanáticos de la poesía surrealista en el taller de escritura. El viernes por la tarde, nada más entrar en el apartamento, Víctor me abrazó, me besó, me dijo:

—Yo te quiero mucho, Ernesto. A veces me da rabia no saber demostrártelo.

No tenía que demostrarme nada. Bastaba con que estuviese ahí. Todo, incluida su buena suerte, tiraba de nosotros en sentidos opuestos, pero algo acababa siempre tirando de nosotros para seguir juntos. Sin miedo. Afrontaré mi miedo, permitiré que pase sobre mí y a través de mí, y cuando haya pasado seguiré firme mi camino, rapeaba Nach.