—Ay, mi marido, que lo tengo esperándome en la calle…
Eso dijo Víctor, resplandeciente de burbujeante felicidad navideña, y yo era el marido que le esperaba con la maleta en la puerta de su casa, cansado, muerto de frío, enfadado, y a punto ya de largarse a un hotel porque no le había advertido a mi madre que llegaría un par de días antes de Navidad y no quería enredarme en explicaciones.
Eran casi las nueve y llevaba cerca de una hora tiritando en la plaza Infanta Alfonsa, en la terraza cubierta, y sin más clientes que yo, de una cafetería en la que unos calentadores colgados del techo intentaban en vano espantar un poco el frío de la noche. Desde mi mesa, mientras mordisqueaba un sándwich e intentaba que un café con leche me entonase el estómago, trataba de no perder de vista la puerta del edificio del apartamento de Víctor. Lo habíamos acordado nada más regresar él a La Algaida, tres días después de aquella otra boda llena de papeles y de testigos y de alianzas y de entremeses y merluza a la romana para toda la familia. Me llamó para decirme que estaba llegando, que acababa de dejar atrás la gasolinera de la avenida del Descubrimiento. No habíamos hablado durante todo su fin de semana nupcial, y fue como si nada grave o excepcional hubiera ocurrido. Quedamos en que nos veríamos el 22 por la noche. Pero ¿se habría presentado algún imprevisto convencionalmente conyugal? Le había anunciado tres o cuatro veces durante el viaje en tren que llegaría a Jerez sobre las siete y media, y él había lamentado, una vez más, no poder recogerme en la estación por compromisos municipales y me había pedido que fuera directamente en el taxi a su casa, pero también cabía la posibilidad de que se hubiera olvidado y estuviera en algún sitio sin cobertura, porque de pronto dejó de contestar mis llamadas y mis mensajes. Pasó Perico Martos, el jefe de protocolo, tan maqueado como siempre, y se apiadó de mí. Víctor estaba de jolgorio navideño con los demás concejales socialistas, él acababa de dejarlos en plena ebullición razonablemente alcohólica. Le llamó en vano al móvil institucional. Me recordó, divertido como un almidonado director de orquesta dirigiendo un vals, que a punto estuvo de telefonearme a Madrid para felicitarme por mi boda con Víctor, y debió de pensar que menudo enredo se traían el atareado concejal polivalente y el célebre escritor neosocialista. Me prometió volver a llamar a Víctor desde su casa y me deseó suerte, y feliz Navidad y feliz Año Nuevo y toda la felicidad protocolaria y no protocolaria. Me quedé otra vez solo, tiritando, enfadado y con unas ganas locas de meterme en cualquier cama y dormir de un tirón tres días seguidos. Pero de pronto apareció Víctor, apurado, feliz y efervescente, y me llamó marido y se me pasó el cansancio, el frío, el enfado, y las ganas de dormir en cualquier cama que no fuera la suya.
Sólo subimos a su casa a dejar mi maleta. Un beso rápido, un abrazo tan apresurado como prometedor, y dijo:
—Vamos a caminar un poco para despejarnos.
Yo no tenía la más mínima necesidad de despejarme, pero pasear cogido del brazo de Víctor por La Algaida, la noche del 22 de diciembre, era demasiado tentador como para encontrarle inconvenientes a la caminata. Hacía un frío pringoso y adherido a una niebla baja que lo emborronaba todo, pero caminar con Víctor, abrazados por la cintura, tenía el encanto irresistible de los felices atentados contra el decoro. La calle Larga, la calle San Felipe, la calle de la Colonia estaban desiertas, pero caminar con Víctor como marido y marido, en vísperas de Navidad, era un placer tan desafiante que no podía pasar inadvertido. Cuando salimos al paseo del Puerto algunos coches nos iluminaron con sus focos y eso podría bastar para que llegase a oídos de la Bipolar o de la Embajadora aquel paseo nocturno, indecente, feliz. Víctor se detuvo de pronto, se separó de mí, me cogió la cara con las manos y me besó en la boca.
—Que nos vean y que digan lo que quieran.
Volvimos cogidos del brazo, o abrazados por la cintura, y en la calle Larga dos tipos gordinflones y mustios que paseaban una pareja de hermosos dálmatas volvieron la cabeza casi a la vez, como si oyesen lo que Víctor me decía al oído:
—Los dos lo han intentado conmigo. Juntos y por separado.
Daba igual. A la retahíla de pretendientes rechazados por Víctor, entre ellos toda la gama alta, media y baja del sindicato de actividades diversas, había que añadir a paseadores nocturnos de perros dálmatas, pero Víctor se había casado conmigo, sí, y nos habíamos casado sin papeles y sin ceremonia y sin testigos y sin alianzas y sin comida estrictamente familiar, sí, pero nos habíamos casado antes de que Víctor se casara con Jerónimo, antes de aquella otra boda con todos los papeles reglamentarios, con la ceremonia preceptiva, con las correspondientes alianzas, con los imprescindibles testigos y con la comida estrictamente familiar. Víctor y yo nos habíamos casado sin nada de todo eso, pero sabiendo la importancia de llamarlo amor. Víctor y yo siempre nos despedíamos ya, en todos nuestros mensajes y correos electrónicos que nos dirigíamos el uno al otro, diciéndonos: «Beso fuerte. Te quiero».
Nos pasamos por El Garaje y nos fuimos sin tomar nada porque llegamos a la conclusión errónea de que no había nadie a quien escandalizar. Camino del apartamento, nos cruzamos de nuevo con los paseadores de dálmatas, que a pesar de haber sido rechazados por Víctor juntos y por separado, y a pesar de ser del PP y de estar casados con todas las bendiciones administrativas y familiares, nos saludaron con mucho despliegue de sonrisas y con los mejores deseos para las fiestas y el nuevo año. En la escalera que llevaba a su apartamento, Víctor me abrazó y me besó contra la pared, como aquel sábado de las carreras, y me dijo:
—Menos mal que no me mandaste ese correo, cabrón.
Yo sabía a lo que se estaba refiriendo.
—Menos mal que te lo mandé —dije—. A destiempo, pero te lo mandé.
Aquel correo.
«Vale. Ya está bien, ¿verdad? Sé que me merezco todo esto, por gilipollas, lo que no sé si me merezco es que lo hayas hecho así. No te preocupes, no te voy a mandar a ningún sitio desagradable, aquí el único que se va a la mierda soy yo. Cuídate, y cuida lo que haces con la gente o acabarás convertido en una mala persona».
Aquel correo que yo había escrito cuando Víctor me comunicó, con todas las palabras, que su decisión era casarse con Jerónimo. Lo escribí, dudé si enviarlo, no lo envié, lo guardé como borrador. Al cabo de unos días, una vez que Víctor y yo decidimos continuar con lo nuestro porque comprendimos la importancia de llamarlo amor, quise borrarlo, pero en lugar de presionar la tecla de «suprimir» le di, nunca sabré cómo ni por qué, a «enviar». Le llegó a Víctor mientras él estaba en el colegio, en una reunión de evaluación. Yo, aterrorizado, intenté corregir el estropicio con un mensaje enredado de explicaciones y que no llegué a mandar porque Víctor me llamó enseguida, nervioso, asustado, incrédulo. Luego lo negaría. Luego me diría que no se asustó, que sólo flipó, se sorprendió, se extrañó. Pero se salió entre justificaciones atropelladas de la evaluación, muy nervioso y muy asustado, dijera después lo que dijese. Y entonces comprendí que había hecho bien en equivocarme. Paloma, cuando se lo conté, también consideró que había hecho estupendamente. Porque yo había podido comprobar lo que a Víctor le asustaba la idea de perderme, porque Víctor había podido comprobar lo triste, lo doloroso, lo peligroso que era el que yo fuese capaz de mandarme a la mierda a mí mismo, aunque no fuera capaz de mandarle a la mierda a él.
Aquel correo a destiempo —aquel correo que después, por teléfono, llené de explicaciones confusas, y que Víctor aseguró comprender y disculpar— abrió de nuevo las puertas del paraíso encerrado entre los cuarenta metros del apartamento de la plaza Infanta Alfonsa. El paraíso comprimido, perdido y recuperado, disparatado y luminoso, en el que Víctor y yo jugamos la noche entera como Adán y Adán vueltos a crear por algún dios guasón, travieso, bohemio, misericordioso. Nos citábamos, nos encelábamos, nos acercábamos, nos distanciábamos, nos disponíamos a poner en práctica todo lo que yo había entrenado, teníamos que salir corriendo para cerrar una cancela por la que intentaba colarse el fantasma maduro, equilibrado, exigente del marido cargado de papeles, alianzas, testigos, menús para comidas estrictamente familiares, y después nos escondíamos el uno del otro, nos descubríamos el uno al otro, nos vendábamos los ojos, nos tapábamos los oídos, nos susurrábamos con los labios y con las manos, y con los muslos y con los pies, y con el amor encarnado y embravecido, palabras sucias y palabras delicadas, palabras inventadas y palabras antiguas, y letras de boleros: Vámonos alejados del mundo, donde no haya justicia ni leyes ni nada, no más nuestro amor. Claro que, si nos íbamos a semejante destierro tan primitivo y tan aislado, ni la Bipolar ni la Embajadora ni los paseadores nocturnos de dálmatas ni nadie nos iba a ver ni se iba a escandalizar, y así la vida en el paraíso perdía el noventa por cierto de su gracia.
La mañana del 23 Víctor se fue temprano y adormilado a una celebración escolar, y yo me quedé holgazaneando en aquella cama que tanto se parecía a un refugio perfecto en lo alto de un monte. Nos vimos a las once para un desayuno tardío, y luego él se fue a cumplir con un compromiso municipal y yo di un largo paseo por la arena de color bronce que la bajamar había dejado al descubierto y que también me pareció recién creada, y comimos juntos en Di Piero, y luego volvimos a su apartamento a no dormir la siesta a pesar del sueño y del cansancio, y no salimos de allí en toda la tarde, y volvimos a apurar la noche entera, a un metro escaso del techo, como Adán y Adán recién creados otra vez por un dios parlanchín y fanático del bolerón.
Éramos inocentes. Para vivir allí, para vivir aquello, nadie había sido creado antes que nosotros. Jerónimo llegaría en coche a media mañana del mismo día 24, pero llegaría a otro 24 de diciembre, a otros cuarenta metros cuadrados, a otro Víctor. El Víctor que me quería y yo aún dispusimos de un par de horas para jugar a rebañar el tiempo, y a las diez salí pitando porque no es fácil calcular lo que un marido cargado de papeles y con la alianza correcta en el dedo correcto tarda en hacer en coche los trescientos kilómetros que hay entre Granada y La Algaida, y tampoco es fácil fijar con precisión el límite horario de la media mañana.
Por la tarde recibí su regalo de Navidad, un correo electrónico que decía: «Hola loco, como me has pedido fotos te mando un buen número al azar, te adjunto también el rap En la cuerda floja, de Nach, la canción de mi vida. Beso fuerte. Te quiero» y adjuntaba, en efecto, un archivo con 165 fotografías, y otro con el rap: Para mí es muy sencillo, la vida debería vivirse al límite, no hay que someterse a ninguna norma, ni dejarse influenciar por lo que los otros puedan decir o pensar de ti… y entonces sólo así uno logrará vivir en la cuerda floja… En las 165 fotografías, en todas y cada una de ellas, sin duda escrupulosamente elegidas al azar, Víctor salía invariablemente guapísimo, vestido o en bañador, y además gracioso o romántico o atrevido o trotamundos o provocativo o tierno o solidario, o todo a la vez. Era como para presentar ante el Tribunal de La Haya una demanda contra el arbitrario azar, por pasarse la arbitrariedad por la puerta trasera en el caso de Víctor.
Por la noche, el Víctor que me quería y yo nos comportamos como cada vez se comportan más parejas perfectamente avenidas: cada uno cenó en Nochebuena con su respectiva familia materna —en la suya, con Jerónimo empotrado, sí—, nos intercambiamos por sms amorosas felicitaciones para todos. Yo tuve una Nochebuena sobria y él una llena de jaleo y villancicos, yo me retiré con mi madre y una de mis hermanas a la casa de la playa y me acosté temprano y él llegó a las tantas a aquellos otros cuarenta metros cuadrados —unos cuarenta metros cuadrados diferentes mientras no fueran para él y yo, mientras fueran para él y Jerónimo—, yo me levanté pronto y él lo hizo tardísimo. Estábamos bien, como si hubiéramos decidido dar un largo paseo por separado por lo alto del monte, por los alrededores de aquel refugio que tanto se parecía a una cama divertida y feliz a casi dos metros del suelo.
El 25, después de comer, le mandé un mensaje: «Feliz Navidad, de nuevo. ¿Nos vemos dentro de un rato a tomar algo?». Él me contestó: «¿Los tres, o tú y yo solos?». Le dije: «De perdidos, al río. Si quieres que quedemos los tres, por mí de acuerdo». Al cabo de diez minutos, supongo que de negociación, me escribió: «OK. De momento, tú y yo solos. ¿Podemos vernos dentro de un cuarto de hora en la puerta de mi edificio?». Yo estaba de visita navideña en casa de una anciana y soltera tía por parte de padre, muy cerca de la plaza Infanta Alfonsa, y podía.
Me sobraron diez minutos.
—Vamos a un bar de ginebras que han abierto en el Paseo Marítimo —me dijo Víctor, después de abrazarnos y murmurarnos al oído «te quiero»—. Jerónimo ha quedado con una amiga y se nos suman después.
Fuimos caminando. Aunque el día había amanecido brumoso, tibio y en calma, con el comienzo de la pleamar se levantó un viento de poniente que despejó la atmósfera y dejó el cielo tirante y soleado y la tarde brillante y fría. Víctor estaba recién duchado, recién afeitado, muy guapo, muy contento. Debajo de un anorak de aires moteros, y sobre una simple camiseta blanca, se había puesto el jersey de color vino que yo le había traído de regalo. Después de que se lo probara, me había quejado con cierta ñoñería de que él no me hubiera regalado nada, le había dicho que me contentaría con alguna buena foto suya. Me la había prometido, y me había abrazado para sellar la promesa. La promesa la había cumplido con creces: aquellas 165 fotografías elegidas por el más que favorable azar. La ciudad, la vida, el tiempo volvían a ser nuestros. ¿Qué importaba que sólo fuera por unas horas, tal vez por unos minutos? Todo estaba de nuevo recién salido del caos previo a la creación del mundo.
—Vas a conocer a Jerónimo —me lo dijo como si se tratara de un primo lejano pero del que me había hablado mucho. Allí, en aquel lugar que seguía siendo sólo nuestro, Jerónimo y yo nos conoceríamos, y Víctor y yo éramos inocentes.
—Y él me va a conocer a mí —dije.
—Ya te conoce. Te ha visto en fotos y en la tele.
—Nos vio juntos en aquellas fotos de las carreras de caballos, ¿verdad? Y él fue el que te avisó de que estábamos en todos los periódicos.
—Sí —admitió sin el menor asomo de incomodidad, como si me lo hubiera contado tal cual en su momento—. Causamos sensación.
Sensacional podría ser aquel encuentro a tres en el que Víctor era el checking point. El bar, pequeño pero bien decorado y con las mesas distribuidas con sentido común, se llamaba Los Arcos Gin Bar, y la estantería situada tras la barra estaba repleta de botellas de todas las marcas de ginebra habidas y por haber. A pesar de lo mucho que había bajado la temperatura, elegimos una mesa de la terraza, y Víctor pidió un gin tónic, pero no lo pidió de Tanqueray, su ginebra favorita para ocasiones excepcionales, lo pidió de Tann’s, y yo pedí una tónica sola. ¿Desde cuándo bebía Víctor marcas infrecuentes de ginebra?
—Jerónimo es forofo de las ginebras selectas o raras —me dijo, como si me adivinara la extrañeza, aunque yo me había esforzado en parecer mundano y familiarizado con los alcoholes más inverosímiles.
Estábamos bien. Estábamos tranquilos y seguros. Estábamos a salvo de cualquier recelo o cualquier remordimiento. Por eso, cuando Jerónimo apareció por fin, solo, con mucha sonrisa granadina y mucha expresividad de manos, y a pesar de que le toqueteó un poco a Víctor el hombro —sin el menor intento de besarle, eso sí—, me cayó bien. Jerónimo no se parecía en absoluto al hombre que yo pensaba que era, pero me cayó bien. No era alto, no era delgado, no era elegante, no era discreto, no era sobrio, no era refinado, no era de pocas palabras y se parecía al Gregory Peck de Matar un ruiseñor como un solideo a una pamela, y me cayó bien. Pidió un gin tónic de G’Vine:
—El cuerpo, quiyo, me pide punch.
Decía todo el rato quiyo, fashion, y «no nos vayamos a un universo paralelo», así que me cayó bien. Le había dado plantón la amiga con la que había quedado —la mejor soprano de Sevilla, dijo—, pero se había traído su iPad, dispuesto a echar el rato sin meterse en corral ajeno, así que ¿cómo no iba a caerme bien? Y, además, cuando Víctor —ante la sugerencia de Jerónimo de continuar la charla en el interior del bar, porque allí fuera nos íbamos a quedar pajaritos— dijo que a nosotros no nos apetecía en absoluto encerrarnos en aquel coqueto pero aburridísimo santuario dedicado a la diosa ginebra, y que nos largábamos, él lo aceptó sin rechistar. Como para que no me cayese bien.
—Somos un matrimonio cool —me dijo Jerónimo—. Yo me enfrasco en mi iPad y él se enfrasca en el suyo y así nos pasamos horas.
Aunque sonriente, creo que Víctor dijo en serio:
—Nos llevamos tan mal que es la única manera.
—Bueno —dijo Jerónimo, alérgico al parecer a las arenas movedizas—, no nos vayamos a un universo paralelo.
Allí se quedó Jerónimo, en el universo de toda la vida, tan a gusto, a solas con su iPad, y Víctor y yo nos fuimos como locos a disfrutar de nuestro matrimonio paralelo en un universo paralelo, en una segunda o tercera dimensión en la que no había nada que explicar ni que justificar ni que defender, una dimensión en la que había de todo menos manzanas prohibidas y serpientes tentadoras. A ver si no sobraban razones para que Jerónimo me cayese bien, la poesía surrealista empezaba a resultar muy apañada. Quizás Jerónimo y Víctor habían llegado al acuerdo matrimonial de concederse universos paralelos. Íbamos Víctor y yo, por el edén recién estrenado de otra galaxia, como si fuéramos en taparrabos, descalzos, hermosos —yo, claro, recién salido de la clínica de Ivo Pitanguy, el cirujano plástico más famoso del planeta Tierra—, y el mundo resplandecía. Víctor puso en el cedé de su coche el rap de Nach, y fue recitándolo sobre la canción: ¿Qué le voy a hacer si vivo tranquilo en otra galaxia, si lo conocido me asfixia, no calma mi ansia, preso en la nostalgia las hojas son mi elixir, andando en la cuerda floja, esta es la vida que elegí vivir… Me dijo:
—Así es como la vida merece la pena.
Dimos vueltas en el coche por la nueva dimensión, aparcamos al final de la playa de La Vara, paseamos junto a la orilla del mar pardo y perezoso cogidos del brazo o por la cintura, vimos cómo una puesta de sol que parecía una ventisca roja se enredaba en el perfil desdibujado del Coto, nos refugiamos en una de las viejas troneras de la playa de Montura, se nos hizo tardísimo. Y aunque el suelo queme, miro hacia delante, aunque ande cansado, créeme soy un amante que teme amar demasiado, he aceptado mis dilemas, mis delirios, mis letargos… La cuerda floja era una estupenda parcela donde construirnos una casa Víctor y yo.
—El otro día —dijo Víctor— tuve que aguantarme mucho para no partirle la cara en El Garaje a esa mamarracha que va por ahí diciendo que fue concejal del PP en un pueblo de Castilla-La Mancha que no existe. Se ha hecho amiguísimo de la Bipolar.
—Qué bien —dije, burlón—, quien tiene un amigo tiene un tesoro.
—Totalmente. Pero él no sabe las barbaridades que la Bipolar ha llegado a decir de él, ni las puñaladas que le da por la espalda en cuanto puede.
Nos reímos.
—Lo sé todo, me lo has contado.
Me había contado, con muchas risas, pero encorajinándose de pronto, que la Bipolar atraía como una chupona a todos los que formaban parte del catálogo de rechazados por Víctor Ramírez. El falso concejal del PP, falso directivo de hoteles, falso numerario del Opus, falso hetero, falso activo, falso de la cabeza a los pies, se había incorporado al comando anti Ramírez con el ímpetu de los fanáticos. Una noche, el comando en pleno estaba en El Garaje, y Víctor llegó con sus amigos de la fundación, y oyó al falso concejal mascullar a sus espaldas que vaya mierda de pueblo que se olvida de los parados pero tiene un delegado para maricones, y lo dijo lo bastante alto como para que él se enterase perfectamente, pero él se dio su tiempo, dejó que el otro pensara que no tenía lo que hay que tener para hacerle frente y, cuando sus amigos de la fundación salieron, Víctor se quedó un momento rezagado, solo a conciencia, y se volvió, y se enfrentó a aquel fantasmón y lo agarró por la camisa, a la altura del pecho: «Lo que tengas que decirme, dímelo a la cara, cagueta, cobarde de mierda, marica mala». Puro cómic. El resto del comando salió de estampida y el otro, aturdido, tartajeando, amenazó a Víctor con partirle los dientes. Tuvieron que separarlos. Luego, en uno de sus artículos, Víctor lo contó con mucho chufleo —y con una advertencia seria de denuncia, si insistían en los insultos y las calumnias y los intentos de agresión—, y prometió, guasón, aprender kárate por si, además de con denuncias, «tengo otra vez que defenderme en solitario de los ataques frenéticos de despechados, frustrados y descerebrados a los que no se les ocurre nada más ingenioso y creativo que amenazar con partir dientes».
Reír con Víctor era el mejor energético en el universo paralelo.
—¿Quieres venir mañana conmigo a un partido benéfico de artistas contra toreros?
—Claro que quiero. —¿Podía haber algo menos fashion que un partido benéfico de toreros contra artistas?—. ¿Y Jerónimo?
—Él pasa de esas cosas.
Me dejó en Villa Eulalia y fue como si nos despidiéramos porque a uno de los dos le había surgido un viaje corto y urgente. Por la mañana me recogió muy temprano, y fue como si él o yo acabáramos de volver de un largo viaje inoportuno. Fuimos a comprar los regalos que había que entregar en la puerta del polideportivo para que nos dejaran pasar. Antes de entrar en el polideportivo, Víctor recibió en su móvil institucional un mensaje angustioso. Me lo leyó: «Víctor, por favor, ayúdanos. Sabemos que eres buena persona. No nos conoces, somos una pareja gay, los dos estamos en paro desde hace más de un año y ya no tenemos ni para comer. Ayúdanos, por favor». Víctor me miró como si no lograra verme con nitidez, parecía más asustado que conmovido, más avergonzado que impotente. Le pregunté:
—¿Qué puedes hacer?
—Nada. No puedo hacer nada. Puedo orientarlos a servicios sociales, supongo. Y, de momento, darles dinero de mi bolsillo.
—No hagas eso.
—No puedo hacer otra cosa. Hasta que servicios sociales les ayuden. Si pueden.
—Pero no les des dinero tuyo. No puedes hacer eso, Víctor.
—Puedo. Puedo darles cuatrocientos euros o algo así.
—¿Estás loco? Si lo haces, no te van a dejar en paz.
—No importa. Voy a darles cuatrocientos euros.
Nos abrazamos. No nos importó que nos vieran. Había gente que ya no tenía para comer, ¿qué importaba que a Víctor y a mí nos vieran abrazados?
—Niño, nosotros somos unos privilegiados —susurró—. Tenemos que hacer lo que podamos.
—Querernos, eso es lo que tenemos que hacer —le dije.
—Vamos —me dijo.
En el polideportivo nos sentamos juntos en las gradas reservadas al equipo de gobierno y sus familiares. Víctor le organizó un tiberio de cuidado al concejal delegado de Cultura porque pretendía levantarnos para hacerle sitio a la familia del torero maltrecho y tuerto que haría el saque de honor, con la de niños que estaban ocupando asientos de primera, segunda y tercera fila. El delegado de Cultura levantó a todos los chiquillos, cuyos respectivos padres le jurarían odio eterno, y empezó el festejo con un partido entre dos equipos infantiles en cuyas alineaciones era imposible distinguir a los toreros de los artistas. Salvo en un caso.
—Ese es artista —dije—. Se le nota a la legua.
—Ay, el día que yo vea jugando ahí a mi chiquillo… —Por lo visto, no se le había olvidado del todo, o lo había recordado de repente por culpa del desbarajuste balompédico de la chiquillería, lo del trajín seminal con las lesbianas de Texas.
—Nuestro chiquillo —le corregí.
No dijo ni que sí ni que no. Pero sí dijo:
—Se llamará Ernesto.
—Ernesto Víctor Ramírez Méndez.
—Vale.
—El apellido de Jerónimo en esto no cuenta, ¿eh?
—Totalmente.
—¿Cuál es el apellido de Jerónimo?
—¿Qué más da?
Giramos la cabeza a la vez para mirarnos a los ojos, y el polideportivo entero tuvo que darse cuenta de aquella mirada tan cálida, tan palpitante, tan acuciante: eso me dijo Víctor. Luego me propuso:
—¿Nos vamos?
—Venga —acepté.
El delegado de Cultura, con las maldiciones de los padres y las madres de los niños y las niñas todavía pegadas a los oídos, nos rogó que no nos fuéramos, pero nos fuimos. Nada más salir del polideportivo, nos encontramos con la alcaldesa, que nos dijo:
—¡Os he pillado!
La alcaldesa nos había pillado escaqueándonos y mirándonos de nuevo a los ojos cálida, palpitante, acuciantemente, y pensaría: «Estos dos se van derechos a follar». Pero Víctor recibió un mensaje de Jerónimo preguntándole si le esperaba para comer y le contestó que sí. Estaba bien. Víctor y yo alternábamos los universos paralelos, pasábamos de una dimensión a otra con una agilidad, una flexibilidad, una naturalidad, una deportividad encomiables. A los diez minutos de dejarme en mi casa, recibí un mensaje suyo: «Acabo de cruzarme con la Bipolar y, cuando pasaba por mi lado, he marcado un movimiento de kárate. Beso fuerte. Te quiero».
La Bipolar seguía al tanto de todo. Alguien nos había visto a Víctor y a mí camino de Los Arcos Gin Bar, en la terraza, tal vez paseando por la playa de La Vara, tal vez refugiándonos en una de las troneras de Montura, seguramente en el partido benéfico de toreros contra artistas —de hecho, en algaidadigital me citaron entre los asistentes distinguidos—, y se había encargado de dirigir la información a los oídos adecuados. Yo volví a Madrid el martes 27 y la Embajadora me llamó aquella misma tarde.
—Tu novio, o lo que sea, es un cínico.
—Es sólo un poco raro —le dije, y me reí. A fin de cuentas, hasta entonces yo había tenido novios eslavos, novios brasileños, novios chaperos, novios chulos de putas, novios delincuentes, novios culturistas, novios estrípers, novios seminaristas y, por supuesto, novios casados, pero casados con mujeres. Ahora tenía un novio casado con un hombre.
—Es un cínico —insistió la Embajadora, enrabietada.
—Ya. ¿Qué ha hecho ahora?
—¿No has leído el artículo que publicó la semana pasada en ese periodicucho?
—No —mentí.
—Feliz matrimonio, así se titulaba el articulito. Hay que ser cínico, ¿no? Se casa con un señor, alardea por escrito de felicidad y responsabilidad matrimonial, y luego se deja ver contigo del brazo por la calle, en la terraza de ese bar de ginebras que han abierto en el Paseo Marítimo, por la playa de La Vara, en el polideportivo. Qué desvergüenza. Y, encima, se cruza con Jacobo de Pedro y le amenaza con una llave de kárate. Qué mal estilo. Pero que se reprima un poquito, la otra noche estuvieron a punto de partirle la cara en El Garaje.
—Búscate un informador más fiable, Tino.
La Embajadora no entendería nunca que Víctor se había casado con un señor, sí, y se veía conmigo, sí, pero lo hacía en universos paralelos, en dimensiones distintas, y que lo importante era lo que se llamaba amor. De todos modos, Víctor, precavido, le dijo a Jerónimo que algunas cotorras gandulas de La Algaida, a falta de mejor cosa que hacer, se habían dedicado a decir que él y yo estábamos liados. Me lo contó, por teléfono, cuando yo le conté lo de la Embajadora.
—¿Eso le has dicho a Jerónimo? ¿Que la gente dice que tú y yo estamos liados?
—Sí.
—¿Y Jerónimo qué ha dicho?
—Se ha reído mucho.
—Qué bien. Oye, ¿cuándo volvemos a vernos?
—Mañana por la mañana Jerónimo y yo nos vamos a Granada, a pasar la segunda parte de las vacaciones.
—Yo puedo bajar algún día a Granada a verte.
—¡Loco!
—Te quiero.
—Y yo, tonto.
En Madrid, volví a ver a Víctor por todas partes. Luego, de cerca, nadie se parecía de verdad a él. Me propuse ir sin más dilaciones al oftalmólogo. Víctor me envió el borrador del artículo que publicaría el último día del año, y en el que dejaba a la oposición municipal, sobre todo a «los concentrados en aparentar ser los verdaderamente progres y modernos», como las Galias al paso de Atila. Me pedía permiso para respetar la última frase del texto: «Se acabó el espacio, Jerónimo y Ernesto Méndez están preparando la cena de Nochevieja juntos y no creo que les guste que los haga esperar después del tiempo que se han llevado haciendo la compra. Feliz Año Nuevo». Aquello, me dijo, era un guiño empapado en goma dos a los que «desde sus ratoneras del tercer mundo» hacían el ridículo tratando de «causarnos daño con sus tirachinas rupestres». Sin darse cuenta de lo lejísimos que les quedaba nuestro universo paralelo, le dije yo. Me encantaba contagiarme de su estilo atigrado, pajolero, faltón. Sólo le pedí que quitase mi apellido. El apellido me distanciaba de él. De la otra manera, «Jerónimo» y «Ernesto» quedaban, aunque en galaxias diferentes, al mismo nivel de confianza, de complicidad, de intimidad.
El 28 a mediodía le llamé. Oí su voz apresurada y alegre:
—Hola, guapo. Dime. Estoy liado en la calle.
—Niño, tenemos que hacer un esfuerzo para vernos antes de que acabe el año. Puedo ir a Granada este mismo viernes y pasar la tarde contigo. Volvería a Madrid por la noche, si se puede, o me quedaría en un hotel para regresar con tranquilidad el sábado por la mañana y pasar la Nochevieja en Madrid.
—Vale. Lo hablamos. Luego te mando un correo.
En su correo me hizo una propuesta descabellada: «Si quieres puedes venirte el viernes 30 y quedarte a dormir en nuestra casa. Si no quieres quedarte a dormir, claro que podemos vernos y salir igualmente, pero me da cosa que vengas para tan poco tiempo… Piénsalo y me dices».
Lo pensé. Pasar una noche con ellos en el pisito conyugal granadino me parecía un disparate hipermoderno, el escenario perfecto para un vodevil intergaláctico, con Víctor transitando dos o tres veces a lo largo de la noche de un dormitorio a otro, de una dimensión a otra, del universo corriente y moliente al universo paralelo. Claro que a lo mejor Víctor estaba pensando en una noche intergaláctica en blanco, una noche en la que las dos galaxias dejaban de estar operativas, o tal vez en la que dejaba de estar operativa sólo una de ellas. Consideré demasiado arriesgado tentar a la suerte y que la galaxia sin cobertura, en el sentido más penetrante de la expresión, fuese la que compartíamos Víctor y yo, mientras en la que compartían Víctor y Jerónimo, en el dormitorio contiguo, la cobertura era buenísima y ellos operaban la noche entera a todo meter. Decidí ser un poco menos moderno, por si las moscas.
Llegué a Granada el viernes a media tarde, tras un viaje interminable. Nada más bajar del tren, recibí un mensaje de Víctor: «Se me han complicado las cosas, no puedo recogerte, intento que nos veamos luego». Me quedé paralizado, palidecí, me puse furioso. A los dos segundos, llegó otro mensaje: «Es broma, jejeje. Te estoy esperando en el hall de la estación. Beso fuerte. Te quiero». A él le iba yo a dar jejeje en cuanto me lo echase a la cara.
Lo que le di fue el abrazo más fuerte, más largo, más desvergonzado que he dado en público en mi vida. Cuando uno se echa a la cara una cara como la de Víctor, una sonrisa como la suya, no hay jejeje que valga. Estaba allí, recibiéndome en la estación, concediéndome por fin ese momento con el que yo había fantaseado tanto —una estación abarrotada, la expresión de Víctor radiante, un abrazo lleno de besos, una cerrada ovación de la concurrencia— cada vez que iba a verle y que jamás había disfrutado. Yo había reservado habitación doble en un hotel que conozco bien, moderno y de lujo moderado, con grifería razonable en el cuarto de baño y sin esas recargadas solemnidades que siempre terminan por resultarme incómodas en los grandes alojamientos de cualquier lugar del mundo. Por el camino me advirtió de que había dejado a Jerónimo en una comida familiar que él había tenido que interrumpir a los postres, y que no había mentido, todos sabían que iba a la estación a recibirme. Pero ya habíamos cambiado de galaxia, ya estábamos en el universo paralelo, ya entrábamos en aquel paraíso creado para nosotros antes de que Adán y Eva cometiesen el pecado original.
Subió conmigo a la habitación. Nos abrazamos y le dije al oído que había vuelto a soñar con él. Sin separarse de mí, me pidió que le contase mi sueño. Le dije que íbamos en coche, que yo conducía, pero que él, a mi lado, no se quedaba dormido, iba de los nervios todo el rato. Nos reímos. Él empezó a cantarme al oído: Wanna get a car, just drive away, looking at the view… as long as I’m with you… Ocurriera lo que ocurriese en universos paralelos, aquel tiempo volvía a ser nuestro, el paraíso era nuestro, cuando él me necesitara yo conduciría y le cuidaría y le defendería, y cuando yo le necesitase él conduciría y me cobijaría y me protegería. Me felicité por haber seguido entrenando con imaginación y perseverancia. Todo fue dulce, fervoroso, tranquilo. Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas, nunca sabré en qué viento llegó tu querer… luna de miel. Todo fue como si acabáramos de descubrir la importancia de llamarlo amor, la importancia de inventar el mundo, allí no había nadie a quien imitar, de quien aprender, a quien ofender.
Se nos hizo muy tarde. No es que amaneciera otra vez entre sus brazos, porque no era plan, pero pasadas las siete me desveló otro bolero y desperté llorando de alegría, me cobijé la cara con tus manos, para seguirte amando todavía. Mientras yo me duchaba, Víctor llamó a la otra galaxia para decirle a Jerónimo que intentaría cortarse el pelo y que luego había quedado para dar una vuelta conmigo. No mentía. Le acompañé a que una chica temeraria le cortase el pelo fatal, vagabundeamos por el centro de la ciudad, entramos en tiendas de cómics para gandules cerebrales y en una librería especializada en confusas simplezas de ciencia ficción. En unos grandes almacenes le regalé el último cedé de Nach y él me regaló en deuvedé Inside job, ese implacable documental sobre la gran estafa que estaba arruinando el mundo. Me puse muy Ingrid Bergman en Casablanca y le dije:
—El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
—Venga, vamos a tomar algo —dijo él, jovial.
Nos habíamos enamorado en un universo paralelo, sí, donde no teníamos que darle cuentas a nadie. El mundo se derrumbaba, sí, pero nosotros nos habíamos enamorado. Fuimos a tomar un nestea él, y yo una coca cola light en La Selva Animada, aquel bar gay en el que Víctor había trabajado algunos días por semana antes de irse a Londres, a Nueva York, a Dublín, a Las Vegas, a La Algaida. El bar era sólo nuestro, Granada era sólo nuestra, el pasado no existía. Me propuso cenar en un italiano y yo de pronto me acordé de Jerónimo. Uno a veces se excede de solidario.
—¿Por qué no llamas a Jerónimo y cenamos los tres juntos? Me da apuro, el hombre.
Le llamó. Recogimos a Jerónimo.
—Vamos a cenar a Il Postino —dijo Víctor.
—¿A ese italiano? Ni hablar. Por Dios, vamos a un sitio más fashion.
Discutieron. Discutieron como yo no creía que se pudiera discutir —por muy casados que estuvieran, con todos los papeles y todas las alianzas— delante de una tercera persona de la misma o de otra galaxia. Jerónimo repitió mil veces que al italiano ni muerta, que estaba empapuzao de la comida en casa de sus padres, y propuso un bar de tapas muy fashion. Víctor le aseguró que no íbamos a hacer lo que él mandase, que le llevábamos a la casa y que nosotros nos íbamos después a Il Postino. Jerónimo dijo, con mucha expresividad de manos, muy a la granadina, abriendo mucho las vocales, que no le salía de los cojones. Me plantearon que eligiera yo, y dije que ni borracho. Víctor se inventó que él no sabía llegar en coche a ese bar de tapas que además estaría abarrotado y Jerónimo le pidió que parase un momento y se cambiara de asiento, que conducía él. Con Jerónimo al volante, llegamos al bar de tapas mientras Víctor, sentado ahora en el asiento trasero, pasaba al universo paralelo y me acariciaba el brazo a escondidas.
El bar de tapas estaba, en efecto, abarrotado, pero encontramos una mesa libre al fondo del local.
—La impepinable buena suerte de Víctor —dijo Jerónimo.
Durante la cena nos enzarzamos en un debate muy poco afinado sobre la confianza o no en la clase política. Víctor y yo defendíamos a los políticos. La verdad era que, en aquel momento, a mí todo aquello me daba igual. El mundo se derrumbaba, y Víctor y yo estábamos enamorados. Jerónimo podía empeñarse en defender lo que le saliera del surrealismo. Yo sólo quería acompañar a Víctor, animar a Víctor, ayudar a Víctor cada vez que él lo necesitara, y que él me acompañase, me animase, me ayudase cada vez que lo necesitara yo. Él sería responsable de su vida y yo estaría a su lado; yo sería responsable de la mía, y él estaría a mi lado. Siempre.
Cuando salimos del bar de tapas más fashion de Granada, Jerónimo dijo:
—Qué frío.
Víctor se puso entre Jerónimo y yo y nos cogió a los dos del brazo.
—¿Vamos a casa? —propuso.
—Estará impresentable —se resistió Jerónimo—, todo manga por hombro. Los niños han estado allí toda la tarde, celebrando el cumpleaños de Javi —deduje que Javi era uno de los gemelos—, me imagino cómo lo han dejado. Con lo fashion que yo he puesto ese piso.
El piso, en efecto, estaba un poco cuello por pernil, pero se notaba el esfuerzo de Jerónimo por hacerlo fashion: un espacio salón-comedor-cocina con muebles modernos y una librería llena de poesía surrealista, incluidos un montón de ejemplares de tres libritos que él se había publicado bajo el seudónimo surrealista de Homero Nubio. En la casa sólo quedaban tres chicos, dos evidentemente gemelos, el otro un poco más joven. Ninguno de los gemelos se parecía a Jerónimo, se parecerían a la madre. Jerónimo hizo las presentaciones:
—Mi hijo Rafa —dijo.
Rafa me dio la mano. Parecía desconfiado.
—Mi hijo Javi —dijo luego Jerónimo.
El chico, muy vivaz, llevaba al cuello el gran lazo de raso, de color rojo encendido, del paquete de uno de sus regalos de cumpleaños. Me dio dos besos encantadores.
—Iván —dijo Jerónimo, al presentarme al otro chico—. El novio de Javi.
El novio de Javi. El novio de uno de los gemelos. El novio de su hijo. Qué bien.
Muy fashion todo. Víctor no me había contado nada de eso.
—Yo no tengo novio —me advirtió Rafa, escamado—. Yo tengo novia.
Naturalidad, Ernesto, me dije. Total naturalidad. Uno de los gemelos tenía novia. El otro tenía novio. Ni una sonrisita que pudiera interpretarse como: «Uy». Yo, como si Jerónimo me hubiera dicho: «Iván, el vecino de al lado». Jerónimo le explicó a Javi que yo era un escritor famoso, amigo de Víctor, y Javi, encantador, dijo:
—¿De verdad? Flipo.
Rafa se retiró al rincón donde estaba el ordenador familiar y se olvidó de nosotros. Jerónimo propuso:
—Venga, pasemos a la zona de sofás.
Nos desplazamos metro y medio todos, menos Rafa, y pasamos a la zona de sofás.
—Voy a preparar unos gins —dijo Jerónimo.
—Antes, una foto de recuerdo —pidió Víctor.
A todos nos pareció una idea bonita, divertida, navideña. También a Rafa.
Nos sentamos en uno de los sofás de cuero granate. En el centro, Jerónimo y yo. Junto a Jerónimo, su hijo Rafa, que pasó el brazo sobre el hombro de su padre, como si tratara de reconfortarle. A mi lado, muy pegadito a mí, Javi, con su lazo de raso de color rojo encendido y su sonrisa atrevida, guasona. Al lado de Javi, su novio, encantadoramente integrado en aquella encantadora familia. Víctor dispuso sobre la mesa de centro, encima de una bien calculada pila de libros de poemas surrealistas, o de ciencia ficción, una pequeña cámara de fotos automática, y pulsó el mecanismo retardado de disparo. Corrió a acuclillarse en el suelo, delante de todos, entre Jerónimo y yo.
Todo estaba bien. Los universos paralelos encajaban divinamente. En la foto, yo parezco el tío mayor, solterón y mundano que ha buscado refugio navideño en un hogar como Dios manda. Jerónimo, hundido en el sofá, sale medio desparramado, muy señorón. Rafa, definitivamente, le está reconfortando. Javi e Iván forman una pareja chispeante, levemente sarcástica. La mano izquierda de Jerónimo asoma apoyada en el hombro derecho de Víctor, como si quisiera dejar constancia de que aquel bellezón era suyo. Porque, en cuclillas, inclinado sobre mí, abrazado a mi rodilla derecha, Víctor es el único que sale, como siempre, guapo de verdad.
—Gracias por invitarme a tu casa —le dije a Jerónimo—. Me gusta mucho tu familia.
Me acordé del chiste: «Regio tu piso, regios tus sofás, regios tus dos hijos, regio el novio de uno de tus hijos, regio tu marido».
Al día siguiente, último de 2011, Víctor puso la foto en su Facebook. Debajo escribió: «Familia Ramírez».