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La importancia de llamarlo amor

Llegué a casa. Deshice el equipaje. Metí la ropa blanca en la lavadora, y la de color en la cesta de la ropa sucia. El desayuno en el tren me había entonado el cuerpo y apaciguado las emociones. Estaba cansado, pero decidido a quererme.

Me afeité y me duché. Desnudo, en el espejo del cuarto de baño, vi a un hombre maduro pero bien cuidado, ni gordo ni demasiado delgado, con la frente muy despejada pero noble, el pelo muy blanco y suave, la boca agradable si controlaba la sonrisa y no enseñaba en exceso la dentadura, con buena piel y ojos bonitos. Además, estaba la voz —tan importante—, aquella voz que todo el mundo elogiaba tanto. Sonreí al recordar lo que la Bipolar le había advertido a Víctor: «Ernesto Méndez te va a gustar». Recordé también que el propio Tino Vila me había dicho, mientras cenábamos en aquel absurdo restaurante de carretera después de la procesión de la Virgen de la Misericordia, cuando aún no había tenido tiempo para dejarse ganar del todo por los desvaríos de la Bipolar: «Eres famoso, eres interesante, eres un hombre atractivo, si a ese muchacho le gustan los hombres maduros es normal que le gustes tú». Ahora era yo el que iba a gustarme.

Decidí comer temprano en una cafetería confortable e informal, con un gran ventanal a la calle, en la que uno podía sentirse bien aunque comiera solo. Antes, di un corto paseo por el Retiro. Cuando bordeaba el lago, bajo un cielo apenas enturbiado por algunas nubes altas y limpias, vi que se acercaba en dirección contraria un chico que se parecía a Víctor. Visto de cerca, se parecía poco, sólo en que era moreno, de estatura media, y delgado. Luego, mientras caminaba hacia la salida, bajo los castaños sobredorados por los últimos días del otoño, un chico que se parecía a Víctor me saludó, al cruzarse conmigo, con una sonrisa que ya quisiera parecerse a la sonrisa de Víctor. Al entrar en la cafetería me dio un vuelco el corazón: allí, en una mesa junto al ventanal, estaba Víctor. Elegí una mesa junto a la suya. Era un hombre delgado, pero ya cerca de los cuarenta y no se parecía a Víctor en nada. Tendría que revisarme la vista.

Pedí un plato combinado, demasiado parecido al desayuno que me habían dado en el tren, y renové mentalmente mi decisión de gustarme, de quererme, de estar bien.

Cuando me sirvieron el plato descubrí que no tenía hambre. Tampoco estaba cansado. Tampoco tenía sueño. Sólo tenía ganas de hablar con Víctor.

No debía llamarle.

Sabía que no iba a contestarme, pero le llamé. No me contestó. Seguro que no respondía a mi llamada en toda la tarde. Quizás nunca. O quizás sí, quizás me llamase al cabo de pocos minutos. Quizás no me había mentido. Daba igual. No iba a agobiarme, no iba a sufrir. Tenía que gustarme, tenía que quererme a mí mismo como no me había gustado ni querido en mi vida. Aquello estaba decidido. Decidido de verdad, con firmeza, sin vuelta de hoja.

Entonces, como si Víctor estuviera adivinándome el sentimiento, entró en mi móvil un mensaje suyo: «Hola, guapo. Ahora no puedo hablar. Me acuerdo mucho de ti, tenemos que encontrar la mejor manera de transformar lo nuestro, para mí eres muy importante. Quiero que estemos bien. Te llamo dentro de un rato. Beso largo y fuerte».

Se acordaba mucho de mí. Me entró hambre.

El hombre que no se parecía a Víctor me dirigía de vez en cuando miradas huidizas, sobresaltadas, como si yo le gustase. El plato combinado era excelente, nada que ver con el desayuno del Alvia. Yo era famoso, era importante, era interesante, era atractivo, no iba a tirar la toalla. Se estaba bien allí, en aquella cafetería moderna y luminosa, contemplando el bullicio de la calle, convencido de que yo le gustaba al tipo de la mesa de al lado. Ahora no estaba cansado. Ya no tenía sueño. Víctor no me había mentido, siempre me había ido diciendo la verdad, y seguro que se acordaba mucho de mí. Seguro que yo le seguía gustando mucho, no iba a rendirme. Estaba bien, muy bien. Víctor aún no le había dicho a Jerónimo ni que sí ni que no, yo iba a pelear por aquel amor. No quería transformar lo nuestro, quería salvarlo.

Volví a casa. Tenía cosas que hacer y ganas de hacerlas. Lo primero, acabar y enviar un artículo para el periódico en el que colaboro, un artículo sobre la realidad gay en España con el que pensaba sorprender a Víctor, porque pondría a La Algaida y le pondría a él —sobre todo a él, con un montón de piropos de todos los colores—, como ejemplos de compromiso y trabajo y avances a favor del colectivo LGTB. También, leer los últimos originales de un concurso de cuentos del que era jurado, ordenar los cajones de la mesa de trabajo, poner una lavadora con la ropa blanca, a ver si le daba tiempo a secarse para que la asistenta, que vendría a la mañana siguiente, me la dejase planchada.

Puse la lavadora. Me senté a escribir.

Entró una llamada en mi móvil. No era Víctor. Era la Embajadora.

—Hola.

—Hola.

—¿Estás en La Algaida?

—No. Estoy en Madrid.

—Se te ha visto por aquí estos días.

—Sí, he estado por ahí.

—¿Y estás invitado a la boda?

Tino Vila era embajadora de un país llamado Cenizo. No iba a darle el gusto de verme ni siquiera sorprendido.

—Ya —dije, despreocupado, y procuré que notase que sonreía—. La boda aún no es segura.

—¿Cómo que no es segura? —comprendí que la Embajadora sabía, o creía saber, tanto o más que yo.

—Como que no es segura —dije, tranquilo—. Víctor aún no se ha decidido. Me lo ha dicho.

—Pues te lo habrá dicho, pero a algunos amigos suyos, en Facebook, les ha anunciado que se casa. El sábado, diecisiete de diciembre, a las seis y media de la tarde, en el Ayuntamiento de Granada.

Tuve que hacer un esfuerzo notable para que no me traicionaran la sorpresa y los nervios:

—No estoy en Facebook. No quiero estar, aunque Víctor me lo ha pedido. No sé qué habrá puesto.

—Ya te digo yo lo que ha puesto. Que se casa con su pareja desde hace once años, que la ceremonia tendrá lugar el sábado, diecisiete de diciembre, a las seis y media de la tarde, en el Ayuntamiento de Granada, pero que no habrá convite, sólo una comida estrictamente familiar. Eso ha puesto. Una participación de boda en toda regla.

—Me extraña —creo que logré seguir hablando con absoluta naturalidad, incluso dando a entender lo mucho que me entretenía aquello.

—A mí sí que me extraña lo que me estás diciendo. Es seguro que se casa. Pepe Cabello ha recibido la invitación y se lo ha dicho a Jacobo, y Jacobo al principio creía que era broma, que Pepe Cabello sólo quería martirizarle, pero es verdad. La invitación la han recibido cinco o seis amigos de tu novio, que ahora ya no será tu novio, digo yo, y por lo visto sólo una concejala muy amiga suya, ni siquiera la alcaldesa.

Pepe Cabello era un compañero de partido de Víctor, soltero, sensible, mayor, contratado en el departamento de parques y jardines del Ayuntamiento, muy amigo y muy admirador del atrevido, emergente, hiperactivo, esbelto y guapísimo concejal. Sin duda, Pepe Cabello habría recibido la invitación, o la participación, o como demonios hubiera que llamar a aquello, y le había ido con el notición a la Bipolar. Pepe Cabello era, por lo visto, algo así como un agente doble, una especie de Mata Hari municipal y correveidile, enamorado en secreto, según la Embajadora, de Víctor Ramírez. Traté de mantener el ritmo relajado de la respiración.

—Lo que a mí me ha contado Víctor no es eso —dije.

—Me lo supongo, después de lo que han visto por aquí estos días. —La Embajadora parecía bien documentada—. Jacobo de Pedro me ha dicho que os han visto juntos en el pregón de Navidad en los mercedarios, en el italiano de la Hacienda de la Santísima Trinidad, en El Garaje, muy amartelados, y entrando muy cachondos en el edificio de su apartamento. Así lo dicen, que entrabais muy cachondos, ya ves qué nivel y qué espectáculo. Teniendo en cuenta que tu novio, o lo que sea, se casa con otro dentro de diez días, Jacobo de Pedro me ha preguntado, con razón, que cómo creo yo que se come eso.

Me reí. Creo que me salió una risa natural.

—Dile a Jacobo de Pedro que se lo coma despacito, para que no se atore y no se le indigeste —le dije—. Y ya seguiremos hablando, Tino. Ahora tengo que terminar un artículo para el periódico.

No le dejé que protestara por cortar así la conversación. Luego, me puse trágica. La Callas, después de enterarse de que Onassis se casaba con Jackie, habría resultado a mi lado un modelo de estoicismo y de resignación. Dije: «Víctor Ramírez, vete a la mierda». Le mandé un mensaje: «Me has mentido».

Inmediatamente recibí un mensaje suyo: «¿Que te he mentido? ¿En qué? Yo no miento».

Le escribí: «Has anunciado a tus amigos que te casas con Jerónimo el 17 de diciembre».

No tuve respuesta inmediata. Al cabo de unos segundos, entró una llamada. Era él.

—¿Qué pasa, Ernesto? —contenía a duras penas la irritación—. Yo no miento.

Me propuse recuperar la calma, la ironía, la naturalidad.

—Caramba, niño, lo has dicho como si fuera dogma de fe. Pero la gente sabe que te casas el diecisiete de este mes.

—¿Y qué? ¿Qué clase de misterio era ese? Mucha gente sabe que Jerónimo y yo teníamos reservada, desde hace más de un año, la fecha del diecisiete de diciembre para casarnos. Y todo el mundo sabe que llevamos más de un año separados.

Es agradable notar cómo uno empieza a engañarse a sí mismo. Es como si, para evitar previsibles convulsiones, estuvieran inyectándote un calmante.

—Lo que la gente sabe ahora es que te casas el diecisiete de diciembre —le dije, ya medio sedado.

—Me importa una polla lo que sepa la gente. —Víctor empezaba a necesitar con urgencia un calmante—. ¿Que me caso el diecisiete de diciembre? Eso no lo sé ni yo. Y esa es la verdad, diga esa gente lo que diga.

La irritación siempre le daba a Víctor un extraño aplomo, era como si la cólera sedimentara inmediatamente para convertirse en convicción y credibilidad.

—La gente sabe más cosas —le advertí, un poco más sedado—. Sabe que te casas ese día, a las seis y media de la tarde, y que no habrá convite, sólo una comida familiar.

—¡Que me coman la polla! Lo único que yo sé de verdad es lo que te he dicho. Que aunque la fecha esté fijada, aunque esté fijada esa hora, aunque esté reservado el restaurante y encargado el menú para la supuesta comida familiar, yo aún no he decidido si me caso o no me caso. Eso es lo que te he dicho, ¿no? Pues esa es la única verdad.

Era incoherente. La noticia en Facebook la había puesto él, no un cotilla infiltrado. Era imposible creer lo que me estaba diciendo. Por sedado que estuviese, no podía tragarme sin rechistar aquel purgante. No podía dejarme engañar de esa manera. Tenía que respetarme a mí mismo, tenía que gustarme, tenía que quererme. Víctor me estaba mintiendo, quizás me había mentido desde la primera vez que hablamos, en la discoteca Titán. ¿O quizás no? Conociendo a Víctor, quizás me había dicho y me seguía diciendo, día a día, hora a hora, minuto a minuto sólo la verdad.

—Soy una persona libre, Ernesto. Libre. Ese es mi mayor tesoro. Si por fin decido casarme, tú serás el primero en saberlo.

Era absurdo, había gente que ya lo sabía: «Me caso con Jerónimo, mi pareja desde hace once años, el sábado 17 de diciembre…». Supongo que dije algo, pero debía de estar tan sedado que ni me acuerdo. Cualquier cosa que dijese, que no fuera «Víctor Ramírez, vete a la mierda», carecía de sentido. Porque no podía seguir engañándose y engañándome a mí. Uno no dice de pronto «mañana me caso», y se casa de un día para otro. Una boda lleva tiempo, por mínimo que sea, hay que hablarlo algo más que un fin de semana, hay que preparar y presentar papeles, hay que organizar mínimamente las cosas. Eso le dije.

Pero también es verdad que uno puede decir «mañana no me caso», o «esta tarde no me caso», o «dentro de cinco minutos no me caso», y no se casa, por hablado que esté, por preparados y entregados que estén los papeles, por fijada que esté la fecha y la hora, por emperifollados que estén los familiares, por más que se haya reservado el restaurante y elegido el menú. Eso me dijo Víctor. Dijo más cosas, me repitió las razones por las que no supo decirle claramente que no a Jerónimo: porque no es fácil romper con once años de relación, porque cuesta hacer daño, porque le daba miedo dejar pasar ese tren. Y repitió la razón por la que no supo decirle claramente que sí: yo. Esa razón era yo. Víctor me juró que estaba diciéndome la verdad.

—Lo sé —cedí.

—Yo no te miento. Nunca te he mentido.

Me di cuenta de que necesitaba creerle. Me di cuenta de que aquel amor necesitaba que le creyese. Y él lo notó.

—Lo sé —repetí.

—Quiero que estés bien, quiero que estemos bien —ahora hablaba calmado, cariñoso, y yo le escuché encantado de la vida, sedado por completo—. Es verdad que Jerónimo se está encargando de todo, pero mi decisión no está tomada. Y sea cual sea la decisión que tome, tú y yo tenemos una relación que defender, como sea, para lo que sea. Ya te lo he dicho, para mí eres alguien muy importante. Y sé que soy alguien importante para ti. Lo demás no importa. No importa lo que diga la gente, que nos coma la polla la gente. La Bipolar y la Embajadora que nos coman la polla; bueno, no, ya les gustaría. A la Bipolar y a la Embajadora, y a toda esa patulea de ratas de alcantarilla, que las zurzan por todas partes. Vamos a tranquilizarnos, Ernesto, vamos a pensarlo, vamos a descubrir juntos qué es lo mejor para los dos. ¿Vale?

—Te quiero.

—Tonto… Ahora no puedo seguir hablando, pero vuelvo a llamarte.

—¿Cuándo?

—No sé. Pronto, te lo prometo. Un beso fuerte, niño. Adiós.

Por teléfono, tenía la costumbre de despedirse siempre con un «adiós» seco, casi desabrido, y no sólo conmigo, con todo el mundo. Llamaba a su madre o le llamaba ella, le hablaba con todo el cariño del mundo, pero daba por terminada la conversación, le decía «adiós» y parecía que la estaba mandando al exilio para siempre.

No esperé a que me llamase. En realidad, no me llamó ni esa noche ni durante todo el día siguiente, aunque intercambiamos muchos mensajes afectuosos, burlones, cómplices, atrevidos, delicados. El miércoles 7 de diciembre, apenas unos minutos después de las siete de la tarde, le mandé un correo electrónico. Desde ese momento, hasta la madrugada del 16 al 17 de diciembre, el correo electrónico fue el mejor sistema que supimos encontrar para decirnos todas las verdades, tal vez para escondernos algunas mentiras.

De: Ernesto Méndez

Enviado: miércoles, 7 de diciembre de 2011, 19:06

Para: Víctor Ramírez

Asunto: Defendiendo lo nuestro

Querido Víctor:

Aquí estoy. Supongo que esperabas recibir un correo mío, después de todo lo que hablamos ayer, y de lo que pasó en tu alta cama, como dice el otro.

Estoy bien, sólo un poco asustado. Estoy contento por haber sido capaz de decirte todo lo que siento, por mucho pudor que me diese. Tú también has dicho lo tuyo, ahora no te escaquees. Las cosas ya están claras y eso me permite defender lo nuestro sabiendo ambos el terreno que pisamos y lo que nos jugamos.

Lo nuestro es incipiente, está inmaduro, acumula dificultades, podría estropearse en cualquier momento por mil motivos. Pero lo nuestro también es nuevo, está por hacer, con todo lo que eso tiene de descubrimientos, con lo hermoso que es descubrir emociones y construir juntos una historia desde casi la nada. Los dos lo pasamos muy bien juntos, y juntos podemos hacer que la relación brille y hagamos cosas magníficas.

Yo te quiero mucho. Te quiero porque me gustas mucho y te admiro mucho. Y cuando quiero a alguien y me siento querido soy generoso y cuidadoso. Y a veces un poco nervioso, ya sé. Lo nuestro será arriesgado, pero precisamente por eso merece la pena vivirlo.

Casarte con Jerónimo significaría todo lo contrario, imagino. Pero no voy a entrar en eso porque creo que no tengo derecho a hacerlo.

Has llegado a decirme que dejar pasar el tren de la boda con Jerónimo a lo mejor significa perder algo que quizás no vuelvas a tener nunca. ¿No has pensado que perder lo nuestro sería perder algo que de verdad merece la pena vivir y cuidar?

Sé que te he dado la lata con esta especie de jaculatoria laica: «Por favor, no te cases». Prefiero pedírtelo ahora de otra manera: por favor, date un poco de tiempo antes de tomar la decisión, no pienses en el 17 de diciembre. De esa manera también le das un poco más de tiempo a lo nuestro. Es lo justo, ¿no?

Dame a mí un poco de tiempo. Danos a nosotros un poco de tiempo. Date y dame oportunidades de vernos, de hablar, de estar juntos, de reírnos, de hacer planes, de sentirnos bien, de seguir.

Dame la oportunidad de seguir queriéndote mucho.

«Por favor, no te cases». Ya sabes, es como «Ora pro nobis», pero en nuestro.

Te quiero mucho.

Muchos besos.

Ernesto

De: Víctor Ramírez

Enviado: miércoles, 7 de diciembre de 2012, 20:02

Para: Ernesto Méndez

Asunto: RE: Defendiendo lo nuestro

Querido Ernesto. Gracias por tu email, sintetiza muy bien prácticamente todo lo que hablamos ayer.

Vamos a dejarlo reposar, sin dejar de pensar en ello, pero otorgándole una calma que permita mirarlo con claridad. Para mí es muy bonito todo lo que me has dicho, y estás en todo tu derecho de expresarte y posicionar tus sentimientos, me parece de lo más lícito. No puedo decir nada negativo.

Sin duda es muy excitante la posibilidad de iniciar una «relación» contigo, de definir al menos un poco «lo nuestro», pero llevamos cuatro meses de auténtico vértigo, tanto en lo positivo como en las cosas negativas que se han ido colando sin que ninguno de los dos pudiéramos evitarlo, o al menos no hemos sabido hacerlo. Con esa gente que se ha posicionado tan absurda y agresivamente contra nosotros yo no tengo nada que perder, y eso es lo que me convierte en auténticamente peligroso. Soy, digo y hago lo que me da la gana en cada minuto, y ese tesoro no lo compra ni todo el oro del mundo.

Como te decía por teléfono, quédate tranquilo, no te sientas mal por nada, te prometo que así estoy yo, tranquilo y en calma, ya ni siquiera siento curiosidad por esos comentarios que pueden llegarte, te lo digo con absoluta sinceridad.

Con respecto a la boda, te he sido sincero y comprendo que puedas estar sorprendido —no escandalizado u ofendido, pero sí sorprendido—, los pocos amigos que lo saben han tenido la misma reacción, y algunos sí se han sentido ofendidos por no «habérselo contado». Píter se ha enfadado mucho conmigo, pero luego me ha dicho el cabrón que el enfado le viene como polla al culo, porque así puede largarse tan pancho a Zaragoza ese viernes, allí ha quedado con un ligue por Internet. Le he explicado lo mismo que a ti, que no había nada que contar hasta que lo he hecho, yo soy la fuente original de lo que la «gente» sabe, pero cada uno lo puede distorsionar o interpretar como le plazca, y bien que me parece, yo, desde luego, no me voy a dedicar a dar explicaciones a nadie, estaría bueno. Y si lo hago contigo, que lo hago, es porque me importas, como también me importan mis amigos.

Sólo puedo animarte a que estés bien, porque yo lo estoy, y quiero que estemos bien.

Me voy a la Vigilia.

Beso fuerte.

Víctor

—¿Qué es eso de la Vigilia?

Había llamado a Paloma, que estaba participando en la Menéndez Pelayo en unas jornadas sobre Literatura de la Memoria, y hablamos. Le leí sólo el correo de Víctor.

—Es la Vigilia de la Inmaculada —le aclaré—. Creo que Víctor la organiza, o al menos participa con el grupo de voluntariado de su colegio. Mañana es ocho de diciembre, la Inmaculada Concepción.

—Uff… —dijo ella—. Se acuesta contigo, se va a casar con otro dentro de una semana como quien dice, y se va él a la Vigilia de la Inmaculada. Versatilidad se llama eso.

Me reí.

—Guapa, dentro del argot gay, «versátil» se llama ahora lo que en mis buenos tiempos se llamaba «redondo».

—Bueno, pues llamémosle redondez. Qué barbaridad.

—Ya sabes que su mayor tesoro es decir y hacer cada minuto lo que le da la gana.

—Por lo que me has leído, Ernesto —Paloma suavizó un poco su vozarrón, como si así pudiera no lastimarme—, ese chico se va a casar con el tal Jerónimo. No entiendo por qué, pero se casa.

Me negué a aceptarlo sin objeciones.

—También dice que lo dejemos reposar, que sigamos pensando en ello, con calma, para poder mirarlo con claridad. Es que no lo tiene claro, Paloma.

—No lo tendrá claro, que no me extraña, pero se casa. No te engañes, no te hagas ilusiones, Ernesto.

—También dice —releía el correo de Víctor— que sin duda es muy excitante la posibilidad de iniciar una relación conmigo. No la descarta.

—No la descartará, pero se casa. ¿Por qué? No lo sé. ¿No estará enfermo y en las últimas ese Jerónimo, y casarse con él es la manera de heredarle?

—No seas bruta.

—A lo mejor ese Jerónimo se ha metido en un embrollo y quiere casarse con separación de bienes y poner el piso al nombre de un marido, para que no se lo embarguen. O a lo mejor van a meterlo en la cárcel y quiere asegurarse que un marido vaya a visitarle, llevarle tabaco y hacer de vez en cuando con él un vis a vis, a ti eso qué más te da. O a lo mejor se casa sólo por militancia, antes de que el PP, o el Tribunal Constitucional mangoneado por el PP, se carguen el matrimonio gay, y para casarse por militancia lo mismo da Jerónimo que el Mustafá de turno interesado en tener papeles. Y no me digas que no sea bruta, sólo trato de entender lo que no se entiende.

—Me da miedo presionar demasiado —eso no era del todo cierto—. Me aterroriza que decida no casarse por mi culpa, y que algún día me lo reproche.

—Te entiendo. Pero tranquilo, que se casa, te digo yo que se casa. Y mira, casi es mejor que se case y escarmiente.

—Paloma…

—¿Qué? Es lo mejor para ti. Se casa, y dentro de un año, o de dos como mucho, ese matrimonio se va al garete, porque se va a ir al garete, y tú le esperas a él cantándole un bolero.

Y cuando al fin comprendas que el amor bonito lo tenías conmigo, vas a extrañar mis besos en los propios brazos del que esté contigo, canturreé mentalmente.

—A lo mejor —aventuré, apesadumbrado— es que, al haberse liado con Jerónimo cuando él tenía dieciséis años, ha quedado ahí un vínculo raro, insano, que Víctor no es capaz de romper; si no le hubiéramos mandado a hacer gárgaras, habría que preguntarle a Freud, yo sé de lo que hablo. Y además él dice que hay parejas que se separan, se dan una segunda oportunidad, y les sale bien. En el cine pasa. Y en las novelas.

—Pasará en el cine y en las novelas —dijo Paloma—, pero en la vida hay parejas que rompen, se dan una segunda oportunidad, y siempre sale mal. Por cierto, ¿tú sabes cómo es, digo físicamente, ese Jerónimo?

—Ni idea. Pero no sé por qué me lo imagino alto, con esa elegancia un poco desvencijada de los catedráticos de Oxford o de los venerables abogados de la City. Una especie de versión levemente polvorienta del Gregory Peck de Matar un ruiseñor.

—Ya ves, yo me lo imagino más bien como una versión gay y granadina del James Mason de Lolita.

—No seas mala.

—No soy mala, soy novelista. ¿Te imaginas qué habría pasado si Humbert Humbert se hubiera enrollado del todo con Lolita, y al cabo de diez años de accidentada relación Lolita quisiera volar por su cuenta? Pues eso.

—¿Terminarían casándose?

—Humbert Humbert y Lolita no sé, porque Lolita era mucha Lolita, pero Víctor se casa con ese Jerónimo como el Papa se llama Ratzinger.

—Ya no se llama Ratzinger.

—Se sigue llamando Ratzinger. Y Víctor se casa.

—Tiempo al tiempo —dije. Se lo dije a ella, y me lo dije a mí mismo.

No me iba a rendir, no iba a aceptar que Víctor pudiera estar engañándome, o engañándose, o dilatando sin darse cuenta el paraíso amenazado de lo nuestro por si ocurría algún percance salvador a última hora: un accidente de Jerónimo, una peritonitis fatal de Jerónimo, un joven novio repentino que enamorase a Jerónimo, o aunque sólo fuera un ataque de pereza de Jerónimo: «Hoy no me he levantado con cuerpo de boda, mira, vamos a dejarlo para mejor ocasión». Hasta las seis y media de la tarde del día 17 había tiempo.

Cuando Paloma volviese de sus jornadas literarias en torno a la memoria histórica, quedaríamos, almorzaríamos juntos en el restaurante argentino, seguiríamos hablando.

De: Ernesto Méndez

Enviado: viernes, 9 de diciembre de 2011, 08:19

Para: Víctor Ramírez

Asunto: Buenos días

Querido Víctor, buenos días.

Seguirás sin abrir cualquiera de mis novelas. Comprendo que decirte esto de pronto es una manera rara de empezar hoy un email, pero es que sería un buen modo de conocerme. Lo que está en mis libros son mis emociones, mis miedos, mi dolor, mis buenos momentos, mis equivocaciones, mi orgullo, mis bromas y risas como terapia, mis dudas, mis deseos, mis compromisos, mi necesidad de salir adelante. Pero me temo que nunca los leerás. Espero que al menos los libros que te he dedicado los guardes.

Hoy es viernes y quedaría una semana para tu posible boda. El sentido común me dice que tu decisión ya está tomada. Como sé que de verdad te importo, cuéntamelo. Lo que más nervioso me pone es no saber. Saberlo me ayudará a tranquilizarme. Y tú quieres que esté tranquilo, ¿no? Porque quieres que estemos bien, ¿verdad?

Espero tu respuesta, por favor.

Un beso fuerte.

Ernesto

De: Víctor Ramírez

Enviado: viernes, 9 de diciembre de 2011, 14:25

Para: Ernesto Méndez

Asunto: RE: Buenos días

Hola Ernesto. Gracias por escribir y expresarte sinceramente.

Me siento tranquilo y en calma, no quiero que se apoderen de mí los nervios o la ansiedad, ahora que vuelve a estar controlada, pero «mal» por la situación, porque haga lo que haga estoy renunciando a algo que deseo…

Casarme es la vía más fácil y directa a esa tranquilidad, estabilidad o «felicidad» que sabes que busco, pero haciéndolo renuncio a una historia maravillosa contigo…

Te dije en la cama que me gustaría «tener otra vida para vivirla contigo» y es verdaderamente como me siento, pero aunque te parezca una exageración parece como si mi vida estuviese a mitad de camino en muchas cosas, y girar el volante se hace difícil, quizás es que no soy tan valiente como digo, no sé…

Como decías en tu email, el sentido común lleva a pensar que la decisión debería estar tomada, pero lo que está tomada es esa «reflexión»: que haga lo que haga pierdo y gano, sólo que indudablemente hay un camino más fácil que otro…

No sé si te contesto… Yo no voy a cambiar lo que siento por ti, me gustaría no perderte, ojalá fuéramos capaces de darle una forma bonita a esto, pero es difícil modelar los sentimientos sin joderlos…

Muchos besos.

Víctor

De: Ernesto Méndez

Enviado: viernes, 9 de diciembre de 2011, 18:45

Para: Víctor Ramírez

Asunto: RE: Buenos días

Hola Víctor. Gracias por tu correo.

Creo que me contestas. Vienes a decirme que la «decisión» no está tomada, sólo la «reflexión», pero se deduce que esa idea de estabilidad y felicidad a la que aludes te lleva a casarte. ¿A qué estabilidad te refieres? ¿Económica, además de anímica? No quiero ponerme a competir en eso. Tienes que mirarte el corazón.

Por nada del mundo quisiera contribuir a que volviera esa ansiedad que tanto te asustó. Pero mírate el corazón. Hazte cargo de ti mismo. Sigue siendo valiente. Me has dicho en uno de tus correos que no le debes nada a nadie, sólo a tus sentimientos, y así debería ser. Y no lo digo sólo en relación conmigo. Creo de verdad que nadie debería casarse sin la seguridad de estar poniendo en ello todo su cuerpo y toda su alma. ¿Cómo un muchacho valiente, decidido, con talento —todo eso que yo tanto quiero— puede casarse por las mismas razones que una señorita victoriana de provincias? Es una locura. Y además es injusto contigo y con la otra persona, con Jerónimo. Después de oírte y de leer lo que dices de mí, me parece arriesgadísimo que tomes la decisión de casarte.

Por otro lado, me aterra la idea de ser responsable de tu renuncia a algo que de verdad creas que te conviene. Pero estoy dispuesto a enfrentarme a ese terror. Hay una vida que podemos vivir juntos. Lo que dices ahora sobre nuestra relación y su pérdida está a punto de hacerme llorar.

Por favor, cuando seas capaz de verbalizar «Sí, me voy a casar con Jerónimo» o «No, no me voy a casar con Jerónimo», dímelo. Por favor. Necesito saberlo y creo que me lo merezco. Entonces podré fortalecerme. Mientras tanto, cada vez que lea este correo tuyo tendré que echar mano de todo mi pudor y todo mi humor para no echarme a llorar como un imbécil.

En cualquier caso, deberías darte un poco más de tiempo. Sé que tener fecha en el Ayuntamiento de Granada para casarse no es fácil. ¿Pero puede ser esa una razón suficiente? Siempre tendrás abierta la posibilidad de hacerlo con rapidez en La Algaida, y que te case tu alcaldesa.

A lo mejor deberíamos volver a hablar otra vez, cara a cara… Puedo ir este fin de semana si quieres.

No sé qué más decir… Que te quiero mucho. Y me asusta pensar que tú también me quieres. Porque es horrible pensar que lo nuestro no sólo podría ser maravilloso, sino que ya lo es, y que lo podemos perder.

Te quiero mucho.

Muchos besos.

Ernesto

De: Víctor Ramírez

Enviado: viernes, 9 de diciembre de 2011, 21:11

Para: Ernesto Méndez

Asunto: RE: Buenos días

Hola Ernesto. Gracias por tu email, es muy intenso y profundo, me gusta. Tengo que metabolizarlo.

Sí contesto a tu pregunta sobre si esa «estabilidad» que persigo contempla también el aspecto económico, puesto que la respuesta es un rotundo no, de hecho Jerónimo es un «simple» funcionario de la enseñanza. A mí lo que me importa es la estabilidad emocional, vivir cosas de verdad, profundas, entre otras razones porque mi vida profesional y económica está más que llena desde hace años, y sin deber nada a nadie, como te decía anteriormente. Me he cruzado a más de un «ricachón» del que podría haber «sacado» casi cualquier cosa, pero mis ambiciones, que las tengo, no son materiales.

Besos.

Víctor

De: Ernesto Méndez

Enviado: sábado, 10 de diciembre de 2011, 20:21

Para: Víctor Ramírez

Asunto: RE: Buenos días

Hola, Víctor, ¿qué tal el día?

¿Has podido pensar sobre lo que te decía en mi mensaje de ayer, que decías que tenías que metabolizarlo?

Dime algo cuando puedas, por favor.

Beso fuerte.

Ernesto

De: Víctor Ramírez

Enviado: domingo, 11 de diciembre de 2011, 22:17

Para: Ernesto Méndez

Asunto: RE: Buenos días

Hola Ernesto.

Acabo de llegar a casa, he pasado la tarde en Jerez con mi amigo Píter. Él será quien me sustituya como delegado de la fundación en Cádiz, con sede en La Algaida, irá todos los jueves a ocuparse de los asuntos que haya que atender.

Gracias por tus emails y tu preocupación. Insisto en que quiero que estés bien, que estemos bien, que encontremos la mejor forma de conservar esto.

He podido pensar mucho tiempo con tranquilidad este fin de semana. Entiendo perfectamente el planteamiento que haces de mi relación con Jerónimo, y las cuestiones sobre mi máxima motivación para casarme con él, si es porque le quiero o por esa estabilidad emocional que busco, pero igual de cierto es que conoces nuestra historia de forma muy superficial e imagino que se hace difícil valorar o entender el significado que puedan tener algunas cosas, pero te entiendo perfectamente, y valoro tus palabras.

Mi decisión es que me casaré con Jerónimo, el tiempo dirá si es un error o no, tampoco es el fin del mundo si me equivoco, pero es un riesgo que voy a tomar. Lo más doloroso es perderte a ti, no quiero que sufras, sé que es difícil, para mí también, pero imagino que tendrás tu propio proceso, que respetaré. Sólo decirte que deseo de corazón que no rompamos, que amoldemos «nuestra historia» y la hagamos igualmente maravillosa.

No me quiero extender mucho ahora, porque es difícil para mí decir esto y es fácil equivocarse. Déjalo reposar uno o dos días y dime lo que desees, yo lo acataré.

Besos, y yo también te quiero. No hay forma sencilla de decir esto.

Víctor

Me hundí, resplandecí, me desangré, resucité, me desmoroné, levité: era la primera vez que Víctor me decía «te quiero».

«Yo también te quiero».

Se iba a casar con otro, el hijo de puta. Pero me había dicho «yo también te quiero». Se iba a casar con aquel tipo tan elegante, tan maduro, tan equilibrado, tan jartible, pero no quería perderme, el hijo de puta. En el otro buscaba estabilidad, calma, felicidad de andar por casa, mierda. A mí me quería, hijo de puta. A lo suyo con Jerónimo lo había llamado vía fácil a la tranquilidad, estabilidad emocional, cosas profundas, cobardía para girar el volante. Hijoputa del culo. A lo suyo conmigo lo había llamado amor.

¿Qué hago? Se lo pregunté a Paloma. Quedamos en el restaurante argentino, le leí el último correo de Víctor, y ella dijo:

—Qué barbaridad.

—Si Víctor me hubiera dicho «no te quiero» yo sabría lo que hacer, nadie puede obligar a otro a que le quiera, no sería la primera vez en mi vida que alguien me dijese que no me quería, estaría jodido, pero sabría quitarme de en medio. Si me hubiera dicho «te quiero, pero lo nuestro hay que dejarlo, tengo que perderte», yo sabría lo que hacer, estaría desolado, pero buscaría la manera de olvidarme de quien prefería perderme. Si me hubiera dicho «yo pensaba, Ernesto, que te quería, pero ahora sé que al que quiero de verdad es a Jerónimo», yo sabría lo que hacer, estaría furioso, furioso conmigo mismo por iluso, por memo, por panoli, por gilipollas, y no me pondría a buscar desesperadamente al nuevo amor de mi vida, pero me iría a una sauna, me perdería entre los matorrales cercanos a la glorieta de El Ángel Caído en el Retiro, buscaría un chapero en Internet. Pero Víctor me ha dicho que me quiere, que no quiere perderme, que busquemos la manera de que lo nuestro sea maravilloso.

—Y que se casa con otro, no lo olvides —dijo Paloma, muy bruja ella.

—¿Y qué? Me quiere. Quiere seguir conmigo. No tengo derecho a destrozar eso.

Paloma sonrió y me cogió la mano, y fue como si me la cogiera Víctor. Paloma también me quiere mucho.

—Yo sólo quiero que no sufras. Si no vas a sufrir, adelante. Disfrútalo. Ese chico es maravilloso, yo sigo siendo la presidenta de su club de fans, aunque el muchacho esté como un sonajero. Pero adelante. Disfrútalo.

Respiré hondo.

—Lo pensaré —dije—. Dedicaré un par de días a pensarlo, como él me ha pedido.

—Como si hiciera falta… —Paloma hizo ademán de repartir cartas del tarot sobre la mesa y puso cara de adivinadora del porvenir, según el modelo patentado por algunos programas nocturnos de estrambóticos canales de televisión, pero el tono de su voz se volvió grave y responsable—. Espero que ese chico no se haga daño, que tú no se lo hagas a él, que él no te lo haga a ti, y que tú no te lo hagas a ti mismo. Espero que no le estalle algún día la cabeza y se lo lleve todo por delante, tú incluido. Algo me dice que ese chico puede tener un desajuste emocional serio, pero quizás no. Quizás sea un muchacho fuerte y audaz, con inseguridades y problemas, sí, por supuesto, pero inseguridades y problemas los tenemos todos. Esto es raro, sí, raro de cojones, y reconozco que yo en tu lugar estaría hecha un lío y no sabría qué hacer, pero no hace falta que te des dos días para pensarlo, sé lo que le vas a decir, y tú también lo sabes. No serás sensato en tu vida. También por eso te quiero tanto.

La verdad es que, a partir de esa conversación con Paloma, a lo largo de día y medio hice un esfuerzo notable para concentrarme en mis obligaciones, y durante el tiempo que pasaba ocioso en casa me dediqué a zapear como un obseso compulsivo por los canales de deportes en busca de partidos de fútbol, por intrascendentes y exóticos que fueran. El fútbol me tranquiliza y me distrae.

En esta ocasión, no del todo. «Mi decisión es que me casaré con Jerónimo». Esa frase del último correo de Víctor era resistente a cualquier jugada, cualquier gol, cualquier revolcón lujurioso entre los jugadores después de haber marcado uno de ellos, y fue poco a poco devorando todo pensamiento y toda emoción, como un pez piraña, y acabó por ocupar toda mi arrítmica máquina de pensar y gobernar mi errática máquina de sentir. El chico más guapo, más valiente, más valioso, más atrevido, más comprometido, más cálido que había conocido en mi vida se iba a casar con Jerónimo. El muchacho al que amaba como no había amado jamás a nadie se iba a casar con Jerónimo. «No lo olvides», me había dicho Paloma, quizás no tan en broma como me había parecido. Claro que no me olvidaba. El niñato más imprevisible, más interesado, más zalamero, más egocéntrico, más ambicioso, más trepa se iba a casar con Jerónimo. El mamón de mierda se iba a casar con Jerónimo.

Encendí el ordenador, inicié el sistema del correo electrónico, abrí un correo nuevo, escribí en el casillero correspondiente la dirección del email de Víctor, dejé el casillero del asunto en blanco, y me exigí un mínimo de dignidad y de coraje.

Escribí: «Vale. Ya está bien, ¿verdad? Sé que me merezco todo esto, por gilipollas, lo que no sé si me merezco es que lo hayas hecho así. No te preocupes, no te voy a mandar a ningún sitio desagradable. Aquí el único que se va a la mierda soy yo. Cuídate, y cuida lo que haces con la gente o acabarás convertido en una mala persona. Ernesto». Nada de abrazo o de beso o de besote de despedida, ni un saludo, ni siquiera un adiós.

Lo releí. Durante día y medio me había aguantado las ganas de enviarle algún sms, aunque sólo fuera alguna palabra anodina: «Hola», «Tranquilo», «¿Bien?». Me dio vértigo lo que había escrito en el correo. No iba a precipitarme. Lo pensaría durante medio día más. No le di a «enviar». No lo eliminé. Lo guardé como borrador. Pero cuando se cumplieran los dos días, algo tendría que decirle a Víctor.

Él se adelantó. Su mensaje decía: «No me olvido de ti, ¿eh?».

Otra vez. De nuevo aquel «no me olvido de ti», o «me acuerdo mucho de ti», o «dime algo…» o «¿dónde vas?». Otra vez estaba impaciente, asustado, alarmado, arrepentido, necesitado.

Le contesté: «Yo tampoco me olvido de ti».

Me contestó: «Muchas gracias, guapo. Espero lo que tengas que decirme».

Le dije: «Mañana por la mañana te mando correo».

Al infierno aquel correo electrónico que acababa de escribirle, que no le había enviado, que no había eliminado, que había guardado como borrador. Le escribí un correo largo, detallado, exhaustivo, exigente, casi un contrato con un listado de cláusulas que él debía aceptar si pretendía que siguiéramos adelante. Me aterraba pensar que no las aceptara, o que no aceptara las más comprometidas, aquellas en las que yo no estaba dispuesto a ceder. Podría intentar un sacrificio, un sacrificio importante, absurdo, casi incomprensible para cualquiera —no digamos para Paloma—, pero tal vez necesario, al menos de momento. A fin de cuentas, se trataba de amor, de amor por encima de todo.

Le envié el correo anunciado el martes 13 de diciembre a las diez menos cuarto de la mañana.

Me contestó a las 11:23: «Querido Ernesto. Estoy en clase y no puedo contestar con tranquilidad, lo haré esta noche. Quería adelantarte que estoy muy feliz por tu mensaje, muy feliz. Prácticamente todas las cuestiones tienen una respuesta afirmativa. Muchos besos. Víctor».

No fue capaz de esperar a la noche. Los martes salía del colegio a las tres de la tarde, pero a las tres menos cuatro minutos me envió su respuesta. Le había robado tiempo al colegio para contestarme.

De: Víctor Ramírez

Enviado: martes, 13 de diciembre de 2011, 14:56

Para: Ernesto Méndez

Asunto: RE: Respuesta

Hola otra vez. Te respondo, en cursiva, sobre tu email.

Querido Víctor:

He estado pensando y «sintiendo» la respuesta al correo en el que me decías que te casarás el sábado con Jerónimo. Y en el que me proponías que defendamos lo mejor posible lo que sentimos el uno por el otro, para no romper lo nuestro y conseguir que sea maravilloso. Todavía estoy emocionado por haber leído que me quieres.

Te quiero. Claro que te quiero.

Intento estar tranquilo. No es fácil. No entiendo tu decisión pero, como dices, seguramente me faltan datos para valorarla. Quizás algún día quieras y puedas explicármela. Ahora necesito que me digas si esa decisión es emocionalmente compatible con todo lo que te pido en este correo. Si así fuera, yo por mi parte lo defendería con toda mi alma.

Sí, es compatible.

Lo primero que quiero decirte es que, puesto que has decidido casarte, te deseo lo mejor. Ya sé que la frase no destila toneladas de calidez, pero te aseguro que es sincera.

Gracias, sí, sé que es sincera.

En cuanto a lo nuestro, yo tampoco quiero romper contigo, pero tampoco quiero ni puedo ser sólo un «buen amigo». No quiero dar pasos atrás, aunque asumo perfectamente que, de cara al futuro, la relación tendrá que evolucionar teniendo en cuenta tu situación y la mía. Debemos tener las cosas muy claras. Nuestra relación tiene que ser algo muy especial. ¿Podríamos seguir viéndonos como hasta ahora, cuando sea posible, con todos tus líos por medio, pero con tu compromiso de hacer todo lo que esté en nuestras manos para cumplir con lo que acordemos?

Por supuesto, me encantaría.

¿Podrían vernos juntos, y entrando en tu casa, sin que nos afectasen posibles habladurías? Creo que en esto tú estás más expuesto que yo. Tu boda será pública, de modo que si la gente dedujera «algo», ¿esa simple deducción te perjudicaría? Ya sé que, en circunstancias normales, lo que diga la gente no debería afectarnos.

Me importa una mierda lo que diga la gente, ni me afecta ni me perjudica, más bien es divertido, nosotros poseemos una libertad extrema y sincera que la mayoría de la gente nos envidia, por supuesto que quiero seguir viéndote, que vengas a mi casa cada vez que te apetezca, ¡como si quieres unas llaves!, que nos demos un abrazo donde sea y todas las veces que queramos, que caminemos del brazo, que nos demos un beso delante de medio mundo. Existiendo esa máxima de sinceridad y «aceptación» entre nosotros, somos los reyes del mambo. Y el resto ¡envidia pura! ¡Invenciones, llamadas, rencores, emails o lágrimas! ¡A la mierda con las malas personas a las que yo no tengo que dar ninguna explicación, es puro deseo de estar en nuestro pellejo, en todos los sentidos posibles!

¿Podríamos en definitiva, cada vez que nos veamos, aprovechando todas las oportunidades para hacerlo, haciendo todo lo que hacemos —salvo sexo, si eso te hace sentirte mejor—, y sobre todo tener esas tardes y esas noches de absoluta cercanía, cuando nos comportamos como no se comportan unos simples amigos? Yo del sexo puedo pasar, te lo aseguro. Del afecto amoroso, no. A estar como la última noche, en tu cama, o como otros días, en la colchoneta de tu sofá cama, no quiero renunciar, porque me sentiría ridículo y un poco humillado.

Sí, rotundamente sí. Valoro las historias auténticas fuera de convencionalismos y cárceles morales o sociales, reconozco los valores, las buenas personas, y tú eres una joya como amigo, como amigo especial, o como lo queramos llamar… Naturalidad por encima de todo. Y el sexo no tiene por qué ser el eje de nuestra relación.

Y siempre podremos —debemos— dejar claro estos puntos, y los que surjan, hablándolo cara a cara. A lo mejor en los días cercanos a Navidad, cuando yo vaya por ahí. No sé si te tomas, en el colegio y en el Ayuntamiento, los pertinentes días de permiso por matrimonio y os vais de viaje de bodas y esas cosas. Si fuera así, lo comprenderé. Como comprenderé que tengas obligaciones de tiempo y de compañía con Jerónimo. Por desgracia, soy nervioso —sin mis defectos yo tampoco sería como soy, y supongo que me quieres como soy—, pero no tanto cuando se me dicen las cosas con claridad. Y si eres sincero cuando dices «no cambiaré lo que siento por ti» y que «no quiero perderte», tenemos que seguir alimentando esos sentimientos.

Por mí, bien. Y claro que soy sincero. No haremos ningún viaje, ya te digo que, por «extremo» que parezca, no hay ni había absolutamente nada preparado, esa tarde comeremos con familiares, ni siquiera los amigos/amigas. Porque todo ha sido como ha sido. Algunos/algunas sí irán al Ayuntamiento.

Sé que este planteamiento es arriesgado. Pero si tu decisión de casarte es arriesgada, y la asumes, mi arriesgada decisión de seguir contigo un tipo de relación así yo también la asumiría. El viernes será para mí un mal día, pero pasará. Sé que podrías decirme, más pronto o más tarde, que no podemos seguir por ese camino, y sería otro palo y más dolor, pero estoy dispuesto a asumirlo desde este mismo momento. En una situación así hay que ser atrevidos.

Eres mucho más grande de lo que me imaginaba…, este último párrafo es una pasada… Es como el comienzo de una historia épica y mayúscula, el tipo de realidades y experiencias interpersonales por las que merece la pena vivir, y que casi nadie vive.

No sé si he sido muy drástico y he podido sonar hasta frío. Te aseguro que sigo conmovido por cómo ha derivado esta historia entre nosotros. Y quiero defenderla. Ahora la respuesta me la debes tú. No la retrases, por favor.

Respuesta dada, ¿no? ¿Algo que aclarar? ¡Esto es como si nos hubiéramos casado! ¡A nuestra manera! Tenemos mucho que conocernos, y eso también es bueno. En cierto modo nos parecemos; somos impredecibles y nadie puede ponernos límites.

¡Muchos besos, loco!

Muchos, muchos besos.

Ernesto

De: Ernesto Méndez

Enviado: martes, 13 de diciembre de 2011, 15:34

Para: Víctor Ramírez

Asunto: RE: Respuesta

Dios… También ahora estoy a punto de echarme a llorar, qué llorón estoy últimamente, coño.

Gracias, Víctor, muchas gracias. A ver cómo sale esto… Va a salir bien. Tiene que salirnos bien. Es raro, sí. Lo nuestro empieza a ser ya raro de cojones…

Si leyeras mis novelas, sabrías hasta qué punto puedo ser yo generoso y temerario en mis asuntos afectivos. Aunque la verdad es que me sorprendo un poco a mí mismo por ser capaz de seguir así a estas alturas.

El sábado intentaré no volverme loco. El viernes estaré en un pueblo de Burgos, dando una conferencia, y el sábado vuelvo a Madrid. A la misma hora en la que te estés casando, yo estaré presentando la novela de un amigo.

No se me ocurre en estos momentos ninguna aclaración que pedirte.

¡Te quiero mucho! ¡Mucho!

El beso más fuerte.

Ernesto

De Víctor Ramírez

Enviado: martes, 13 de diciembre de 2011, 15:57

Para: Ernesto Méndez

Asunto: Algo de historia

Imagino que de esto podemos hablar mucho más, cuando queramos o nos apetezca, pero por alguna razón hoy me ha venido a la cabeza el deseo de contártelo, porque verdaderamente sabes poco de Jerónimo… No me voy a enrollar, sólo voy a dejar caer unos datos importantes que son muy privados, pero que quizás te sirvan para entender la magnitud de algunas cosas. Él estuvo casado con una mujer, con la que tuvo dos hijos, gemelos, ahora ya adolescentes. Yo conocí a ambos muy pequeños, y los hemos criado casi conjuntamente, aunque, con todo el cariño que nos tenemos, nunca han llegado a ser «míos» de verdad, al existir su madre. No es que haya tenido interés en ocultarte esto, en absoluto, simplemente forma parte de la intimidad y privacidad sobre todo de Jerónimo y nunca lo consideré necesario. Ahora siento como si tú y yo hubiéramos iniciado otro nivel, creo que más profundo y relajado si cabe, porque no existen dudas existenciales, ni más deseo que el de tener la relación que tenemos, sabiendo que llegados a este punto podemos confiar el uno en el otro.

Besos.

Víctor

Paloma parecía como si acabara de agarrarse a la catenaria encima de un tren en marcha. Acababa de leerle el larguísimo correo de Víctor, con nuestras capitulaciones:

—¿Que estás dispuesto a renunciar a qué? ¿Que estás dispuesto a renunciar al sexo? ¿Que tú puedes pasar del sexo? ¿Desde cuándo?

—Desde que estoy enamorado, ya ves.

—A mí no me vengas con esas bromas, ¿eh? ¿Es que te has vuelto loco?

Yo había tomado una actitud de petimetre de salón con una pluma sutil, pero inconfundible.

—Me he vuelto calculador y sibilino —dije.

—Ya. —Paloma puede ser cualquier cosa menos calculadora—. Me quieres decir que es estrategia.

—Algo así. Quería prevenir cualquier sentimiento de culpa, en el amor y en la guerra vale todo, ¿no? Pero el sexo acaba mandando cualquier estrategia a hacer punto de cruz.

—Me permito recordarte, señor estratega, que tu amor se casa dentro de dos días con otro. Y no sé por qué me huelo que el otro no está dispuesto a pasar del sexo. Todo a lo que tú renuncies, el otro se lo echará a donde le guste echárselo.

Era una precisión fastidiosa. Mejor no darle vueltas.

—Contingencias menores —dije—. Eso sí, están los niños.

Paloma parpadeó con todo el cuerpo, no sé si me explico.

—¿Que están los qué?

—Los niños, guapa. ¿Tú sabes lo que son niños?

—¿Y tú sabes lo que son pollas en vinagre? Sí, tú sabes lo que son pollas en vinagre, en aceite, en salmuera, en salsa roquefort, en alcanfor, en lo que sea, ya lo sé. ¿Pero se puede saber de dónde salen esos niños?

Le leí el último correo de Víctor.

—No puede ser —ahora se puso en plan doña Camelia necesitada del frasco de las sales—. Qué barbaridad. Ay que ver qué totales sois los gays.

—Los maricones, Paloma, di que hay que ver lo totales que somos los maricones. Seguro que se te queda mejor cuerpo.

—Pues sí. ¡Hay que ver cómo sois los maricones! ¿Y ese pedazo de cencerro de tres badajos que te has echado de novio, o de lo que sea, dice que esos niños él nunca ha llegado a sentirlos como suyos, al existir una madre? ¿Es que esos niños se han quedado huérfanos de madre? ¿Es que esa madre se ha escapado con un estibador del puerto de Algeciras? ¿Es que a esa madre la han matado, la han descuartizado, la han hervido, se la han comido entre tu Víctor y ese Jerónimo, para que tu Víctor pueda por fin sentir suyos a esos niños, y así él y el otro puedan casarse y realizarse del todo? Qué fuertes sois los gays, vamos a dejar de utilizar la palabra maricón que me siento incómoda. Y por cierto: ¿esos niños cuántos son?

—Dos.

—Qué propio. ¿La parejita?

—No. Dos chicos. Gemelos. Ideal, ¿no?

—Ay que ver qué Hola y qué Zara Home os estáis volviendo los maricones. Digo, los gays.

Sonó mi móvil. Una llamada.

—¿El descuartizador de madres? —preguntó Paloma.

—Tino Vila —dije, tapando con la mano el móvil—. Hola.

—El que faltaba. Y que conste que Tino Vila me sigue cayendo bien.

—Hola —dijo la Embajadora—. Por si te cabía alguna duda, tu novio y su novio se casan. Punto. Hasta ayer mismo le he estado preguntando a Jacobo de Pedro si no se había cancelado la boda, y Jacobo de Pedro se lo ha estado preguntando a Pepe Cabello, pero no, la boda está confirmada.

A Paloma le había contado toda la ofensiva tóxica de Tino Vila, pero Tino Vila le seguía cayendo bien. En el fondo, Paloma ha sido siempre una santa.

—Hay que ver, Tino, ni que te fuera la vida en ello.

—No me va la vida. Me va que un amigo como tú ande haciendo el imbécil, que te dejes tomar el pelo como te lo están tomando, y que todo el mundo en el pueblo te esté poniendo como no te imaginas.

—¿Todo el mundo?

—Todo el mundo que debería importarte. Incluida tu familia.

—¿Mi familia? Mira, vamos a dejarlo. Tengo que cortar.

—Un momento.

—Dime.

—¿Tú sabías que el novio de tu novio tiene un hijo?

—Sí —yo, como si lo supiera desde que Chavela Vargas no se había echado aún a la bebida—. Y además de un hijo, también tiene otro. Gemelos. ¿Pasa algo?

—Pues que ya podrías habérmelo dicho.

—¿Perdona?

—He hecho el ridículo. He estado defendiendo ante todo el mundo toda una teoría sobre por qué se casan esos dos, que a lo mejor tu novio lo que está buscando es un padre, y, claro, tú ya no serías un padre sino casi un abuelo, y el novio de tu novio lo que estaría buscando sería cumplir un ansia de paternidad, que hay homosexuales raros que la tienen, hasta que Jacobo de Pedro me ha dicho: «¡Pero si ese ya tiene un hijo!». Y ahora resulta que tiene dos. Ya me lo podías haber dicho antes, ¿no?

Me eché a reír, como si acabara de ver a un cardenal haciendo en lo alto de una higuera aguas mayores —el dicho lo aprendí de una niñera que yo tenía cuando era niño—, y colgué.

A Víctor no se lo conté. La Embajadora no se merecía que Víctor, en vísperas de su boda, pensase en él ni un solo segundo. Si tenía que pensar en alguien antes de casarse, o mientras se casaba, que pensara en mí. Lo nuestro era raro de cojones, difícil de cojones, desafiante de cojones, pero no lo iban a estropear ni la Embajadora intentando que Freud volviera de hacer gárgaras, ni una legión de cardenales subidos a una higuera para hacer aguas mayores.

Víctor me llamó muerto de risa:

—¡Ya me lo temía yo!

—¿Qué pasa? ¿Te has enterado de la teoría de la Embajadora?

—No. ¿Qué teoría tiene ese fantasma? Bueno, me da igual. Ha sido buenísimo. ¡Ya sabía yo que le pasaría a más de uno!

—No me asustes —bromeé—. Ya han empezado algunos taxistas, oftalmólogos, arquitectos, fontaneros, periodistas, cajeros de supermercados, farmacéuticos, veterinarios, políticos, camperos, marineros, y medio sindicato de actividades diversas a cortarse las venas al enterarse de que te casas…

—No, aunque tiempo al tiempo —alardeó, no sé si completamente en broma—. Pero acabo de salir del Ayuntamiento, me he encontrado en la calle a Perico Martos, nuestro jefe de protocolo, le he dicho: Oye, Perico, que no te he comentado nada, el sábado me caso, y ya sabes cómo es, se ha puesto de lo más solemne para felicitarme, y luego me ha dicho, muy en su papel, oye, me tienes que dar el teléfono de Ernesto Méndez para felicitarle también a él. ¡Buenísimo! No sabía si partirse de risa o caerse muerto cuando le dije que no me caso contigo, que me caso con otro.

—Qué sabio es vuestro jefe de protocolo, cómo sabe lo que te conviene —le dije, y no completamente en broma.

—A mucha gente le va a pasar, niño. A Jerónimo en La Algaida no lo conoce casi nadie, en cambio me han visto contigo miles de veces, y ya sabes lo que dicen de nosotros.

—La verdad.

Víctor no dejó que la verdad le afectase lo más mínimo. Mantuvo el tono gamberro y divertido:

—La verdad, no. Dicen que tú y yo somos novios, pero no somos novios, ya nos hemos casado, a nuestra manera, por correo electrónico, sin más papeleos ni ceremonias, pero nos hemos casado, no lo olvides, guapo.

Era maravilloso oírle hablar de lo nuestro con tanto entusiasmo, con tanta alegría, con tanta inconsciencia. Pero con Jerónimo se iba a casar el sábado, a la hora prevista, con todos los papeleos y todas las ceremonias. Decidí no volver a hablar con Víctor hasta que no volviera a La Algaida, ya casado, pero solo. Porque Jerónimo tendría que quedarse en Granada hasta el día 23 por la mañana, cuando él y Víctor y todo el profesorado de todos los colegios e institutos de Andalucía empezaran sus vacaciones de navidades.

El viernes por la tarde viajé a ese pueblo de Burgos en el que tenía que dar una conferencia sobre biografía y ficción. Llegué con el tiempo justo. La concejala de Cultura era joven, guapa, dicharachera, socialista y para presentarme leyó lo que dicen de mí en Wikipedia, incluido que tengo una hermana que se llama Maruja. Después del acto, me llevó a cenar a un mesón contundente y taurino, y en medio de la conversación, cuando se interesó por mi regreso a Madrid, se me ocurrió decirle:

—En realidad mañana debería ir a Granada, se supone que me caso allí por la tarde. Con un chico, claro.

Se quedó desconcertada. Puso cara de aflicción.

—¿De veras? ¿No vas a ir?

—No. Creo que no.

—¿Qué ha pasado? ¿No habrá boda?

—Sí. Habrá boda.

La afligida concejala de Cultura no entendía nada.

—¿Entonces?

—Habrá boda. Sólo que el chico se va a casar con otro.

—Uy —dijo la concejala de Cultura, encantada—, como en la canción de El Fary.

Aquella noche, en el hotel, mientras daba vueltas en la cama sin lograr quedarme dormido, con el estómago lleno de contundencia y tauromaquia, trataba de resistir la tentación de irme a Granada, presentarme en la sala de bodas del Ayuntamiento, ocupar una de las últimas sillas para familiares e invitados, esperar la entrada de Víctor, mirarle, emocionarle, trastornarle, conseguir que no hubiera boda, o al menos joderle la boda.

A la una y veinte de la madrugada, recibí un mensaje de Víctor: «Mira tu correo. Te quiero».

Espabiladísimo, me levanté, encendí el ordenador, abrí mi correo. Me enviaba en documento adjunto una foto. Su texto decía: «Fotito de hoy. ¿Me mandas alguna tuya? I love you. Kiss». En la foto estaba guapísimo, brillando, rodeado de colegas del grupo de voluntariado de su colegio, sonriente, despreocupado. Yo no podía creer que veinticuatro horas más tarde quizás estaría aún dándole que te pego a la noche de bodas con otro.

Pero quería una foto mía.

Busqué en mi carpeta de fotos. De la sesión fotográfica realizada para la solapa de mi última novela, elegí dos en las que me encontraba maduro, sí, pero importante, interesante, atractivo, con una sonrisa agradable y ojos bonitos: por eso le gustaba a Víctor. Se las envié. Sólo escribí: «Te quiero. Kiss».

Por la mañana, durante todo el viaje a Madrid, durante el resto del día, no logré dejar de fantasear con la idea de coger un avión a Granada —o cualquier medio de transporte con el que llegar a tiempo a Granada—, dejarme ver en la sala de bodas del Ayuntamiento, descomponer a Víctor, conseguir con mi presencia y con el recuerdo de mis últimas fotos que Víctor dijera «no» cuando el concejal de turno le preguntase si quería contraer matrimonio con Jerónimo —o lo que se pregunte en las bodas civiles y gays—, y verle salir corriendo por el pasillo, como Julia Roberts o Renée Zellweger o Jennifer Aniston en una de esas películas de bodas, pero en machito y sin mohínes, y pararse delante de mí, besarme, abrazarme, decirme vámonos, y marcharnos juntos, corriendo, cogidos de la mano, y dejarlos a todos, y especialmente al elegante y equilibrado Jerónimo, estupefactos, desconcertados, trastornados, impactados.

A las seis y media de la tarde, Víctor empezaba a casarse con Jerónimo en el Ayuntamiento de Granada. Vas a sentir que lloras sin poder siquiera derramar tu llanto, y has de querer mirarte en mis ojos tristes que quisiste tanto… A esa misma hora, yo empezaba a presentar en el café Romanones, en Chueca, la novela de un amigo. Había apagado el móvil. Cuando, hora y media más tarde, lo encendí, no había ninguna llamada perdida de Víctor, ningún mensaje impaciente, asustado, necesitado de Víctor.