—Por favor, no te cases.
Cuando nos abrazamos, lo comprendí. Comprendí que había decidido casarse con Jerónimo.
Sí, con Jerónimo. Con aquel Jerónimo con el que, después de una relación de once años que ya no daba más de sí, había roto del todo. Con aquel Jerónimo del que por fin había conseguido librarse. Con aquel Jerónimo al que yo le había escrito las cartas que le había escrito. Menos mal que no le mandé las cartas. Se iba a casar con él. Con el mismo.
Se iban a casar. Lo supe.
Víctor y yo habíamos llegado a su apartamento muy tarde, contentos, casi eufóricos, divertidos, felices, pero nos desnudamos, nos acostamos, nos besamos, y de pronto nos abrazamos como si en aquel mismo instante hubiésemos descubierto que un ciclón nos separaría sin remedio, y lo entendí.
—Por favor, no te cases —le supliqué al oído.
El Fary empezó enseguida, dentro de mi cabeza, a dar la murga: Te vas a casar con otro, con otro que no soy yo. Qué inoportuno, o qué oportuno, El Fary.
Víctor no dijo nada. Me abrazó con más fuerza, me besó con un beso más largo y más dulce, nos amarrábamos el uno al otro como si estuviéramos al borde de un precipicio y no supiéramos cómo salvarnos. Hacía frío. Menos mal que yo no le había mandado las cartas a Jerónimo: por muy elegante, muy maduro y muy equilibrado que fuese, estaría ahora descojonándose.
—Por favor, no te cases.
Víctor aflojó un poco el abrazo y dejó que yo le abrazara más fuerte, como si confiara en mí para resguardarle. Pero yo estaba de pronto tan aturdido, tan desorientado, tan asustado como creía que lo estaba él, y mucho más nervioso. Y, para colmo, aquella canción de El Fary, que se me había metido en el cerebro como un murciélago incansable en una habitación cerrada, era una matraca muy poco digna para un momento como aquel. Te vas a casar con otro, con otro que no soy yo.
—Por favor, no te cases.
Como tenía la cara pegada a la suya, noté su sonrisa y la adiviné candorosa, dulce, cálida. Igual que si acabara de pedirle que no anduviera descalzo por la casa o que comiese un poco más de fruta y verdura. Ahora, dejándose abrazar, pegado a mí, cobijado en mí, acurrucado en mí, ya bajo el calor amable del edredón, parecía tranquilo y con una eternidad por delante para poner remedio a cualquier engorroso inconveniente. Como si estuviera logrando convencerse de que no existía ningún peligro inmediato. Pero yo acababa de comprender que lo había.
La verdad es que él, en ningún momento a lo largo de la noche, me aseguró que fuera a casarse. Pero tres horas antes, nada más sentarnos en Di Piero para cenar, Víctor había sonreído con ese aparente candor con el que suele anunciar tormentas, y me había pedido que no me asustase, y yo no fui capaz de imaginar nada grave, a fin de cuentas él siempre tuvo cierta tendencia a magnificar los peligros si pensaba proponerse como salvador. «No te asustes», me había dicho. ¿De qué tenía que asustarme? ¿De que la Bipolar y sus huestes estuviesen a punto de entrar en el restaurante? ¿De lo mal que íbamos a comer? ¿Del millón de mensajes que Víctor estaría a punto de recibir en sus dos móviles? ¿De lo disparatado de su agenda? Yo daba por hecho que la Bipolar y sus huestes eran inofensivas en el cuerpo a cuerpo, sabía que en Di Piero comíamos siempre lo mismo —ensalada de pollo y una pizza calzone canibal, todo compartido—, tenía clarísimo que medio mundo podía conjurarse de pronto para mandarle mensajes al mismo tiempo, y acababa de comprobar por enésima vez que su agenda era un disparate, porque a punto estuve de mandarle por enésima vez a la mierda —en plan monólogo interior, sí; sin ningún convencimiento, sí; sin el menor sentido del amor propio, sí; inútilmente, sí; pero a la mierda— cuando me anuló dos citas sucesivas, por compromisos imprevistos, el domingo por la mañana, y a punto estuvo de cancelar también la de la noche, con el pretexto de que tenía que asistir por imperativo municipal al pregón de Navidad en la iglesia de los mercedarios y no sabía cuándo terminaría aquello. Le dije que me daba igual cuándo terminase, que le acompañaría al pregón, aunque entrase en coma por una subida de azúcar sintética, y que me recogiese en mi casa a las ocho. El pregón, a cargo de un poeta local soltero y de horrorosa sensibilidad popular —su anciana y viuda madre, en primera fila, le escuchaba transida de lagrimosa emoción—, estuvo a punto de durar hasta medianoche, pero sin duda la Virgen de la Merced se apiadó de nosotros y obsequió al insigne e hipersensible poeta con una drástica laguna mental a las dos horas y quince minutos de pregonazo y el pregonazo terminó bruscamente, de modo que Víctor pudo dejar de volver la cabeza con dudosa discreción para lanzarme miradas desesperadas, y es que Perico Martos, el atildado, entregado, inflexible, inconmovible jefe de protocolo del Ayuntamiento se había visto en la obligación de separarnos protocolariamente, a Víctor no tuvo más remedio que sentarle en el banco de autoridades, aunque conmigo se permitió la deferencia de colocarme al otro lado del pasillo, un banco más atrás, en el extremo que daba al corredor central —«cerquita del delegado», me dijo, muy picarón—, de manera que Víctor no tuviese más que ladear un poco la cabeza para devolverme las miradas impacientes que yo le dirigía al cogote todo el tiempo. Cuando terminó la tortura de ripios y villancicos, Víctor y yo nos despedimos con muchas prisas de todos, incluida la alcaldesa, que pensaría: «Estos dos se van directamente a follar». Nos fuimos a Di Piero, y allí, nada más sentarnos a la mesa, Víctor me pidió que no me asustase.
«No te asustes, ¿eh?». Eso dijo.
Vio mi cara de pasmo, sonrió con esa inocencia peligrosa que él se gastaba, y añadió: «No he sido capaz de decirle a Jero ni que sí ni que no». Reaccioné incrédulo: «¿Cómo?». En realidad pensé que era, simplemente, un insensato. Jerónimo había ido por las buenas a visitar a Víctor, se había alojado en su apartamento, había puesto sobre la mesa una carta emocional que consistía en pedirle que se casaran el 17 de ese mismo mes, tal como habían previsto un año antes de la separación, y aunque Víctor me había dado a entender, muy relajado, que aquello era una locura, quizás una locura hasta simpática, pero una locura del tamaño de la astucia de la marquesa de Merteuil, no había sido capaz de decirle a Jerónimo —a Jero, vaya por Dios— ni que sí ni que no. ¿Qué había pasado? Aquello no tenía ningún sentido. Yo no entendía nada.
Durante la cena —ensalada de pollo, pizza calzone canibal, sin postre, nunca pedíamos postre— Víctor me juró con todos los juramentos posibles que era exactamente como me lo decía, que no había sido capaz de darle una respuesta clara a su todavía ex, que era muy difícil dejar hecho polvo a alguien a quien en el fondo se quiere mucho, y yo di por hecho que se refería a Jerónimo. Bromeó a costa de mi perplejidad, de mi incredulidad. Consiguió espantarme la desolada sorpresa. Cambiamos de conversación, nos burlamos de la Bipolar, de su correo en respuesta al de Víctor mandándole al infierno para siempre, un correo que la Bipolar había pretendido que fuese sardónico y venenoso, pero que le quedó fofo y gris, descoyuntado: «Estoy hasta la poya (sic) de tus tonterías y de tus artículos inquisidores y tan mal escritos, nuestro célebre escritor neosocialista devería (sic) darte algunas clases de redacción. Ni yo te odio ni tengo sentimientos de ninguna clase hacia ti. Ni te acoso, ni te derribo. No me autodestruyo por ti. Ridículo no hago ninguno. Sí, he llevado tu email a mi psiquiatra y me da la razón en todo. Me alegro del adiós de un niñato que no me merece ni a mí ni a (sic) toda esa fascinación levantada a tu (sic) alrededor. La obsesión es tuya, de baja cuna y de alta cama». Quedaba claro que si alguien necesitaba clases de redacción del célebre escritor algaideño y neosocialista era la Bipolar. Nos reímos. ¡De baja cuna y de alta cama! Habría sonado miserable en boca de cualquiera, pero en la de la Bipolar sólo atufaba a clasismo ñoño y trasnochado.
Salimos de Di Piero despreocupados, contentos, bromistas, dispuestos a escandalizar un poco en El Garaje y a pasar felices el resto de la noche. Cerca ya de El Garaje, Víctor tuvo la ocurrencia de llamar a Paloma, de la que yo le había hablado tanto, y hablaron por teléfono por primera vez, y luego hablé yo con ella, y Paloma estaba encantada con la alegría, el entusiasmo, el empuje de Víctor, y con lo que se le notaba que me quería. Luego estuvimos en el bar hasta las tantas, abrazándonos y acercándonos mucho la cara el uno al otro para hacernos apretadas y cariñosas y traviesas confidencias, hasta que nos fuimos juntos, cogidos por la cintura, o cogidos del brazo, a pasar la noche en la alta cama del apartamento de la plaza Infanta Alfonsa. Pero a mí, aquella noche, al volver de El Garaje, me bastó desnudarme, acostarme con Víctor, besar a Víctor, abrazar a Víctor, y sentir cómo él, desnudo, acostado a mi lado, me besaba, y cómo me abrazaba, para comprender que se casaría con Jerónimo.
—Por favor, no te cases.
—No sigas diciendo eso. Por favor.
Te vas a casar con otro, con otro que no soy yo.
—No te cases.
Dejó que un silencio que a mí se me antojó definitivo se abrazara a nosotros.
—Aún no he tomado ninguna decisión, te lo juro —murmuró al fin, abrazado por mí, cobijado por mí, acurrucado dentro de mi abrazo, sin levantar la cabeza, sin mirarme a los ojos. Y repitió—: Te lo juro.
Le obligué a separarse un poco. No quería creer que estuviera engañándome.
—Eso quiere decir que estás pensando en serio en casarte con Jerónimo.
Se incorporó. Me miró a los ojos.
—No te estoy mintiendo, Ernesto. No he tomado ninguna decisión. Ni pienso ni dejo de pensar. No le debo nada a nadie, soy libre de hacer lo que quiera.
Escondí la cara entre los brazos. Me di la vuelta. No iba a ponerme a lloriquear como la anciana madre de un pregonero soltero y de horrorosa sensibilidad popular.
Entonces él volvió a abrazarme. Ahora ya parecía decidido a no dejarse vencer por ninguna inseguridad, por ninguna emoción dañina, por ningún miedo.
—Vuélvete, anda —me pidió, y fue como si me pidiera de nuevo que no me asustara—. ¿Qué te pasa?
¿Que qué me pasaba? Que se iba a casar con otro, con otro que no era yo, joder. Que me levantaría de aquella cama y no volvería a acostarme en ella jamás. Que no volvería a desnudarme con él, a besarle, a abrazarle como le estaba besando y abrazando ahora. Que no volvería a esperar, impaciente y feliz, el fin de semana reservado para viajar a La Algaida. Que Víctor ya jamás leería una sola página de mis obras completas que yo le había regalado, libro a libro, con larguísimas y encendidas dedicatorias, sin que él hubiera encontrado todavía tiempo para empezar ninguno de ellos, y que Jerónimo le atiborraría de nuevo de poesía surrealista y de cómics para perezosos mentales y de simplezas de ciencia ficción. Que Jerónimo estaría loco de contento por haber recuperado a Víctor, y yo podría volverme loco de pena en cuanto me convenciera de verdad a mí mismo de que lo había perdido para siempre, antes incluso de haberle tenido de verdad del todo. Que Jerónimo, el elegante, el maduro, el equilibrado, pero también el fantiguita, se había salido con la suya, y lo lógico sería que ahora yo, después de las cartas de marica mala que le había escrito y no le había mandado, le escribiese de verdad: Mañana vas a brindar por una vida feliz, y yo sentiré doblar campanas dentro de mí. Qué trágico El Fary, ¿no? Con razón, mira. Porque en cuanto la Bipolar se enterase de la noticia se empacharía de tocinos de cielo y bizcotelas, aunque se pusiera como un serón de mojones, para celebrar mi desgracia. Porque la Embajadora me llamaría para acompañarme en el sentimiento, para decirme que ya me lo había advertido, para recordarme que yo era el único que no me daba cuenta de que sólo era para Víctor un trofeo del que se libraría en cuanto dejara de servirle, se aburriese o encontrase una pieza mejor que cazar; que había sido un pelele en manos de ese niñato, y que allí estaba él para demostrarme lo que es una amistad verdadera. Porque Paloma —y, sobre todo, el marido de Paloma— se burlarían cariñosamente de mí con la mejor voluntad del mundo, convencidos de que era el mejor sistema para que yo superase el mal trago. Porque iba a sentirme imbécil, memo, panoli, gilipollas. Pero, sobre todo, porque ya nunca le podría decir a Víctor, sin quedar como una Bipolar cualquiera, una tarde de sábado en el paraíso, todo lo que de verdad le quería.
—Tengo que decírtelo —murmuré, con la boca hundida en la almohada.
—¿Cómo? —Víctor había seguido abrazándome en silencio.
—Nada.
—¿Qué te pasa, Ernesto? No quiero verte así, quiero que estés bien.
—Joder…
Tenía que decírselo. Porque el mundo está hecho a la medida de los sentimientos, y si se hiere una emoción, si se mutila un afecto, si se mata un amor se desmorona una montaña, se hiela una arboleda, se seca un río, se quema un paisaje. Adiós a aquel paraíso inventado por nosotros, para nosotros, en aquellos cuarenta metros cuadrados. Pero tenía que decírselo. Te vas a casar con otro, con otro que no soy yo. Qué pesado El Fary.
Tenía que decírselo. Aunque ya fuera tarde, aunque ya nada tuviera remedio, aunque no sirviera para que Víctor dejara de pensar en casarse con Jerónimo, aunque no me creyese, tenía que decírselo.
—Dime, Ernesto, ¿qué te pasa?
Víctor me acarició la cabeza, me besó el cuello, rozó mis labios con uno de sus dedos para que se lo besase.
Respiré hondo. Luego, intenté hablar despacio, calmado, sintiendo cada palabra, también los artículos, los relativos, las conjunciones, las preposiciones.
—Que yo te quiero —dije—, eso me pasa. Que te quiero como no he querido jamás a nadie. Que nos conocemos desde hace poco más de tres meses, pero te quiero. No te lo he dicho antes, así, como te lo estoy diciendo ahora, porque no quería precipitarme, porque me advertiste de que íbamos demasiado deprisa, porque no quería meter la pata. Y quizás nunca has llegado a creer que yo te quería. Pero te quiero como nunca pensé que se pudiera querer, porque jamás he querido a alguien de igual a igual, porque es cierto que siempre he tenido novios raros, porque jamás he encontrado a nadie que pudiera quererme como quizás habrías podido quererme tú.
—No sigas, Ernesto.
—Te quiero como quizás nunca te hayan querido, como tal vez nunca te querrán. Te parecerá exagerado.
—Un poco drama queen, sí —trató de bromear.
—No te rías.
Por qué te burlas de mí, no te rías de lo que me pasa, tú también puedes llorar. Eso cantan Los Adolescentes. Joder. Una canción de Los Adolescentes a esas alturas de mi vida. Preferible El Fary, la verdad.
—No me río, Ernesto. Sólo estoy preocupado.
—Quiero todo lo que eres, niño. Quiero todas tus virtudes. Quiero tu valentía, tu fuerza, tu coraje, tu compromiso. Y quiero también todos tus defectos, que los tienes, montones, como todo el mundo, con la diferencia de que a ti tus defectos acaban mejorándote, sin tus defectos no serías lo que eres, no llegarías a donde has llegado, no harías lo que haces. Quiero todo lo que haces, y quiero todo lo que quieres hacer. Quizás nunca hayas llegado a creerte que yo podía estar siempre contigo, que podría cuidarte, protegerte, defenderte, entusiasmarme contigo, luchar contigo, equivocarme contigo, ganar contigo, seguir contigo, y dejar que me protegieras, que me cuidaras, que me defendieras, que me animases. Quizás nunca has llegado a creértelo. No he sabido decírtelo.
Víctor estrechó el abrazo como si hubiera pasado el ciclón y no pudiera ya separarnos. Pero el ciclón seguía ahí, en la plaza Infanta Alfonsa, en el portal del edificio, en la escalera que llevaba al apartamento de Víctor, frente a su puerta.
—A lo mejor te da vergüenza oír lo que te estoy diciendo —traté de enfriar aquella rara, fervorosa, impropia declaración de amor. Porque yo estaba emocionado, y asustado, pero intentaba no resultar patético.
—No me da ninguna vergüenza, Ernesto. No te avergüences tú de lo que me dices.
—Pero tú no dices nada.
Me cogió la cara entre sus manos. Tenía los ojos brillantes y más jóvenes que nunca, con aquella mirada casi adolescente, levemente compungida, que a mí me gustaba tanto.
—Te arrepentirás de esto.
—Nunca —le aseguré—. Te lo he dicho todo, y todo es verdad. Te quiero. Por favor, di algo.
Y entonces él me besó, siguió sujetando mi cara con sus manos, me miró a los ojos como si me viera por primera vez, como si fuera la última vez que me miraba así. Apenas entreabrió los labios, como si le costase decir lo que quería. Insistí:
—¿Qué dices?
Y dijo:
—Que querría tener otra vida para vivirla contigo.
Otra vida para vivirla conmigo. Eso querría. Eso dijo.
Pero esa vida no existe. Se lo dije. Le dije que esta es la vida que tenemos, que por esta vida es por la que debemos apostar, arriesgar, pelear. Que esta vida es la única que podemos compartir, defender, disfrutar. No hay otra. Esa vida que él quisiera tener para vivirla conmigo está en un lugar inalcanzable. Sin duda es una vida nueva en un lugar edénico, recién creado, recién inventado, fantaseado, pero inexistente. Una vida sin pasado, una vida hecha sólo de presente y de futuro. Una vida en la que todo estaría por descubrir: el día, la noche, las edades, las miradas, los sueños, el mapa del mundo.
—Esa vida no existe, Víctor.
No dijo nada. Pero su abrazo era como un refugio. Dejó que me cobijara en él, que me acurrucara en él.
—Tengo que dormir un poco, niño —me rogó—. Tengo que madrugar.
Era muy tarde. Bajo el edredón hacía demasiado calor, afuera hacía mucho frío. Víctor quería dormir, relajarse, aplazar aquella conversación, tal vez olvidarla. Yo lo intenté. Tenía que levantarme al cabo de dos horas, a las siete menos cuarto, para coger el tren que salía de Jerez a las nueve menos veinte. Fueron dos horas de duermevela sofocante, con una pesadilla soñolienta en la que un tren se salía prodigiosamente de las vías y continuaba, campo a través, entre llanuras desérticas y paisajes calcinados, hacia ninguna parte, hacia esa vida que no existe. La vida que existe la viviría Víctor con Jerónimo. Aunque Víctor continuara repitiéndome sin cesar que aún no había tomado ninguna decisión.
Cuando me levanté, intentando no despertarle, él se quejó:
—¿Dónde vas? —Otra vez aquel gemido de alguien que no quiere que le abandonen.
Luego, ya en la estación, minutos antes de subir al tren, recibí un mensaje suyo: «Hola. No dejo de pensar en ti. Quiero que estemos bien. Procura disfrutar el día. Besote». El mensaje de quien no quiere abandonar a nadie.
Me propuse dormir durante todo el viaje. No pude dormir ni cinco minutos. Estaba demasiado cansado, demasiado triste. Me ardían los ojos.
Te vas a casar con otro, con otro que no soy yo. Qué sádico El Fary.