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Cartas a Jerónimo

Madrid, 10 de octubre de 2011

Estimado Jerónimo:

Quizás te extrañe recibir esta carta. No me conoces, pero ya, ya me conocerás. Quiero decir que estamos condenados —qué se le va a hacer— a conocernos. Estoy seguro de que para mí será un placer. A ti a lo mejor el encuentro te resulta agridulce, como el cerdo chino —quiero decir, el cerdo chino que sirven en los restaurantes chinos—, pero, si lo aceptas, en mí podrás encontrar un hombro en el que apoyarte, o incluso un paño de lágrimas, si es que necesitas apoyarte en algo o te da por llorar un rato, que es una cosa que siempre desahoga mucho.

Mi nombre es Ernesto Méndez. El escritor, sí. El maricón, sí. O sea, el escritor maricón, sí. Te advierto que yo mismo estoy asombrado por utilizar ahora este lenguaje. En circunstancias normales habría utilizado la palabra gay, que tiene su punto divertido además de normalizador, como dice tu ex. Ojo, tampoco habría utilizado la palabra homosexual, que desprende un tufillo clínico que tira de espaldas. Pero mi lenguaje desgarrado se disculpa porque las circunstancias que han propiciado que te escriba estas líneas no son muy habituales, al menos para un homosexual maduro —en todos los sentidos— y equilibrado como tú. Entre maricones corrientes y descentrados, tengan la edad que tengan, todo lo que voy a contarte está a la orden del día, te lo aseguro.

Por si no te has dado cuenta, porque tampoco sé lo espabilado que eres, ya he deslizado una alusión, no puedo jurarte que totalmente inocente, a tu ex. A tu ex Víctor Ramírez, en concreto, porque, por once años que llevases con él, supongo que habrá habido en tu vida otros hombres, o mejor dicho, otros muchachitos, tal vez algunos tan tiernos como era Víctor cuando lo conociste. No me gustaría que estas precisiones que me permito hacerte sobre la preocupante juventud de tu ex, en el momento en el que os enrollasteis, te las tomases como un reproche moral, legal o profesional, porque ¿quién soy yo para recriminarte nada? Por otra parte, comprendo que, por muy maduro y muy equilibrado que seas, el que por fin te haya dejado plantado del todo una maravilla de chaval como Víctor tiene que ser una catástrofe «emocional, experiencial y existencial» —como él dice— que no le deseo ni a mi peor enemigo, así que como para que yo venga ahora a hurgar en la herida, ruindad que no albergo entre en mis intenciones en absoluto.

Cuando nos encontremos, si es que esta carta no te ha provocado un síncope determinante, te contaré los antecedentes del hecho que me lleva de verdad a escribirte, unos antecedentes que, aunque reconozco que te dejarán hecho polvo, prefiero ahora, a regañadientes, pasar por alto.

De momento, me bastará con decirte —y estoy pensando que a lo mejor con ello te parto ya el corazón— que tu ex y yo mantenemos una singular, compleja, creativa, intensa, ardiente relación desde el mes de agosto. Dura apenas mes y medio, ya sé, pero hay meses y medio que valen por once años con todos sus domingos y fiestas de guardar, perdona que te lo diga. El caso es que, durante este mes y medio, dicha relación ha tenido que sobrevivir en la distancia, aliviada, eso sí, por mis ya frecuentes viajes para verle, porque yo vivo habitualmente en Madrid —lo cual no es en sí demasiado grave, ya que, dicho sea sin ánimo de señalar, tú vives bastante más cerca de La Algaida, en Granada, y eso no ha sido óbice para que Víctor te haya dicho, de una vez por todas, ahí te quedas—, y también a los continuos ataques y la perenne difamación de unas alimañas aparentemente humanas de La Algaida, expulsadas de la vida verdadera e inútiles pordioseras de un céntimo de verdadera felicidad —como tu ex dice—, entre las que destacan —por ahora, porque el resto del casting promete muchísimo— las bien llamadas la Bipolar y la Embajadora. Son lo peor, pero en el fondo muy inofensivas. En cualquier caso, ya te digo, no te escribo por todo lo que acabo de contarte, te escribo por cierto percance emocional, confío en que venial e irrepetible, que ha sufrido Víctor hace un par de días y que a mí me tiene algo preocupado.

Tú conoces bien a Víctor, digo yo. Reconozco que en circunstancias normales el hecho de que tú le conozcas bien me habría traído al fresco —confío en que sepas disculpar mi franqueza, pero creo que con alguien tan maduro y equilibrado como tú es preferible no andarse con ambages, aun a riesgo de que tengas una bajada de potasio, con lo peligrosísimo que eso es—, pero he llegado a la conclusión de que te necesito para conocer aún mejor al chico, para mimarle como nadie, incluido tú, le ha mimado hasta ahora —y no es que te esté reprochando nada, Jerónimo, hijo, no te rebotes, es que pienso echar el resto—, para ayudarle, para guiarle, confío en que mucho mejor de lo que intuyo que tú les has guiado, que me parece que te has lucido, bonita, dicho sea en honor a la verdad. Ay, Jerónimo, perdona que te llame bonita, seguro que tú, tan maduro y tan equilibrado, jamás hablas en femenino, yo lo hago rara vez, pero enterarme de que Víctor te ha dado puerta definitivamente me ha dejado como muy suelto, ya ves tú. Y me siento seguro. Estoy crecido. Y es que, aunque sea incluso un poco más maduro que tú, hay algo que juega totalmente a mi favor, tratándose de una relación con Víctor: soy encantadoramente desequilibrado. Eso no obsta, como te digo, para que me atreva a pedirte que pases por alto el entripado que sin duda tendrás ya, después de leer lo que estás leyendo, y me eches una mano por el bien del chico.

Te cuento.

Desde que nos conocemos, hace ya mes y medio largo —siete semanas y media mucho más pasionales y estimulantes que si hubieran sido once años completos, estimo que conviene que te quede claro—, Víctor y yo nos intercambiamos constantemente decenas y decenas de mensajes apasionados, divertidos, inteligentes, geniales. Confieso que tanto mensaje, a mí —que soy, como sin duda lo eres tú, de la cultura de la voz y de la escritura reposada— a veces me pone de los nervios, y no hago más que pedirle que me llame o que conteste mis llamadas, pero a él esas peticiones se la traen floja. Sospecho con cierto fundamento que, en los últimos años, tú a él se la traías literalmente flojísima, desdichado trastorno que, por supuesto, habrá influido de manera decisiva en que te haya mandado al guano, así que podrás hacerte una idea de lo irritante que a veces resulta que al niño se la traiga flácida algo tan sencillo y tan razonable como lo que yo le pedía. Nada, no había manera de que el puñetero niño hiciera una puñetera llamada o atendiera una puñetera llamada mía.

Qué bien me está sentando ya escribirte esta carta. Lo necesitaba, mira. Aparte de que escribir sea lo mío, es que, en estos tiempos de mensajes acelerados, escribir es un remanso y un antiestrés. Escribir esta carta empieza a parecerse a unas vacaciones en Isla Mauricio, qué relax.

Por cierto, antes de seguir adelante con lo que te quiero contar, me apetece decirte cómo te imagino. Tú no tienes que imaginarte cómo soy, porque me habrás visto montones de veces en fotos y en televisión, puesto que, modestia aparte, soy muy conocido, y habrás leído mis declaraciones y mis artículos y oído mis intervenciones en tertulias de radio y televisivas, e incluso seguro que has leído casi todos mis libros, porque además de maduro y equilibrado eres también un hombre muy culto, o al menos eso dice Víctor, que te adora. Te adora a pesar de darte y darse él vía libre y, sobre todo, del lastimoso percance de flacidez antes mencionado: chico, pelillos a la mar. Aunque reconocerás que de famoso no tienes nada, lo cual es un plus que tú no puedes darle a Víctor y yo sí, las cosas como son. Sentado, pues, que tú sabes cómo soy, voy yo a permitirme adivinar cómo eres, me apetece. En lo físico, quizás una copia aproximada —muy aproximada, eso sí— del Gregory Peck de Matar un ruiseñor. No te quejarás: alto, más bien delgado, distinguido, tal vez hasta un poco más atildado de lo que puede considerarse realmente elegante, y sosegado, con un aire levemente soñador y melancólico, honrado a carta cabal y con principios firmes, salvo algún eventual desliz chocante en el terreno sexual que, en tu caso, no voy a mencionar de nuevo para no mortificarte. A mí, te diré, ese tipo físico de hombre, que tanto suele gustar a las señoras cursis, siempre me ha resultado dudosamente sexy y, en el campo de las habilidades sociales, lo que se dice un muermo. Sé que no eres abogado, como el Atticus Finch encarnado por Peck, sino profesor de literatura de un simple instituto de enseñanza secundaria, sospecho que bastante costroso, pero no me cabe la menor duda —dado los elogios que te dedica Víctor, no sé si para compensar el que te haya dejado tirado sin miramientos—, no me cabe la menor duda, insisto, de que tienes una excelente formación clásica, especialmente griega, que te fascinan los poetas grecolatinos y las rarezas de la literatura oriental, que los textos medievales te subyugan, que estás al tanto de todos los títulos clave de la modernidad literaria en todas sus vertientes —poética, narrativa, ensayística— y que te extasías con las más finas sutilezas de los más sensibles escritores de todos los tiempos, especialmente Estratón de Sardes y su obra más conocida, La musa de los muchachos. Deduzco que, en el fondo, desprecias el gusto por majaderías como el cómic para adultos y la ciencia ficción, aunque Víctor te lo haya contagiado. Víctor las adora; esas majaderías, digo. No puedo imaginar qué le encuentra a esas aficiones tan pueriles, tan elementales desde el punto de vista artístico; cualquiera que sea quien se lo haya contagiado a él merece el degüello. He ahí, sin duda, un motivo subyacente, pero definitivo, para que al final te haya dejado con dos palmos de narices. Otra razón es que Víctor no es una señora cursi, como muchas de las que viven en su edificio, de esas a las que les gustan los tipos como Atticus Finch. Y un tercer y definitivo motivo contundente para darte puerta es que me ha encontrado a mí, claro. Él me repite sin parar que no, que no me haga a mí mismo responsable de su ruptura contigo, pero yo sé que sí. Y repito que él sigue hablando de ti maravillas. No olvidará nunca, por ejemplo, el que gracias a ti haya podido conocer, dice, a cardiólogos o a directores de orquesta. Pero, reconócelo, ¿qué es un cardiólogo de la Seguridad Social, y seguro que sin consulta privada, o el director de una orquesta de barrio —porque no creo que gracias a ti haya conocido a Zubin Mehta—, en comparación con los escritores de primera, los artistas más rompedores, los actores y los cantantes más famosos, los deportistas de élite, los periodistas que ahora están en el candelero, los gays célebres que puede conocer gracias a mí? En estas siete semanas y media no he parado de mandarle correos contándole mis fiestas y mis encuentros con todas estas celebridades, y está fascinado. Lo tuyo, por muy exquisitos que sean tus gustos y tu formación, y por maduro y equilibrado que hayas llegado a ser, ha dejado de fascinarle, vas a tener que asumirlo, cariño.

Pero vuelvo a lo fundamental que quiero contarte, que se me va el santo al cielo, todo por querer solidarizarme contigo, que conste. Resulta que, entre esas decenas de mensajes que Víctor me ha mandado por el móvil, casi siempre en respuesta a los mensajes que le mando yo —salvo las raras pero fastuosas excepciones en las que él se adelanta por la mañana y me dice lo mucho que se acuerda de mí, y lo maravilloso que ha sido conocernos, y las ganas que tiene de que nos veamos muy pronto—, a principios de mes recibí uno que decía: «Ya en casa, muy cansado, la verdad. Me voy a dormir tempranito, que los peques y demás absorben toda mi energía. Mi agenda es una locura. A veces creo que la cabeza me va a estallar. También me duele un poco la garganta. Contento porque me han concedido una subvención de 6000 euros para Salud y Consumo. Ahora ando agobiado de tiempo para preparar la propuesta de mi nuevo proyecto estrella, ¡prohibir el uso de animales en circos y atracciones de feria! Hasta mañana, guapo. Beso fuerte». Baja un momento, Jerónimo, de tu refinado olimpo cultural y dime: ¿Tenía tu ex con frecuencia, cuando estaba contigo, terribles dolores de cabeza? Y de ser así, ¿le dolía la cabeza por estar contigo o, lo que sería un poco menos lógico y más preocupante, por algún desajuste de tipo emocional que somatizaba en jaquecas, migrañas y otros malestares parecidos? Agradeceré, Jerónimo, que aparques el eventual resentimiento que pueda estar provocándote mi presente carta y respondas, con generosa sinceridad, a mis preguntas.

Sé que a tu ex le dan pequeños calambrazos musculares nocturnos, mientras duerme abrazando o dejándose abrazar, y perdona que te recuerde estas intimidades en las que te he sustituido, no quisiera que lo interpretaras como una estratagema para ponerte de una vez por todas en tu lugar. También sé que es de garganta frágil, cualquier frío me lo deja afónico. Y sé que me come fatal, mucha basura y nada de frutas o verduras, él dice que la comida sana le sienta como un tiro. Esas víboras de las que ya te he hablado en estas líneas, la Bipolar y la Embajadora, andan difundiendo por ahí todas estas pequeñas vicisitudes de la salud de Víctor, pero sobre sospechosos y tremendos dolores de cabeza no me había llegado ninguna habladuría, por eso me tienen con el alma en vilo, o con el ojete pegado, como dicen algunas ordinarias.

Un par de días después de recibir ese mensaje de Víctor iba yo dando mi paseo vespertino por el Retiro madrileño, como remedio para ciertas subidas pasajeras del colesterol, lo cual, te advierto, no implica ninguna minusvalía a la hora de plantearme mis relaciones con tu ex —parece que tú deberías ya vigilar tus constantes vitales bastante más de lo que yo lo hago, y hacerte alguna analítica en profundidad lo antes posible—, cuando otro mensaje suyo en el móvil me hizo saber que se sentía fatal, con fiebre, con tiritonas, con la cabeza a punto de reventarle, lo cual le obligaría a guardar cama toda la segunda mitad de la semana, y que le agobiaba muchísimo saber que este contratiempo le colapsaría sin remedio la agenda y le impediría cumplir con todas sus obligaciones y proyectos. Por desgracia, el que se colapsó fue él.

Por aquel mensaje deduje, con tino, que Víctor necesitaba hablar conmigo. Le llamé. Y esta vez me contestó. Sonaba afiebrado, triste, nervioso y, en efecto, muy agobiado. Y se sentía solo. No había querido decirle nada a su madre y a sus hermanas para no inquietarlas —y sobre todo, si te digo la verdad, creo que para que no le vieran débil y aniñado—, no te había dicho nada a ti por razones obvias —después de romper contigo del todo, no iba a acudir a ti, con el rabo entre las piernas, a las primeras de cambio, ya te gustaría—, sólo había dicho en el colegio y en el Ayuntamiento que no se encontraba bien, pero acudió a mí. Me conmovió muchísimo, porque yo soy muy sensible, ¿sabes?, no sé por qué me huelo que tú eres más seco y distante. Así que le dije que, como estaba previsto, el jueves ya me tendría allí, para dar una conferencia en la Fundación Ducado de Santa Medina, pero, sobre todo, dispuesto a cuidarle y a quedarme con él hasta el domingo porque, por desgracia, mi papel de entregada enfermera tenía como horizonte el Alvia dominical que a las 19:40 pasaba por Jerez, procedente de Cádiz, con destino Madrid-Puerta de Atocha.

Se me ha pasado mencionarte que, en un acto que se había celebrado en Sevilla y del que quizás tuvieras noticias si de verdad eres una persona atenta a la actualidad cultural, convencí al director general del Libro de la Junta para que me metiese como fuera en el ciclo de charlas que había organizado en La Algaida con la citada fundación. Mi intervención quedó fijada para el viernes, 7 de octubre, y el miércoles tu ex, mensaje mediante, me informó de que se encontraba muy recuperado y que «claro que iré a escucharte, y ese fin de semana intentamos hacer algo, me hace mucha ilusión». En efecto, asistió a mi conferencia. Pero le encontré raro, con barba de más de una semana —como sabes, la barba de dos días no le sienta mal, pero yo lo prefiero bien afeitadito, esa cara que tiene no se merece un solo pelo que se la tape, por poquito que sea: si yo me hubiera quedado sin esa cara tan bonita, como te has quedado tú, estaría en crisis de nervios permanente, no vayas a pensar que no te compadezco—, una barba tan abundante, tan oscura y tan áspera que me dio mala espina. Me besó en las mejillas con torpeza, y no me pareció que fuera porque hubiese mucha gente a nuestro alrededor. Escuchó mi intervención muy atento y bien dispuesto, pero le noté un poquito envarado. Y al final dejamos plantados sin consideración alguna a la presidenta de la fundación, a dos concejalas que le habían acompañado a él, a mi familia —después, eso sí, de que yo le presentara a mi madre, que le espetó: «Ah, tú eres el que va a acabar con mi hijo»; desde ese momento, al niño le preocupa lo que piense mi familia de él— y al público en general, y nos fuimos los dos solitos a, en teoría, disfrutar la noche. Yo me las prometía felices.

Esa noche del jueves sólo dimos un largo paseo junto al mar, que estaba en calma y tenía un color de aluminio envejecido, y él empezó enseguida a lamentar el agobio de trabajo, a decir que en algún momento habría querido pegarse un tiro, porque ya sabía yo que había estado malo y que debido a eso el trabajo se había multiplicado, que también había tenido algún momento bonito, que con ello se quedaba, pero que en general había sido una semana para olvidar. Me dijo también que la semana siguiente se le presentaba igual de complicada, que encima tendría que ir a Cádiz dos tardes por lo del máster —ese máster que sabrás que está haciendo, entre el millón y medio de cosas que hace, que ya sólo le falta al chiquillo entrar en religión— y que esa noche le apetecía descansar solito, en su casa, pero que intentaría dejar libre la tarde del sábado para que nos viéramos, aunque fuera un momento, porque el domingo por la mañana debería ir a Jerez, a una conferencia política de «Manolo Chaves», qué confianzas. Como sin duda sabes, estamos en precampaña, o en vísperas de precampaña de las elecciones generales del 20-N.

Algo había cambiado mucho en la actitud de tu ex conmigo desde el miércoles. Supongo que más de una vez, durante esa larga y llena de altibajos relación que habéis tenido y que se acabó —no le des más vueltas—, te habrás encontrado en una situación como la que ahora te describo, porque ya me he dado cuenta de que este Víctor es mucho de improvisar contratiempos, cualquiera diría que nada le gusta más en esta vida que dejar a alguien colgado de pronto y dar al traste con cualquier plan requeteconfirmado. Y supongo que, en esos casos, no te ponías farruca —perdón: farruco—, sino que te cargabas de comprensión y paciencia. Lo mismo decidí hacer yo. Lo que no me esperaba era el garrotazo que me iba a dar tu ex el sábado, después de la siesta.

«Ernesto, no me siento bien. Prefiero estar solo toda la tarde. No sé si esto descuadra mucho tus planes, pero es mejor que hoy no nos veamos. Hablamos. Besote». Literal, me sé de memoria el mensaje. Aquello, Jerónimo, era una putada solemne como misa con tres curas y escolanía del Valle de los Caídos. Me puse como una pantera, claro. Salí al jardín de Villa Eulalia —que no sé si ya te he dicho que es mi finca de recreo, pero donde vive todo el año mi anciana madre con personas que la cuidan— y me lie a dar vueltas muy agitado, como el martini de James Bond, o, mejor, como en medio de una sesión de electrochoque. Dejé pasar una hora. Luego, me obligué a calmarme. Respiré hondo. Lo pensé. Di por agotadas mi comprensión y mi paciencia. Y dije, en voz bajita, pero saboreando bien cada palabra: «Víctor Ramírez, vete a la mierda». Un segundo después entró un mensaje de Víctor que decía: «Guapo, di algo… Un beso fuerte».

«Guapo, di algo…». Me sonó igual que ese «¿Dónde vas?» que siempre dice, como un gemido, cuando estoy durmiendo con él y tengo que levantarme por cualquier contingencia. Ya sé, a lo mejor no debería entrar contigo en estos detalles cameros entre tu ex y yo, pero es que yo soy bastante espontáneo. El caso, como te decía, es que me pregunta «¿dónde vas?», y esa pregunta, siempre que me la hace, me llega al alma. Como me llegó al alma aquel «Guapo, di algo…». Tu ex estaba asustado. Por lo que fuera: por lo que le estaba pasando, por lo que se le venía encima —fuera lo que fuese—, por si yo me enfadaba y decidía olvidarme para siempre de él. Así que tenía que verle. Yo me sentía mal y él se sentía mal, teníamos que vernos. Presioné. Le dije que no podía hacerme eso, que yo tenía que esperar muchos días hasta verme con él y no era justo que me dejase tirado. Le prometí que sólo estaría en su apartamento una hora, media hora, quince minutos, lo que él decidiese. Cedió. Me juró que nunca me cerraría la puerta de su casa.

Quizás no debí ir, pero me alegro de haber ido. Me recibió sonriente, pero era una sonrisa dolida. Tal vez tardé un poco más de la cuenta en comprender lo que le estaba ocurriendo. Seguía sin afeitar y la barba negrísima le daba ya un aire a talibán apesadumbrado. El apartamento estaba prácticamente a oscuras y todo andaba manga por hombro. Víctor llevaba desde la noche del viernes sin salir y en la nevera no había más que un yogurt, creo que no había comido en todo el día. Estaba colapsado, sí. Y asustado. Se dejó abrazar. Sin reparar en el daño que aquello podía hacernos, nos pusimos a repasar lo que había sido «lo nuestro» —a partir de ese día empezamos a llamarlo así— desde aquel sábado de carreras. El último sábado de carreras fue cuando empezó todo entre tu ex y yo, ¿te lo he contado ya? ¿No? Bueno, ya te lo contaré. De pronto, él decidió repetir la despedida del primer día que fui a su casa, no sé por qué se empeñó en hacerlo, creo que porque le dije que la primera vez me aguanté a duras penas las ganas de besarle. Habíamos estado escuchando aquella noche esa comedia musical que está componiendo y en la que, por cierto, me temo que has intervenido con esas letras surrealistas que estropean del todo la frescura de la composición, porque lo mejor que tiene esa cosa musical es la frescura, la lozanía, incompatible en mi opinión con la poesía surrealista que tú cometes, y perdona que te lo señale. Perdona también el inciso. Prosigo. Volvimos a quedar tu ex y yo frente a frente, como aquella noche, él sentado en su silla de trabajo y yo en el taburete que había traído de la cocina. Entonces él se inclinó y dejó la cabeza entre mis piernas. Yo se la acaricié. Se incorporó, aproximó la silla, acercó la cara y nos besamos. Empezó a tocarme los pezones; lamento precisar tanto, pero lo hago para que comprendas mejor lo alterado que me puse en aquel momento. Entendí que me estaba invitando a seguir adelante y abrí los labios. Él también entreabrió los labios. Pero de pronto reaccionó como si le estuviera clavando una navaja en la garganta. Fue brusco, tajante, ofensivo. Me apartó de un empujón: «¡Esto no!». Como si él no lo hubiera propiciado, o como si lo hubiera hecho en un trance del que habría salido de pronto para descubrirse débil, atrabiliario, avergonzado. Yo me encorajiné y me sentí humillado. Me aguanté con mucha dificultad. Me conozco y sé que es algo que no se me olvidará nunca. Salí tristísimo de allí, convencido de que jamás volvería a ese apartamento que a-do-ro, y regresé a Villa Eulalia —mi privilegiado refugio junto al mar— caminando por el Paseo Marítimo, agradeciendo la brisa fría y calmante de poniente, murmurando todo el tiempo: «Víctor Ramírez, vete a la mierda».

Ya está superado, Jerónimo, no te hagas ilusiones. No sé si a Víctor le habrá pasado antes algo similar, él dice que no, pero él también lo ha superado ya. Te lo digo por si se te ha pasado por la cabeza que se te presentaba una nueva oportunidad de camelarte al chiquillo. Olvídalo, echa mano de toda tu madurez y todo tu equilibrio. Por una vez en mi vida yo me porté como una persona equilibrada, así que ni en eso estoy en desventaja, ¿cómo te quedas? Por la noche le envié un mensaje conciliador, en el que le proponía no volver a vernos ese fin de semana para no forzar las cosas, y él contestó con un sencillo pero conmovedor «Gracias». Adelanté el viaje de regreso al domingo por la mañana y, cuando iba en el tren, me llamó. No se disculpó por nada —porque, hijo, a tu ex le cuesta horrores pedir disculpas—, y yo se lo agradecí, que alguien me pida disculpas me hace sentirme mayor. Me dijo que estaba muy preocupado, que aquello que le estaba pasando podía rayar en la depresión, que no le había ocurrido jamás, que le daba miedo y que el lunes por la mañana, sin falta, pediría cita en el médico. Ahora parece recuperado, tu ex tiene un poder de recuperación —en todos los sentidos— que ya me imagino cuánto echarás de menos. Así es la vida.

Reconozco de todos modos —porque uno siempre ha sacado buena nota en deportividad— que Víctor a lo mejor está viviendo «lo nuestro» de otra manera, con menos intensidad y dramatismo que yo. Es que soy novelista, no lo olvides, corazón. No negaré que corro el riesgo de montarme en esta ferretería que tengo por cabeza y para mí solo, con la materia prima de mi relación con tu ex, toda una ópera grotesca y absurda, y perdón por la doble redundancia. Eso sí, tomo mis precauciones. Por ejemplo, jamás se me ha ocurrido todavía pronunciar cuando estoy con él la palabra «amor», ni expresiones del tipo «mi vida» —eso siempre me ha parecido tan cursi…— o «te quiero un huevo, bicho» o «creo que ya no podré vivir sin ti». Para eso soy muy pudoroso, lo más que me permito es evocar mentalmente letras de boleros. Y te voy a enseñar a querer, porque tú no has querido, ya verás lo que vas a aprender cuando vivas conmigo. A propósito, a ver si eres capaz de escribir, tan profesor de literatura y tan poeta pertinaz como eres, una letra así. Contigo habrá aprendido tu ex otras cosas, no digo que no, pero ya se ha licenciado en lo tuyo, a ver si me explico. A él también le cuesta mucho decir palabras bonitas o al menos cariñosonas —sólo si yo me pongo muy pesado y muy petardo me dice I love you, en inglés, y siempre lo hace con la boca chica—, pero nos hemos propuesto aprender a decir palabras sucias. No te preocupes, no te voy a pedir consejo en eso, no te imagino diciendo cochinadas sexys, como que no te pega. No te pega ni por activa ni por pasiva, y no creas que te estoy lanzando una indirecta impertinente.

El caso es que, en realidad, tampoco sé muy bien por qué te he escrito esta carta. No la leerás nunca. No sé tu dirección, ni tu correo electrónico, ni siquiera el número de tu móvil. Me he prometido no saberlos jamás. Así que supongo que me la he escrito a mí mismo, sólo para poner un poco de orden en mis ideas y mis emociones —tarea que también por escrito me sale mejor: deformación profesional— y para dármelas durante un rato de marica mala, que es una cosa que a veces alivia una barbaridad.

Bueno, miento. Sí que sé por qué te he escrito. Por muy pudoroso que sea, voy a confesarte la verdad. Te he escrito esta carta, me la he escrito a mí, aunque resulte rara la fórmula que he aplicado —que consiste, básicamente, en restregarte por el careto que tu ex ya es de verdad tu ex, y que ahora me toca a mí—, para tratar de entender bien a Víctor, para intentar no meter la pata con él, para conseguir que me acepte a su lado siempre que me necesite, para cuidarle mejor.

De veras que adivino que eres adorable.

Con mucho afecto,

Ernesto Méndez

La Algaida, 15 de noviembre de 2011

Estimado Jerónimo:

Tu ex novio es un malqueda incorregible, impasible, odioso.

Mira, bien está que lo de Torremolinos tuviese alguna justificación, porque sí, porque es cierto que los actos del Día de la Mujer Rural terminaron a las tantas, pero esas cosas se prevén y se calculan, coño. Todo estaba programado para que pasáramos un fin de semana hipergenial, como él dice, en Torremolinos —que un sitio fino no será, pero cachondo lo es todavía un rato—, y el niño va y a última hora me deja allí más solo que Livingstone en el lago Tanganica. Primero me dice que a ver si le puedo hacer una gestión con los organizadores del FeriaGay, un dislate organizado por un tipo delirante que quería contar conmigo para hablar de periodismo especializado —o sea, periodismo marica—, y yo le digo a tu ex de las narices que por supuesto, que me pida lo que quiera, si es que al final decido participar, y él me dice que ni se me ocurra rechazar la invitación, que tenemos que aprovecharlo todo por el bien de la causa gay. Luego me aclara que de lo que se trata es de ofrecer a los organizadores del disparatado evento nuestra ciudad de La Algaida para sus actividades, desde un FeriaGay en toda regla, con objetivos comerciales y turísticos, hasta la organización de un encuentro de solteros gays, programando todo tipo de visitas y acciones de ocio, ofertando La Algaida como ciudad gay-friendly: «¡Vamos a cambiar La Algaida a lo bestia!» —estoy reproduciendo palabra por palabra el correo que me mandó tu ex de los cojones—. Yo me voy entusiasmando y le digo que fenomenal, que hipergenial, que he hablado con el director del inverosímil acontecimiento y le he dicho que quizás fuera acompañado, que me ha dado todo tipo de facilidades en cuanto a alojamiento y comidas para mi acompañante, y que se anime, que así podrá seducir a los organizadores sin intermediarios. Tu ex se pone como verraco en tarea y me dice que allí nos vemos, por varios motivos: porque lo podemos pasar superbién, y porque le gustaría arrastrarlos a La Algaida con alguna movida original: quedada de solteros, réplica gay de la feria de la manzanilla, presencia de FeriaGay en las carreras de caballos —eso, me dice, sería la bomba—. Yo lo organizo todo y, de pronto, surge un dislocado imprevisto: al dueño de FeriaGay, en un alarde de incoherencia supina y nada más que para alborotar, sólo se le ocurre concederle el gran premio del evento, como ahora se dice, al periodista más facha y homófobo del panorama mediático estatal. Las organizaciones gays retiran su patrocinio y colaboración y yo le cuento el problema a tu egocéntrico ex, le digo que por puro sentido común y por dignidad gay estoy pensando en retirarme también, y él me escribe que cancelar es «la opción más dramática», que bienvenida sea esa estupidez de reconocimiento si sirve para llevar a nuestro terreno a un comunicador conocido, que él prefiere mirar esa parte buena, pero que yo debo decidir, aunque él irá a Torremolinos de todos modos. Así que hago de tripas corazón y del bochorno salero, y confirmo mi asistencia. Yo estaba ilusionadísimo. Tu desaprensivo ex y yo nos intercambiamos miles de mensajes en los que nos las prometíamos muy felices, pero he aquí que ya me encuentro yo en Torremolinos, instalado en el hotel, preparando con cinco o seis horas de antelación un recibimiento sensacional al muchacho —no te doy detalles de todo lo churrigueresco y sensual que se me había ocurrido, porque me descompongo—, cuando va el guapito de cara y me suelta, por mensaje escueto, que no va. O sea, que ahí te quedas. Que se le ha hecho tardísimo. Vale. Que ya sabes que el coche me puede dejar tirado otra vez en cualquier momento. Vale. Que no me atrevo a conducir más de tres horas de noche y sin conocer bien las carreteras. Vale, yo mismo le aconsejé que no lo hiciera. Y que el sábado, aunque se lo propuse, ya no merecía la pena ir. Vale. Pero esas cosas se prevén y se evalúan, como él dice, Virgen Santísima de la Misericordia, patrona de La Algaida. Luego, sí, mucho encanto. Porque encanto tiene el niño un esportón, y acabo como un imbécil perdonándoselo todo. ¿Tú también se lo perdonabas todo? No me extraña, pero mira para lo que te ha servido, reina mora, para que te deje al raso.

Como yo mismo reconozco que algo de razón sí que tenía la criatura, me ablandé y me dejé engatusar de nuevo por su gracia maliciosa, por su entusiasmo contagioso, por sus valores emocionales y experienciales. Da gloria oírle, leerle, seguirle. Me estimula, me divierte, me rejuvenece. Que si el director del instituto San Telmo le dice que si tendría yo la amabilidad de visitarles, «¡todos te quieren en La Algaida!». Que si gracias por mis consejos y mis gestiones sobre lo de las tejanas lesbianas —en Torremolinos había una ponencia muy seria sobre familias homoparentales y maternidad subrogada, ¿te lo puedes creer?—, y que les ha propuesto a las lesbianas en cuestión aplazar la «operación semen» hasta el verano, que ellas tardan en contestarle, que él se pone de los nervios, que por fin le dicen que de acuerdo, pero que ya no se fía.

Por cierto: esto de la paternidad compartida con lesbianas tejanas —que sé que tú rechazas como el hombre maduro y equilibrado que eres— se lo he contado, como todo lo de mi relación con tu ex, a mi única confidente, Paloma Guillén, un nombre que igual hasta te suena, aunque puede que no te suene, no porque ella no sea muy conocida y una escritora como la copa de un pino, que lo es, sino porque a lo mejor tú no eres tan culto como Víctor te pinta —de hecho, ha conseguido hacerte acérrimo del cómic y de la ciencia ficción, vaya tela—, y ella, que es un cielo pero se embala como una leoparda, se deja llevar por el entusiasmo hasta el punto de que ya sueña —me dice— con su nuevo sobrino.

Sigo con lo de tu temperamental ex y su ego monumental. Me dice, siempre por mensaje de texto o por sobrio correo electrónico, que todo le está yendo fenomenal, que en el cole le toca mucho curro al tener este año un primero —«criaturitas de cinco añitos»—, y que en las delegaciones lo mismo, con muchísimo trabajo, pero que es muy bonito y excitante lo que se trae entre manos. Que en octubre han tenido un pleno municipal muy intenso —este niño hierve hasta con los plenos municipales, qué barbaridad—, y que se siente bien porque se relaciona con gente muy variada y nota el cariño de la calle, incluso de otros partidos, aunque esté mal que él lo diga. Que ha creado un blog muy básico de comunicación con los padres de sus niños, y que se le ha ocurrido organizar un concurso de «creadores de valores», animando a todo el mundo a escribir relatos o cuentos sobre igualdad, solidaridad y demás. Pero que, en medio de toda esa «mi atiborrada actualidad», se acuerda mucho, mucho, mucho de mí. Como para no perdonarle lo de Torremolinos, vamos.

Claro que quien perdona con exceso de optimismo, a la vuelta de la esquina se tropieza con lo mismo. Es un refrán que me acabo de inventar, pero tan cierto como que a perro flaco todo son pulgas. Y es que quedaban dos semanas para el puente de Todos los Santos —te recuerdo que el primero de noviembre ha caído este año en martes—, y yo hacía planes para pasarlo en La Algaida. De repente él me dice que casi seguro que el puente de Todos los Santos vaya a Madrid, «con un amigo de la fundación». Yo, encantado. Le dije que podían quedarse en mi casa, que les llevaba a donde quisieran, que me llevasen a donde quisieran ellos, que sería un anfitrión de puta madre, y perdona la expresión, que gracias a tu increíble devoción por la poesía —surrealista, eso sí—, yo te imagino superfino, Jerónimo, pero a veces conviene poner el lenguaje a la altura de la musa de los muchachos. Que cancelaba, lógicamente, mi viaje a La Algaida y ya vería a mi anciana madre en otro momento. Pues bien, llega el viernes 29 de octubre, yo hago miles de llamadas y mando miles de mensajes a nuestro Víctor, a mí nadie me llama ni me envía un mensaje miserable, y sólo el sábado a la hora de comer se digna tu maleducado y narcisista ex ponerme un sms informándome de que llegó a Madrid el día anterior por la noche, tarde, «con compañeros del partido», que todos eran voluntarios para hacer campaña telefónica por Rubalcaba —a saber qué leches es eso—, que en ese mismo momento salía para Leganés a visitar a una hermana suya y a sus sobrinillas, que viven allí, pero que me prometía encontrar un momento, durante el puente, para que nos viéramos. Ni el sábado ni el domingo encontró ese momento, a pesar de prometérmelo cinco veces más, como mínimo. El domingo por la noche me comunicó, otra vez con un mensaje seco y decidido, que salía corriendo para la estación, porque el lunes tenían un acto en Sevilla. No le creí ni una palabra. De todo lo que me había contado, ni una sola palabra. Y aunque todo fuera verdad, ¿cómo era posible que no tuviese la consideración de reservarme siquiera un rato para tomarse conmigo un refresco de té, esa porquería que se traga a todas horas, como bien sabrás? ¿Es que había estado haciendo campaña telefónica por Rubalcaba, se coma eso como se coma —aunque cualquiera comprende que es incomestible—, mañana, tarde, noche y madrugada? ¿Cómo debía tomarme eso? ¿No había hecho yo por él todo lo que me había pedido? ¿No se estaba él luciendo en La Algaida gracias a mí? ¿No había dejado yo en la cuneta a la izquierda verdadera para hacerme «neosocialista», como me calificaba despectivamente la Bipolar —porque seguro que era la Bipolar— por Internet? Lo había planeado todo para pasarlo bien juntos, y allí estaba yo, decepcionado, olvidado, despreciado. Había privado a mi anciana madre de la visita de su hijo predilecto, y allí estaba yo, ninguneado y preterido, seguramente porque tu desconsiderado ex prefirió irse, solo o en compañía de otros, a descubrir tugurios sórdidos de Chueca. Le había puesto los dientes largos a Paloma regodeándome en lo bien que me lo iba a pasar con tu todavía maravilloso ex, y allí estaba, incapaz de llamar a Paloma y contarle la cruda verdad, por pura vergüenza. Así que me puse a ver por televisión un partido de fútbol, que es una cosa que siempre me relaja, y le dije mentalmente a tu impresentable ex, como si lo tuviera delante: «Víctor Ramírez, vete a la mierda».

A propósito, Jerónimo, ¿qué le ha dado últimamente a tu despreciable ex con Granada, que las casi tres horas de coche para ir, y otras tres para volver, no hay quien se las quite? A mediados de octubre fue un fin de semana, «en Granada muy bien», me escribió, «tranquilito, viendo amigos también». No sería para verte a ti, espero. Sé que estás ya fuera de juego, y perdona otra vez que te lo recuerde. También va a veces a Sevilla, y en Sevilla hay un tal Luis Guerrero que me provoca psoriasis con tanto acoso a mi muchacho. ¿Se habrá quedado a dormir en casa de Guerrero? ¿Se queda a dormir en tu casa cuando va a Granada? No creo que se le haya ocurrido aparecer por tu casa, sería de un gusto deplorable, después de haber cortado contigo del todo, aunque del egoísmo sin límites de tu ex cabe esperar cualquier cosa. Ya ves lo que me hizo en Madrid, el puente de Todos los Santos. Me juré no perdonárselo nunca.

De hecho, se lo perdoné a las veinticuatro horas, el lunes por la noche.

Es que tu ex será un malqueda incorregible, impávido, odioso —que lo es—, pero hay que ver el gancho que tiene el mamón. Estaba yo cenando con Paloma Guillén y su marido, sin decirles una palabra de mi profunda decepción y mi incurable humillación, pero firmemente decidido a terminar aquella historia de una vez, aunque me costase la salud y se me acabara por el momento la alegría de vivir, que a él se le acabaría todo lo demás —dice el bolero, o la ranchera, o lo que sea: Que se me acabe la vida ante una copa de vino, y que te diga el destino que vas a vivir sin mí—, cuando me entró un mensaje del mamarracho de tu ex: «¿Cómo estás, guapo? Te echo mucho de menos. Ya te contaré. Kiss». Emocionado, se lo leí a Paloma y a su marido, y ella me dijo, entusiasmada, que el desgraciado de tu ex está por mis huesos, que no lo puede disimular. Empezamos a hacer cábalas, ¿qué sería lo que tenía que contarme? Yo deduje que estaba en apuros o que había tenido durante esos días alguna mala experiencia que, por discreción o por orgullo, no me había querido revelar. Iría en su ayuda. Claro que iría en su ayuda. Por malqueda odioso que fuese, ¿quién no iría en ayuda de un muchacho tan noblote, tan valiente, tan apasionado, tan comprometido, tan valioso, tan guapo como él?

Menos de veinticuatro horas más tarde le pregunté, por mensaje, qué era lo que quería contarme, y me dijo que no tenía ni idea. Yo me había pasado la noche elucubrando con abismos emocionales o tropiezos catastróficos, y fantaseando con mi socorro espléndido y emocionante, y él no tenía ni idea. Pero ya se me había pasado el sofocón. Por poco tiempo.

Se acercan las elecciones de 20-N y un amigo socialista me organizó, hace unos días, una encerrona que provocó que yo saliera en los telediarios entre un selecto grupo de profesionales e intelectuales de mucho prestigio que apoyaban a Rubalcaba. Alguien comentó en Internet: «Ese Ernesto Méndez o es un traidor o la noticia es errónea, hace poco firmó un manifiesto de apoyo a Gaspar Llamazares, de IU». A Víctor no le dije nada de eso, pero él me vio en un vídeo que proyectaron en la sede del PSOE local y entró en ebullición. Como ya le conozco casi mejor que tú, Jerónimo —aunque a ti ya te sirva de poco lo mucho que puedas conocerle, porque él ha puesto contigo tierra por medio, y comprendo que no se te vaya de la cabeza, si bien deberías hacer un esfuerzo para descartar, por pura salud mental y emocional, todo lo que a él te recuerde—, sé que se encargó astutamente de dejar claro ante sus compañeros que yo soy su amigo, incluso algo más que su amigo, según esas certeras habladurías que no le molestan nada, te diré, todo lo contrario. Según Tino Vila, que me llamó porque también me había visto en algún telediario, «ya eres ante todo el mundo el gran trofeo de ese concejalillo, qué pena me das, Ernesto Méndez». Tino Vila, del PP radical, y la Bipolar, del extrarradio de la izquierda verdadera, siguen haciéndonos la pinza a tu ex y a mí en los periódicos digitales de La Algaida, y nosotros nos divertimos con esas impotentes villanías, y resplandecemos y flotamos. Perdona, Jerónimo —no me sale llamarte Jero, como hace muchas veces tu ex, suena tan ridículo…—, perdona que te ponga ante los ojos una vez más nuestro subidón, la maravillosa complicidad emocional y existencial que nos traemos tu ex y yo.

El caso es, por abreviar, que a mí y a mi obra nos han dedicado un seminario, del 8 al 10 de noviembre, en la Facultad de Letras de la Universidad de Cádiz. La noticia la han colgado en algaidadigital y ha habido comentarios del tipo «ahora se entiende tanta colaboración de Méndez con el Ayuntamiento, algo tenía que sacar», sin saber, los muy cretinos, que el Ayuntamiento sólo ha colaborado en lo que buenamente ha podido —organizarles a los estudiantes de Erasmus en Cádiz una visita de un día a La Algaida, para conocer, entre otras cosas, los escenarios reales de algunas de mis novelas: a ver cuándo has podido exhibir tú ante tu ex un poderío así, dicho sea sin ánimo de menospreciarte— y el seminario estaba programado desde antes de que Víctor te abandonara debajo de un puente, emocionalmente hablando, quiero decir. Víctor, eufórico, me contó que esos mismos días él estaría en Cádiz para unas clases intensivas de su máster, que podría quedarse conmigo en el hotel todas las noches, y que por fin conocería a Paloma, que intervenía en el seminario. También veríamos juntos el debate televisivo entre Rubalcaba y Rajoy, programado para el miércoles por la noche. Yo —seguro que me comprendes, y seguro que te deja hecho papilla comprenderme— no veía el momento de que se inaugurase el más que merecido seminario sobre mi persona y mi obra. Estaría tres tardes y tres noches enteras con Víctor.

Pues no.

El martes, el indeseable de tu ex me dijo que salía de clase a las tantas y que, como la Facultad de Ciencias de la Educación está en Puerto Real, y la circulación hasta el centro de Cádiz a esas horas se convertía en un infierno, era una locura intentar acercarse a mi hotel, pero que el miércoles terminaba antes las clases e iría a verme por la noche, sin falta, veríamos juntos el debate Rajoy-Rubalcaba y se quedaría, sin falta, a dormir. El miércoles, el descortés patológico de tu ex volvió a dejarme tirado, con el mismo pretexto y porque prefería ver el debate tranquilito en casa. Me fui al hotel, me dispuse a ver el debate, y antes de que Rajoy abriese la boca le dije, como si Rajoy fuese el malqueda compulsivo y detestable de tu ex: «Víctor Ramírez, vete a la mierda».

En cuanto comenzó el debate, tu desesperante ex volvió a actuar para demostrarme que, de irse a la mierda, nada.

Tu desvergonzado ex empezó a mandarme mensajes maravillosos. Los quería compartir conmigo. Escribió exabruptos explosivos y muy cómicos contra Rajoy, y piropos encendidos y de exaltada adhesión e identificación ideológica y emocional dirigidos a Rubalcaba, sobre todo cuando salió en defensa del matrimonio igualitario. Le perdoné, claro que le perdoné. ¿Quién no perdona a un muchacho como Víctor Ramírez? Daba gusto leerle, sus mensajes eran siempre incendiarios, contagiosos, estimulantes, emocionantes, rejuvenecedores. Al final me prometió que al día siguiente, como los dos terminábamos nuestras sendas obligaciones a la hora de comer, me recogería sin falta en el hotel, comeríamos juntos y nos iríamos a La Algaida, porque el viernes por la mañana me tenía organizada una agotadora maratón para dar charlas sobre igualdad en cuatro institutos.

No cumplió, claro que no cumplió. No fue a recogerme, ¿de qué iba a ir a recogerme el irrespetuoso enfermizo de tu ex? El encantador director del seminario sobre mi obra tuvo que llevarme, muy tarde, a la facultad en Puerto Real, y allí conocí a Emilio. ¿No sabes quién es Emilio? Emilio es el director del máster que tu inaguantable ex intenta hacer en Cádiz. Por hacerlo corto: el tipo de hombre que le va a Víctor. Más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, con un poquito de sobrepeso pero sin llegar a gordo, no demasiado alto, cabeza de perfil clásico, buen pelo entrecano, vestido con sobriedad de profesor incipientemente maduro y probadamente progresista, con una leve ironía asomándole siempre a los labios, aceptablemente carnosos para su edad. En mi opinión, un peligro. Tú ya no cuentas, corazón, porque tu irritante ex te ha abandonado para siempre en la cuneta —te lo recuerdo, una vez más, por tu bien, por si aún te queda alguna insostenible y dañina tendencia a olvidarlo—, pero ahí están Luis Guerrero, el policía local Miguel Soria, y ahora Emilio. Víctor y él aparecieron juntos, porque Emilio quería saludarme, seguro que Víctor habría presumido con él de amigo famoso, solidario y luchador. Así es el manipulador pertinaz de tu ex. Luego, tu ex y yo nos fuimos en su coche a La Algaida.

En La Algaida tu ex dejó de ser un malqueda incorregible y odioso, un egocéntrico insufrible, un descortés enfermizo, un maleducado inaguantable, un manipulador pertinaz, y volvió a ser un radiante, impetuoso, seductor, trabajador, comprometido, irresistible encanto ambulante.

Cierto que, durante el viaje en coche, estuvo reticente a dejarse coger la mano con el pretexto de que nos estábamos quedando sin gasolina y le ponía entre nervioso y excitado la posibilidad de encontrarnos de pronto tirados y pasmados, ya anochecido, en medio del campo. Cierto que al llegar a su casa me comunicó que habíamos quedado a cenar, por su santa voluntad y sin consultarme, con un joven amigo y me obligó a no perder el tiempo con besuqueos. Cierto que después de cenar nos fuimos, con el amigo en plan carabina pegajosa, a tomar una copa a El Garaje, que estaba desierto, y cierto que consiguió, a pesar de todo, que se nos hiciera tardísimo. Cierto que, a las tantas, ya en su casa, dijo que teníamos que madrugar, él para ir a sus clases y yo para acompañar, hasta las once de la mañana, a los chicos de Erasmus en su visita a los escenarios de El camaleón rosa y Hablar a gusto, y que teníamos que dormir sin más prefacios. Juntos, sí, y en las alturas de su cama, sí, pero sólo dormir. ¿Qué le estaba pasando a mi repentina y clamorosamente despegado Víctor? No tendrás tú que ver en todo esto, ¿verdad? Porque yo estaba agotado y porque me aguanté las ganas, pero a punto estuve de decirle, cara a cara: «Víctor Ramírez, vete a la mierda».

Menos mal que no lo hice.

A partir de las once de la mañana del viernes todo fue jubiloso y emocionante. Tuvimos que ir a mata caballo, pero mis charlas en los institutos fueron estupendas y muy gratificantes, como dice tan a menudo tu ex. En uno de los institutos, los miembros de un grupo de igualdad y solidaridad hicieron un mural con noticias y fotos sobre mí y mis libros, y otro en defensa de la afectividad homosexual a partir de la letra de una canción. En ese y en los demás centros algunos chicos y chicas se nos acercaron a darnos las gracias, y dos chicas nos contaron que por fortuna estaban cambiando las cosas, que en el colegio en el que habían estudiado hasta el curso anterior la mayoría de los y las estudiantes les habían hecho la vida imposible a dos criaturas lesbianas. Víctor estaba feliz y yo estaba feliz. Durante la comida, volvimos a cogernos las manos, aunque él insistió en que se encontraba inseguro con lo nuestro, que no se sentía preparado para iniciar otra relación, pero que le daba miedo que yo le mandara a la mierda. Intuitivo, el muchacho.

Por la tarde y por la noche volvimos al paraíso, y siento que te entren retortijones al leerlo, Jerónimo, porque seguro que te entran retortijones, pero el minúsculo apartamento de tu ex —y ya sé que tú negociaste con él la compra del pisito, porque la Bipolar le dijo a Tino Vila que la vendedora había comunicado, en una reunión de la comunidad de vecinos, que los compradores eran «una de esas parejas raras y modernas», aunque tu ex me asegura que el apartamento es sólo suyo y que él lo está pagando—, ese minúsculo apartamento, repito, es para mí el Edén, en una versión mejorada del cuadro de El Bosco. A Villa Eulalia no podemos ir, porque ya te he dicho que allí vive mi anciana madre y las señoras que la cuidan, pero cuánto disfrute cabe en esos cuarenta metros cuadrados… Y, en otro orden de cosas cuyos pormenores no considero necesario precisarte, cada vez estoy más contento de lo bien que estoy entrenando, porque hay que ver lo terco que es tu ex en sus gustos privados. Tú lo sabes de sobra, pero, a pesar de eso, algún día te explicaré lo del entrenamiento. Aunque te lastime, que te lastimará.

Cierto que esa tarde hubo un momento en el que Víctor se enfureció. Fue cuando le dije, más bien en broma, que algunas personas de La Algaida me habían dicho que estaba abusando de mí, y me aconsejaban que me protegiera de él. Con su paternalismo elaborado con merengue y cianuro, Tino Vila, en su nombre y en el de la Bipolar, se había permitido hacerme esa advertencia y darme ese consejo en nombre de su amistad. ¿Su amistad? Ya conoces los arrebatos de cólera de tu ex. Son fulgurantes, incontenibles, aparatosos. Dijo de todo en contra de esos dos imbéciles compulsivos. Pero de pronto, exultante, se le ocurrió una estrepitosa venganza: escribiría en el periódico de La Algaida un artículo incendiario titulado «El gustazo de abusar de Ernesto Méndez». Lo ha publicado. El sábado pasado. El título, por razones de espacio, se ha tenido que quedar en «Abusar de Méndez». No sé si lo has leído. Por si no lo has hecho, te lo adjunto en documento word. Léelo, aunque te haga daño, que te lo hará. Es puro Víctor Ramírez, tu ex. Una tortura para quien tenga la desdicha de perderle, una bendición para quien tenga la suerte de quererle.

Ya te digo, Jerónimo, seguro que jamás leerás esta carta, como no leerás la que te escribí el otro día, ni las que pueda escribirte en adelante. No sabes lo que te vas a ahorrar en valium.

Cada vez estoy más convencido de que eres adorable.

Un fraternal abrazo,

Ernesto Méndez

(Documento adjunto. Artículo de Víctor).

ABUSAR DE MÉNDEZ

por Víctor Ramírez

profesor

Y porque no me cabe poner en el título de este artículo «¡El gustazo de abusar de Ernesto Méndez!».

He leído en Internet cómo algunos comentarios anónimos me acusaban de abusar o aprovecharme del escritor Ernesto Méndez. Todos sabemos que «La Algaida es muy chica» y se hace aún más chica cuando uno pasa tanto tiempo en la calle. Me consta que hay hasta quien ha llegado a advertir a Ernesto de mis maléficas intenciones con él. Deducción absolutamente cierta a la que cualquiera puede llegar, ¡lo confirmo! ¡Se lo advierto yo mismo! Porque desde luego he abusado y pienso seguir abusando de él todo lo que se deje en cosas como: pedirle ayuda para hablar en institutos sobre igualdad; pidiéndole que regale a La Algaida hermosas palabras para inmortalizarlas en la Glorieta de la Igualdad Social; invitarlo a celebraciones municipales, como las carreras de caballos… Abusar de él para que escriba o hable de La Algaida en medios nacionales e internacionales, y un largo etcétera. Sí, podéis respirar tranquilos los que vivís preocupados por mi peligrosa influencia sobre él, que seguiré influyendo sobre él todo lo que pueda, y además será un verdadero gustazo.

Entiendo que algunos estén muy cabreados. Contar con Méndez es un auténtico lujo, y es comprensible que haya a quienes les cueste asumir que no les pertenece, como es el caso de unos pocos «inventores» de mediocres novelas negras sospechosamente cercanos, en mi opinión, a Izquierda Unida, partido contra el que no tengo nada, porque además no deja de ser víctima de esos conocidos «recobardidos» defensores que le salen a la sombra, pobres justicieros enmascarados que precisamente consiguen el efecto contrario, vinculando las siglas de IU a esa bajeza y esa siembra de fijación tan ruin en clave personal. Obviamente les supera que Ernesto hable bien de gente del PSOE o que se le vea conmigo. Sólo queremos aprovecharnos de él, por supuesto.

Me considero una persona con sentido del humor, a la que no le importa hacer una caricatura de sí misma, tanto que algunos no sabrán lo tremendamente divertido que nos resulta este asunto a Ernesto y a mí y lo que nos hace reír. En cualquier caso, el fuelle del tema se va agotando por falta de chicha y consistencia, que sólo existen en la mente de esos empobrecidos difamadores, así que ¡Ernesto!: ¿Decimos que nos casamos? ¡Así heredo! ¡Que sin papeles no sirve de nada este abuso mío!

Si algo he aprendido en estos últimos meses es que para algunos todo vale en la guerra política, incluso en clave personal, incluso sin conocer siquiera a quien critica. La diferencia está en las estrategias por las que optamos a la hora de pelear por lo que defendemos. Podemos decidir si «atacar» al otro con la verdad o con la mentira, y si hacerlo a la cara o por la espalda. Optar por la difamación conduce a la cobardía de hacerlo por la espalda, cual ratas de cloaca, olvidando muchas veces que esa inmundicia con la que critican a otros conlleva no saber qué ojos les pueden estar viendo el rabo mientras huyen. Más de uno y de una de estos criticones se morirían de la vergüenza al ver cómo son igualmente «vendidos» por los mismos con los que comparten sus bajezas y difamaciones. Yo podré equivocarme, constantemente, no seré en absoluto el mejor en muchas cosas, pero desde luego si hay algo de lo que pueda presumir es de vivir y expresar con absoluta libertad lo que pienso y siento, hasta de inmortalizarlo en este tipo de artículos, dando la cara, y eso es algo que jamás harán esos cobardes e inventores, esclavos de sus traumas y de su vacío existencial, que critican a otros por la espalda, precisamente porque la base de sus propias vidas no tiene nada de sinceridad.

Eso es lo verdaderamente triste. Saludos libres.

Nota: Estimado Jerónimo, ya verás la que va a liarse a propósito de este artículo.

Madrid, 3 de diciembre de 2012

Estimado Jerónimo:

Se ha liado. Con el artículo de tu ex sobre lo que algunos dicen en La Algaida de lo que nos traemos él y yo entre manos —entre manos y entre todo lo demás, y perdona si esta alusión a «todo lo demás» te hiere, qué se le va a hacer—, se ha liado. Mira, habría estado bien comentar juntos tú y yo el artículo, pero al final resulta que por un día no vamos a vernos. Porque me ha dicho tu ex que vienes a La Algaida, qué falta de gallardía por tu parte, hijo, pero por poco no podremos vernos. No es que yo tenga unas ganas imperiosas de verte, que en absoluto, pero tampoco vamos a jugar a escaquearnos el uno del otro, que ya somos personas adultas. El artículo del niño es dinamita, y seguro que se te ocurrirá algo que decir, porque, ciñéndonos a lo estrictamente personal, no todos los días lee uno que su ex le propone a otro que se casen, aunque la propuesta tenga una envoltura pretendidamente humorística.

La furia de la Bipolar —que se ha considerado, con razón, blanco evidente, aunque no único, del disparo explosivo que ha lanzado tu ex desde su privilegiada tribuna— ha sido, en efecto, típica de una rata de alcantarilla despechada que no está en sus cabales. Ha conseguido además contagiarle la rabia, supongo que a mordisco limpio, a su grupito de ratones contaminados y espasmódicos, y lo que han soltado contra nuestro muchacho en ese algaidadigital, y en los otros medios digitales de nuestro entorno, es para tener a esa asquerosa chusma medio año en agua hirviendo como manta de soldado infestada de garrapatas. Ya te habrás dado cuenta de que utilizo sin que se me inflamen las amígdalas la expresión «nuestro muchacho» o «nuestro Víctor», a fin de cuentas no todos pueden decir lo mismo, aunque tú seas agua pasada y yo lluvia de mayo. Te habrás dado cuenta también de que, cuando me pongo a ello, como marica mala y un poco Marifé de Triana no tengo precio. Relaja mucho, la verdad.

El caso es que, como me ha dicho tu ex por correo electrónico, «esos envidiosos anónimos, que ruinmente están haciendo campaña política atacándonos en lo personal, con esa actitud tan destructiva que sólo la puede generar una desmesurada perversidad, envidia y angustia», han reventado y se han vaciado contra tu ex y contra mí como ampollas —pasadas de fecha, eso sí— de arsénico en rama. Que si mi Víctor —porque ya no es tu Víctor, lo siento— es un orgulloso desquiciado, que si no admite una crítica a su trabajo público sin que le entre la pataleta y sin liarse a pegar cañonazos a diestra y siniestra, que a lo mejor se ha creído del todo que es el futuro caudillo de El Pedregal, que aprovecha su inmerecida tribuna quincenal en el periódico de La Algaida —subvencionado por los socialistas locales, dicen— para intercambiar navajazos privados con otros cristobitas del submundo rosa, que sus propios compañeros de partido ya le tienen calado y saben lo mucho que les perjudica con su actitud prepotente y bajuna. Todo eso es lo que escriben —sin dar la cara, por supuesto— contra tu ex. Conmigo tampoco se andan con remilgos: que no soy más que un escritor de tercera que está tratando de rebañar lo que puede, que no paro ya de hacer el ridículo con tanto dejarme ver embelesado con el guapito concejal que arrasa entre los violetas locales, que me he convertido al socialismo, aunque el socialismo haya fracasado en toda regla y esté en las últimas, a cambio de unos cuantos empujones por poniente, que —a propósito de una foto en algaidadigital, en la que aparezco con los chicos de Erasmus delante de la fachada del Ayuntamiento— «donde tengas la olla, no metas…». No diré el final de la frase porque sigo sin sentirme cómodo con las palabras sucias, hijo, uno también tiene sus represiones. Lo cierto es que ese último comentario tan cochambroso me dolió, mira. Tu ex estuvo muy cariñoso conmigo, me llamó para consolarme, y ya me imagino lo que echarás de menos esos consuelos que alguna vez usaría contigo, digo yo, aunque prefiero ni imaginármelo, que se me pone la piel de gallina. De todos modos, tu ex no tiene ningún problema en decirle al cretino que se le ponga por delante la palabra que mejor venga. Por lo visto, a los de IU, que han ido a decirle que el artículo les parece un poco exagerado, «yo», me ha escrito tu ex, «les he contestado que me coman la polla». Olé sus huevos.

Perdón.

También hay quienes salen en defensa de tu ex, faltaría más. Muchos. Entre ellos, el articulista más popular, polémico y seguido de algaidadigital, que por lo visto lo hace muy a menudo —no sé, a veces me da que pensar tanto entusiasmo por parte de ese embarullado polemista—, y un montón de gente corriente que adora a nuestro muchacho, que sabe apreciar el valor que tiene todo lo que hace, que le agradece tanta dedicación y autenticidad, o que se muere por sus huesos, tampoco hay por qué ocultarlo, que bien sabes tú el gancho que esos huesos tienen, aunque ya no los puedas disfrutar, qué penita. Entre las adhesiones yo creo que tienen especial relevancia —como tu ex dice— las de las mamás de sus niños. Y es que esas alimañas desnortadas que hociquean en el mismo estercolero que la Bipolar se han lanzado a difundir maledicencias sobre qué pensarán, en el colegio concertado de monjas en el que tu ex da clases, de los alardes públicos que, según ellos, tu ex hace de su «vida privada nada edificante», y una avalancha de mamás ha salido a llenar de elogios a «don Víctor» y a proclamar lo contentísimas que están de haberle confiado la educación de sus chiquillos y sus chiquillas.

Por mi parte, un poco loba puedo permitirme ser, ¿verdad?, así que he seguido con mi modesta campaña de honesta y emocional seducción a corto, medio y largo plazo. En vísperas de las elecciones del pasado día 20, le puse a tu ex los dientes largos porque los de la campaña socialista me habían invitado a una copa con el candidato Rubalcaba, y tu ex me mandó un mensaje: «¡Qué envidia, qué pena no poder estar! ¡Lo pasaríamos bomba! ¡Y en mi entorno!». Qué mono. También le conseguí el teléfono personal de Consuelo Ermitas, una fiera espectacular en las tertulias de televisión, siempre en defensa acérrima del socialismo clásico, a la que tu ex quiere engatusar para que vaya a La Algaida con motivo del Día Internacional de la Mujer del año que viene. La verdad es que nuestro muchacho es como para ponerle un piso, pero un piso igualito al que tiene Donald Trump frente a Central Park, no ese apartamento coquetón, sí, divinamente situado, sí, con una cama muy divertida, sí, pero en el que ya casi no nos cabe el paraíso. Como sabes, porque entonces te tocaba saberlo —lo siento, rey vikingo, perder nunca es plato de gusto y, mucho menos, perder a un muchacho como el que tú has perdido—, tu ex se fue hace dos años, durante un mes, a Kenia, o al Camerún, a ganarse el cielo con los niños cameruneses o kenianos, y estaba él en Madrid, echando el día hasta que por la noche saliera su avión, cuando supo que a la Ermitas la habían ingresado en un hospital público, víctima de un infarto; él, fan total, se coló en el hospital, se coló en la habitación de la entrañable fiera —como él la llama—, le entregó un ramo de flores, le dijo que la adoraba, que sólo le quedaban tres horas para irse de misiones veraniegas a África, y salió pitando. Consuelo Ermitas no le había olvidado. Yo se lo conté a tu ex precisamente el 20-N, mientras estaba de interventor en el colegio electoral que le correspondía —y que, por cierto, le correspondía también a la Bipolar—, y me dijo que se había puesto a levitar con la noticia y que yo era un crack. Qué encanto.

A todo esto, la Bipolar, que es más mala que un empacho de torrijas, que un frenillo infectado, que una colonia Armani de los chinos, es también, para completar el panegírico, una cínica de cuidado. ¿Te puedes creer, estimado Jerónimo, que en el colegio electoral, tras depositar su voto, la Bipolar, muy azorronada ella, le estrechó la mano a tu ex y después, cuando llegó a casa, le envió un email «diciéndome», me contó Víctor en un sms, «lo mucho que yo valgo, a pesar de lo que ha sufrido al estar enamorado de mí»? Desesperación bipolar, obsesiva, compulsiva y neurótica en estado puro se llama eso, ¿no? Espero que a ti no te haya dado algo así por perder a Víctor, a mí no se me ha ocurrido desearte eso, fíjate. Y mira que últimamente estás un poco pesadito, ¿eh?, porque estás un poco pesadito, me huelo que no paras de darle la murga a tu ex para que vuelva contigo. Te puedo comprender, todos tenemos nuestros momentos incompatibles con el orgullo, la dignidad y el amor propio. Incluso tu ex. Tu ex estuvo blandito con la Bipolar cuando el otro se acercó a estrecharle la mano. Estuvo blandito. Yo le habría hecho a la Bipolar una llave de yudo camboyano, que debe de ser lo peor, y lo habría mandado a casa con el brazo en cabestrillo y arrasado en llanto.

Por Dios…

Hay, por cierto, algo que tengo que quitarle de la cabeza a tu ex. Dice que lo tiene clarísimo: después de estos cuatro años de gobierno municipal socialista, deja la política. Yo ya he empezado con él un gota a gota tipo gota malaya, que consiste en repetirle de vez en cuando, venga o no venga a cuento, que no puede abandonar, que tiene que llegar a alcalde de La Algaida, que después debe pasar a la política provincial, autonómica y nacional, que sólo tiene que madurar un poco. Bueno, eso de que tiene que madurar un poco no se lo digo, porque no quiero que le afecte al ego y se me rebote, pero te lo digo a ti, te lo digo sobre todo porque me barrunto que tú has puesto bastante de tu parte, con tanto ir de papito protector, para que el muchacho no madure bien en lo personal, en lo emocional y en lo existencial, circunstancia que se proyecta también un poco en lo político, y te lo digo aunque te acalambres, porque tus acalambramientos y rebotes me dejan frío del todo, no soy yo de mentir en estas cosas cuando me pongo marica mala. Lo bueno es que, al librarse de ti —y lamento de veras repetírtelo, no creas que disfruto cebándome en tu desgracia—, se libra del principal obstáculo que le ha estado impidiendo madurar, y no es que esto me lo haya demostrado nadie, es que yo, cuando me pongo mala pécora, soy muy intuitivo. También soy el presidente en la sombra del club de fans de tu ex, que la presidenta ejecutiva es mi amiga Paloma. Yo, estimado Jerónimo, es que me emociono mucho con el compromiso, el entusiasmo, la agilidad mental y temperamental para hacerle frente a lo que le gusta y a lo que le disgusta, y la increíble capacidad de trabajo que demuestra día a día, hora a hora, nuestro Víctor. Ese caudal de energía, esa capacidad de implicación, esa sinceridad con el ciudadano, esa falta de cálculo egoísta, ese gancho, ese brillo que desprende nuestro concejal, como un dios de oro cuando los dioses eran de oro de 24 quilates, no puedo permitir que se lo pierda la ciudadanía. Tiene que madurar un poco, sí. A él no le digo que tiene que madurar porque no quiero que se le ponga el ego directamente en plan fiera corrupia, pero tiene que madurar. No demasiado, no vaya a convertirse en un político calculador e interesado, pero un poquito sí. Tiene que controlar un poquito esos vendavales que le entran, esos truenos que le endilga al primero que le toca los colgantes, esos latigazos que suelta cuando piensa que algo no se hace como es debido, pero también esa desilusión y ese desánimo que a ratos —ratos cortitos, es verdad— le provocan la falta de implicación, de responsabilidad, de autoexigencia, y hasta el buen rollo a destiempo que se gastan en ocasiones algunos de sus técnicos, algunos de sus compañeros y compañeras, y no digamos el gabinete de prensa municipal, que me lo trae frito. Tiene que templarse un poquito, sí, pero no demasiado, porque dejaría de ser quien es y de valer lo que vale. Tendría que ser un poquito menos autocomplaciente, sí, pero sin pasarse de frenada, porque no puede dañar su ímpetu, su decisión, su fe en lo que hace, su legítimo orgullo cuando lo hace bien, que suele hacerlo de matrícula de honor. Daba gusto sentir —por sms, sí— lo feliz que ha sido por el triunfo de los socialistas en La Algaida el 20-N, aunque en el resto del Estado —como dice él, muy respetuoso con todo tipo de diversidad— se hayan pegado un guarrazo como para ponerse ya a hacer rogativas en contra de lo que se nos viene encima. Ha sido conmovedora su rabia dolorida por todo lo que va a perder este país con los que ahora van a mandar, y por el convencimiento de que perderán más quienes menos tienen. Da gloria comprobar hora a hora, día a día, cómo es este muchacho.

¿Se me nota cuánto ando yo de colado por él? Poco más de lo colado que él anda por mí, fíjate.

Este muchacho ha sido capaz de mover lo que nadie antes había movido en La Algaida. Algunos le buscan las cosquillas haga lo que haga, claro, es sólo la envidia que les corroe. Y que del amor al odio sólo hay un paso; eso también te lo tendrías tú que vigilar, mira. Todos los que antes adoraban a tu ex —ahora no te cuento entre ellos—, con la Bipolar a la cabeza, ahora dicen que le detestan, aunque en el fondo vaya usted a saber; todos los que rivalizaban en zalamerías exageradísimas dirigidas cara a cara al concejal, y que se apuñalaban por la espalda entre ellos, como gatas en celo y retorcidas, con la esperanza extraviada y la fantasía enferma de llevarse al huerto al guapísimo muchacho, ahora no dejan pasar la más mínima ocasión para acribillarle, aunque sea con venablos que al final resultan de mantequilla. Hace poco fue el Día Contra La Violencia de Género, y nuestro Víctor organizó una marcha ciudadana al mediodía a la que consiguió que se apuntara media Algaida, incluidas clases enteras de institutos y colegios que salieron a la calle a «avergonzar a los maltratadores, y a darles coraje y cariño a las maltratadas», como dijo él en su precioso discurso de cierre, que lo he leído yo en algaidadigital. Pues, mira por dónde, ese manojillo de alacranes tísicos se puso a acusarle, algaidadigital mediante, de abuso por sacar a la calle a escolares en horas lectivas. Además de tísicos, ¿serán idiotas esos alacranes? Hubo gente que volvió a salir a defender a nuestro Víctor, y que venía a decir, con mucha pertinencia: «¿No entenderán que esas cosas se hacen con todos los acuerdos y permisos académicos correspondientes, y para que los chiquillos y las chiquillas conozcan la realidad del mundo y se acostumbren a comprometerse?». Me mandó una foto en la que él es el centro de todo, detrás de la pancarta, y me dio coraje no haber podido acompañarle. Es que estaba en Roma, ¿sabes?, porque me muevo mucho por el mundo entero, no como tú, que tengo entendido que eres empecinadamente granadino. Como estaba en Roma, tampoco pude estar con él en su cumpleaños, que fue por esos días, se lo pasó de miedo con los amigos de su edad, todos en paro, angelitos míos: Píter, músico audaz y siempre dispuesto a comerse crudos a los curas y a los profesores no comprometidos; Luis —psicólogo— y Toni —a la espera de que le llamen para cubrir en algún instituto una plaza de interino—, una pareja adorable y siempre empeñada en dar a entender que no se quiere tanto como parece; Rafa, un buenazo que se ha propuesto decorar a la última todos los pisos de La Algaida; Orión, nombre de estrella, siempre vestido y maquillado como una estrella psicodélica, él sí con trabajo porque tiene peluquería propia, pero con ambiciones políticas, de hecho le ha pedido a tu ex que, cuando sea alcalde, «porque serás alcalde», tiene que nombrarle delegado de fiestas, porque «nadie tiene mejores ideas que yo para poner las fiestas a tope y modernizarlas de una vez, que buena falta les hace»; Juanán, el que controla algaidadigital y tiene un lejano novio camboyano… Y Regli, la secretaria municipal de tu ex, una cuarentona de bandera y de fondo de armario estrepitoso, capaz de despertar la voracidad y la envidia de todos los heteros de La Algaida y los alrededores cuando la ven con Víctor. Qué suerte tienen los amigos de tu ex. Qué suerte tiene Regli. Qué suerte tengo ahora yo —como tú la tuviste en su momento—, incluso si estoy en Roma. Desde Roma le mandé al niño un mensaje cada dos horas, felicitándole por su cumpleaños.

Ya ves cómo me tiene. Él no lo sabe, o hace como que no lo sabe. Pero empiezo a conocerle, y conocerle es quererle. Si lo sabrás tú. ¿Tú se lo decías? Yo no se lo digo, todo lo más se lo insinúo, pero no se lo digo como ahora te lo estoy escribiendo a ti —bueno, cuando me lo estoy escribiendo a mí—, pero es que cuando no voy de marica mala, cuando voy de gay ejemplar, soy muy señor, muy templado, muy sufridor, hasta tímido, y un poquito más comprensivo con él de lo que de verdad le convendría, lo reconozco. Es que no quisiera meter la pata. Es que no es fácil llevar adelante lo nuestro.

La rata de la Bipolar y sus ratones desalmados no paran de mortificarnos de viva voz, con mendaces habladurías verbales y digitales, tanto que tu ex, harto, ha dejado por fin la blandura, ha recuperado la furia gitana que tanto me gusta, y le ha mandado a la Bipolar un drástico correo electrónico de adiós. Te lo copio, como me lo ha copiado él: «A pesar de vivir ajeno a tu vida sigo comprobando que tu odio, tu obsesión, tu capacidad de autodestrucción y de hacer el ridículo no conocen límites. Por algo te has dado tan radicalmente por aludido en mi último artículo. Ahora comparte si quieres con tus “amigos/amigas” y con el psiquiatra este email también, como los mensajes, las conversaciones, todo lo que te he hecho sufrir, la más mínima frase que hayamos intercambiado y que entras a analizar obsesivamente, toda esa putrefacción con la que has llenado tu cabeza y las de los que te rodean. Pero aquí acabó la broma por mi parte. Espero que dejes de acosarme si lo único que tienes que decir es que me he acostado contigo y de difamar, con supuestas pruebas que te abochornarían. Lo que pase desde este momento será cruzar la línea y se solucionarán las cosas en otros términos. Adiós. Esta sí es nuestra última palabra».

La Embajadora me ha llamado para recriminarme a mí la «crueldad de Víctor», olvidando por supuesto la crueldad de ellos, y para decirme que la Bipolar está aterrorizada, hundida, y a punto de tirarse desde lo alto de la torre de la parroquia de la O. Tu ex me ha dicho que a él le da lo mismo lo que haga, como si quieren tirarse con él la Embajadora y el resto de roedores venenosos, todos a la vez. Tu ex me asegura que por fin nos hemos librado de ellos. Yo no estoy tan seguro. Esto continuará. A veces me sorprendo cantándole a tu ex en mi interior: Vámonos donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal. No es sencillo. Tú has terminado por meter la pata, Jerónimo, de lo contrario Víctor no te habría dejado del todo, para siempre, y comprendo que te cueste recuperarte, pero inténtalo, de verdad, inténtalo, es que te estás poniendo un poquito pesado, tanto insistirle a Víctor con que volváis.

Porque sé que le estás insistiendo mucho para que volváis.

Ya sabes que tu ex ha ido al médico. Primero, a su médico de cabecera, que lo mandó derechito al psicólogo. Por ese colapso emocional que sufrió. Me asegura que se lo contó todo, no sólo el exceso de trabajo, también que acaba de romper una relación de once años —ya ves, hijo, la cosa no tiene remedio, admítelo— y ha empezado una nueva. Conmigo. No con Luis Guerrero, ni con el jefe de policía local Miguel Soria, ni con Emilio, el del máster. Conmigo. Parece que el médico no le ha dado mucha importancia —una crisis de ansiedad, le ha dicho—, pero quiere vigilarle. Tiene que volver dentro de un mes, creo. Espero que lo haga. A tu ex no le ha gustado, mira, que el médico le haya reconocido. Son las desventajas de ser el concejal más popular —y más socialista, claro— de La Algaida. Qué se le va a hacer, has perdido la oportunidad de ser el cónyuge de semejante maravilla. Asúmelo.

Así que no te extrañe si este fin de semana, cuando vengas a La Algaida, te deja tirado. Ya sabes, el niño tiene práctica en eso. Además, ¿a quién se le ocurre, alma de cántaro? Porque vamos a ver, ¿qué se te ha perdido a ti en La Algaida? Por lo que sé, un poco jartible estás tú, corazón. Así que, si te planta —y espero que te plante, para qué voy a mentir—, tú te lo habrás buscado. Me ha dicho tu ex —aunque no sé si tienes asumido, como un señor, que ya es tu ex— que te ha dado la ventolera de ir por La Algaida este sábado, y que te dará alojamiento. Yo que tú me llevaría la visa por si tienes que meterte en un hotel. El niño es capaz de dejarte tirado en la plaza Infanta Alfonsa porque le ha surgido un imprevisto que le obliga a irse a cualquier parte. Yo que tú me ahorraba el disgusto. Y, de paso, le ahorrabas a él alguna incomodidad. Le he dicho a tu ex que a ver si con tanta visita —la tuya y la mía, que yo sepa— vamos a perturbarle. Me ha dicho, tan tranquilo, que no cree.

Yo voy a verle, mañana, porque hay que cuidar el huerto. Porque al niño hay que calmarle la sed, cuando tenga sed. ¿Te ha contado lo de la sed, verdad? Claro que sí, se lo cuenta a todo el mundo. Llegó él, con siete añitos, a ese colegio de Madrid —porque a su padre le había salido en Madrid un trabajo y allá se fue toda la familia— y el primer día fue la atracción de la clase, un niño andaluz recién llegado, y en el recreo estuvo rodeado de chiquillos, y supongo que con los nervios y la aglomeración a Víctor le entró sed, y lo dijo, dijo «tengo ze», y no le entendían, y él repetía «tengo ze», y nada, y no supo qué hacer, se tuvo que aguantar la sed, y llegó llorando a casa porque en el colegio no le comprendía nadie. Qué fatiguita. Yo me emocioné mucho cuando me lo contó. Y me he prometido a mí mismo que, mientras esté en mi mano, este muchacho no pasará sed de ninguna clase.

Claro que tu ex, de niño chico, ya era de los que no se resignan. Tu ex, de niño chico, ya era para comérselo. Si lo sabrás tú, que te lo comiste en cuanto creció un poco —y yo no debería pasarme de marica mala, lo entiendo, perdóname—. El caso es que el chiquillo se propuso ganarse a sus compañeros, y se los ganó. Se los ganó poniéndose literalmente flamenco, inventándose zapateos y meneos de brazos, enseñándoles sevillanas inexistentes pero muy graciosas; tú me dirás si no tenía ya el chiquillo una clamorosa predisposición LGTB. De ahí salió este pedazo de criatura que comprendo que cueste mucho perder.

Tengo muchas ganas de verle. Hoy has quedado con él, y mañana él ha quedado conmigo. Por poquito no nos encontraremos. Y, encima, esta carta, como las otras que te he escrito para mi desahogo, no la leerás nunca. Bien que lo siento.

Tú has ido a verle hoy a La Algaida, y tu ex me ha dicho que has puesto una carta emocional sobre la mesa, que teníais cogida fecha de boda, desde hace más de un año, sin saber que llegaría la separación, y que le has pedido que lo hagáis, que os caséis, que es muy fuerte, que ya sé yo que esto es una parte más de la locura de su vida, y que desde luego prefiere ser sincero en todo momento conmigo, incluso con las «locuras», porque él es libre de hacer lo que le plazca, que no le debe nada a nadie, que sólo le importan los sentimientos, que ya lo hablará contigo. Te cuento lo que me dice para que entres en razón y dejes de darle la lata, hombre.

Sé, repito, que eres una persona madura y equilibrada. Y adorable.

Me habría encantado, de verdad, darte este cordial abrazo en persona.

Ernesto Méndez