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Freud se fue a hacer gárgaras

Todo fue luminoso aquel fin de semana del 23 de septiembre.

«Supo emocionar», decía el primer comentario que, el mismo viernes por la tarde, apareció en algaidadigital, nada más publicarse la crónica de la inauguración de la Glorieta de la Igualdad Social y el vídeo de mi intervención en el acto. Le pregunté a Víctor si el comentario lo había colgado él, y me juró que no, pero tenía toda la pinta de que sí. La verdad es que, en mi ecuánime opinión, lo bordé, y poco contento estaba yo al ver a Víctor tan emocionado, tan orgulloso, tan feliz.

El viernes por la mañana habíamos inaugurado la Glorieta, y yo, por decisión de Víctor, abrí el acto con unas palabras en las que me mostré desbordado por el orgullo de ser de La Algaida, elogié la apuesta de mi ciudad natal por aquel compromiso firme con la defensa de los derechos y de la igualdad de todos, piropeé a la alcaldesa por apoyar con convicción y perseverancia —y ceceando con toda su alma— las políticas de igualdad y por haber sido reelegida en las últimas elecciones municipales, sin duda como consecuencia de haber hecho estupendamente sus deberes, a pesar de la generalizada hecatombe socialista —aplausos de sus incondicionales, que allí eran casi todos—, alabé la escultura abstracta obra de un muchacho la mar de guapetón y amigo de Víctor que acabábamos de descubrir, e improvisé que, dada la ubicación privilegiada de la rotonda o glorieta a la entrada de La Algaida, la escultura me sugería un abrazo hospitalario para todos los que llegaran a la ciudad, sin distinciones, con el propósito de prosperar honradamente y amar libremente. Me recordé a mí mismo —y ahí me emocioné y se me quebró un poco la voz, un poco en plan Meryl Streep—, cuando era un muchacho solitario y asustado por no saber cómo sobrevivir, a quién acudir, con quién hablar, hasta que me juré que nunca más, nadie, jamás me obligaría a ser infeliz por ser como era y por amar a quien amase —ovación clamorosa—, agradecí a todos los que estaban allí la oportunidad que me prestaban de acompañarles en un acto tan hermoso, y me dirigí a Víctor, que me escuchaba emocionado desde la primera fila, para agradecerle lo que hacía, para animarle a seguir contra viento y marea, para recomendarle desoír las críticas de quienes le acusarían poco menos que de tarambana por dedicarse a «asuntos intrascendentes» cuando el mundo se estaba hundiendo y en La Algaida había tantas cosas importantes y urgentes que hacer, sin comprender que ahí, en la solidaridad y la hospitalidad y el respeto a todos, en esos valores y esas conquistas que no cuestan dinero, residía la verdadera riqueza de un pueblo. Lo bordé, ya digo.

No le dije en voz alta —pero seguro que no sólo él lo adivinó— que siempre me tendría a su lado para ayudarle, para admirarle, para quererle, y para seguir demostrándole, en cuanto tuviéramos la menor oportunidad, mis progresos con el entrenamiento, porque lo emotivo no quita lo gustoso.

Tino Vila me mandó un mensaje largo y elaborado que no pude leer hasta que, más tarde, me senté a comer con Víctor en un restaurante de pretensiones creativas que quedaba muy cerca de su apartamento: «Lo están dado en directo por TeleAlgaida. Bien tu discurso, pero sobraba tanto insistir en lo gay que eres, porque tu madre a lo mejor también te ha estado viendo, y sobre todo tanta coba bajuna a la alcaldesa socialista, ¿tú no has sido siempre de IU?, y tanta tirria a quienes sólo exigimos que las cosas importantes se hagan antes y se hagan bien y, sobre todo, esa descarada y patética declaración pública de amor al agonioso concejal que te tiene sorbido el seso, que sólo te ha faltado sacarte del bolsillo un anillo de compromiso, bajar del escenario, arrodillarte delante del politicastro ese, chupársela y pedirle después que se case contigo». O sea que, para Tino Vila, que era del ala estricta y fanática del PP —traducción: facha—, mi discurso había estado bien, pero le sobraba todo.

—Le habrá dado un infarto emocional mientras te escuchaba —dijo Víctor, encantado.

—Le habrá entrado urticaria en las orejas —dije yo.

—Por culpa de la bilis existencial tendrá todavía los pelos de punta.

—No creo. Pero se le habrá quedado chuchurrío el peluquín.

—Es verdad. Le habrán crujido los huevos.

—Se le habrá atascado toda la grifería, de la garganta a los desagües.

—Pues se le habrá quedado el cuerpo fatal.

—¿Peor? Imposible.

—Qué frustración vital la de ese hombre, por Dios.

—De todas maneras —admití—, lo de chupártela habría estado bien, la verdad.

Relax —dijo él—. Hay tiempo.

Nos reímos. Estábamos radiantes. Ya nos habíamos dejado aconsejar por el dueño del restaurante y pedido unos cuantos platos creativos para compartir. El acto de la inauguración de la Glorieta, por mucho que le crujiesen los huevos y se le disparase la bilis a Tino Vila, había sido maravilloso, con un día espléndido, la asistencia de un gentío —bueno, de unas trescientas personas— a pesar de haberse celebrado a las doce del mediodía de un viernes laborable, la presencia de buena parte de la corporación municipal —incluido un concejal no socialista, pero que era tío del joven y guapetón escultor—, muchos chicos y chicas de institutos de enseñanza secundaria con cuyos directores Víctor había hecho una irresistible labor de adhesión emocional y existencial, miembros de asociaciones de mujeres solidarias y de inmigrantes peleones, algunos gays históricos de La Algaida y otros recién llegados al club, todos muy sueltos y casi desafiantes —muchos se me acercaron muy emocionados a darme las gracias, y se acercaron a Víctor para abrazarle y felicitarle y agradecerle todo lo que estaba haciendo, y pedirle que no se desanimase—, entre ellos chicos y chicas voluntarios de la fundación que aún presidía Víctor, y funcionarios y funcionarias de las delegaciones que Víctor controlaba, el inevitable y siempre enchaquetado Perico Martos, responsable del protocolo municipal, que no consiguió ponernos a todos a su gusto para la foto de rigor junto a la escultura, además de medios de comunicación, policía local y vecinos y vecinas de El Pedregal y otras barriadas cercanas, entre los que se encontraban la madre y una hermana de Víctor, a las que él, resplandeciente, me presentó. También asistió la profesora, en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, del joven y guapetón autor de la escultura, y la señora, alta y con estilillo y muy de peluquería y muy de negro resultón, se las apañó para meterse en la foto oficial agarradita a la alcaldesa, como si ella fuera la madre de todas las glorietas. La intervención final de la alcaldesa, ceceando como una jabata, fue muy política, muy apasionada, bastante emotiva y generosísima conmigo, con el escultor, con la fundación que aún presidía Víctor y que había financiado la escultura, y, sobre todo, con el propio Víctor, del que dijo que era un trabajador incansable, entregado y siempre comprometido, y un lujo para su equipo de gobierno. Así que Víctor no sólo resplandecía, sino que también flotaba, y yo resplandecía y flotaba con él.

Y eso que las vísperas fueron decepcionantes.

Había salido de Madrid en ese tren que llega a Jerez a las seis menos cuarto de la tarde, e iba con la ilusión, francamente peliculera, de ser recibido en la estación por Víctor en persona —no digo que con un ramo de flores y un acordeonista tocando el tema de Lara de Doctor Zivago, pero en persona— y con un abrazo monumental y un besazo desinhibido ante la curiosidad, el asombro, la admiración, la emoción, la envidia y la ovación final de todos los demás pasajeros, tanto los que estaban en el andén como los que se agolpaban en las puertas o miraban por las ventanas del Alvia con destino Cádiz. Víctor me había prometido lo de recibirme en persona, no lo del abrazo monumental y el beso de tornillo, que todo eso lo había metido yo por mi cuenta en las previsiones cuando terminé la comida y me quedé adormilado, fantaseando, desvariando. Pero Víctor había tenido un día atroz, corriendo todo el tiempo de un lado para otro, y antes de salir para la estación tenía que ir a una entrevista en TeleAlgaida, porque un asesor externo había aconsejado al equipo de gobierno que concentrara sus esfuerzos de comunicación en la televisión y en el periódico local, y de pronto su coche nos saboteó el recibimiento, el abrazo y el beso en el andén, el ramo de flores y el acordeonista tocando el tema de Lara y la ovación del respetable. El coche dijo basta, ya está bien, aquí me planto, que una grúa me lleve al taller. Y Víctor fue diciéndome sucesivamente, mediante mensajes: «Lo intento como sea», «Llevo el coche al taller», «Un amigo me recoge y me lleva a la televisión», «El amigo necesita el coche», «Mi coche no me lo tienen», «Jo», y por fin: «Lo siento, apáñatelas, mañana nos vemos en la glorieta a las once».

Lo llevé bien. No me enfadé, no me deprimí, no decidí darme media vuelta y que la Glorieta de la Igualdad la inaugurase Víctor con su hiperactividad sensacional, su intensidad emocional y su plenitud existencial. Un taxi me llevó a Villa Eulalia, y a las once en punto del día siguiente estaba en la explanada, junto a la rotonda o glorieta, en la que se iba a desarrollar el acto. Un policía municipal, grandote y con pinta de jefe, me saludó muy atento. Víctor, que estaba dando algunas instrucciones junto al escenario, lo dejó todo en cuanto me vio —si tú me dices ven, será todo para ti— y vino a abrazarme. No fue el abrazo en la estación con el que yo había fantaseado, pero casi. Un abrazo fuerte, largo, intenso, verdadero, con su mejilla pegada a la mía y su boca, tan exaltada por la Bipolar, rozando la mía durante mucho tiempo.

—Soy muy feliz —me dijo.

A los cinco minutos, mientras yo saludaba a gente conocida o no, toda muy afectuosa, recibí un mensaje de Tino Vila: «Si Jacobo de Pedro ha visto el abrazo que os habéis dado, estará ya ingresado en urgencias por el sofocón. Deberíais ser más discretos». No me lo podía creer. No era posible que Tino Vila estuviese por allí, dentro de su coche, espiando con su catalejo. Pero, al parecer, Tino Vila se había tomado aquel «ridículo romance» entre Víctor y yo como algo personal.

Al final del acto, los chicos y las chicas de la fundación que Víctor presidía le propusieron ir a comer todos juntos. Pero me había prometido hacerlo conmigo, y esta vez cumplió. Les dijo sin más rodeos que él y yo habíamos quedado a comer —«por cuestiones de trabajo», aclaró, como cortafuegos contra la posible sugerencia de los otros de que nos sumáramos a sus planes— y allí los dejó plantados, sin más ceremonias de despedida. En el trayecto hacia el restaurante caminamos un buen rato, por calles céntricas de La Algaida, con su mano apoyada en mi hombro, y cuando nos acercábamos al restaurante, creativamente llamado El Comedor de Zelda, se detuvo, me miró a los ojos, siempre resplandeciendo, y me dijo por primera vez:

—Mi historia con Jerónimo se ha terminado. Te lo juro.

En El Comedor de Zelda el menú creativo era atroz, pero estaba buenísimo porque la historia de Víctor con Jerónimo se había terminado. Dentro del restaurante hacía un calor espantoso, pero se estaba en la gloria porque la historia de Víctor con Jerónimo se había terminado. El servicio era lentísimo y errático, pero qué más daba, lo de Jerónimo se había terminado, del todo, para siempre, y allí estábamos Víctor y yo, entusiasmados, felices, picoteando sin ganas ciruelas rellenas de atún con mayonesa, tortillitas de burgaíllos con mayonesa, tostas de rodajas de pechuga de pato y rodajas de higo chumbo con más mayonesa, y hablando de lo maravillosa, lo emocionante, lo importante, lo inolvidable, que había sido la inauguración de la Glorieta de la Igualdad. Nos cogíamos de la mano cada dos por tres, por debajo de la mesa y por encima de la mesa.

—Ha sido uno de los días más felices de mi vida —dijo él.

—Yo estoy tan contento… Por mí, y sobre todo por ti. Todo ha salido de puta madre. Incluido, por supuesto, lo de Jerónimo.

Víctor apoyó la cabeza en mi hombro durante unos segundos. ¿Qué importaba si alguien nos estaba mirando? El restaurante nos lo había recomendado, al final del acto de la Glorieta, su propio dueño, Ramiro Estés, un músico, conocido de Víctor, que para subsistir había montado con un amigo suyo, cocinero y vasco, aquel Comedor de Zelda —gente culta, capaz de ponerle a un restaurante de La Algaida el nombre de la mujer de Scott Fitzgerald: refinamiento y un toque de locura— lleno de mayonesa. Por lo visto, toda la cocina creativa de La Algaida estaba llena de mayonesa. Ramiro Estés, además de mayonesa a granel, tenía una pluma clamorosa —sin duda, una pluma creativa, puesto que Víctor me había asegurado que era hetero y él conocía a su mujer— y se acercó a nuestra mesa y se sentó con nosotros.

—Precioso el acto. Qué buena siesta os vais a pegar, bandidos.

Víctor hizo como que no oía la última parte de la frase, pero me dio un rodillazo que casi me rompe el fémur.

—Ernesto ha estado sensacional —dijo Ramiro, y me echó el brazo por los hombros.

—Todo ha estado sensacional —dije yo.

—Además de su intervención, que ha sido preciosa —le dijo Víctor a Ramiro—, la frase que ha escrito y ha quedado inmortalizada en la Glorieta es antológica.

Todas las formas del verbo «inmortalizar» le encantaban a Víctor. Yo había escrito dos textos alternativos y le había dejado a él la decisión de elegir uno de ellos, o incluso de mezclarlos, o incluso de modificar lo que quisiera. Lo hizo, faltaría más. Mezcló las dos frases, propuso modificaciones, le acepté alguna, no le acepté otras, y el texto definitivo quedó así: «Mujeres y hombres de toda condición, raza, creencia y origen, ofrezcámonos los unos a los otros el fértil don de la igualdad. Que a nadie, por razón injusta, le sean dañados o negados los derechos, la dignidad, el amor, el salario, la esperanza, los sueños. Que la igualdad sea nuestra mejor fortuna, el único linaje de nuestra biografía común». Y concluía: «La algaida, terreno vedado a los dictados de la violencia, del machismo, de la homofobia, de la xenofobia. Lugar libre de discriminación. La igualdad real, la igualdad social, es la más justa y noble de nuestras conquistas». Lo bordé.

—Sí, antológica —aceptó Ramiro sin rechistar, y me cogió del brazo.

—Y luego, en la placa que hemos puesto, también figura mi nombre, como concejal en ejercicio —dijo Víctor, feliz, y a lo mejor ni se dio cuenta de que yo le cogía la mano—. Así, Ernesto y yo hemos quedado inmortalizados juntos.

—Pero qué pedazo de siesta vais a pegaros, por Dios —repitió Ramiro—. Si me invitáis, me apunto.

Los tres estábamos encantados, eufóricos con aquella situación tan desinhibida, tan moderna, tan disparatada. Para decepción del hetero de Ramiro, no lo invitamos a la siesta aunque, a cambio, una de las camareras nos hizo montones de fotos con el móvil de Víctor, quizás las fotos más felices que nunca me he hecho con él, y después Víctor nos hizo un montón de fotos a Ramiro y a mí, con Ramiro en una actitud que hacía temer que echáramos la siesta allí mismo.

—Pues menos mal que es hetero —le dije después a Víctor, ya en su apartamento, con la siesta solamente para los dos, y antes de quedarnos un rato adormilados, abrazados sobre aquella colchoneta en el suelo que ya no era una colchoneta, era un tatami; de Ikea, sí, pero tatami.

Yo no llegué a dormirme del todo, y me parecía increíble, fuerte, loco, guay estar allí —a mi edad, con mis achaques, con mi biografía y mi bibliografía—, abrazado a un muchacho radiante y efervescente, tumbados los dos casi en el suelo, sobre aquella colchoneta, porque era una colchoneta, por mucho que en Ikea lo llamasen tatami.

En cuanto se despertó, Víctor volvió a hablar de nuestra Glorieta.

—Estaba hasta Miguel Soria —dijo—, con lo selectivo y lo escrupuloso que es él para los actos a los que asiste.

—¿Y quién es Miguel Soria?

—El jefe de la policía local. Un tío muy grande, muy buena gente, muy enrollado y muy atractivo.

—Sí, creo que lo vi. ¿Edad?

—Cincuenta años, supongo. Más o menos.

—Ya.

—Un tiarrón.

—Vale.

—Casado. Con un hijo al que yo he tenido en clase. Heterosexual fanático. Tremendo.

—Vale.

—A veces ha colaborado con nosotros en algunas campañas. Una vez le dije, por las buenas: «Miguel, si algún día decides cambiar de bando, aquí estoy yo». Y él se rio, me guiñó un ojo y me dijo, tan tranquilo, y muy respetuoso: «Víctor, te prometo que si algún día decido probar, será contigo».

—Vale, vale, vale.

Lanzado, el chico. Directo, el chico. Jodido, el chico. Miguel Soria, otro al que añadir a la lista de tentaciones peligrosas y exploraciones externas de Víctor: Luis Guerrero, el director de cine que pretendía rodar una película sobre la circunnavegación de Magallanes, el arquitecto de Cádiz, el médico de Jerez, el ganadero de Sevilla, el obispo de Córdoba, el cantaor de Huelva y Miguel Soria. Otelo empezaba a ser un partidario del amor libre a mi lado.

—¿Quieres que te lo enseñe?

—Si es en lo que estoy pensando, enséñamelo ya.

—No seas burraco.

—No seas malpensado. Me refería a ese tal Miguel Soria.

Tardó un rato en localizar en su ordenador un vídeo en el que Miguel Soria aparecía haciendo declaraciones a favor de la lucha contra la violencia de género. Grande, sí, enrollado, sí, tiarrón, sí, atractivo, sí. Bueno, tampoco tanto. Y lo de heterosexual fanático habría que verlo.

—Más de una vez he fantaseado con él —dijo Víctor, y me abrazó como un chiquillo se abraza a su abuela después de haber soltado una picardía.

Renato, desde Ibiza, me llamó por teléfono y tuvimos una conversación corta y rara. Debió de darse cuenta de que yo estaba acompañado y me preguntó qué hacía. Le dije que me había quedado en el despacho hasta tarde.

—¿Por qué le mientes?

—Porque no quiero desperdiciar ni un segundo en charlas con otros, sólo voy a estar dos días contigo.

—Idiota.

Volvió a trastear en su ordenador.

—Tengo celos de ese cacharro. Empiezas a dedicarle más tiempo que a mí.

—Vale.

Se tendió de nuevo a mi lado, boca arriba, y quedamos levemente distanciados, sólo nos rozábamos las manos. Tuve la impresión de que se estaba esmerando en respirar con sosiego.

—Hay una cosa que no sabes de mi vida —dijo, de pronto.

Pensé que iba a confesarme que había asaltado un estanco, que le había pegado a una vieja, que le gustaba la Pantoja, que se drogaba con pegamento o, quizás, que había estado en el seminario o en alguna secta similar. Yo le había regalado un documental sobre la Iglesia y los gays en el que me entrevistaban y me despachaba a gusto con declaraciones virulentas, y por sus comentarios deduje que era creyente a su manera. De hecho, la Bipolar le había contado a Tino Vila que Víctor, además de ser un trepa y un aprovechado y un desaprensivo y un pozo de ambición, era «capillita». Visto así, desde luego, no le faltaba al muchacho un detalle. Freud, en efecto, se habría puesto las botas con él. Temí haberle ofendido al poner como los trapos a toda la jerarquía eclesiástica pasada, presente y futura.

—Dispara.

Lo que me contó entonces no es que fuera un secreto, era un dislate del tamaño del Cañón del Colorado. Quería tener un hijo, y un hijo biológico. Se lo pedía el cuerpo, se lo pedía la sangre, se lo pedía la edad, se lo pedía el instinto de paternidad que llevaba ya algún tiempo llamando a su puerta emocional y existencial, implacable como un cobrador de morosos. Para conseguirlo, sin tener que yacer con mujer auténtica ni pagar un fortunón por una maternidad subrogada o «vientre de alquiler», sólo se le había ocurrido contactar por Internet con dos lesbianas de Texas, una de las cuales se prestaba, gratis, a ser engendrada por el semen seguramente jacarandoso de aquel españolito moreno, guapo, lanzado y probablemente ingenuo como un corderito de las montañas de Wyoming, con la única condición, por ambas partes, de producir gemelos y, una vez nacidas las criaturas, poco menos que echar a suertes cuál de ellos se quedaba en Texas y cuál se venía a La Algaida. Cierto que el proyecto, tal como Víctor me lo contó, no era tan descarnado: los niños se conocerían, se querrían, se verían todos los años, y así tendrían la oportunidad de conocer mundo y hablar idiomas, y Víctor acabaría amando a los dos por igual, porque a fin de cuentas él era el padre de ambos. Víctor ya se había hecho un montón de pruebas —calidad del esperma, salud general, historial de enfermedades familiares…— cuyos resultados, todos favorables, tenía pegados con imanes en la puerta del frigorífico, como la lista de la compra —y se había hecho también un montón de ilusiones, y yo me puse en aquel mismo instante a compartirlas, y mientras volvía a abrazar a Víctor empecé ya a imaginarme convertido en un abuelete encantador que paseaba en su cochecito por el Paseo Marítimo, las tardes aliviadas de verano y los mediodías soleados de invierno, a aquel encanto absoluto que se parecía, por razones lógicas, a Víctor, pero que también se daba un aire a mí, por arte de birlibirloque, y todas la señoras de La Algaida, incluidas las que vivían en el bloque de Víctor, me paraban para echarle incontables piropos al chiquillo y para asegurarme que era clavadito a mi madre.

—Ya lo sabes todo. No hay más sorpresas en mi vida.

Entró un mensaje en uno de los móviles de Víctor.

—Jerónimo —dijo.

Le escribió y envió una respuesta breve.

—¿Pero eso no se había terminado?

Y entonces él me juró por segunda vez:

—Se ha terminado. Del todo. Te lo juro.

—¿Y qué quería?

—Sólo saber cómo estaba.

—¿Y qué le has dicho?

—Que estaba bien, en casita, disfrutando de mi soledad.

—¿Y por qué le has mentido? Hace un momento me reprochaste que yo le mintiese a Renato.

—Es que tú has mentido de viva voz —me contestó, muy sobrado—, y yo sólo le he mentido por el WhatsApp. Tienes que comprarte un iPhone, que es el móvil que tú te mereces y no esa antigualla que usas, e instalarte el WhatsApp.

—Para mentirnos mejor —dije, divertido.

Se incorporó de golpe, como si la confesión de su enrevesado y arriesgado proyecto de paternidad le hubiera inyectado energía. Volvió a su ordenador, estuvo zascandileando un poco, y de pronto descubrió:

—¡Ya hay comentarios!

«Supo emocionar» era el primero. Luego, «ojoalparche» decía: «Sí, pero… es de vergüenza ajena y muy sospechoso que Ernesto Méndez se preste a elogiar a un gobierno municipal que sólo se preocupa de hacerse propaganda».

—Eso lo ha mandado Jacobo de Pedro —dijo Víctor.

Alguien le contestaba: «Ha sido un acto precioso que además demuestra el poder de convocatoria de ese delegado, más de trescientas personas a media mañana de un día laborable, a ver quién lo consigue. Lo que es de vergüenza ajena y da que pensar es que algunos no soporten su éxito».

«Ojoalparche»: «Habría que saber qué favores consigue Méndez del delegado, a cambio de esa pantomima».

Otro a mi favor: «Alguien como Ernesto Méndez, con su edad y su trayectoria, puede permitirse el lujo de colaborar de modo altruista en lo que le parezca bien y con quien le dé la gana, sin esperar nada a cambio. Sólo faltaría. Además, desde hace tiempo mantiene una buena amistad con algunos concejales».

Lo de la edad se lo podría haber ahorrado.

«Ojoalparche»: «Seamos claros. Méndez ha sido siempre de IU, o al menos ha hecho campaña a su favor, y es amigo de lo más granado de la progresía nacional, algo pasa para que de pronto se vuelque con los socialistas de La Algaida. Y lo de la buena amistad con algunos concejales, mejor dejarlo».

Jacobo de Pedro parecía un mal enemigo digital.

Un tercero a mi favor: «A ver si a estas alturas hay que decirle a un pedazo de escritor como Méndez con quién tiene que colaborar y qué amistades debe tener. Esto huele a celos de despechado».

A partir de ahí, «ojoalparche», y de repente una patulea de seudónimos digitales que quizás perteneciesen a la misma persona, se despachaban a gusto. Que si algunos se venden por un revolcón, que si tiran más dos tetas que dos carretas, que si torres más altas han caído por prendarse del concejalillo de moda en La Algaida, que hay quien es capaz de tirarse a su tatarabuelo difunto con tal de darle gusto a su vanidad y a su desmedida ambición, que los condones se los compre cada uno y que el que no pueda que se aguante o que pille lo que tenga que pillar —esto no venía muy a cuento y no parecía de la Bipolar o de algún miembro de su cofradía de leprosos existenciales, sino de alguno de esos salvajes que nunca faltan y aprovechan cualquier oportunidad para meterle candela al monte—, que esa glorieta con esa escultura horrorosa era un mamarracho que sólo iba a servir para aumentar la siniestralidad del tráfico urbano de La Algaida, que ya estaba bien de monumentos cutres y chorraditas y que más le valía al guapito de cara del delegado preocuparse por los problemas reales de la ciudad, que Víctor Ramírez no debería mezclar más sus obligaciones como edil con sus vicios privados, que los palmeros del concejalillo que salían siempre en su defensa seguro que estaban haciendo cola para recibir a gusto por la puerta trasera, que Ernesto Méndez era un traidor que pronto empezaría a recoger los pingües frutos de su traición, que es una equivocación defender la igualdad de todos, cuando lo que hay que defender es que todos nos respetemos porque todos, de alguna manera, somos desiguales —eso, al menos, se podía debatir con educación y argumentos razonados—, que a saber qué tiene ese delegado tan popular para que todo el mundo se prende de él, que más de uno y de dos saben perfectamente qué es lo que tiene.

A Víctor y a mí nos dio por reírnos.

—Qué nivel —dije.

—A Jacobo de Pedro se le ha indigestado el resentimiento existencial —dijo Víctor, muy alborozado.

—La indigestión de resentimiento existencial ha hecho estragos, por lo que veo.

—Seguro que el que escribe es siempre Jacobo de Pedro, con nicks distintos. Eso se puede demostrar con el IP.

¿Qué demonios era el IP?

—A la Bipolar de las narices le van a salir ronchas en las encías de tanto masticarse el hígado —dije yo.

Era la primera vez que yo llamaba a Jacobo de Pedro «la Bipolar», y Víctor se descojonó:

—¡La Bipolar! ¡Me partooooooo!

—A la Bipolar se le tienen que haber achicharrado los cables de la cabeza y la pringue del barrigón, de puro coraje.

—Qué vacío vital, por Dios, no tener mejor cosa que hacer que escribir en algaidadigital calumnias bajunas contra nosotros. Niño —era la primera vez que Víctor me llamaba «niño»—, ya quisieran la Bipolar y sus amiguitos tener la vida tan plena y tan interesante que nosotros tenemos, ya quisieran haber protagonizado ellos el acto tan bonito que hoy nosotros hemos inmortalizado.

Era verdad. Yo no sabía si lo habíamos inmortalizado, pero desde luego lo habíamos bordado.

Le abracé. Él estaba orgulloso y feliz, y yo estaba orgulloso y feliz por compartir su orgullo y su felicidad. Víctor y yo éramos de pronto Adán y Adán en el paraíso. El mundo se hundía, pero aquel apartamento minúsculo estaba de repente lleno de frondosos árboles bendecidos por el rumor de la brisa y el abrazo caldeado del sol, de carnosos frutales cargados de fruta brillante y por supuesto tentadora, de viñedos ubérrimos, de jugosas fresas salvajes, de prados mullidos y montañas desafiantes, de manantiales purísimos, de peces en tecnicolor, de langostinos de La Algaida, de puestas de sol y carreras de caballos como las nuestras —si después de eso no me hacían hijo predilecto de La Algaida, es que en La Algaida no sentían ni padecían—, de tigres y panteras y leopardos que se dejaban acariciar como gatitos perezosos, y de insectos inofensivos que centelleaban como si fueran de oro. No faltaban algunas inevitables culebrillas venenosas, a las que bauticé enseguida con los nombres de la Bipolar, Tino Vila, Raúl Ríos —el también conocido como «el grasiento de la tele»; una vez, viéndole, mi anciana madre dijo: «Qué torpe, qué trabajo le cuesta»—, Fulgencio Alcázar —también conocido como el falso ejecutivo o el falso concejal del PP—, la Moody’s y la Standard & Poor’s o, para abreviar, con el nombre genérico de «maricas malas», pero a las que nos cepillábamos sin miramientos a pisotones sin que nos afectase su veneno. También abundaban las aves imperiales y los pajarillos exóticos, las prodigiosas flores silvestres, las piedras fabulosas y carísimas, los diamantes ya pulimentados y cortados para alhajas deslumbrantes, y los monos trapecistas que se masturbaban alegremente mientras le robaban la mariconera a cuanto uniformado viril y valiente, tipo Miguel Soria, osara aventurarse por allí de safari bíblico.

Víctor y yo resistiríamos la tentación de morder manzanas prohibidas; no lo haríamos ni locos. Si nos dejan, nos vamos a vivir un mundo nuevo. Desnudos, de la mano, abrazándonos cada dos por tres, estaríamos allí, en el paraíso, hasta el final de los tiempos; y a mí que siempre me había parecido demasiado largo un año de novieteo… Si nos dejan, buscamos un rincón cerca del cielo, haremos de las nubes terciopelo. Nadie nos iba a agobiar, a ofender, a lastimar. Que se metieran la Bipolar y los suyos todos los costrosos comentarios digitales por el agujerillo del muergo. Si nos dejan, de todo lo demás nos olvidamos. Que Freud se fuera a pintar cardos, a freír monas, a hacer gárgaras. Víctor no era, como proclamaba la Bipolar, un paria desequilibrado, un arribista borde, ciclotímico, herido, traumatizado, expulsado de todos los paraísos, por muy arrogante, creído, pagado de sí mismo, dominante y exigente que, en opinión de aquella manada de cabestros amargados, quisiera aparentar. ¿Quién era la Bipolar, por muy familiarizado que estuviese con los loqueros, para inventarle a Víctor «toda aquella siniestra ficción sobre lo que era o había sido su vida»? ¿Qué hacía la Bipolar sino tratar de endilgarle a Víctor el «pavoroso fracaso de su propia vida, labrada en la autodestrucción», como Víctor repetía en cuanto le trepaba el ardor guerrero a la boca? ¿En qué rama del Instituto Psicoanalítico de La Algaida se había graduado la Bipolar para permitirse desmenuzar los supuestos traumas de un muchacho que, antes de cumplir los treinta años, había hecho —como el propio Víctor se encargaba de resaltar— veinte veces más por sí mismo y por su ciudad y por su gente que aquel mentecato descompuesto en toda su vida? Jamás, por mucho que le empastillasen, comprendería la Bipolar que «mis sueños», decía Víctor, «son, de hecho, mi realidad». La Bipolar no conocía de verdad a Víctor, ya quisiera conocerle como le conocía yo. A la mierda la Bipolar. A la mierda Tino Vila, el resto de la manada y el mismísimo Freud. Todo el esplendor y toda la pureza del paraíso eran de Víctor, y yo tenía la fortuna de estar con él.

Naturalmente, a Víctor no le conté ni media palabra de mi delirio paradisíaco. En realidad, le dije:

—Qué pereza tener que irme el domingo por la tarde.

La eternidad paradisíaca llegaba, de momento, hasta la salida del Alvia, el domingo, a las 19:40, de la estación de Jerez.

Pero Víctor era alguien con quien merecía la pena vivir una vida. Y no importaba que a él le quedase por delante el triple de vida que a mí. Si nos dejan, te llevo de la mano, corazón, y ahí nos vamos. Quizás se habían encontrado un poco a destiempo mis años y los suyos. Bueno, muy a destiempo. Pero no importaba. Porque una vida no se mide en años, se mide en lo bien o lo mal que te lo pasas.