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Aprenderás a decir palabras sucias

Más de la mitad de lo que me pagaron por exaltar los —por supuesto— fabulosos vinos cordobeses de Mendilla me lo gasté en ir a ver a Víctor a primeros de septiembre. Empleé una mañana entera en hacer el viaje, pero a Víctor le había escrito, por correo electrónico: «El viernes 9 estoy en Mendilla, entre Córdoba y Málaga, para lo del pregón de la vendimia, y duermo allí. He pensado en acercarme el sábado a La Algaida —el viaje es rápido y cómodo— para ver a mi madre y prolongar un poco el verano. ¿Qué planes tienes? ¿Podríamos vernos el sábado 10 para comer, o para tomar una cerveza por la tarde, o para cenar? Cuando tengas un momento dime algo, por favor. Un beso». Y él me había respondido, también por email: «Hola Ernesto. Precisamente pensaba escribirte hoy para saludarte. Me alegro mucho de que vengas por aquí. Cuenta conmigo el día 10. Podemos quedar por la tarde/noche, que antes estaré oficiando una boda —heterosexual…—. Nos vemos sobre las 20:00 y ya enlazamos con la cena y demás. Un beso fuerte. Víctor».

Ni mi correo ni el suyo podrían ponerse como ejemplo de correspondencia romántica apasionada, pero aquel «demás» era, como decía a menudo Víctor, «ilusionante». Consecuencia: me puse como un timbre. Lo «demás» no podía significar otra cosa que otra oportunidad exuberante para una exploración en toda regla, con todos los prolegómenos arrebatados en la escalera del edificio, en la cocina, en el cuarto de baño, en el cuarto de estar, y un largo epílogo dulcísimo y durmiente, esperando el amanecer —esta vez sí— en las alturas vertiginosas de su cama. Tendría que intensificar el entrenamiento.

Llamé a Paloma:

—Voy a verle.

—Ya estás tardando.

Al volver a Madrid se lo había contado todo a Paloma Guillén —la mujer de mi vida, y mujer además de un excelente pintor al que quiero mucho—, la mejor novelista del mundo, tan amiga, tan cariñosa, tan lanzada, tan entusiasta, tan apasionada, tan empeñada siempre en que yo follara mucho, que me lo pasara bien, que estuviera contento. Nada más sentarnos en el restaurante argentino, a medio camino entre su casa y la mía, en el que comemos los dos solos con frecuencia, le dije: «Igualdad es maravilloso». Y Paloma agitó su cuerpazo como si ya le hubiera anunciado que iba a ser mi madrina de boda, y encadenó preguntas en voz bien alta: «¡¿Cómo?! ¡¿Ya habéis follado?!, ¡¿cuándo?!, ¡¿y me lo dices ahora?!».

Todo el restaurante se enteró de lo mío.

La verdad es que había intentado contárselo durante el viaje de regreso en tren a Madrid, porque Víctor y yo nos habíamos intercambiado mensajes que a mí se me antojaron pruebas definitivas de un flechazo irresistible —Yo: «Las 9 de la mañana, ya en el tren, camino de Madrid, alejándome… Vaya, cualquiera diría que me voy a Siberia». Él: «Me he levantado pensando en ti y en que te ibas. Pero Madrid no está tan lejos. Nos veremos pronto, ¿no? Este fin de semana ha sido muy intenso, inolvidable». Yo: «Me organizaré para volver cuanto antes». Él: «Te propondré fechas para la inauguración de nuestra Glorieta de la Igualdad. Ve pensando en el texto. Nos vemos en nada. Besote muy fuerte». Yo: «Como usted mande, concejal mandón, voy pensando en el texto. Beso muy fuerte y muy largo». Como no logré hablar con Paloma, le dejé un mensaje muy prometedor en el buzón de voz, pero ella no es precisamente la campeona de España en rapidez a la hora de contestar llamadas.

Todavía en La Algaida, días después al de aquella bendita procesión de Nuestra Señora de la Misericordia, le había contado a Paloma todo el enredo desde las catacumbas al campanario, y a ella la historia entera le entusiasmó, salvo el hecho de que Víctor fuera socialista, demasiado poco para su adhesión a la izquierda verdadera, «pero como esto tiene una pinta fenomenal y yo estoy tan contenta, no se lo tendré en cuenta, por ahora». Después, Paloma había tenido que irse de viaje a alguna Feria Internacional del Libro, y cuando volvió me mandó un mensaje muy escueto y muy perentorio: «Recién llegada a Madrid. ¿Tienes algo que contarme de Igualdad? No tardes». Le contesté que se lo contaría todo cara a cara y que podíamos quedar a comer, en el argentino, en cuanto ella quisiera, y dijo: «Hoy mismo». Y allí estábamos, poniéndola yo al día de los últimos acontecimientos algaideños con todo lujo de detalles lujuriosos —porque ella adora los detalles lujuriosos—, y con todo lujo de detalles cómicos —porque ella los adora—, y con todo lujo de detalles morbosillos —porque los adora también—, como la larga relación de Víctor con su profesor de literatura y más de veinte años mayor que él, iniciada cuando Víctor tenía sólo dieciséis años, y mis ejercicios de entrenamiento después de haber comprado en una tienda especializada el instrumento y el lubricante pertinentes. Se partía de risa. «No dejes que se enfríe, ni la historia ni el entrenamiento, seguro que merece la pena, porque a esa relación tan sospechosa y de tantos años entre maestro y alumno ya le han dado la extremaunción», sentenció. Le di la razón: «A punto está de terminar del todo. Con dificultades, como te puedes imaginar, pero Igualdad lo tiene clarísimo». Ella dijo: «El cuerpo me dice que lo vuestro va a terminar en boda y, te pongas como te pongas, pienso ser tu madrina y leer un texto en la ceremonia que hará llorar como Magdalenas hasta a la Bipolar y la Embajadora». Ya la había puesto al tanto de que la Bipolar y la Embajadora eran las malas malísimas de la película, y la mejor novelista del mundo no iba a desperdiciar, ni siquiera a la hora de improvisar un despropósito mayúsculo como el de mi matrimonio con Igualdad, por vía de urgencia, unos personajes tan atravesados. «¿Cómo se llama Igualdad?». «Víctor Ramírez», le dije. «Pues desde ahora», proclamó ella, radiante, «soy la presidenta del club de fans de Víctor Ramírez».

Sólo dos días después tuve que llamarla para decirle que lo que tenía una pinta tan fenomenal se iba al guano.

Y es que yo, frenético como un adolescente, había empezado a mandarle a Víctor mensajes cada vez más explícitos. Era lo que entendí que me había recomendado Paloma, cuando me dijo que no dejara que aquello se enfriase. «Ha sido estupendo conocerte. Tan joven, con tanto entusiasmo, tan valioso y con tanta valentía. ¡Y tan guapo! ¡Beso!»; «Nunca había tenido tantas ganas de ver a alguien»; «Me da vergüenza decirlo, a mi edad, pero basta con que tenga un minuto libre para que me ponga a pensar en ti»; «Lo siento, no sé qué me pasa».

Él me seguía la copla. «Tú sí que has sido valiente toda tu vida. Te admiro mucho. Y más»; «Yo también estoy deseando verte de nuevo»; «Me emociona lo que me dices. No tengas pudor en expresar tus sentimientos. Y no presumas de edad, ¡ya sabes que me gustan maduritos!»; «Es muy bonito lo que nos está pasando».

Era muy bonito lo que nos estaba pasando.

La bruja de la Bipolar le había dicho a Tino Vila, y Tino Vila me lo había contado por teléfono, que seguro que Víctor me mandaba mensajes en términos muy elocuentes, que a él se los mandaba todo el tiempo, e incluso me leyó uno, supuestamente enviado por Víctor a la Bipolar, que decía: «Yo también te quiero, más de lo que debiera. Besote», y que la Bipolar, desde que lo recibió hasta que se sintió tan repudiada como Soraya por el Sah, flotaba. Por tanto, yo flotaba. Desayunaba, comía, merendaba, cenaba, y flotaba. Hacía un alto en el trabajo, en la lectura del periódico, en la lectura de un libro, en la lectura del extracto del banco, de la facturas de la luz, del gas, del teléfono, y flotaba. Iba caminando por el Retiro, en mi paseo diario para mantener a raya el colesterol, y flotaba. Me acostaba, me levantaba, y flotaba.

Pero, de pronto, Víctor envió un mensaje que me desfondó: «Ernesto, no quiero que entiendas mal lo que voy a decirte. Creo que estamos yendo demasiado deprisa. No quiero que estés mal, ¿eh? Esto no quiere decir nada definitivo, pero tenía que decírtelo. No te preocupes, hablamos. Besote». Al instante noté que me comían los nervios. ¡Besote! Aquello era como meterme de pronto en un congelador. Apenas logré contenerme unos segundos. Le llamé. No contestó. Acerté a duras penas a enviarle un mensaje razonablemente controlado: «No te preocupes, estoy bien, pero me gustaría hablar contigo. Lamentaría haber metido la pata, creo que no se me dan muy bien estos mensajes de móvil, yo soy de la cultura de la voz. Llámame cuando puedas, por favor. Beso». Él sólo contestó: «Cuando tenga un momento te llamo».

Lo hizo. Por la noche, desde su casa. Se mostró tranquilo y amable, demasiado tranquilo y amable. Me dijo que apreciaba mucho todos mis mensajes, pero que tenía tantos frentes abiertos que quizás no estuviera preparado para algo tan importante como iniciar otra relación, que le perdonara, que confiaba en mí, que quería sentirse tranquilo y libre, y que sabía que yo le comprendería, que ese fin de semana de las carreras había sido muy intenso también para él, que se mezclaron muchas cosas, cercanía, proyectos, locuras, pero que le daba miedo precipitarse, que no quería lastimarme, que sin duda yo tenía la experiencia, la vitalidad y los valores necesarios para conseguir la felicidad, y que ya conocía su situación emocional, aquel episodio muy serio de su vida que debía terminar de cerrar, y bien cerrado, con lo bueno y lo malo que supondría la ruptura, pero que lo tenía muy claro, por más que pesasen once años de relación, que muchas gracias por todos los ánimos que le mandaba siempre, que contase con que intentaríamos hacer muchas cosas bonitas juntos, todas las que pudiéramos y estuviesen en nuestras manos, que me mandaba un beso enorme, y que supiera que en él tenía un aliado —¡un aliado!— para todo lo que quisiese, en lo personal y lo profesional, que le había demostrado ser una persona muy cercana, transparente e ¡interesante! —a mí me pareció que dijo lo de «interesante», entre exclamaciones, con intención entre pícara y consoladora—. Por descontado, le aseguré que le comprendía perfectamente, que me perdonara él a mí, por favor —obviamente, él dijo que no había nada que perdonar—, que quizás mi impericia con los mensajes de móvil había provocado una exageración o distorsión del afecto que de verdad quería hacerle llegar, y que no se preocupara, que sabría comportarme como una persona adulta y sensata, y que me encantaría que siguiera contando conmigo para todo aquello en lo que pudiera ayudarle.

Cuando colgué, tuve una crisis de desánimo. Adiós, amor. Aquello se acabó como se acabó el twist. ¿Quién se acuerda ahora del twist?

A los dos minutos estaba arrepentido de aquel derrame depresivo. Si había un muchacho guapo de por medio, yo jamás tiraba la toalla. Por humillante que a los demás les pareciese, por claro que quedase lo poco que me respetaba a mí mismo, por grande que fuera el riesgo de quedar a sus ojos como un botarate devaluado, era imprescindible, insoslayable, urgente mandarle un mensaje proponiéndole, con toda la deportividad de la que fuera capaz, que siguiera conservándome en su lista de quienes acordarse si, alguna vez, decidía emparejarse de nuevo: oftalmólogos, veterinarios, periodistas, políticos, catedráticos, bodegueros, farmacéuticos, directores de orquesta, directores de cine, el sindicato entero de actividades diversas en su gama alta, Luis Guerrero y yo. Quizás fuera ruin pero, por lo que consideré elemental sentido común, había eliminado de su lista de pretendientes a tener en cuenta los oficios menos rentables.

Tomar conciencia de mi mezquindad me calmó un poco. Conseguí aguantarme las ganas de lloriquearle por móvil como una Bipolar cualquiera, dormí mal, pasé una mañana miserable, y a media tarde le mandé un mensaje más largo de lo aconsejable, aunque procuré que fuese comedido a la par que elegante, pero que no dejara muchas dudas sobre mis intenciones: «Víctor, gracias por tu afectuosa delicadeza en nuestra conversación de anoche. No voy a negarte que todo esto hace que me sienta un poco raro, pero me temo que insistiré. Voy a permitirme mantener contigo todas las puertas abiertas, pero si algo te molesta dímelo, por favor, creo que tengo la edad y los recursos suficientes, incluido el humor, para hacer frente a lo que sea. Mi intención es ir por La Algaida con más frecuencia, por razones familiares, y deseo de verdad que sigamos compartiendo un montón de cosas. Un beso».

Víctor debió de considerar que, por mucho que le diera las gracias, me pasaba por la conjetura de Poincaré lo que me había dicho en nuestra conversación, así que un par de horas más tarde me mandó un correo electrónico. «¡Hola! Te contesto por aquí, que permite más espacio y estoy frente al ordenador, trabajando. He tenido un día muy completo, con sesión de cole y agenda oficial. He conocido ya a mis veinticinco monstruitos, de cinco y seis años, y por la tarde he visitado una asociación de mujeres que me han recibido como a un auténtico ministro, con merendola y todo. Qué bien que vayas a venir más por aquí, necesitamos que personas con talento, que suman constantemente a nuestra sociedad, no desaparezcan de La Algaida. Me alegra también que aprecies nuestra conversación de la otra noche, en la que procuré ser auténtico contigo. Es verdad que yo también me siento un poco raro. Por una parte, estoy fascinado por haberte conocido, pero por otra, y sabes que intento ser sincero, creo que todo se ha acelerado demasiado, sobre todo por el estado de cierre de capítulo y exploración externa —¡exploración externa! Traducción: follar a mansalva— en el que yo estoy, que me perturba bastante a nivel emocional. Aunque te conozco poco, puedo intuir que eres un tío maduro, con mucha experiencia, capaz de controlar las situaciones de forma proporcionada, no como algunos locos que se han cruzado en mi vida, y de verdad que estoy muy escarmentado. Eso no quita que fríamente reconozcamos que no nos conocemos, y que casi hemos tenido una cita a ciegas a lo bestia, no digo que haya salido mal, pero entiende que en mi situación me dé miedo, porque no quiero dañar a nadie y prefiero decir ahora esto, aun con la torpeza de no ser nada contundente, a no decir nada de lo que sienta o se me pase por la cabeza, no sé qué puede ser peor. Con todo esto no estoy diciendo más de lo que estoy diciendo, simplemente espero que los dos sepamos, poco a poco, darle la forma que más sentido merezca a nuestra relación, sea de amistad o la que sea. Un besote. Víctor».

Pensé: «Suave por fuera y duro por dentro, el muchacho». Desde luego, con la Bipolar no se andaba con tantos miramientos. Llamé a Paloma y le leí el email. Me dijo: «Está hecho un lío, pero, en efecto, no es nada contundente, y eso es bueno. ¿Qué es eso de “exploración externa”?, qué manera más rara de decirlo, para mí significa que está follando a diestra y siniestra como un descosido, y eso es malo, puede que no esté por el rollo de enamorarse. No te des por vencido y suéltale cuerda. Mientras no te diga, con mejores o peores modales, que le dejes en paz de una puta vez, hay esperanza».

Volví a deprimirme. A fin de cuentas, sólo hacía una semana que nos conocíamos Víctor y yo. No quería quedar como un desquiciado compulsivo y grotesco. No quería parecerme a la Bipolar. Ese muchacho estaba demostrando ser infinitamente más sensato que yo, acababa de ponerme en mi sitio con muy buenas maneras, tenía todo el derecho a entregarse a cuanta exploración externa le pidiese el cuerpo, y yo no podía ir por la vida como una Juana la Loca detrás del féretro de su amor muerto por una repentina sobredosis de pasión senil, por una diarrea de desatinos, por una certera estocada en todo lo alto, asestada con mano de seda por aquel joven y emergente maestro del toreo sentimental, Víctor Ramírez. ¿Qué hacía yo, a mi edad, con mis achaques de sesentón cansado, con mis deterioros físicos —bastante bien empaquetados, cierto, pero deterioros—, con mis pastillas para calmar las palpitaciones y mis paseos para controlar el colesterol, con mis miedos, con mis inseguridades, con mis carencias, con mis rutinas, con mis ignorancias electrónicas, con mi aversión a la música y al cómic y a la ciencia ficción, con mi excesivamente formal manera de vestir, con mi historial de novios raros…, qué hacía yo bebiendo los vientos por un chico hermoso y enérgico, un chico brillante y seductor, un chico que tenía toda la vida por delante para vivirla con quien de verdad le mereciera? ¿Qué hacía yo, con mi categoría de escritor de cierta consideración y fama, portándome como una Ofelia descabellada y tirada a las calles detrás de un Hamlet que ya estaba de ella hasta el triángulo escaleno? Y todo por un polvo —sensacional, eso sí— y por unos cuantos mensajes temerarios, y por una fantasía deplorable, propia de un infeliz que se había engolosinado, en un puñado de días, con la emoción de haber subido a tiempo al último tren sentimental que pasaba por la estación, ya casi amortizada, de su vida. Un horror. Aquello tenía que pararlo. Lo iba a parar. Sé que no me quieres lastimar, pero tengo que soltarte, hoy te dejo en libertad. No volvería a mandarle más mensajes a Víctor. Me olvidaría de él.

Tino Vila me llamó para decirme que estaba pasando unos días en Madrid, para preguntarme cómo iba aquella patética insolación sentimental que había cogido en agosto, y para contarme que la Bipolar le había dicho que en La Algaida se decía que Víctor Ramírez estaba follando como un legionario de permiso, como un chuloplaya, como una cabaretera, que se le había visto con un arquitecto de Cádiz, con un médico de Jerez, con un ganadero de Sevilla, con el obispo de Córdoba, con un cantaor de Huelva, y con Luis Guerrero en El Garaje, haciéndose muchos arrumacos; lo de Luis Guerrero me dolió. Para no darle el gustazo, no le conté a Tino Vila que la insolación sentimental estaba siendo dolorosamente superada y, como soy un señor, me aguanté las ganas de decirle que le dijese a la Bipolar que se tomara tres cajas enteras de Valium 5, que tragase ginebra de garrafón hasta colapsar, que, si estaba caliente, se aplicase en la entrepierna un iceberg del tamaño del que hundió al Titanic, y que él le acompañase en el colapso y en el sentimiento. Lo que sí le dije, sólo por menearle la bilis, fue que el fin de semana iría a La Algaida a ver a «un amigo», y él me dijo: «Qué pena me das, Ernesto Méndez».

A mí también empezaba a darme yo mismo un poco de pena, y eso me irritaba. De todo aquello preferí no contarle nada a Paloma, de momento. Prefería pasar el jodido trance yo solo, como un hombre.

El primer día, lo aguanté bien. El segundo día, casi tuve que amarrarme las manos para no mandarle a Víctor un mensaje inevitablemente penoso. Intenté agenciarme un chapero, para distraerme, y en las páginas especializadas de Internet no encontré ninguno que me ofreciera garantías de olvidarme de mi corazón, que era lo que necesitaba. Pensé en llamar a Renato para invitarle a venir a Madrid, pagarle el viaje, alojarlo en casa, pero aquel muchacho tan sanote y generoso no se merecía que lo utilizase como un consuelo barato y provisional, comprado en un chino. Dejé de entrenar, qué alivio. Opté por pasar el «mono» a pelo, como un machote.

El tercer día, por la noche, recibí un mensaje de Víctor. Decía: «Me acuerdo mucho de ti, ¿eh?».

Me entraron tales nervios que llamé enseguida a Paloma:

—¿Nada más? —La había puesto al tanto de las últimas novedades a toda prisa, resumiendo mucho, confiando en su exuberante intuición de novelista de bandera.

—Nada más.

—¿Ni beso, ni besote, ni besazo?

—Ni beso, ni besote, ni besazo.

—Ese niño tiene problemas para ponerles nombre y apellidos a sus sentimientos. Está asustado, te lo digo yo. Ha visto que tú te lo tomabas a rajatabla, y le aterra la idea de no saber más de ti.

—¿Y qué hago?

—Pues hazte un poco el ofendido, sin dejar de ser cariñoso con él. Y si no da resultado, déjate de monerías empalagosas y empieza a decirle palabras sucias. Conmigo funciona.

Nos reímos. Qué bien sienta reírse con una amiga cuando uno está muy triste, cuando uno se siente muy ridículo y muy humillado.

—Paloma —me quejé—, es que yo no sé decir guarradas.

—Pues nadie lo diría, si lee tus novelas.

—Es que, fuera de mis novelas, soy un caballero y no me salen.

—Pues deja de ser un caballero y empieza a ser una lagarta de boca cochina. Ya te digo, conmigo funciona. Eso sí, no te precipites, hay que hacerlo bien y en el momento adecuado. Tú ensaya. Y de vez en cuando me llamas y te examino.

Tardé un poco en intentarlo. De entrada, le mandé a Víctor algún mensaje casi administrativo, que él respondía siempre con prontitud y delicadeza. Así le informé de que estaba ultimando la redacción del pregón de la Fiesta de la Vendimia del marco Mendilla-Corrales, y que estaría en Mendilla el viernes, 9 de septiembre. Dos días antes del viaje le envié aquel correo electrónico que no era precisamente un modelo de romanticismo apasionado, y él, en su respuesta, me prometió, en aquel tono grato pero casi municipal, que me reservaba la tarde del sábado para tomar una cerveza y terminar con la cena y «demás».

Y allí estábamos, en el restaurante argentino, Paloma y yo, para preparar la estrategia del encuentro.

—No sé cómo va a salir —le confié—. Casi estoy tentado de inventar una excusa y volverme a Madrid directamente desde Mendilla.

—Ni pensarlo. Por cierto, no me has llamado para que te examine de palabras sucias.

—Es que igual me da plantón. Dicen que es su especialidad.

—¿Quién dice eso?

—Bueno, sí, la Bipolar. También dice, según un amigo suyo que también asegura ser amigo mío, sí, la Embajadora, que Víctor sólo quiere utilizarme para lo de la Glorieta de la Igualdad, que no sé si te he dicho —no se lo había dicho— que me ha pedido un texto para que figure en la base de la escultura que pondrán en la glorieta, que en realidad es una rotonda de esas que han plantado en todas partes para regular el tráfico, aunque es verdad que está en un sitio estupendo, a la entrada de La Algaida, y que a ver si puedo ir a la inauguración, y que como ya lo ha comunicado a la prensa con su proverbial intensidad retórica, hará todo lo que pueda para que no le falle, que capaz es de declararme amor eterno, y que luego me dará la patada sin contemplaciones para seguir dedicándose a sus exploraciones externas.

Paloma se me quedó mirando como si no me reconociese.

—No me lo puedo creer.

—¿Qué no te puedes creer?

—Que hagas caso de lo que vomita esa, por lo que me cuentas, zambomba pútrida.

Nos reímos. Pero tenía razón. Noté que me ponía colorado de vergüenza.

—Es verdad, soy un cretino. Pero me puede dejar tirado de todos modos, Paloma. Es que no para. Además de dar clases en un colegio por las mañanas, ser concejal delegado de un millón de cosas, ocuparse todavía de dirigir esa fundación para la defensa de los derechos de todo el mariconeo local, provincial, autonómico y estatal, y de componer una comedia musical, escribir artículos, formar parte del grupo de voluntariado de su colegio, con reuniones los fines de semana a las horas más inverosímiles, que eso tampoco sé si te lo había dicho, y de tener reuniones municipales y de partido cada dos por tres, además de todo eso oficia bodas, coño, y no sólo gays.

Paloma onduló un poco todo su cuerpazo, como si le hubiera dado un calambrazo gustoso, y dijo:

—Qué estrés, por Dios. Pero qué poderío. Confirmado: soy la presidenta de su club de fans.

—Ya. Pero me puede dejar el sábado por la noche con el culo al aire.

—De eso se trata, guapo.

—No seas ordinaria. No quería decir eso.

—Ya. Acto fallido.

Nos reímos. Me relajé. Paloma tenía esa maravillosa virtud, cualquiera podía hablar con ella y todo su entusiasmo, todo su optimismo, toda su apasionada y generosa implicación en los problemas del otro conseguían al final que el otro descargara tensión y se sintiera en la mejor compañía del mundo.

—No habrás dejado de entrenar, ¿verdad?

—No seas burra.

—No soy burra, soy práctica. Y espero que hayas ensayado qué palabras sucias decir, y cómo decirlas, en los momentos clave.

—Me sale fatal —reconocí.

Se esponjó:

—Estupendo, has ensayado. A ver, en el momento clave, cómo piensas decir, por ejemplo, «te la voy a meter hasta que te brillen los ojos».

—¡Paloma!

—¿Qué pasa?

—Que estoy entrenando justo para lo contrario…

—Ay, es verdad, qué cabeza la mía.

Nos volvió a dar a los dos una risa tonta, porque era evidente que coincidíamos en imaginarme entrenando en la soledad de mi dormitorio, sobre mi cama terrenal y al alcance de cualquiera sin necesidad de practicar alpinismo, decúbito prono o decúbito supino, o las dos cosas, una detrás de otra, concentradísimo en el uso del instrumento comprado en una sex-shop de Chueca, y musitando entre jadeos, por ejemplo, «cacho cabrón, métemela hasta que me brillen los ojos». Un cuadro.

—Bueno —dijo por fin Paloma—, que Dios reparta suerte y te dé salud para disfrutarlo.

Salud iba desde luego a necesitar para tanto ajetreo.

Como Mendilla estaba mucho más cerca de Málaga que de Córdoba, para ir de Mendilla a La Algaida tuve que levantarme, después del trasnoche del acto literario y social de la Fiesta de la Vendimia, a las seis de la mañana. Un taxi me llevó hasta la estación de Antequera, donde tuve que esperar un tren de media distancia que me llevó con mucha parsimonia a Sevilla, y de allí otro taxi —que me costó un congo— me llevó a La Algaida, donde comí solo en un restaurante del centro, porque no quería provocar ningún trastorno doméstico en el ceremonial de la comida de mi madre, y llegué a casa, entre unas cosas y otras, pasadas las cuatro. Se me había olvidado avisar de mi llegada e inventé sobre la marcha una historia que hacía aguas por todas partes. Iba a estar en La Algaida poco más de veinticuatro horas.

Cuando calculé que Víctor se habría levantado de la siesta, ritual que no perdonaba y que cumplía a la antigua —se quedaba en calzoncillos en verano y se ponía el pijama en invierno, y se metía siempre en la cama—, le mandé un mensaje para avisarle de que ya estaba a lo que él mandase. Me sugirió que nos viésemos frente a su casa a las ocho, porque tenía el coche en el taller. A las ocho en punto estaba esperándome, vestido con vaqueros, tenis, y una camisa de cuadros rojos que le sentaba maravillosamente, apoyado en el quiosco de la ONCE, atareado con sus móviles. Nos dimos un beso como de misa de doce, como si nos deseáramos la paz. Él tomó la iniciativa:

—¿Vamos al Titán a tomar una cerveza hasta la hora de cenar?

—Vamos.

Estaba risueño y parecía encantado con mi visita, pero había algo en su lenguaje corporal que sugería cierta incomodidad o desgana. Camino de la discoteca, guardando siempre entre nosotros una distancia decorosa, se interesó por mi vida en Madrid y por la Fiesta de la Vendimia de Mendilla, y me contó su barullo semanal de actividades educativas, municipales, solidarias, musicales y sociales. La Bipolar le había montado toda una Inquisición —¿cuándo?, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿cuánto tiempo?, ¿cuántas veces?— en plena calle a un colega del colegio con el que Víctor simplemente había tomado algo en el bar del Hotel Aparceros, y la Bipolar los vio, o alguien le había ido con la fascinante noticia; su colega había alucinado. Para rematar la semana, no hubo boda, aquella boda civil que tenía que oficiar, porque la pareja —heterosexual— a la que iba a casar no se había presentado.

—Casarse es un asunto serio —le dije.

En Titán eligió una mesa en la fachada opuesta a la que estuvimos la primera vez. Frente a nosotros, un grupo de parejas parecía rematar una boda o alguna interminable comida de empresa. Pidió un gin tónic.

—¿Bebes eso?

—Rara vez. Sólo cuando estoy dispuesto a vivir la noche.

Me descompensé. Capaz era, el cabrón, de llevarme a tomar una cerveza, a cenar, a tomar copas en El Garaje hasta las tantas, para acabar acompañándome a la parada de taxis y allí despedirse de mí, porque tenía el coche en el taller.

No me entretuve en rodeos:

—Tenemos que hablar, ¿no?

—Puede —dijo él, y sonrió como si acabara de hacer un chiste antiguo y patoso.

—Será bueno que aclaremos algo, y cuanto antes mejor, después ya podremos relajarnos para el resto de la noche. Desde aquel sábado en las carreras nos ha pasado algo potente, que puede o no ser importante.

—Ya ha sido importante.

—Vale, pero sabes de lo que hablo.

Lo sabía. Y trató de explicarme de nuevo cómo se sentía, sus dudas, sus dificultades para comprometerse en una relación nueva cuando, por claro que lo tuviese, en realidad aún no había terminado de cerrar la que había mantenido durante once años, que los dos debíamos admitir que no habíamos tenido ni tiempo ni oportunidades, por culpa de la distancia, para conocernos bien. Le dije que no hacía falta que lo repitiese, que recordaba palabra por palabra aquel correo electrónico suyo, y podía asegurarle que lo había entendido a la perfección.

—Disculpa —pareció un poco avergonzado.

—Nada que disculpar. Mira, Víctor, para mí conocerte ha sido algo increíble, y tampoco te voy a repetir lo que ya te he dicho por email y por mensajes, pero está claro que estamos a tiempo de encauzar bien esta relación entre nosotros, se llame como se llame. Puede ser un calentón que ha durado un poco más de la cuenta, puede ser un espejismo, puede ser nada, puede ser el principio de una amistad estupenda, o puede ser el principio de otra cosa, de algo maravilloso —me dio pudor pronunciar la palabra «amor»; mentalmente, me estreché a mí mismo la mano para felicitarme por la calma, el estilo sobrio, la deportividad, la sensatez y la madurez emocional y vital que estaba demostrando, como si fuera Margaret Thatcher hablando de sentimientos—. Si existiera la más remota posibilidad de que fuera esto último, ese algo tan maravilloso, contando con el tiempo que razonablemente necesitemos para tenerlo claro los dos, seríamos miserables e injustos con nosotros mismos si lo mandásemos todo a la mierda. Claro que antes de seguir necesito saber si lo que ya sabes que yo siento, tú también lo sientes, aunque aún pueda ser confuso.

No me puso la mano en la rodilla, ni en el muslo, ni en el brazo. Pensé: «Malo». Estuvo un instante en silencio, con la mirada fija en el gin tónic. Luego levantó la vista y me miró a los ojos.

—Es recíproco —dijo, y sonrió de verdad—. Pero tenemos que admitir que, en realidad, no nos conocemos.

—Ya lo sé, Víctor, ya lo sé. Pero si no hemos tenido tiempo para conocernos, tampoco lo hemos tenido para decepcionarnos. Así que ahora hay dos posibilidades: o admitimos que no hay recorrido para nada más y le damos carpetazo a esto, y cada uno sigue con su vida, o nos damos tiempo, no nos presionamos, respetamos cada uno el ritmo emocional del otro —ya me había dado cuenta de que la palabra «emocional» le encantaba— y seguimos cuidando lo mejor posible esto tan confuso, pero tan intenso —la palabra «intenso» también le encantaba— que los dos sentimos.

Se inclinó hacia mí y me puso la mano en el muslo.

—Lo segundo, claramente —dijo, mirándome de abajo arriba, un poco a lo Lady Di. En moreno y machito, pero a lo Lady Di.

Una chica del grupo sentado frente a nosotros se levantó de pronto para preguntarme si yo era Ernesto Méndez; a ella, que era del Barrio Alto, le encantaba mi novela El camaleón rosa. Víctor se mostró muy orgullo de mí, y de estar conmigo. Me dijo que le emocionaba descubrir que yo sí que era de verdad célebre, también en La Algaida, y que tenía que hacer algo por mí, que lo de hijo predilecto lo pondría en marcha en cuanto pasaran unos cuantos meses, al fin y al cabo sólo llevaba tres de concejal. Aquello empezaba a tener de nuevo una pinta estupenda para llegar a ser algo maravilloso.

—La verdad es que esta tarde casi llego a proponerte que no saliéramos, que nos quedásemos en mi casa —me confesó—. Podríamos haber pedido una pizza por teléfono y ver algo en la tele.

—Todavía estamos a tiempo.

—¿De verdad te gustaría? —Decidí que lo estaba deseando más que yo.

Si tú me dices ven, lo dejo todo, no detengas el momento por las indecisiones, para unir alma con alma, corazón con corazón, canturreé mentalmente. Yo estaba por la labor de dejarlo todo cuanto antes para unir alma con alma, corazón con corazón, y lo que te dije con lo que te dije. Y para comprobar mis progresos en el entrenamiento, claro.

—Hacemos una cosa —le propuse—, cenamos aquí al lado, en algún restaurante de El Caladero, y luego, si todavía quieres, vamos a tu casa.

Decididamente, me estaba comportando como la Thatcher ligando por Internet.

—Así te enseño los comentarios que hay en algaidadigital, poniéndome a caldo desde que he anunciado lo de la glorieta —dijo Víctor, feliz—. Juanán está encantado.

Fuimos a Casa Paquito, un sitio sin pretensiones pero con buena carta y una terraza que se asomaba a la curva del Coto, desde la que se contemplaba, de noche, un paisaje de luces desperdigadas y sombras arenosas y fluviales, con Doñana oscurecido al fondo, como un territorio misterioso y calmante. A pesar de ser sábado, encontramos una mesa en la que poder hablar tranquilos, hacernos confidencias al oído tranquilos, cogernos las manos bajo la mesa tranquilos. Víctor pidió langostinos, acedías, puntillitas. Desde la última vez que estuve allí con un chico, a solas los dos, habían pasado ya tres veranos; fui con Renato, que había venido desde Ibiza a pasar una semana conmigo, y también nos cogíamos de la mano, pero por encima de la mesa, algo que hacíamos con frecuencia, siempre que Renato decía: «Vamos a escandalizar». Quizás aquella noche Víctor y yo también escandalizamos. Quizás alguien que nos viese se lo diría a la Bipolar y la Bipolar se lo contaría a todo su grupito de amigos fracasados, holgazanes y tóxicos, y entre todos lo difundirían de boca en boca y en algaidadigital, y todo el mundo se haría su propia película sobre lo que habríamos hecho en Casa Paquito, y sobre lo que habríamos hecho después. Víctor dijo:

—Cuando se sepa que tú y yo estamos juntos, va a ser la bomba.

—Primero será necesario que tú y yo, de verdad, estemos juntos. —En serio que, con tanto control emocional, yo mismo me encontraba irreconocible.

—Jacobo de Pedro seguro que está convencido. Y Luis Guerrero casi también.

Fue oír el nombre de Luis Guerrero y encogérseme el estómago. Pero Margaret Thatcher jamás mostraba sus emociones.

—¿Te has visto con él?

—¿Con Guerrero? Sí, ya lo sabes, él viene de vez en cuando por La Algaida, a casa de un farmacéutico amigo suyo. La última vez me preguntó con mucho interés por ti.

—¿Y?

—Le dije que estábamos conociéndonos. —Quedaba claro que le divertía mucho juguetear con las rivalidades desatadas para conquistar su corazón, su envoltura y el resto de su equipaje emocional y existencial.

—Algo le habrá contado Jacobo de Pedro —insinué.

Víctor me dijo que ni hablar, que Luis Guerrero odiaba a Jacobo de Pedro, que le llamaba Cruella de Vil, que la Bipolar había hecho, años atrás, con Guerrero exactamente lo mismo que ahora hacía con Víctor, enamorarse como un demente de él, obsesionarse con él, acosarle de manera compulsiva cuando Guerrero, apenas treintañero, vivía en La Algaida, daba clases en el IES Padre Vitoria, era concejal por IU, tenía un novio jovencito, se dejaba querer por un odontólogo metido en años y casado y con un montón de hijos que bebía los vientos por él, fue propuesto como cabeza de lista en unas elecciones municipales por la coalición de izquierda, fue descabalgado sin miramiento de la cabeza de la lista cuando hizo público, en una asamblea, que era gay y una dirigente local del Partido Comunista puso el grito en la tumba de Lenin y advirtió de que ser maricón convertía a Guerrero en un cabeza de lista a descartar, peligrosamente vulnerable, expuesto a chantajes, débil, además de otras cosas francamente peores. Y luego, cuando Guerrero, harto de todo, mandó la política municipal al infierno, pidió el traslado y se instaló en Sevilla, la Bipolar le siguió, con el pretexto de que iba a estudiar alguna carrera del todo improbable en la universidad, y alquiló un piso justo debajo del que compartían Guerrero y su novio, y esperaba en la escalera —mañana, tarde, noche y madrugada— para poder abordar a Guerrero y reclamarle correspondencia a su pasión desatada; un día, en el colmo del despropósito, dejó en el buzón de la pareja una carta dirigida al novio de Guerrero, una carta llena de lamentos aparatosos y falsas revelaciones procaces sobre el supuesto romance secreto con Guerrero que la Bipolar se había ido inventando, y el novio de Guerrero, pese a ser un paranoico manojo de celos, entendió muy bien que aquello era un desvarío extremo de aquel delirio con patas: cortas, sí; infladas, sí; grotescas, sí; horrorosas, sí, pero patas. Víctor me juró que todo aquello era el gran tema recurrente de conversación entre Guerrero y él, aunque no negaba que el otro estaba lanzado a la pesca del político joven, brillante, hiperactivo y guapo a rabiar, y que preguntaba por mí.

—Quede claro que no me importa —yo estaba a punto de perder de vista a la Thatcher—, pero seguro que tú también has lanzado el anzuelo, y Guerrero y tú habréis hecho algo más que hablar.

—Te juro que no.

—Y supongo que a ti nadie se atreverá a hacerte lo que le hicieron en «la izquierda verdadera» a Guerrero.

—Puedes jurarlo.

Aquella alegre y un poco altanera confianza en sí mismo me hizo que olvidara por completo la calma, el estilo sobrio, la sensatez y el control emocional digno de la Thatcher, y le propuse irnos ya, sin más puntillitas, ni postres, ni chupitos ni monsergas, a su apartamento.

Fuimos caminando. El lenguaje corporal que nos traíamos era inconfundible. Nos rozábamos constantemente los hombros, las manos, las caderas. Los coches que circulaban en una y otra dirección nos iluminaban con sus focos y algunos harían cábalas. Hablamos, entusiasmados —sobre todo, él—, de lo que ya habíamos hablado un montón de veces, y de que juntos podríamos poner La Algaida del revés, barrer de la sociedad algaideña todo lo rancio, clasista, xenófobo, machista, homófobo y taurino que seguía teniendo, conseguir que fuera irreconocible. Cuando nos acercábamos a su casa, empecé a mirar a un lado y a otro por si reconocía su coche aparcado, me dio por sospechar que no lo tuviera en el taller. Enseguida me entraron ganas de darme un guantazo a mí mismo, era un imbécil, me estaba comportando como la trastornada de la Bipolar, me estaba contagiando de su neurastenia compulsiva y de los cotilleos rastreros de sus amigos mentecatos y tóxicos. La Bipolar le había dicho a Tino Vila, y Tino Vila me había contado a mí, que Víctor mentía con una facilidad pasmosa. Estaba abochornado. Le pasé a Víctor el brazo por los hombros, un gesto con el que le pedía perdón sin que él lo supiera, y Víctor sonrió y dijo:

—Me dan ganas de besarte.

—Venga —le animé, perdido ya por completo el rastro de la Thatcher.

No lo hizo. No lo hizo hasta que entramos en su apartamento, pero tenía prisa por enseñarme los comentarios en algaidadigital. El simple anuncio de la próxima inauguración de la Glorieta de la Igualdad había desatado una riada de maledicencias venenosas, absurdas, grotescas, dañinas, y ocultas bajo el anonimato de nicks equívocos o malintencionados como «caliente», «ojoalparche», «tiempoaltiempo», «corazonloco», «queleaproveche»… Me dio una información rápida de quiénes podían ser, aparte de la Bipolar: Raúl Ríos, un lameculos grasiento —«el grasiento de la tele» le llamaban en La Algaida, por razones obvias y porque de vez en cuando salía perorando sobre fauna y flora en la televisión local— que también se había enamorado de él como una becerra, al que también había rechazado, y al que estaban a punto de embargarle el piso —una desgracia, sí, una desgracia que se había extendido como una epidemia subsahariana, pero Víctor y yo no teníamos la culpa de que el amor nos reclamase—; un tal Fulgencio Alcázar, un mentiroso resentido que aseguraba ser economista, haber trabajado de alto ejecutivo en una conocida cadena de tiendas de moda y haber sido concejal por el PP en un pueblo desaparecido del mapa de Castilla-La Mancha, y que obviamente no le perdonaba no sólo que hubiera despreciado sus pretensiones sexuales y románticas, sino no haber atendido su vergonzosa súplica de que utilizara a la mismísima alcaldesa para conseguirle, saltándose a todos los aspirantes que ya habían presentado la pertinente solicitud, un trabajo de lo que fuera en un hotel recién inaugurado en la ciudad —algunos decían que al tal Fulgencio lo habían visto alguna vez, medio disfrazado, en el comedor de Cáritas, una desgracia que se iba extendiendo como una plaga bíblica, pero Víctor y yo estábamos a punto de enamorarnos—; otros cuantos «desarraigados vitales», entre ellos la Moody’s y la Standard & Poor’s, todos del grupo de supuestos amigos de la Bipolar, todos en paro —una desdicha, sí, que se iba extendiendo como la gangrena, pero Víctor y yo no éramos culpables de estar ya adivinando cuánto íbamos a querernos—, una panda de desperdicios cuya única ocupación en la vida era difamar a todo hijo de vecino y darse puñaladas traperas entre ellos; y Lola Yerba, un extraño súcubo sin duda hermafrodita, clamoroso seudónimo sin duda colectivo, el chocho sin pelos —como se decía en La Algaida— del periodismo digital, que escribía artículos penosamente redactados, y con frecuencia dedicados a poner a Víctor como los trapos, en un panfleto con pretensiones radicales dirigido, al parecer con la Bipolar como asesor de redacción, por una ex monja rebotada y desencajada, pero con astuta fachada de mosquita muerta. También había algún comentario crítico razonable, y bastantes a su favor. En total, 62 comentarios, cuando el siguiente en el ranking tenía ocho. Juanán, sin duda, estaría encantado con aquel tráfico de visitas en su web.

—Nadie va a poder contigo, niño —le susurré al oído.

—Gracias.

—Estoy orgulloso de ti.

—Y yo de ti.

—Pero deberías trabajar menos.

—Ernesto, tú y yo somos unos privilegiados. Tenemos trabajo, buenos ingresos, con la que está cayendo. ¿Sabes?, todos mis amigos de mi edad están parados. ¿Te imaginas lo que significa eso? Muchas veces no tienen ni para una caña. No sería honrado no hacer todo lo que uno puede.

—Eso es verdad, pero no se puede hacer absolutamente todo.

Me miró otra vez de abajo arriba, encantador, como Lady Di en moreno y en machito. Dijo, con burlona formalidad:

—Y ahora, encima, tengo que terminar un máster que empecé en la Universidad de Cádiz.

—¿Un máster? Además de dar clases, ser delegado de cincuenta mil cosas, componer música, presidir esa fundación gay, coordinar el voluntariado de La Algaida, tener miles de reuniones del colegio y municipales, y oficiar bodas en todas sus variaciones legalmente posibles, ¿haces un máster?

Víctor me abrazó, riendo.

—Hago un máster.

—No podrás con él.

—Podré.

Su sofá cama estaba abierto y la colchoneta apoyaba directamente en el suelo. La habitación era tan pequeña que estábamos leyendo, en la pantalla de su ordenador portátil, sentados en el borde de la colchoneta. Le empujé suavemente hacia atrás y quedamos tendidos, abrazados, respirándonos el uno al otro.

—La otra noche soñé contigo —susurró Víctor.

—¿De verdad? ¿Y se puede saber qué soñaste?

—Que íbamos juntos en un coche. Tú conducías. Y yo me quedaba dormido a tu lado.

Hasta la Thatcher se habría emocionado. Hasta un psicoanalista al que le hubiera tocado el título en la primitiva habría hecho una interpretación atinada y emocionante de aquel sueño. Tino Vila me había dicho que, en su opinión y en la de su novio dramaturgo, en ocasiones trágico —trágico de pacotilla, sí, pero trágico—, y por todo lo que le había contado la Bipolar, aquella criatura tan peligrosa podría parecer arrogante, temerario y muy pagado de sí, pero que todo era un trampantojo sin consistencia para esconder una personalidad traumatizada, insegura, problemática y torturada: Freud era un botarate al lado de aquellas eminencias del instituto psicoanalítico de La Algaida. Así que Víctor tenía algún desasosiego enconado, algún oscuro temor escondido, algunas inseguridades enterradas en algún recoveco de su alma, algún brote reciente de desazón por el porvenir, pero, como venía a revelar sin duda aquel delicioso sueño, se ponía en mis manos como en las manos de un padre, de una madre, de una familia entera, porque me consideraba firme, equilibrado, solícito, generoso, y se dormía a mi lado, tranquilo, apaciguado, confiado, mientras yo le llevaba a donde hubiéramos decidido ir para estar juntos. Rechacé inmediatamente la evidencia de que yo no conducía y jamás había tenido carné. A la mierda. A la mierda todas mis aprensiones, mis años, mis achaques, mis pastillas contra las palpitaciones, mi asomo de colesterol, mis miedos, mis carencias, mis rutinas, mis egoísmos, mi aversión a la música y al cómic y a la ciencia ficción, y mi historial de novios raros. A la mierda. No iba a fallarle, no iba a descuidarle, no iba a cansarme ni a desentenderme de él. Me conmovía mucho acariciar allí, tendidos y abrazados en aquella colchoneta a ras del suelo, aquella hermosa cabeza en la que quizás anidaban recuerdos dolorosos, aquellos labios que tal vez no se atrevían a pronunciar palabras oscuras, aquel pecho delicado y palpitante en el que quizás se habían instalado emociones lacerantes o confusas o contradictorias, o todo a la vez. No iba a dejarle solo.

Acariciar toda aquella ensalada psicoanalítica, aunque fuese de tercera regional, me conmovía mucho y, todo hay que decirlo, me ponía como una moto. Y a él no digamos.

—No te voy a dejar nunca abandonado en la carretera —le susurré.

Él se puso encima de mí.

—No voy a dejar que desaparezcas mientras yo duermo —dijo.

—Nunca voy a dejar que te sientas solo, o desanimado, o perdido.

—Nunca voy a dejar que me olvides.

Jamás había abrazado, acariciado, besado como le abrazaba, le acariciaba, le besaba a él.

—Nunca voy a dejar que te sientas triste —le prometí.

—Nunca voy a dejar que estés triste por mi culpa.

—Nunca voy a dejar que no me llames.

—Nunca voy a dejar que no vuelvas.

Jamás me habían abrazado, acariciado, besado como él me abrazaba, me acariciaba, me besaba.

—Nunca te diré palabras sucias.

—¿Cómo?

—Que nunca te diré palabras sucias.

No necesitábamos palabras sucias, no necesitábamos palabras dulces para dejarnos el uno al otro a punto de caramelo. Ninguno de los dos decía palabras como «amor mío», «mi vida», «cielo mío», «no podré vivir sin ti», ni siquiera «te quiero». Ninguno de los dos decía «cacho cabrón, ponme del revés», o «cacho cabrón, voy a ponerte con el forro a la vista».

—Apréndelas —dijo él—, aprende a decir palabras sucias.

Nos reímos casi en secreto. Víctor me guio suavemente para que me pusiera de costado. Me abrazó por la espalda.

—¿Lo intentamos? —le pregunté, dispuesto ya a morder el cojín que nos servía de almohada.

—A eso iba.

Cuando terminamos, me examiné a mí mismo. «Progresa adecuadamente», me dije, «pero le queda bastante que mejorar».