«Desde luego, causamos sensación». Ese fue el primer mensaje que Víctor me mandó el domingo por la mañana.
Yo estaba esperando a que fuese una hora razonable para enviarle el que había empezado a escribirle y no paraba de corregir, un mensaje al que había estado dándole vueltas desde muy temprano. Pensaba que tenía que excusarme por no haberme quedado con él, en su cama, allá arriba, sudorosos, abrazados, el resto de la noche. Aunque habíamos tenido que renunciar a la gran exploración por falta de entrenamiento —porque me dolía— todo acabó bien, encontramos la manera de que el banquete fuese abundante y variado, porque para algo tenemos manos, tenemos bocas, tenemos muslos, tenemos pies, tenemos sobacos, tenemos orejas, tenemos nariz y tenemos, claro, el aparato fundamental de todas las gimnasias. Pero no podía dormir en aquella cama, estaba inquieto e incómodo, temía moverme, separarme de él, ponerme a roncar como un reactor, despertarle, molestarle y, sobre todo, tener de pronto la urgencia de ir al baño, incorporarme, pegarme un cabezazo escandaloso contra el techo y despertar a todos los vecinos, aventurarme a bajar aquella divertida escalera en medio de la más absoluta oscuridad, y escoñarme. Ya eran las cuatro de la madrugada, a saber hasta qué hora se quedaría él en cama un domingo, y más después del ajetreo, y decidí que era preferible descender desde las alturas cuando aún estaba completamente desvelado, dejar a Víctor dormir como un dios cansado en su cama casi estratosférica, cerrar la puerta del dormitorio, encender las luces del cuarto de estar, vestirme poniéndomelo todo en su sitio, y marcharme en un taxi a mi casa, a dormir como un veterano de la guerra de las Galias en mi cama terrenal y para mí solo.
Por supuesto, no fui capaz de hacer con el sigilo suficiente toda la operación y, naturalmente, al bajar el último peldaño di un aparatoso traspié que casi me cuesta un esguince de tobillo.
Víctor balbuceó medio en sueños:
—¿Dónde vas?
Me conmovió el modo en que lo dijo. Fue casi un gemido. Había un raro eco de desamparo en aquella pregunta que sonó infantil, llena de desconcierto, desorientación y temor. Preguntaba «¿dónde vas?» y uno podía oír «no me dejes». Era como si, en algún lugar de su alma o de su memoria, naufragara y necesitase agarrarse a algo para seguir a flote.
Le susurré que siguiera durmiendo, que estuviera tranquilo, que no se preocupara por mí, que ni se le ocurriera levantarse para llevarme a casa, que en verano hasta en La Algaida era muy fácil encontrar taxi a cualquier hora de la noche, que hablaríamos por la mañana. Era un muchacho hermoso y de comportamiento aniñado y apacible cuando le vencía el sueño —le gustaba dormir de costado y ser abrazado o abrazar— aunque tenía un raro tic, un pequeño sobresalto muscular que le agitaba desde la cintura de repente, a veces seguido de una réplica más suave y tranquilizadora. Quizás el propio Víctor se lo había contado alguna vez a la Bipolar, porque la Bipolar se lo había contado a Tino Vila como prueba incontestable de que se habían acostado, y Tino Vila me lo había contado a mí. «Parece que tiene espasmos cuando duerme», me dijo. «Espasmos», como si el chico pidiera a gritos un exorcismo; aquellas dos eran más malas que un juego de cuchillos embadurnados de curare. No eran espasmos, eran leves quejidos de su organismo, tal vez de su corazón. De verdad pensé que descansaría mejor si le dejaba solo. Pero tenía que pedirle disculpas, tenía que asegurarme de que no le había decepcionado, tenía que oírle decir que no me había comportado como un discapacitado sexual y que, aunque yo me volviera a Madrid al día siguiente —porque así era como lo tenía organizado—, quería verme de nuevo lo antes posible. Tenía que prometerle que entrenaría todo lo que hiciera falta. El mensaje que había corregido tantas veces, y que tenía retenido hasta considerar razonablemente seguro que no le iba a sobresaltar en el último sueño, ni parecerle impaciente y alarmante, decía: «Me gustaría verte hoy, mañana temprano me voy a Madrid, me quedaría más tranquilo si pudiéramos aclarar algunas cosas». El verbo «aclarar» aún me resultaba demasiado incisivo y exigente y estaba considerando sustituirlo por «hablar de». Pero si ponía «hablar de», Víctor quizás pensase que charlar de «a saber qué» con un señor con el que ya estaba todo dicho, después del calentón de la noche anterior, no era precisamente el plan más apasionante para un domingo de verano, y en cambio, si dejaba «aclarar» tal vez le despertase la inquietud por haber cometido conmigo alguna torpeza que mejor desactivar si, de veras, quería que le ayudase en sus planes municipales. Yo también tenía derecho a ser, de vez en cuando, un poco bruja.
Víctor se me adelantó.
A aquel «Desde luego, causamos sensación», le siguió una retahíla de mensajes cortos y encadenados. «Salimos en fotos en todos los periódicos, Diario de Cádiz, Diario de Jerez, Diario de Sevilla, ABC». «Acaba de llamarme un amigo para decírmelo». «Fue una noche espectacular». «Tenemos que celebrarlo». «No sé si podríamos vernos un rato esta tarde». «Podría recogerte en tu casa a eso de las ocho». «Me preocupa un poco mi comportamiento, jeje, no sé qué impresión habrás sacado de mí».
Le preocupaba su comportamiento, cuando se había comportado como un joven y valeroso titán. Le preocupaba la impresión que yo podría haber sacado de él, cuando era yo el que estaba acongojado por la impresión que él podría haber sacado de mí. «Es lo único que le importa, su imagen», me dijo Tino Vila, cuando me llamó para quedar a cenar los tres —él, su desconchado, insoportable, presuntuoso y presunto autor teatral, y yo— para despedirnos y le dije que no podía, que había quedado ya con aquel «pozo de ambición» encarnado en concejal, y que mi orden de prioridades no era negociable. La Embajadora ya había visto la foto en el ABC —yo había comprado todos los periódicos— y estaba escandalizado por, según él, el descaro del que hacíamos ostentación, tan arrimados, tan cogidos por la cintura, con aquella actitud y aquellas sonrisitas tan obvias y de tan mal gusto. «Estás perdiendo los papeles y debería darte vergüenza», me dijo. Y yo pensé: «Celos».
Antes de colgar, la Embajadora me lanzó el último cuchillo venenoso: «Me ha llamado Jacobo de Pedro, ¿sabes? Llorando. Está fatal, pobrecito. Con la lengua estropajosa, yo creo que estaba borracho. Me ha dicho que anoche le dejasteis hecho un guiñapo, que os abrazabais y os manoseabais delante de él, delante de todo el mundo, sin ninguna discreción y ningún respeto, que si hacía falta que lo humillarais así, que si no podíais haber dejado el magreo para cuando os quedarais solos, que al final lo soltasteis en medio de la calle como si fuera un perro, que está seguro de que os fuisteis a la cama, a follar, y que esta mañana le ha llamado el otro para echarle una bronca tremenda, le ha dicho que está hasta la polla de él, hasta la polla de que vaya persiguiéndole y contando por ahí que han tenido un romance y se han acostado, y que o para de una vez, o le pone una demanda por acoso. Ese niñato, además de un trepa y un grosero, es un mal bicho, y tú estás encantado con él».
Sí. Lo estaba.
Víctor, en el ¡Oh, Caribe!, donde fuimos a picar algo después de que me recogiera en mi casa, esta vez a las ocho en punto, me dijo:
—Yo no llamé a Jaco, él me llamó a mí. Me pidió que por favor desayunáramos juntos, que quería pedirme perdón y hacer las paces, que no volvería a molestarme.
—¿Y desayunaste con él?
—Sí, ¿qué iba a hacer? No soy una mala persona, no quiero que la gente lo pase mal, hago lo que puedo para que nadie sufra por mi culpa, aunque yo no tenga la culpa de nada, claro.
—Vaya —tanta confusión de culpabilidades y, sobre todo, otra vez tanta consideración con la Bipolar volvían a estrujarme el ombligo.
—Le dije que pare ya esa obsesión conmigo, que se lo aconsejaba por su bien, que él merece estar tranquilo, que deje de idealizarme, que yo no soy tan especial como él cree, que las cosas son como son, que lo acepte.
—¿Y él cómo estaba?
—Achicado, pero le pedí que levante el ánimo, que se tome sus pastillas, que no beba, que no puede encerrarse en esa angustia emocional y existencial, que tiene derecho a ser feliz.
—Qué bonito, qué amable, qué caritativo. —Me incliné un poco hacia él, con cara de monaguillo sensible, un poco teatral.
—¿Verdad? —le asomó a los labios una punta de guasa.
Moví la cabeza en un gesto con el que quería advertirle: «Ya te vale». Luego, saqué mi lado abiertamente bruja:
—¿Y le dijiste que estás hasta la polla de él?
Puso cara de cocinero chino que acaba de hacer una cochinada en la sopa de aleta de tiburón.
—Sí —dijo, y se echó a reír.
—¿Y le echaste un broncazo monumental?
—Totalmente —parecía un verdugo alegre.
—¿Y le amenazaste con denunciarlo por acoso?
—Ya te digo.
—¿Y lo dejaste hecho papilla?
—¿Tú qué crees?
Estaba claro que aquella maldad juguetona le divertía. Pero enseguida, entre tapa y tapa creativa y peligrosa —aguacates rellenos de gambas con mayonesa, canastillas con ortiguillas cubiertas de mayonesa, mediasnoches con coquinas y más mayonesa, todo regado con agua sin gas y un asqueroso refresco de té—, empezó a ponerse cada vez más serio, más irritado, más harto, más dolido. Me contó los desatinos de la Bipolar, cómo le perseguía, cómo le esperaba hasta las tantas, sentado en los escalones de entrada de su edificio, para ver con quién entraba o con quién salía, o escondido detrás del quiosco de la ONCE que había enfrente de la puerta de su casa, para hacerse el encontradizo, para empeñarse en subir con él al apartamento, para suplicarle que le abrazara, que le besara, que no le dejase allí, que no le humillara en medio de la calle, y cómo le cogía un odio fulminante a cualquiera al que viese con él, aunque sólo estuvieran tomando una inocente cerveza, y cómo empezó a malmeter con sus amigos, a ponerlos contra él, a contarles barbaridades sobre cómo trataba a la gente y hasta sobre su supuesta sexualidad retorcida, a pedirle a alguno que fuera a las dunas de Las Albercas a espiar por él, porque él no se atrevía, pero le habían dicho que Víctor iba por allí a hacer guarradas, a tirarse a cualquier marinero salido, cochambroso y entrado en años que se le pusiera a tiro. Yo no le dije que muchas de esas cosas se las había dicho la Bipolar a Tino Vila, y que Tino Vila me las había contado a mí, antes de que él y yo nos conociéramos.
Víctor se esmeraba, sonriendo mucho, en dar la impresión de estar muy por encima de tanto despropósito, pero podía darme cuenta de que aquella cadena de disparates le mortificaba. Estábamos en la barra, sentados en taburetes altos, muy cerca el uno del otro, y le cogí las manos de forma que nadie pudiera vernos, y él liberó un dedo para acariciarme la mano a mí. Era el chico más pudorosamente dulce que había encontrado en años.
—Es que si le pones a Jacobo una mano en el hombro —se quejó, y puso una mano en mi hombro—, ya cree que es tu amante. Y te juro, Ernesto, que yo jamás he pasado de ahí, y por supuesto jamás me he acostado con él, si hasta se enfadó con un amigo que le dijo que cómo iba él a gustarme, con lo feísimo que es.
—Feísimo —dije yo.
—He intentado ser amable, claro que sí, porque me lo presentaron unos amigos comunes que me llevaron a su casa, y porque está muy solo, tiene una vida muy vacía y problemas de cabeza, que le funciona como una túrmix, y necesita que le echen una mano, necesita amigos que le comprendan y le ayuden, pero dudo mucho de que sus amigos, al menos los que yo conozco, estén dispuestos a eso, todo lo contrario, menuda panda de fracasados y envidiosos, ya quisieran todos ellos haber conseguido la décima parte de lo que he conseguido yo, o de lo que has conseguido tú.
—Ahora también me odia a mí —le recordé.
Acababa de ponerse el sol y el cielo era un derroche de nubes incendiadas. En el ¡Oh Caribe! se estaba ya a media luz, como en el tango. Y todo a media luz, que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos.
Víctor me cogió las manos, se inclinó y apoyó la cabeza en mi hombro. Nadie parecía pendiente de nosotros. Antes de retirar la cabeza, murmuró, muerto de risa:
—Ayer, en las carreras, me dijo, en plan hiperconfidencial, que seguramente eres impotente.
—¡¿Cómo?!
Casi me desgarro el ombligo en el respingo que di. A él le había entrado la risa tonta y ahora sí había quien nos miraba.
—Impotente —repitió, descojonándose.
—¿Jacobo te dijo eso?
—Claro, ¿quién iba a ser? —no paraba de reír.
—¿Que soy impotente? ¿Eso te dijo ese suflé de mierda?
—Por culpa de las pastillas —me aclaró.
—¿Qué pastillas?
—Las del corazón. ¿No tuviste una vez un infarto?
—Bueno, sí, un amago de infarto. Y sí, tuve que tomar pastillas durante un tiempo.
—Me dijo que, según un amigo tuyo, esas pastillas te han dejado medio inservible.
¿Tino Vila? ¿El camastrón desportillado y acartonado de Tino Vila iba diciendo eso de mí? Le iba yo a arrancar el peluquín a Tino Vila, en medio de la plaza Consistorio, en hora punta, la primera vez que me lo echase a la cara.
Víctor me abrazó, sin parar de reír, para consolarme de aquella maledicencia.
—No sufras, hombre. Ya sé que es un infundio.
—¿Y qué más te dijo de mí, en plan hiperconfidencial, ese mamarracho?
—Que no te gustan las carreras, y que por eso te habías ido.
—¿Que yo me había ido?
—Sí, te habías ido. Al servicio. ¿No fuiste una vez al servicio?
—Sí, te pregunté dónde estaba el servicio, me lo dijiste y fui.
—Pues eso. Jacobo de pronto se dio cuenta de que no estabas y debió de ver el cielo abierto. Yo había ido por una cerveza, se me acercó como dándose empujones a sí mismo, me dijo, encantado de la vida, «Ernesto Méndez ya se ha ido, ¿verdad?», yo le dije que habías ido al servicio, él me dijo que no, que a ti no te gustan las carreras, que ya no trasnochas, que te cansas, porque, aunque no lo parezca, ya tienes una edad, y que te habías ido.
Hijo de puta.
—Le bajaría la bipolaridad hasta los talones cuando vio que volvía, ¿no?
—Totalmente.
—Pero seguro que sacó fuerzas de la grasa repugnante de la barriga para decirte algo más, en plan hiperconfidencial.
—Sí. Que no la tengo lo bastante grande para ti.
—¡¿Cómo?!
—Que a ti te gustan muy grandes. Enormes. Que para eso las pagas.
Hijo de la gran puta.
—¿Que yo pago por pollas enormes? ¿Eso te dijo?
—Sí.
—¿Y qué más?
—Que seguro que me sacas en algún artículo. Me encantaría.
—Estupendo. ¿Y algo que se te haya pasado?
—Sí. Me repitió lo que ya me dijo una vez, que yo no soy tu tipo.
—Pues menos mal.
A Víctor le había dado la tos por culpa de aquella risa entrecortada y pidió otro asqueroso refresco de té. La marea estaba subiendo y el rumor del oleaje parecía una balada melancólica cantada a media voz. El fuego del crepúsculo se había apagado y la noche resultaba acogedora, a pesar de la humedad y del cielo nublado. Pedí otro botellín de agua sin gas y la cuenta. Cuando pagué, Víctor me dijo:
—Vamos a dejar las copas aquí un momento. Ven.
Cogió por uno de sus extremos una cama balinesa de las que el ¡Oh, Caribe! ponía en la playa para sus clientes, y me pidió que hiciera lo mismo por el otro extremo. Pesaba la cama balinesa como un paso de Semana Santa. Me costó, por supuesto que me costó —yo creo que hasta me crujió la columna vertebral—, pero me esforcé en dar la talla de costalero joven y vigoroso. Sólo me faltaba el turbante, o como se llame lo que se ponen los costaleros en la cabeza. Me vino a las mientes el lumbago, claro que me vino. Entre la cama de su cuarto y la cama balinesa, Víctor acabaría convirtiéndome en un lumbago perpetuo.
—Aquí está bien.
Nos quedamos muy cerca de la orilla. A salvo, gracias a la oscuridad mate de la noche, de las miradas de los demás clientes del ¡Oh, Caribe! Luego, Víctor se sentó en la cama, de cara al mar, y se dejó caer hacia atrás. Me tendí junto a él y enseguida mi mano tropezó con la suya. No la movió. Manteníamos los ojos abiertos, como escarbando con la mirada en los nubarrones para llegar al cielo estrellado.
—No me importaría quedarme aquí hasta que amanezca —dijo él.
—A lo mejor no amanece. Sería estupendo.
De pronto recordé algo y me incorporé. Él gimió:
—¿Dónde vas? —Otra vez aquel tono de voz levemente quejumbroso, como si temiera sentirse abandonado.
—Por la copas.
—Olvídate de las copas.
Antes de tenderme de nuevo volví la cabeza y vi el bar iluminado y a algunos clientes que miraban hacia donde estábamos, o quizás sólo hacia el mar apenas adivinado al borde de la arena.
—No te preocupes —dijo Víctor—. Aunque Jacobo estuviera ahí con un telescopio no podría vernos.
—El del catalejo es mi amigo, la Embajadora.
—¿La Embajadora? ¿Quién es la Embajadora? ¿Una amiga tuya?
—Sí, un amigo. Eso creo.
Un perro empezó a ladrar no muy lejos de donde estábamos.
—¿Quién es esa Embajadora?
—Un antiguo embajador en sitios rarísimos que vive aquí, jubilado. Me ha contado cosas, la verdad.
—Si es amigo de Jacobo y se ha creído todo lo que Jacobo va por ahí diciendo de mí, seguro que me odia.
El perro parecía dispuesto a seguir dando la tabarra hasta la eternidad, sin atreverse a aproximarse a nosotros. Estaría asustado.
—No creo que la Embajadora te odie —mentí.
—No debería. No me conoce de nada.
—Bueno, ya te digo que Jacobo le ha contado cosas.
—Me imagino qué cosas.
Estuvimos unos segundos en silencio. Yo no moví la cabeza, pero me di cuenta de que él la ladeaba un poco para mirarme.
—¿Qué cosas? —insistió.
—Ya sabes —sonreí—. Que eres capaz de lo que sea, como seducirlo a él, que hay que tener estómago, para entrar en «la buena sociedad» de La Algaida. Es gracioso. Arribista a golpe de braguetazo se llama eso —concluí, burlón.
Esperaba oír su risita despreocupada y desdeñosa. Tardó en volver a hablar.
—He conseguido todas mis ambiciones profesionales —dijo muy serio, sin moverse—: Ser maestro y hacer música. Y para eso no he necesitado acostarme con nadie, y menos con ese pobre hombre. Fuera de eso hay otras cosas, claro, como mi dedicación política, pero ni debo nada a nadie, ni son cosas para mí vitales, son absolutamente prescindibles. En realidad, mi única ambición, y puedes creerme, es compartir lo que tengo con la gente que quiero, con mis amigos, con mi familia, incluso con desconocidos, ¿por qué no? Me importa una polla que cuatro amargados que no me conocen de nada, o sólo de cuatro copas superficiales, pretendan echarme encima toda su frustración y todo su fracaso.
Pensé: «Sí que te importa, muchacho».
—Qué coñazo de perro —dije.
—¿Qué más cosas te han dicho de mí?
—Majaderías, niño. No te preocupes.
—No me preocupo. Pero ¿qué más cosas te han dicho de mí?
El chico habría sido un buen perro de presa.
—Bueno, algunas bastante chistosas, la verdad. Como que saliste de pronto del armario para llamar la atención, para dar que hablar, para que se fijaran en ti, como plataforma para progresar en tus ambiciones.
Pronuncié la palabra «ambiciones» como el peor de los actores campanudos.
—Por Dios. —Noté que por fin sonreía—. Siempre he estado fuera del armario. Bueno, salí cuando tenía dieciséis años, en el instituto, y la organicé, es verdad. No oculté mi primera relación gay ni a mi familia, ni a mis amigos, ni a mis vecinos, ni a mis compañeros de clase, ni mucho menos a mis profesores, de hecho me enrollé abiertamente con uno de ellos. Sí, hubo alguna sorpresa, pero yo lo tenía clarísimo, y todos acabaron apoyándome incondicionalmente, y hasta hoy. Manda cojones que quienes me critican, Jacobo y su camarilla de amiguitos, no hayan tenido los huevos de dar la cara en eso, y encima pensarán que lo suyo no lo sabe nadie, cuando lo sabe hasta la limpiadora de mi bloque, si yo te contara, incluso uno de esos amigos suyos le dijo a Jacobo, cuando descubrió que tenían una amiga en común, que por favor no le comentara que él era gay. Qué patéticos. También te han contado lo de Jerónimo, ¿verdad?
Empezaba a refrescar. Pensé: «A ver si el dichoso perro coge un frío asesino en las cuerdas vocales, o donde sea, que no sé si los perros tienen cuerdas vocales».
—Empieza a hacer un poco de fresco —dije—. ¿Estás bien?
—¿Verdad?
—¿Qué?
—Que te han contado lo de Jerónimo. A su manera, supongo. Pero ¿verdad que te lo han contado?
Estaba claro que de nada iba a servirme intentar que se diera por vencido.
—A su manera, me imagino. Dicen que te sacó de aquí, que te salvó de un futuro pésimo, porque después de lo de tu padre —en ese momento le acaricié la mano, pero él permaneció inmóvil— no había modo de que tu madre te pagase una carrera, y que te llevó a vivir con él y te pagó los estudios.
En aquel momento él me cogió la mano, y para mí fue como si me la hubiera apoyado en el corazón.
—Patéticos. No tienen la más remota idea de cómo éramos Jerónimo y yo en aquella época. Me fui a vivir con él a los dos años de relación. Antes estudié primero de bachillerato en Madrid, vivía con una hermana mía que sigue allí, casada, y después hice segundo de bachillerato en Jerez. Y cuando me tocó empezar la carrera me fui a Granada y decidimos vivir juntos. Y por supuesto que los estudios me los pagaron principalmente mi madre, y las becas de Zapatero —ahí le salió como un muelle el concejal socialista—, y mi trabajo en el bar de copas La Selva Animada. En cualquier caso, no sé qué tiene de malo, si es necesario, que alguien ayude a su novio a estudiar. Pero no hizo falta.
—Qué valor —dije, y enseguida me di cuenta de que mejor habría estado calladito.
—¿Qué valor? ¿Por qué?
—Por nada. Olvídalo.
—¿Por qué?
—Déjalo.
—No lo dejo. ¿Por qué?
No iba a parar hasta que le respondiese.
—Porque sólo tenías dieciséis años cuando os enrollasteis, como tú dices.
—¿Te parece mal? Es que no sabes cómo era yo. Yo di el primer paso. Lo tenía clarísimo.
—Da igual. Olvídalo.
—No da igual. Te parece mal. —Volví a notar que sonreía—. Cuando lo dije en casa, cuando dije que estaba enrollado con mi profesor de literatura, que me veía con él todas las mañanas a las ocho, antes de ir a clase, mi madre se quedó como anestesiada, pero mi hermana mayor dijo que iba a denunciar a Jerónimo. Le advertí que ni lo intentara, que haría el ridículo. Y ahora se llevan fenomenal.
—Lógico.
—¿Qué es lógico? ¿Que ahora se lleven fenomenal?
Víctor era como el perro, incansable. Como el mar y aquel murmullo del oleaje que se alejaba y regresaba siempre al mismo ritmo, siempre lento, como una envolvente salmodia.
—No, niño, lógico que tu hermana quisiera denunciarlo. Yo lo habría hecho. Y no por razones legales ni por razones morales, sólo por razones de… —dudé, quería elegir una palabra no demasiado hiriente— de responsabilidad profesional. Lo siento.
—No lo sientas. ¿Tú que habrías hecho, si hubieras sido mi profesor y yo hubiera ido descaradamente a por ti?
Lo pensé un segundo.
—No lo sé —dije—. Seguro que eras ya tan irresistible como ahora.
Se rio.
—Más.
—Imposible. Pero sé lo que debería haber hecho. Si yo, entonces, cuarentón, o cincuentón, hubiera sido tu profesor de literatura o de lo que fuera, y tú, con dieciséis años, hubieses ido a saco a por mí, habría salido corriendo y no habría parado hasta llegar a Las Hurdes. Y allí me habría quedado.
Se echó a reír.
—A bluenose gentleman! —dijo, burlón—. ¿Sabes inglés?
Consideré que se abría una escapatoria en aquella encapsulada, invencible conversación.
—Sí. Durante un tiempo, cuando tenía más o menos tu edad, estuve yendo todos los veranos a California.
—Qué bien. Yo, durante el tiempo que he estado con Jerónimo, he vivido solo un año en Londres, un año solo en Nueva York, cinco meses con colegas en Dublín, y he hecho montones de viajes. Y todo me lo he pagado yo. ¿Qué más te han dicho de mí?
Vaya.
—Yo qué sé, niño. No debería importarte.
—No me importa. Pero ¿qué más te han dicho de mí?
—Ya lo sabes.
—Ya lo sé. Que soy de El Pedregal, la peor barriada de La Algaida, lo dicen en cuanto pueden en los comentarios en algaidadigital. ¿Y? Me siento muy orgulloso. A mucha honra. Siendo de un entorno muy humilde he prosperado en la vida, me hace feliz haber conseguido lo que tengo, no como ellos, que a lo mejor con muchas más ventajas de partida han terminado siendo pura basura.
Me daba la impresión de que la irritación empezaba a dejar paso a un sarcasmo relajado y faltón. Me gustaba.
Falso.
—¿Y qué te han dicho de lo de mi padre?
No cambió el tono de voz, pero aquello sí era doloroso. Tenía que decírselo, pero debía notar que no cabía más que afecto en mis palabras.
—Que desapareció en el mar, ¿no? Lo siento.
Su mano cálida y amiga estaba de pronto apretándome el corazón.
—Sí —había bajado el tono de voz, hablaba más despacio, parecía no querer herirse con sus propias palabras—. No sé si también eso lo dirán de manera despectiva. Miserables. El barco en el que mi padre salía de pesca naufragó, y el cuerpo de mi padre no apareció nunca.
Quería abrazarlo. Había de pronto una enorme oquedad entre él y yo.
—Qué edad tenías tú.
—Doce años.
Entonces él fue quien se giró y se abrazó a mí.
Parecía tranquilo, aliviado, en paz. En algún momento, el perro había dejado de ladrar y yo no me había dado cuenta. El oleaje parecía ya la respiración de mi alma.
—Mi madre nunca pudo estudiar —me hablaba en un susurro, con la boca pegada a mi cuello—, pero trabajó duro para sacar adelante a la familia, y para ofrecernos lo mejor que hay en la vida, mucha educación y mucho respeto. Y mucho orgullo. Y vergüenza, como decimos aquí.
La cabeza de Víctor era la más hermosa y la más imprevisible que había acariciado nunca. Noté que se reía suavemente.
—También te habrán dicho que soy un rompecorazones desalmado —dijo.
—También.
Respiró hondo. Cualquiera diría que habían terminado de sangrarle para liberarle de la fiebre. Ahora podía ya burlarse de sí mismo:
—Pues sí, un rompecorazones frío y cruel, no sabría enumerar todos los corazones rotos, sólo en La Algaida. —Relajó un poco el abrazo, me miró y sonreía ya con aquella sonrisa perfecta, radiante—. Oftalmólogos, curas, camareros…, casados, divorciados, profesores, estudiantes…, adolescentes, veterinarios, políticos, periodistas…, marineros, camperos, ferreteros, cajeros de supermercado, ricos, pobres, mentirosos, sinceros… Algunos simplemente han sabido aceptar un «no», y otros han encontrado más fácil achacar mi rechazo a mi infinita vanidad, a mi infinita maldad, a mi absoluto egocentrismo.
Nos reímos.
—Ahora a lo mejor tienes que añadir a la lista a un escritor —dije.
—A un escritor anoche le dije «sí».
—Pero no sé si se lo seguirás diciendo.
—Ayyyyy…
Volvió a abrazarme. No era el abrazo de un niño de doce años. Era el abrazo de un muchacho crecido, espectacular se le mirase por donde se le mirase, salvo por donde era corriente.
A sus espaldas sonó la señal de que había entrado un mensaje en alguno de sus móviles.
—Ni caso —dijo, travieso—. Seguro que es Luis Guerrero.
—Otro futuro corazón roto.
—Se lo romperé por ti.
—¿Cómo?
—Se lo merece.
—¿Por mí? ¿Habéis hablado de mí?
Me incorporé un poco y él aprovechó para hacerlo también y quedar sentado de cara al mar invisible, un mar opaco, reducido a un adormilado rumor de olas. Ya debía de ser marea alta.
Entraron, seguidos, dos mensajes más.
—Estará caliente —dijo Víctor, haciéndose el presumido.
—Que se duche —dije yo—. ¿Qué te ha dicho de mí?
Alzó un poco las cejas y su cara adquirió una juguetona expresión escurridiza. Ya había comprobado en otras ocasiones que era su recurso favorito para hacerse rogar, o para negarse en redondo, con mucho encanto, a añadir una sola palabra.
—Yo te he contado todo lo que dicen de ti —le reproché.
En realidad, no todo.
—¿Seguro?
—Seguro. Estás en deuda conmigo.
—Vale.
Me dijo que Luis Guerrero —al que conocía desde hacía años, pero con quien había llegado a verse con cierta frecuencia las últimas semanas, con muchísimo interés más por parte de Guerrero que de la suya— le había hablado de mi última novela cuando él le confesó, como a Jacobo, que se moría de ganas de conocerme. Guerrero le aseguró que La voz de Marlene le había gustado mucho, que le había emocionado, que por supuesto le había hecho reír, pero que le sorprendió y le preocupó un poco, porque trataba de un hombre enfermo y mis novelas siempre han sido cien por cien autobiográficas, que en mis novelas siempre cuento mis cosas de familia, muchos chismes de La Algaida, mis mariconadas infantiles y adolescentes, mis peripecias madrileñas o por esos mundos de Dios, peripecias que siempre conseguía que resultaran entre tiernas y desternillantes, y por supuesto mis líos sentimentales, o sexuales, o como hubiera que llamarlos, porque no estaba seguro de que a aquellas relaciones siempre llenas de chulazos medio peligrosos o peligrosos del todo, aprovechados e insaciables, se las pudiera llamar amor, y que si Víctor por fin llegaba a conocerme, y si yo llegaba de verdad a conocerle a él, seguro que acababa apareciendo en alguna novela mía, que se fuera preparando. Menuda arpía con estrambote estaba hecho aquel espabilado arrebatacapas. Para peligroso, él.
Por supuesto, Luis Guerrero le había insinuado que, por lo que se deducía de mi última novela, debía de haberme quedado un poco impotente. Qué manía. Víctor volvió a decirme que lo sentía, que no había leído ninguno de mis libros, y que tampoco me prometía intentarlo —así, con toda la desfachatez del mundo—, porque él nunca prometía nada que no estuviese seguro de poder cumplir. Y volvió a hacer aquel gesto con el que, esta vez sí, dejaba claro que no iba a añadir una palabra más, pero que todas aquellas habladurías malévolas no deberían importarme. Sin embargo, me importaban. No porque dañasen mi reputación, cosa que siempre he encontrado encantadora, sino porque, de pronto, sin duda de manera absurda y prematura, Luis Guerrero, tan encaprichado de Víctor como todos aquellos oftalmólogos, curas, camareros, profesores, veterinarios, políticos, periodistas, marineros, camperos, ferreteros, cajeros de supermercados, y el sindicato entero de actividades diversas, me parecía —él sí— un rival de cuidado.
Víctor me miró, tan candorosamente risueño como siempre que quería darme a entender que mejor me iría sin saber toda la verdad, y lo adivinó. Tal vez hasta se me había puesto la carita tristona.
—Anda, ven aquí —dijo, y me abrazó, y me tumbó de espaldas, y se puso encima de mí, y me besó.
Aunque los dos ya lo supiéramos, no le había dicho que Tino Vila también me había contado lo que la Bipolar le había contado sobre qué le gustaba a Víctor hacer en la cama. «A ver cómo te las apañas, guapa, tú que vas presumiendo de activa por la vida», me había dicho Tino Vila, en ese momento más marica chabacana que distinguida embajadora. Cuando me lo dijo, pensé: «Pues entrenando, ¿cómo me las voy a apañar?».
—Entrenaré —le prometí a Víctor, en un susurro, al oído.
Se rio como si le estuviera haciendo cosquillas. Sonó la musiquilla de llamada en uno de sus móviles.
—Es Jerónimo. Me sigue llamando de vez en cuando, siempre a la misma hora. No estoy en este momento para hablar con él.
—Él no quiere acabar, ¿verdad?
—Pues no. Pero ya te he dicho que yo lo tengo clarísimo. De hecho, ya sabes, llevamos más de un año separados. Lo tendrá que aceptar.
—Entrenaré —insistí.
Ya hacía frío, y mucha humedad. Se estaba bien allí, abrazados, defendiéndonos el uno al otro de todas las inclemencias habidas y por haber.
—Me gustará estar libre —dijo él, y parecía añorar un tiempo paradisíaco—. Y eso que creo en la pareja. Pero no me voy a emparejar otra vez. Por ahora.
Aquello sí que era una inclemencia en toda regla. Pero me sorprendí diciéndole:
—Cuando te quieras emparejar de nuevo, acuérdate de mí.
Quería que lo supiera, necesitaba decírselo. Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida… En algún momento de aquella arrebatada conversación, yo debía de haber perdido la cabeza.
—Mañana por la mañana me voy a Madrid —le recordé.
—Y yo el miércoles empezaré el curso. Esta semana, sin niños. Los niños se incorporan el lunes siguiente. Mi vida volverá a ser una vorágine.
—Y la mía.
—Me imagino. Pero acuérdate de mí, ¿eh?
Sonreí. Apreté el abrazo. Susurré:
—Yo lo he dicho antes.