3
Houston, tenemos un problema

Me dolía.

Me dijo que se llegaría a recogerme a las siete en punto, y no llegó hasta las siete y media pasadas. Además, no lo hizo solo. El chico que le acompañaba —alto, muy delgado, flexible de pies a cabeza, risueño, vestido como si fuera a ir de picnic y con mochililla al hombro— se bajó del coche y se pasó al asiento de atrás para dejarme a mí junto a Víctor. «Qué maravilla de sitio», dijo el chico. Era la hora perfecta, al filo del atardecer, todavía sin los excesos apabullantes de la puesta de sol, esa orgía de rojos, violetas, naranjas y dorados que, en los días limpios de La Vara, a las afueras de La Algaida, se derrama sobre el cielo y la arena de color de bronce y encharcada de la bajamar como un fuego opulento, benigno, generoso, desbaratado. «Es Juan Antonio», dijo Víctor, «controla el periódico digital más importante de La Algaida». El chico me estrechó una mano muy flexible por encima del asiento del conductor. Víctor también venía vestido muy de sport para la idea que yo me había hecho de una tarde en el palco oficial del Ayuntamiento, el último día de las carreras de caballos, cuando se corría el Premio Ciudad de La Algaida, el más importante de todo el programa hípico. «Hoy el que viene vestido de concejal eres tú», me dijo, «yo vengo de trapillo». Vaqueros, tenis, un niqui de manga corta, blanco, con anchas franjas horizontales de colores suaves… Durante mucho tiempo, en el despacho de mi casa en Madrid, en el corcho para pinchar recortes, invitaciones, programas de mano y recordatorios varios estuvo la página del Diario de Cádiz con la fotografía —grande, en color, la principal de toda la página— de «el escritor Ernesto Méndez con los concejales socialistas Víctor Ramírez y Gemma Martín». Yo, en el centro; Víctor —muy moreno, espigado, con barba de dos días, con aquella sonrisa radiante y aquellos hermosos ojos negrísimos— a mi derecha, muy pegado a mí, inclinado sobre mí, con su mano izquierda asomando por detrás de mi cintura. La concejala Gemma Martín, a mi izquierda, quedaba un poco despegada, como si estuviera de más.

Me puso la mano ahí —Ponme la mano aquí, Macorina— y me preguntó si me dolía. Me dolía.

El viernes por la mañana me había mandado un mensaje para decirme que lo había pasado conmigo maravillosamente el día anterior, y que por la noche tenía cita con sus amigos en un bar de playa, el ¡Oh Caribe!, bastante cerca de mi casa, junto a las dunas de Las Albercas, y que si quería sumarme sería fantástico. Le respondí: «¡Jajaja!, las dunas…». Las dunas de Las Albercas es el lugar de cruising más concurrido de La Algaida. Me contestó: «Jajaja, no seas mal pensado, es un bar muy cool, muy enrollado, buena música, tu virtud estará a salvo». Le escribí: «Entonces no voy». «Pervertido», me escribió él. Le escribí: «En serio, tengo un compromiso, pero quizás pueda arreglarlo, luego te cuento». Había quedado para salir por la noche con Tino Vila y con su autor teatral privado y sería divertido decirles que lo sentía mucho, ahí os quedáis, bonitas, me voy con el delegado imparable, incansable, insaciable que ya me tiene robado el corazón y puede seguir robándome lo que quiera. Después, a media tarde, Víctor —imparable, incansable, insaciable— me mandó otro mensaje para preguntarme si, aparte de vernos por la noche, me apetecería ir el sábado con él a las carreras, al palco del Ayuntamiento, que así me presentaría a «mi Candela», la alcaldesa, que seguro que ella estaría encantada, y que él me recogería en mi casa a las siete.

Me pidió perdón. Porque me dolía. Y yo le dije que me perdonase él a mí, que eso no estaba previsto. Nos reímos.

Al final, no nos vimos el viernes, y no porque Tino Vila me convenciese de que era una pésima estrategia decir que sí a todo lo que me propusiera «aquel pozo de ambición», que mejor me iría dosificándole un poco las urgencias, sino porque el propio Víctor y sus amigos cambiaron de planes y no fueron al ¡Oh Caribe! sino a El Garaje, y me dio pereza bajar al centro. Así que pasé toda la tarde del sábado impaciente como una novicia en vísperas de entregarse al Amado en cuerpo y alma, como una criatura la noche de Reyes, como una fallera mayor a cinco horas, tres horas, una hora, media hora de la cremà, pero agobiado por la posibilidad de haber sacado conclusiones equivocadas de nuestro encuentro del jueves, intentando hacerme al desconsuelo de que en realidad no había indicios fiables para esperar un desenlace febril de amor y sexo, tratando de resignarme a los brotes de sensatez que me decían que no era previsible que un chico de veintiocho años, tan incandescente y tan monísimo, quisiera no ya un romance sino ni siquiera una fugaz aventura de verano con un señor, sí, escritor, sí, famoso, sí, atractivo, por supuesto que sí, pero que, siendo compasivos, le doblaba la edad, como el de la copla de Juanita Reina. Pasé toda la tarde poniéndome en lo peor, pero ansioso. Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de amor. Pasé toda la tarde bipolar perdido, entre la esperanza y la desesperanza, entre la euforia y el decaimiento, a ratos seguro de que aquella iba a ser mi gran noche, a ratos preparándome para la decepción de que no viniera a recogerme, de que ni siquiera me llamara, o de que me llamara para decirme que le había surgido un imprevisto y que tendríamos que vernos otro día. La Bipolar le había contado a Tino Vila que Víctor Ramírez era un malqueda genético, un malqueda desaprensivo, un malqueda pertinaz, un malqueda incorregible, pero seguro que Víctor Ramírez iba a hacer conmigo una excepción, iba a ser germánico en la puntualidad, iba a ser exquisitamente respetuoso con la hora fijada por él mismo para recogerme. Aunque seguro que no, seguro que le había surgido un imprevisto, un plan más apetecible, un ligue con más garantías, una llamada tentadora de Luis Guerrero, que tal vez acabara de llegar a La Algaida para la última tarde de carreras, y seguro que anulaba la cita conmigo, seguro que no venía. Pero vino. Con media hora de retraso, acompañado, de trapillo, pero vino.

Cuando, un cuarto de hora después, tras aparcar en la zona reservada a autoridades municipales, Víctor, Juan Antonio y yo atravesábamos la explanada de arena, camino de la entrada al recinto de las carreras, recibí en el móvil un mensaje de Tino Vila: «Os estoy viendo. Creo que los dos que van contigo ligan por las dunas. El de la mochila, seguro».

Desde la terraza de su ático en un elegante edifico apaisado, de formas ondulantes y color arena, en la urbanización Hacienda de la Santísima Trinidad, entre pinares, al borde de la Barranca del Tiro, Tino Vila podía espiar con un catalejo todo lo que ocurría en los pisos de la avenida de Las Albercas, en la playa y el Paseo Marítimo, en los corrales del Castillo, en la playa de la otra banda, en los últimos pinares del Coto, en las carreras de caballos durante los dos ciclos de la temporada hípica de agosto, en los palcos —unas casetas en las que instituciones, empresas y particulares, entre apuesta y apuesta, ofrecían copas y canapés a sus clientes o sus amistades— y, por supuesto, en cualquier época del año, en las dunas, con el ajetreo de las parejitas que se refugiaban entre los arbustos y las ondulaciones de arena y, al anochecer, las sombras solitarias de hombres que se buscaban, se perseguían, se arrimaban, se escondían no siempre con buen criterio y suficiente cuidado, para volver después a la avenida de Las Albercas y al Paseo Marítimo, cada hombre por su cuenta.

Su siguiente mensaje decía: «Ten cuidado, tu integridad física peligra, en el palco del Ayuntamiento acabo de ver a Jacobo García de Pedro». Mierda: la Bipolar estaba allí. Víctor Ramírez aún no sabía todo lo que yo sabía sobre su tormentosa relación con la Bipolar, así que me aguanté las ganas de advertirle, con toda la guasa aconsejable para no parecer un panoli celoso y paranoico, de que la Bipolar le esperaba en el palco municipal, que seguro que nos daba la noche, y que si no sería prudente alertar a todas las fuerzas del orden y a todos los efectivos sanitarios, a todas las furgonetas de la policía y a todas las ambulancias, a todas las comisarías con calabozos de alta seguridad disponibles y a todas las plantas de salud mental de todos los hospitales de los alrededores bien surtidos de camisas de fuerza, para que estuvieran atentos al zafarrancho de combate que la Bipolar podía organizar. La Bipolar, además de estar obnubilada y descompuesta por la pasión, el celo y los celos, era más mala que desayunar ginebra de garrafón.

Uno de los móviles de Víctor Ramírez dejó escapar la señal de recepción de mensaje.

—Luis Guerrero —dijo Víctor, después de leer el recado.

—La que faltaba —dije yo.

Entonces vimos a la Bipolar en la entrada del palco del Ayuntamiento. Qué rápido el muy buitre, ya nos había localizado. Víctor me dio un codazo:

—La otra que faltaba.

La Bipolar se nos acercó tensa, comida por los nervios, cerveza en mano, ojos vidriosos, enamorada, obsesionada, verdosa, congestionada, abotargada. Horrorosa.

—Hola —balbuceó, con una sonrisa bobalicona.

—¿Y tú de dónde has sacado la invitación para entrar aquí? —le preguntó Víctor, y lo hizo de una manera que a mí me pareció afectuosa y risueña, pero la Bipolar dio un respingo y se tambaleó, como si acabaran de extraerle de cuajo las cuatro muelas del juicio. Luego se me quedó mirando muy fijamente a los ojos, como en busca de apoyo y solidaridad, y acertó a decir:

—Yo no soy un don nadie.

En vista de que yo no reaccionaba, me miró de arriba abajo, volvió a mirarme a los ojos, y añadió, no sin dificultad:

—Tú estás como siempre.

—Tú también —le dije, y a Víctor se le escapó una carcajada nada piadosa. Me dio pena la cara de desconsuelo que se le puso a la Bipolar.

—Ven —me dijo Víctor, y me pasó el brazo por los hombros—, voy a presentarte.

La alcaldesa, bajita pero jacarandosa, me achuchó y me dio dos besos apretados y jubilosos. La alcaldesa estaba encantada de verme allí. La alcaldesa ceceaba que daba gusto oírla. Víctor, a mi lado, me pasó el brazo por detrás de la cintura. A la alcaldesa no se le pasó por alto el gesto de Víctor. A la Bipolar, mucho menos. A Víctor volvió a entrarle otro mensaje en su móvil particular y me imaginé que era de nuevo de Luis Guerrero. La Bipolar no perdía de vista a Víctor y miraba su brazo en mi cintura como si aquello le hubiera dejado a él la cintura en carne viva.

—Enhorabuena por la reelección —le dije a la alcaldesa—. Y enhorabuena por este pedazo de concejal delegado de Igualdad tan estupendo y, encima, guapo.

Yo sabía que Víctor estaba feliz. Yo sabía que la Bipolar estaba aturdida, acongojada, angustiada. Empezaba a sentirme incómodo con su marcaje ansioso y sufriente. Segunda carrera, Premio Manzanilla La Manola. La Bipolar le decía cosas a Víctor al oído todo el rato, miraba a Víctor como si estuviera viendo al arcángel san Gabriel, me miraba a mí como si dudara entre pedirme ayuda o despellejarme vivo, se acercaba a la barra a pedir otra cerveza procurando no perdernos de vista. Víctor, a veces, le ponía los antebrazos en los hombros como para abrazarlo, le acercaba un poco la cara, le miraba a los ojos, sonreía, le decía algo sin duda cariñoso que le dilataba al otro las pupilas de gusto. Yo, un poco rebotado, la verdad, pensé: «¿A qué coño viene tanto coqueteo?». Un fotógrafo del Diario de Cádiz le pidió a Víctor que posara conmigo, y él, muy institucional, le pidió a su compañera de equipo de gobierno y concejala delegada de Movilidad, Gemma Martín, que posara con nosotros. A mí me habría encantado posar no sólo con Gemma Martín, sino con el equipo de gobierno en pleno, pero después. Sin embargo, no hubo después y posamos los tres, aunque ella salió en la fotografía un poco despegada, como si sobrase. La Bipolar nos observaba junto al fotógrafo, muertita de ganas de colarse en la fotografía. Imaginé el pie de foto: «El escritor Ernesto Méndez con los concejales sanluqueños Víctor Ramírez y Gemma Martín, y con la Bipolar». El encargado de la televisión local le hizo señales a Víctor para que me llevase al plató improvisado en el que entrevistaban a las personalidades de visita en el recinto de las carreras, y la Bipolar se quiso venir con nosotros. Víctor se dejó de coqueteos misericordiosos y le ordenó:

—Tú te quedas aquí.

La Bipolar se quedó clavada en el sitio y, para convertirse en estatua de sal, sólo le faltó volver la cabeza y comprobar el efecto en la concurrencia de una orden tan tajante. Tuve que desviar la vista de su cara, ya casi completamente verde. Tercera carrera, Gran Premio Ciudad de La Algaida. A Víctor le entró en el móvil un nuevo mensaje y esta vez lo contestó.

—Es Luis Guerrero —me dijo, burlón—. Se ve que tiene el día travieso, jeje. Le he dicho que estoy contigo y te manda recuerdos.

—Mándalo al infierno —le dije yo.

—De tu parte. Y de la mía —dijo Víctor, y simuló teclearlo en su BlackBerry municipal.

Que mandara al infierno a Luis Guerrero y, por supuesto, a la Bipolar. Porque, cuando volvimos de mi entrevista, allí estaba la Bipolar, y allí estaría durante el resto de la noche, pegado a nosotros, aprovechando que yo tenía que atender a alguien para seguir diciéndole cosas al oído a Víctor, para pedirle que le llevara a casa en el coche a la hora de retirarse, para contarle, levantando la voz, a ver si le oía todo el mundo, que yo había sido el primero y el único de la «clase media alta» de La Algaida que había salido del armario. Recibí un mensaje de Tino Vila: «¿Todavía no te han sacado los ojos?».

—¿Qué te parece nuestro joven concejal? —me preguntó la Bipolar, con la boca pastosa, en un momento en que me encontró solo, desesperado él por calibrar sus posibilidades contra aquel Ernesto Méndez que le iba a gustar a Víctor, que ya le había gustado, y tenía los ojos turbios y la lengua pesada por culpa de la tensión, las pastillas y la cerveza. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Muy guapo —le dije.

—Pues puedes intentar con él una liaison. —La Bipolar, además de bipolar, de inútil total, de fea como el demonio, de loba descangallada, y de ser más mala que una colonia Armani de los chinos, y aunque estuviera a punto de echarse a llorar, se portaba como un kamikaze—. Le gustan maduros e interesantes, te lo digo yo, no sabes lo que a mí me ha hecho sufrir.

La Bipolar no estaba maduro, estaba espachurrío, y tenía menos interés que un cubo. Menos mal que vino alguien a decirme que se reía mucho con mis artículos en el periódico. Víctor se había alejado un poco, se apoyaba en la barandilla exterior del palco, de cara a la playa oscurecida, pensativo, contemplando el mar y la noche con una repentina y rara expresión de tristona seriedad. Intenté ir a su lado pero la Bipolar se me adelantó. Pensé: «Loba». Víctor parecía de pronto decaído, melancólico, meditabundo, y la Bipolar se aprovechó para ponerse las botas, para arrimarle el cuerpo —pensé: «Qué cuerpo, qué fatiga»—, para cuchichearle todo el rato a saber qué tribulaciones, para brindar con él, enésima cerveza contra enésima cerveza, mientras miraba de reojo para comprobar si yo me había esfumado de una maldita vez. Un tipo al que fui incapaz de reconocer me llamó primo, me habló de una tal Marisa que por lo visto no paraba de hablarle de mí, me presentó a una pareja que me dijo, él inmediatamente después de ella, que les encantaba El camaleón rosa, «muchísimo más la novela que la película». Víctor volvía de repente a tratar a la Bipolar con una consideración, con una delicadeza que ya empezaba a atacarme los nervios. Cuarta y última carrera, Premio Bodegas Terán. Una muchacha muy dispuesta me pidió permiso para que su novio nos hiciera una foto con su iPhone. En el palco del Ayuntamiento, para picar, sólo había panchitos y patatas fritas, pero estaba de bote en bote. De pronto, Víctor se dio la vuelta, me vio, sonrió, y se vino hacia mí con su mirada provocativa de siempre, con su sonrisa radiante de siempre, con su alegría y su entusiasmo de siempre. La Bipolar le siguió como una loba, sí, pero muy perjudicada. Víctor se arrimó mucho a mí, yo tenía la mano en el bolsillo, él pegó su mano a la mía, empezó a acariciármela, consiguió que entrelazáramos los dedos, aquellos dedos tan tibios, tan delicados, muy sonrientes los dos, disimulando mucho los dos, muy apretados el uno contra el otro, imposible que nadie viera lo que estábamos haciendo, o quizás no, quizás la Bipolar lo viese, quizás lo estuvieran viendo todos los de alrededor, y entonces Perico Martos, el siempre endomingado y siempre ojo avizor jefe de protocolo del Ayuntamiento, nos pidió que posáramos para otro fotógrafo, y esta vez la Bipolar logró colarse en el posado, pero ya me las arreglé yo para que no se colocara junto a Víctor, me puse en medio de los dos, la Bipolar a mi izquierda, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo —«Además de bipolar y mala, pánfila», pensé—, y Víctor a mi derecha, con la mano en mi espalda, en mi cintura, en mi culo, y el fotógrafo nos pidió repetir, y la mano de Víctor era un pulpo, la mano de Víctor era una exprimidora, la mano de Víctor era una excavadora, o al menos eso fue lo que alguien le contó a la Bipolar —según ella— y, desde luego, lo que la Bipolar le contó a Tino Vila y al resto de sus holgazanas y tóxicas amistades, y lo que volvieron a contarse los unos a los otros, y lo que por fin Tino Vila, por teléfono, muy escandalizado, me contó a mí, con todo lujo de detalles, como si hubiera asistido al espectáculo en primerísima fila.

La Bipolar, desde luego, parecía a punto de arrojarme a la cara ácido sulfúrico y dejar hecho un pitraco todo mi atractivo maduro e interesante.

—No sé si es mejor que me vaya —le dije a Víctor al oído.

—Me voy contigo.

—No me habías dicho nada de esto.

—¿De qué?

—De lo de Jacobo. Mira cómo está todo el tiempo, hace que me sienta incomodísimo.

—No seas idiota. Ya te contaré.

—Es evidente que está coladísimo por ti. Da mucha pena.

—A mí no me da ninguna. Ni tú ni yo tenemos la culpa de eso.

—Niño, yo me voy. Tú tienes que quedarte aquí. Es tu obligación.

—A mí todo esto me importa una polla. Yo aquí no pinto nada si tú te vas.

—Pues vámonos los dos.

—Tengo que llevarlo a su casa.

—¿Cómo?

—Se lo he prometido. Mira cómo está, no puede irse solo, le puede pasar cualquier cosa.

—Ni tú ni yo tendríamos la culpa.

—Tengo ganas de darte un beso en la boca.

—Adelante.

No hubo beso en la boca. La Bipolar había estado observando nuestra conversación como si contemplara su propio fusilamiento. Víctor volvió a recibir un mensaje, el rapiñador de Luis Guerrero debía de estar caliente como una sartén. Yo recibí uno de Tino Vila: «¿Te han puesto ya mirando a poniente?». Muy fina la Embajadora. Entonces recordé que la Bipolar le había dicho a Tino Vila lo que, según él, le gustaba en la cama a Víctor Ramírez. Víctor me pasó el brazo sobre los hombros y echamos a andar camino de la salida. La Bipolar intentó correr detrás de nosotros.

—Has prometido llevarme a casa —suplicó, jadeante.

Víctor se detuvo, me soltó, se dio la vuelta, sonrió y le dijo, en un tono que a mí se me antojó inadmisiblemente amable, dadas las circunstancias:

—Venga, te llevo. Ahora. ¿Dónde está Juanán?

Juanán, Juan Antonio, todo él relaciones públicas y flexibilidad, el responsable del mejor y más influyente diario digital de La Algaida, andaba por allí haciendo contactos y rastreando novedades y no entendió que quisiéramos irnos tan pronto, cuando aquello, «sin el coñazo de los caballos», empezaba ya a ponerse bien. En algún momento de la noche, Juan Antonio me había dicho que Víctor se había convertido en sólo dos meses en la estrella del gobierno municipal, que despertaba pasiones colosales, a favor y en contra, que cada vez que publicaba una noticia con o sobre Víctor el digital ardía, batía el récord de comentarios por goleada. Juan Antonio me dijo también que todo el equipo de gobierno, con la alcaldesa al frente, odiaba algaidadigital.com y le odiaba a él, en particular, con la excepción de Víctor, que era un encanto. Juan Antonio tenía en algún lugar del mundo un novio camboyano. Juan Antonio no tenía ninguna gana de irse del recinto de las carreras, pero Víctor no se anduvo con contemplaciones, me dejó boquiabierto su desparpajo mandón y perentorio. Ese muchacho, metido en faena, tenía que ser un ciclón, tentado estuve de mandarle a Tino Vila —y, ya de paso, a Luis Guerrero— un mensaje que dijese: «Me ha puesto ya mirando al huracán Katrina». La noche estaba espesa, una bruma púrpura encapotaba el cielo nocturno y la humedad se pegaba al cuerpo como un mosto denso y recalentado. Yo estaba empapado en sudor.

En el coche, Víctor ordenó que me pusiera a su lado, y que la Bipolar y Juanán se pusieran detrás.

—Primero te dejamos a ti, Jaco —decidió—. Y luego no sé qué me vendrá mejor, dejar antes a Ernesto o a ti, Juanán.

No me lo podía creer. Parecía que a Víctor le era de verdad indiferente el orden en el que iría soltando lastre.

—Es mejor que dejes primero a Ernesto —dijo Juan Antonio—, a mí tienes que llevarme a Loma San Rafael, que está en la otra dirección.

Era lo sensato.

—Sí, parece lo lógico —dijo Víctor, relajadísimo, y yo estuve a punto de entrar en coma.

Víctor conducía con cierto aire de ensueño, como si las incontables cervezas que se había bebido le procurasen de pronto una beatífica serenidad. Yo estaba en precoma nervioso. Podía oír, a mi espalda, el corazón de la Bipolar, ruidoso como una hormigonera. Llegamos al principio del paseo de albero, por donde vivía la Bipolar, y Víctor se pegó al bordillo de la acera y frenó. En aquel mismo instante le abandonó toda la beatífica serenidad.

—Jaco, hala, aquí te quedas.

Sonó inmisericorde. La Bipolar no rechistó. Tuve que bajarme para inclinar el asiento hacia delante y dejarle salir. La Bipolar tenía los ojos nublados, le temblaba la boca, me miró como si él fuera un perro y le acabáramos de abandonar sin contemplaciones en una gasolinera. La Bipolar era más mala que un atracón de torrijas, que un frenillo infectado, que un desayuno con ginebra de garrafón, que una colonia Armani de los chinos, pero sufría, estaba allí, rechazado, humillado, solo, tristísimo. «Que lo zurzan», pensé. Y enseguida me dije: «Qué lástima».

Luego, el que se puso pesadísimo fue Juan Antonio. Que Víctor tenía que dejarme antes a mí, que si no tendría que hacer trayecto doble, que después de dejarle a él en Loma San Rafael llegaría a su apartamento, o a El Garaje, o a saber dónde, en diez minutos, sin tener que ir hasta casi el final de La Vara y volver de nuevo al centro. Que eso era lo lógico, que eso era lo sensato, que eso era lo mejor, hasta que yo me harté, salí del precoma nervioso, me porté como una loba con carácter y dije, en voz bien alta, seca, rotunda:

—¡Antes lo llevas a él, coño!

Víctor sonrió como el dueño de un harén. Juan Antonio no volvió a decir esta boca es mía. Víctor condujo casi veinte minutos por una carretera sin asfaltar y bordeada de matojos que invadían el camino y golpeaban el coche como si lo flagelasen. Dejamos a Juan Antonio frente a la casa de sus padres, un adosado de aires moriscos, y cuando, después de volverse para decirnos adiós con la mano, Juan Antonio cerró la puerta de entrada, Víctor respiró hondo, me miró, y yo respiré hondo, y le miré, y nos lanzamos como lobos al festín.

—Qué difícil, joder —balbuceé entre mordiscos felices.

Entre mordiscos felices, él dijo:

—A quien algo quiere, algo le cuesta.

Interrumpí un momento el festín.

—Cabrón.

—Me refería a mí.

Seguimos a lo nuestro. Sudábamos como tinajas.

—Qué calor —gimió.

Nos separamos y le dije:

—Anda, vamos. Puedo reventar.

Aún nos detuvimos un momento en el borde de aquella carretera de tierra para volver a la comilona, y luego seguimos sin que yo le preguntase adónde íbamos, y aparcó en el paseo de albero, en el sitio reservado a miembros de la corporación municipal, y reanudamos el banquete sin que nos importara que pudiera sorprendernos algún noctámbulo carnívoro, algún vampiro sediento, tal vez la Bipolar zombi, errante, sangrante, extraviada, cuchillo en mano, y a saber dónde tendría yo también la cabeza para preguntarle a Víctor, estúpido de mí, lo que le pregunté:

—¿Y ahora me vas a llevar a mi casa?

Yo estaba aturdido, ardiendo, ansioso. Ansiedad de tenerte en mis brazos, y en la boca volverte a besar.

—Lo que tú quieras —dijo él, y de pronto el muy imbécil parecía dispuesto a respetarme, pero añadió—: Me quedaría muy decepcionado, la verdad.

Esta vez ordené yo:

—Vamos a tu casa.

Bajamos del coche y fuimos hasta su apartamento comportándonos como adolescentes incontrolados.

—Cuando salimos de las carreras —dijo Víctor—, hasta la alcaldesa se dio cuenta de que nos íbamos a follar.

La noche entera sudaba como un estibador cargando con el peso del mundo. Cerca ya de la plaza Infanta Alfonsa, Víctor tuvo un sobresalto, creyó reconocer a la Bipolar en una sombra vacilante que venía hacia nosotros, pero no era la Bipolar.

En el portal de su edificio nos comportamos como para escandalizar a la comunidad entera de vecinos. En el único descansillo de la escalera que llevaba directamente a su apartamento, Víctor me estrujó contra la pared y seguimos comportándonos como si quisiéramos rematar a todos aquellos vecinos rancios y acalambrados que no sabían cómo comportarse con él y con sus amigos. La Bipolar, en su alucinación perpetua y ambulante, le había contado a Tino Vila cómo Víctor se comportaría conmigo. Víctor me arrastró hasta la cocina, hasta el baño, hasta el salón. Qué alegría, qué ferocidad. Sólo que a mí me dio un vahído cuando, en pleno enredo febril y sudoroso, caí de pronto en la cuenta de que, al final, me tendría que subir a la cama. A aquella cama a la que, completamente a oscuras, tendría que trepar por aquella escalera tan esquemática, tan airosa, tan endeble, tan divertida; aquella cama en la que, a mi edad, desnudo y empapado, me imaginaba de repente haciendo trapecio, equilibrismo, funambulismo, incluso sonambulismo, en la que me tendría que concentrar para no pegarme más chocones contra el techo en cuanto me incorporaba un poco, a pesar de las continuas y jadeantes advertencias de Víctor, y para salvar la honrilla en la vorágine del festín, en las exigencias del banquete, en la exuberancia de Víctor, en los ímpetus de su juventud, sobre un colchón que se me antojaba ahora suspendido a cien mil metros sobre el suelo, como un Apolo XIII de bricolaje, movedizo, quejumbroso, temerario, mientras Víctor tanteaba ya como un explorador experimentado el camino a seguir. Acabó por poner la mano aquí, Macorina, y me preguntó si me dolía.

Me dolía.

Desde las alturas de aquel Apolo XIII de bricolaje, pensé: «Houston, tenemos un problema». Porque a Víctor también le dolía.

Houston me contestó: «¿Qué problema?».

Yo dije: «A los dos nos duele».

Se hizo un silencio galáctico. Un interminable silencio galáctico.

Houston dijo por fin: «En ese caso, uno de los dos tendrá que entrenar».

Yo me encogí un poco, me abracé a Víctor, dejé que me abrazara como quisiera, noté que se me llenaba el corazón de una dolorosa dulzura, decidí en un segundo que, a pesar de mi larguísimo currículum de gozoso dolor ajeno, no iba a rendirme, y que, si dolía tanto, después tendríamos que hablar, habría que negociar. Y si no quedaba más remedio, me tocaría entrenar.