Vino a recogerme con traje y corbata. Yo me había esmerado mucho en ofrecer una imagen de madura informalidad, de señor con buena pinta pero sin ningún tipo de seriedad indumentaria: pantalón de lino gris, polo blanco de hilo con el logo de la marca discretamente labrado también en blanco a la altura del pectoral izquierdo, un jersey gris de cashmere sobre los hombros, unos mocasines guidos de color burdeos, sin calcetines, y —asunto importante— calzoncillos bóxer, también blancos y con rayas muy finas y suaves de color gris perla. Pero Víctor Ramírez se presentó en nuestra primera cita, al volante de su coche ya con muchos kilómetros pero recién lavado, a las siete de la tarde, en pleno agosto, con un traje de entretiempo de color café con leche, camisa beis, corbata canela con rayas marrones, zapatos acordonados y calcetines vainilla. Cualquiera diría que al final había decidido llevarme a la delegación municipal, y proponerme lo que fuera con todas las formalidades municipales.
Nada más entrar en el coche, y antes de estrecharle la mano, le dije, un poco en plan marquesa campechana:
—No te habrás vestido así para verte conmigo…
Sonrió sin la menor timidez, se encogió de hombros, me dio a entender con un gesto que no sabía el tipo de fulano que se iba a encontrar, se quitó la chaqueta y la tiró al asiento trasero, se quitó la corbata y no recuerdo qué hizo con ella, se desabrochó los dos primeros botones de la camisa, se desabotonó también los puños y les dio dos vueltas hasta quedar discretamente arremangado, todo sin dejar ni un momento de sonreír, y luego puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo:
—Arreglado. —No parecía ni aliviado ni apurado, sólo cómodo, y contento—. ¡Por fin nos vemos!
Tenía unas manos preciosas. Una cara preciosa. Una sonrisa preciosa. Unas piernas demasiado delgadas y un paquete nada revelador. Era un chico no muy alto, escueto, muy moreno, muy bronceado, bastante velludo. No era mi tipo. En absoluto era mi tipo. Era el chico más guapo que había visto en mi vida.
—Qué buen sitio —señaló con la cabeza en dirección a la playa, y luego el césped del jardín de mi casa, recién cortado, brillante a aquella hora de la tarde, la cancela de hierro de las de toda la vida con el nombre del chalé forjado en la parte alta de la verja, Villa Eulalia, la playa a cincuenta metros del porche, los eucaliptos enormes con su ramaje indisciplinado y sus hojas de color oro viejo, la marea baja, el coto de Doñana al fondo, con aquella impresión que daba de estar apenas a un paseo y a unas brazadas de donde nos encontrábamos—. Tengo un amigo que vive por aquí.
La Bipolar. La familia de la Bipolar tenía una desvencijada casa de verano por allí cerca. Pensé que quizás lo suyo con la Bipolar había ido de verdad en serio. Tino Vila me lo había asegurado. Tino Vila había decidido, para fastidiarme, creer con fanatismo todo lo que le contaba la Bipolar. La Bipolar no paraba por lo visto de hablar de Víctor Ramírez.
En aquella primera cita, Víctor me llevó primero a una aparatosa discoteca recién abierta en uno de los mejores chalés de la Banda de la Playa, con la consiguiente escandalera organizada por el Círculo Argónida, una organización de voluntarios dedicados a vigilar con cierta saña la conservación del patrimonio artístico, arquitectónico y urbanístico de la ciudad, y de la que la Bipolar era, según pérfida definición de unos amigos de Víctor, musa en extinción. Víctor no paró durante todo el trayecto de poner la mano en mi muslo para acompañar con ese gesto cualquier cosa que me dijera. Una vez le sorprendí mirándome de reojo la portañuela, también nada reveladora. Me parecía enternecedor que hubiera dedicado tiempo a pensar en qué ponerse para encontrarse conmigo, que hubiera decidido ir a mi encuentro arreglado con la seriedad indumentaria de un admirador dispuesto a causar la mejor impresión en su ídolo de toda la vida, o tal vez —¡ay!— con la protocolaria formalidad de un delegado municipal en horas de servicio.
—Qué ganas tenía de conocerte —me dijo, cuando aparcó cerca de la discoteca, y volvió a poner la mano en mi muslo.
Yo puse mi mano sobre la suya. Entreabrió los dedos. Tenía unos dedos largos, delicados, afectuosos, nada municipales. «Ya verás como no para de ponerte la mano en el muslo», me había advertido Tino Vila. A él se lo había dicho la Bipolar.
La Bipolar lo sabía todo. La Bipolar, además de bipolar, y de más mala que un frenillo infectado, era una bruja en toda regla. Así que la Bipolar sabía que, en la discoteca, Víctor pediría dos cervezas en la barra, sin preguntarme si yo quería beber cerveza. Sabía que pagaría él. Que me llevaría luego a uno de los coquetos sofás de caña con almohadones blancos de alguna de las coquetas terrazas laterales. Que nos sentaríamos muy cerca el uno del otro, que él me sonreiría como nadie me había sonreído jamás, que volvería a ponerme la mano en el muslo, en la rodilla, otra vez en el muslo, y que me diría todo lo que nadie es capaz de considerar sospechoso en un momento así.
—Llevo mucho tiempo leyéndote en las revistas gays —me dijo.
Sonreí, y procuré no enseñar demasiado la dentadura —dentadura natural, eso sí, pero irregular, apagada—, desastrosa en comparación con su dentadura perfecta, blanquísima, brillante. Y natural cien por cien.
—¿Sólo en las revistas gays? —intenté que la pregunta sonara a reproche muy, muy cariñoso, a pura coquetería.
Sonrió como un colegial desenvuelto al que no le importa ni poco ni mucho que lo pillen en falta.
—Ya no se publica Rainbow, ¿verdad? Me gustaba mucho esa revista.
—Aparece de Pascuas a Ramos, sin ninguna periodicidad fija. Está en las últimas. ¿De verdad te gustaba?
—Un poco petarda, ya sé. Pero también tenía cosas interesantes. Tus artículos, por supuesto. Me gustaba mucho tu foto.
Me puso la mano en el muslo, me miró a los ojos como si en efecto estuviera delante del arcoíris. Mis ojos salían estupendos en aquella foto: verdes, grandes, expresivos. En la foto, un primer plano muy exagerado, yo me cubría la mejilla derecha con la mano y el efecto era muy favorecedor: cara escueta, buena piel, pómulos dibujados, cero arrugas, cero papada. Allí, en la discoteca Titán, tan cerca el uno del otro, Víctor estaba viendo otra cosa. Yo aún no sabía que la Bipolar le había asegurado: «Ernesto Méndez te va a gustar».
—¿Ningún libro? —Pensé que recordarle que yo había publicado libros, y con notables resultados, aliviaría algo los efectos dañinos del cara a cara—. ¿Ni El camaleón rosa? Aquí todo el mundo ha leído El camaleón rosa.
—Qué título más gay.
—Bueno, trata de un niño que empieza a adivinar que es gay, y en su familia se cuenta la leyenda de un camaleón que un tío del niño, cuando era chico, tenía en una caja grande de cartón y que poco a poco se fue volviendo rosa, el camaleón, no la caja, y al final el camaleón se quedó rosa para siempre, no cambiaba de color por más que lo pusieran sobre cosas de otros colores.
Víctor tenía una risa limpia, casi infantil, encantadora:
—Qué camaleón más raro.
—Raro no —dije—. Gay.
Los dos nos reímos como si estuviéramos en el colegio.
—De verdad, no tengo tiempo para leer libros —dijo él, y no parecía lamentarlo lo más mínimo—. Pero en el colegio, en clase de literatura, nos hablaban de ti. Y creo que de esa novela.
Resultaba vertiginoso pensar que, apenas quince años atrás, a un Víctor de diez o doce años, un profesor de literatura —quizás secretamente deslumbrado por el platonismo de la Grecia clásica— le hablaba de los libros de un escritor, ya maduro, llamado Ernesto Méndez.
—¿Os hablaban de mí bien o mal?
—Bien. Muy bien. Lo que me parece injusto es que aquí no te traten ahora como te mereces. Como mínimo, te mereces que le pongan tu nombre a una calle. De eso, ahora que soy concejal delegado de Igualdad, voy a encargarme yo.
Sonreí sin la precaución de no mostrar la dentadura y le puse la mano en el brazo. Él lo dobló y me aprisionó la mano como si mi mano fuera un camaleón y su brazo doblado una caja de cartón. Me pareció una manera muy masculina, muy pudorosa, muy encantadora de acariciar. Muy excitante.
—Víctor, aquí ya hay una calle con mi nombre —le dije, con toda la delicadeza afectuosa de la que fui capaz, por nada del mundo quería abochornarlo—. Desde hace años. Calle del escritor Ernesto Méndez. Quedaría un poco raro que hubiera otra calle del escritor Ernesto Méndez, ¿no?
Por vez primera, durante toda la tarde, le vi desconcertado. De pronto, su expresión era la de no creer que hubiese dado semejante patinazo, que aquella carta perfecta para seducirme no fuese en absoluto una carta ganadora. Él había planeado ofrecerme generosamente aquel honor municipal y yo no iba a ser tan desaprensivo como para quitarle importancia al ofrecimiento o rechazarlo. Pero ya había en la ciudad una calle con el nombre del escritor Ernesto Méndez, qué se le iba a hacer. Algo había fallado.
Mi mano seguía aprisionada por su brazo doblado. Mi mano se estaba poniendo irremediablemente rosa.
—Esta misma mañana he vuelto a mirar el callejero con mucho cuidado, para estar seguro, y no figura la calle Ernesto Méndez, ese listado está mal —dijo, a todas luces enfadado con el callejero.
—Existe —sonreí con mucha precaución para no enseñar los dientes—. El listado está mal.
—Yo me voy a encargar de eso —me prometió, con una deslumbrante sonrisa de dientes blanquísimos y radiantes con la que se absolvía a sí mismo.
Me puso la mano en el muslo y apretó un poco. Una de mis manos seguía aprisionada y rosa sin remedio, y su mano libre apretaba mi muslo como tapándome todas las salidas. Puse mi mano libre sobre su mano ocupada y él, sin duda, comprendió que podía pedirme lo que quisiera.
—Me encantaría contar contigo para hacer cosas —me pidió—. Aquí todavía hay mucho que hacer, y es verdad que tengo amigos que están conmigo y que me ayudan, pero llega un punto en el que ellos se paran, no van más allá, y entonces me siento muy solo.
Noté que los ojos se me llenaban de compasión. Otras partes de mi cuerpo se me llenaron de pasión a secas. Estaba conmovido. Y caliente. Porque no era justo, no era posible, no se podía soportar que un muchacho tan valioso, tan decidido, tan comprometido, tan efervescente, tan guapo se sintiera solo. Un muchacho como Víctor no volvería a sentirse solo jamás. Yo iba a encargarme de eso.
—Cuenta conmigo. Para lo que quieras. Eso sí, para agradecérmelo vas a tener que conseguir que me nombren, como mínimo, hijo predilecto de la ciudad.
—Hecho.
Víctor era feliz. Liberó mi mano aprisionada por su brazo doblado, mi mano como un camaleón fundido en rosa. Su otra mano empezó a subir y bajar por mi muslo como si de ese modo sellara todas las salidas que unos minutos antes había cerrado para que no me escapase. Ya están todas las puertas cerradas con candados, y aquí estamos a solas, a solas tú y yo. Víctor sabía que ya no me iba a escapar. Y habló, habló, habló. Habló de lo orgulloso que estaba por haber desplegado por primera vez en la ciudad, con dos cojones, en el balcón del edificio municipal mejor situado, frente al hermoso paseo de albero que lleva directamente a la playa, la bandera del arcoíris, el Día del Orgullo. Habló de su entusiasmo y su entrega a su trabajo de profesor de primaria en un colegio concertado de monjas, y de cómo le había dicho por derecho a la monja directora, el día que fue a firmar el contrato, que él era gay, y que la monja le había dicho que ya lo sabía y le sonrió caritativamente, y que él le había pedido que, en caso de llegarle alguna protesta por el hecho de haber contratado a un profesor gay, exigiera que la protesta se la presentaran por escrito. Habló de lo comprometido que iba a estar, como concejal delegado de Igualdad y de un montón de cosas más, no sólo con el colectivo LGTB, sino con el de las mujeres, el de los inmigrantes, el de los discapacitados, el de los enfermos de lo que fuese, el de todas las asociaciones habidas y por haber, y el de protectores de los animales de compañía y de los animales en general. Lo de los animales me desconcertó un poco durante unos segundos, pero enseguida comprendí que entraría dentro de sus múltiples y abigarradas competencias, y que todos los animales, incluidos los famosos langostinos de la zona y los muergos y las almejas y todas las criaturas de la mar, de la tierra y de los cielos tienen sus derechos y él iba a ocuparse tozudamente, apasionadamente, generosamente, desafiantemente y exitosamente de defenderlos.
Le dije que contase conmigo para todo, incluido lo de los animales.
Habló también de su primera iniciativa municipal: dedicar a la igualdad, «en toda la amplitud de la palabra y del concepto», la rotonda con olivos que había a la entrada de la ciudad, darle el nombre de Glorieta de la Igualdad Social, colocar entre los árboles una escultura realizada por un joven paisano y amigo, estudiante de bellas artes, e inaugurarla con todas las solemnidades municipales a mediados de septiembre.
—¿Me escribirías un texto para grabarlo en la base de la escultura?
—Claro que sí.
—¿Y vendrías a la inauguración?
—Claro.
—¿Y dirías unas palabras?
—Todas las palabras que tú quieras.
Para variar, esta vez no sonrió, pero se inclinó sobre mí, apoyó la mejilla en mi hombro y susurró:
—Qué contento estoy.
Yo le acaricié el cuello. Tenía un cuello delgado, suave, tibio, un cuello que nada tenía que ver con los cuellos recios, anchos y musculosos de los novios raros que tanto me gustaban. Tenía el cuello más hermoso y más apetecible que yo había acariciado jamás.
Me mordió suavemente, cariñosamente el hombro y dijo:
—¿Tienes hambre? Te invito a cenar en mi restaurante italiano favorito.
Del Piero, su restaurante italiano favorito, estaba en la urbanización Hacienda de la Santísima Trinidad y a mí, que vivía a cinco minutos caminando de la urbanización, siempre me había parecido un lugar de tercera, deslucido y ruidoso, siempre lleno de familias con niños y de grupos de adolescentes que compartían, a voces, pizzas acartonadas y gigantescos vasos de plástico llenos de refrescos aguados. Por supuesto, estaba equivocadísimo. Comprendí que, con Víctor al lado, estaría equivocadísimo en montones de cosas.
—Está buenísima esta ensalada de pollo, ¿verdad?
—Exquisita.
—Y la pizza calzone canibal es la mejor de La Algaida. ¿Pedimos una calzone canibal para compartir?
—Claro. Me fío de ti.
Los ñoquis con queso también estaban exquisitos, faltaría más. Habíamos elegido una de las mesas colocadas sobre la acera, y la brisa que llegaba del mar era, por descontado, exquisita. Pero, antes de sentarnos, Víctor había saludado a un montón de gente, compañeros del partido, o colegas del colegio, o madres y padres de alumnos o ex alumnos suyos que estaban allí con los niños y con las abuelas y con los abuelos, y a todos les dijo que yo era el escritor Ernesto Méndez. Casi todos ponían cara de saber perfectamente quién era yo, lo que significaba que no tenían la menor idea, y entonces Víctor aclaraba que yo había escrito El camaleón rosa, y todos sonreían, incluso los niños y las abuelas, quizás porque algunos habían leído El camaleón rosa, aunque no se acordaran de mi nombre, y desde luego porque El camaleón rosa era una mariconada de título.
—Y ahora háblame de ti —me dijo Víctor cuando ya habíamos dado cuenta de la exquisita ensalada de pollo, y puso su mano izquierda en mi antebrazo derecho, pero la retiró enseguida porque así no había manera de que yo empezara a comer la exquisita calzone canibal.
—No hay mucho que contar —le dije—. La vida de un escritor es mucho más aburrida de lo que la gente piensa.
—No me lo puedo creer.
—De verdad. Escribir es sentarte, redactar una frase, borrarla, volver a redactarla, aguantarte las ganas de echarte a la calle a pendonear un poco, repasar lo que acabas de escribir, corregirlo, atornillarte a la silla, dejarte llevar por lo que estás contando, darte cuenta de que te estás dejando llevar más de lo conveniente, frenar, corregir, releer, cabrearte si algo no acaba de convencerte, alegrarte moderadamente si consideras que no está mal, y seguir, durante tres horas sin excusas, al menos en mi caso, durante tres horas aunque me atasque, y sólo durante tres horas aunque me embale, y así meses y meses. Ya ves —consideré que una sonrisa burlona era perfecta para ilustrar tan tediosa descripción del glamuroso oficio literario—, una angustia.
—Totalmente —dijo él, y nadie habría dicho que estaba impresionado—. Yo también escribo.
Él también escribía. Por si hiciera pocas cosas, también escribía. Escribía artículos que se publicaban cada quince días en el semanario local. Y me quedó claro que lo hacía fogosamente, provocativamente, desafiantemente. «Fatal», me había dicho la Embajadora. «Aparte de ser un borde faltoso y bajuno, escribe fatal. Eso sí, en la fotito que ponen junto a la firma sale monísimo». Pero como me lo había dicho semanas antes, mientras me contaba las penalidades amorosas de la Bipolar —enamorado de Víctor Ramírez hasta los confines más tormentosos de su bipolaridad; rechazado por Víctor Ramírez con la falta de miramientos con la que al parecer el delegado de tantas cosas escribía sus artículos; devastado, despechado, resentido, empastillado hasta las cejas, y puesto de cervezas y gin tónics hasta la coronilla—, y como a mí las penalidades bipolares y las congojas amorosas de la Bipolar me traían al pairo, no me había preocupado en absoluto de comprobar lo monísimo que salía Víctor Ramírez en aquella foto ni en ninguna otra, ni lo rematadamente mal, según Tino Vila, que escribía. Ahora, sin embargo, me moría de ganas de salir corriendo a comprar el último número del semanario, verle monísimo en la foto, confirmar lo que, sin haberle leído aún, ya sabía, faltaría más: que escribía apasionadamente, provocativamente, desafiantemente, maravillosamente.
—Das clases todas las mañanas, eres concejal delegado de un millón de cosas, te ocupas de movilizar a tus amigos y conocidos en defensa de los derechos de los gays, de las lesbianas, de los transexuales, de los bisexuales, de las mujeres en general, de los discapacitados, de los inmigrantes, de los animales de compañía y de los animales de cualquier clase, y, encima, escribes artículos… Qué barbaridad. No te quedará un segundo libre para ligar.
Sonrió como si acabara de salir intacto, resplandeciente, sin un arañazo, sin una arruga, de un feroz combate.
—Ahora estoy ligando contigo —dijo—. ¿Tú no estás ligando conmigo?
Se me atragantó la pizza. Seguro que por eso se me escapó aquella ridícula frase relamida:
—Bueno, no sé cómo tienes de despejado el corazón.
—Casi despejado —dijo, con una seriedad inesperada, y me dio la impresión de que había estado toda la noche deseando decírmelo—. Estoy terminando de cerrar una historia de once años. Llevamos ya más de uno separados, de hecho él vive en Granada y yo aquí. Acabar es difícil, porque es una persona a la que quiero mucho después de tanto tiempo, hay lazos complicados de romper, y porque tenemos cosas materiales en común, pero está decidido. Lo tengo clarísimo, eso se va a terminar. ¿Y tú?
¿Y yo? ¿Qué podía contarle yo de mi corazón sin que echara a correr despavorido? Yo aún no sabía lo que le había dicho la Bipolar —que yo siempre me buscaba novios raros—, pero intuía que había oído rumores y no era cuestión de confirmárselos. Lo de su decisión de terminar con aquella larga relación de once años coincidía, punto por punto, con lo que la Bipolar le había dicho a Tino Vila y Tino Vila me había dicho a mí, así que tenía despejado el camino para intentarlo, para hacerme ilusiones, para arriesgarme, siempre que no fuera tan estúpido como para contarle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre los desavíos acumulados de mi corazón. Y si quieren saber de tu pasado, es preciso decir una mentira… Había que contar no una, sino todas las mentiras que hicieran falta, incluso haciendo caso omiso de la letra del bolero —di que vienes de allá, de un mundo raro, que no sabes llorar, que no entiendes de amor, y que nunca has amado—, así que le mentí como un bellaco.
Le dije que a mí me gustaban las relaciones largas, los compromisos firmes, la fidelidad absoluta y no sólo la sobrevalorada lealtad, los amores estables y para siempre, aunque el último se había terminado hacía ya un lustro por culpa de una peritonitis descuidada —sobre la marcha no se me ocurrió un modo fatídico más airoso de perder a la pareja—, y que un amor así ya lo estaba echando de menos. Claro que, sin saber cómo terminaría aquello, tampoco estaba dispuesto a quedar como un patético sesentón todo lo novelista famoso que se quisiera, pero más solo, rancio y resignado que beata en mis sábanas frías. Así que también le dije que llevaba dos o tres años con una relación a distancia y de puro mantenimiento, pero nada serio, un chico brasileño que se había ido a vivir a Ibiza y venía a verme a Madrid de vez en cuando, un chico estupendo, divertido, cariñoso, buena persona, con un físico espectacular, un muchacho enorme por todas partes —a ver si se iba a pensar el concejal delegado de Igualdad que, aunque estuviera dispuesto a defender la igualdad con todas mis fuerzas, yo me contentaba con cualquier cosa y cualquier tamaño—, un escándalo de chaval que trabajaba haciendo strip-tease en discotecas gays, en bares para chicas y en despedidas de solteras.
—¡Guau!
Me miró con ojos de cachorro descartado, entre el resto de la camada, por gay maduro y necesitado de compañía. Me alarmé:
—Nada importante, de verdad. Le tengo mucho afecto y, si viene a verme, lo pasamos bien. —Tragué saliva y noté que me sonrojaba—. Pero, si apareciera en mi vida algo que mereciera la pena, apostaría por eso sin pestañear. Y Renato, porque el brasileño se llama Renato, lo entendería perfectamente y se alegraría mucho por mí, créeme. ¿Cómo se llama tu ex?
Me acarició la rodilla por debajo de la mesa.
—Jerónimo. Se llama Jerónimo, Jero, y técnicamente aún no es del todo mi ex. —Víctor sabía sonreír como nadie cuando daba una mala noticia—. Pero estoy decidido a cerrar esa historia, de verdad, de hecho ya me siento libre y abierto a todo, a explorar y disfrutar experiencias nuevas, sin remordimientos. Durante este año largo que Jero y yo llevamos separados he tenido mis flirteos y mis aventuras. Algunas tremendas.
Desde luego, nada más tremendo que una aventura con la Bipolar. Incluso un simple flirteo con la Bipolar podía ser tremendísimo. La Bipolar les había contado a sus amigos íntimos y no íntimos que había sido un romance inolvidable, y también que Víctor Ramírez era un pendón descontrolado y que, encima, disfrutaba contándole sus conquistas y haciéndole sufrir. Y le había dicho a Tino Vila que, si el concejal imparable se enrollaba conmigo, también me las contaría a mí. Así que Víctor Ramírez, aunque no me habló de la Bipolar, me habló de un director de cine que había pasado por la ciudad en busca de localizaciones y de «caras interesantes» para una película sobre la circunnavegación de Fernando de Magallanes, ambiciosa producción internacional de la que nunca más se supo. Me habló de un amago de trío improvisado, en su apartamento, con un político de derechas y una vendedora ambulante de bisutería fina y chancletas de importación. Me habló de una historia fuerte, fuerte, fuerte que sólo le había contado a un amigo, y ahora a mí, con una pareja de hombres que buscaban terceros en Internet y por Grindr, esa aplicación de Apple que sirve para localizar sobre la marcha maricas que se encuentran cerca y están dispuestos a montárselo sin preámbulo alguno con el primero que se ponga a tiro, y cómo primero quedó con uno de ellos, y luego conoció al otro, y le gustaron los dos, y el lío duró cuatro meses, despepitado viaje a Londres incluido, «hasta que corté yo, porque aquello no llevaba a ninguna parte» —y lo repitió tres o cuatro veces, mientras contaba sin regodearse demasiado en los detalles «aquella locura»; insistió en que él había puesto el punto final, parecía muy preocupado por dejarlo claro—, y eso que se lo pasaba en grande con ellos, porque aquellos dos eran unas fieras sexuales. Y me habló de Luis Guerrero, un político atractivo, simpático, liante, pero joven —joven para los gustos de Víctor Ramírez—, un antiguo candidato por las izquierdas más o menos unidas al Congreso de los Diputados, que ahora trapicheaba políticamente en la Junta a costa de los socialistas y que, a pesar de tener un novio que se ponía de los nervios en cuanto un chico menor de treinta años se acercaba a su hombre, llevaba algún tiempo tirándole los tejos sentimentales y políticos.
—Vaya piezas estamos hechos —le dije—. Esto pinta bien.
—Totalmente —dijo él, y me acarició la mejilla con un amago de bofetada muy suave.
En uno de sus dos móviles —el particular y el municipal—, de los que seguro que no se separaba ni para ducharse, sonó la señal de entrada de un mensaje. Víctor consultó la pantalla del teléfono.
—Luis Guerrero —estaba encantado de la coincidencia. Y no respondió.
No pedimos postre. Ni café. Víctor jamás tomaba café. A veces, a media tarde, si estaba en una cafetería, pedía un colacao con un donut. «Como un niño chico», le había dicho la Bipolar a Tino Vila.
—¿Te gusta la música? —me preguntó Víctor de pronto.
¿Música? Sólo los boleros y las rancheras. Me deja frío el resto de la música, me aburre la música, me pone nervioso la música, me repatea la música, nunca jamás oigo música. Y, aunque me gusten, ni siquiera me da por ponerme en casa a escuchar rancheras o boleros. Es tan visceral, tan irrazonable, tan genética mi incompatibilidad con la música, salvo con los boleros y las rancheras en determinadas circunstancias —pero cualquiera podía adivinar que Víctor no hablaba de boleros ni de rancheras—, que no me paré a pensar en las posibles e indeseables consecuencias de un exceso de sinceridad. Fui rematada y atolondradamente sincero y le dije a Víctor que me aburre la música, que me repatea la música, que jamás he tenido en casa ni un disco, ni un cedé, ni el más elemental aparato de música.
—No me lo puedo creer.
—Nadie se lo puede creer. Pero es la verdad. Lo siento.
—Eres un monstruo.
—Lo soy. Lo dice todo el mundo cuando confieso que no soporto la música.
—Yo también soy un monstruo. —Levantó las cejas y puso mirada de monstruo risueño—. ¿Vienes a mi apartamento? Quiero que oigas la música que compongo.
¿Música? ¿Víctor Ramírez también componía música? ¿Víctor Ramírez quería torturarme con su música? ¿Quería llevarme a su apartamento para maniatarme y que no pudiera escapar, para amordazarme y que no pudiera gritar, para obligarme a oír música? Al final, la Bipolar iba a tener razón: Víctor Ramírez, bajo su aspecto de arcángel moreno y, eso sí, hiperactivo, era un sádico desalmado.
—No me lo creo —dije—. Además de ser profesor de niños pequeños todas las mañanas, de ser concejal delegado de un millón de cosas, de pelear a diario por los derechos de las mujeres y los hombres de todo el mundo, de luchar por los derechos de los animales de compañía y de los animales en general, de escribir artículos, ¿también compones música? ¿Y tienes tiempo para estar aquí, ligando conmigo?
—Ya te lo he dicho, soy un monstruo.
Le acaricié la mejilla con una guantada falsa, teatrera.
—Creo que a los dos nos gustan los monstruos —dije—. Anda, vamos a tu casa.
Pero antes de ir a su casa quiso que fuéramos a El Garaje, el bar canalla de la ciudad, el refugio nocturno de todas las almas perdidas —nativas o de paso—, de todos los solteros modernos, de todos los separados, divorciados, adúlteros, artistas, poetas, enrollados, gays, lesbianas, transexuales, bisexuales y, de vez en cuando, miembros de las asociaciones de madres y padres de colegios, públicos y concertados, con ganas de vivir una noche loca. El refugio, también, de la Bipolar.
Ya era tarde. Aparcamos en un lugar del paseo reservado a los miembros de la corporación municipal y nos fuimos a El Garaje atravesando todo el centro casi desierto, abrazados por la cintura, contentos, provocadores:
—Aquí van los dos más importantes maricones de La Algaida —dijo Víctor en voz muy alta, desafiante. Y añadió, en señal de respeto a la antigüedad—: Tú el más importante, y yo el segundo.
Era jueves, en todas partes un buen día de salida para perdidos y desparejados, o para parejas que fantasean con la idea de estar sin domesticar, pero El Garaje se encontraba casi vacío. Víctor, sin consultarme, pidió dos cervezas y, ya que él había estado invitando a todo, me apresuré a pagar la ridiculez que costaba aquello: cuatro euros. Víctor me presentó al camarero y ellos dos estuvieron un rato hablando de lo mal que iba la noche. Le dije algo a Víctor y le puse la mano en el brazo, y él lo dobló para aprisionármela como si mi mano fuera, efectivamente, un camaleón condenado a no cambiar de color, un camaleón para siempre rosa. Dejó de hacerlo cuando estuvo seguro de que el camarero se había fijado en lo que me estaba haciendo. Fui al baño. Dentro del servicio de caballeros había una máquina expendedora de preservativos. Saqué dos. Víctor no me había invitado a su apartamento sólo para oír música.
Cuando volví a su lado, me rodeó de nuevo la cintura con su brazo.
—Esto está muerto —se quejó—. ¿Nos vamos a mi casa? Está aquí al lado.
Su casa era un apartamento minúsculo, pero con todos los rincones bien aprovechados, en la primera planta del mejor edificio de pisos de la ciudad. Pisos caros a los que habían ido a parar —tras malvender sus grandes casas de toda la vida, ya imposibles de mantener— familias bien, algunas de ellas formadas por hermanas solteronas de apellidos sonoros o viudas con hijo único soltero, talludito, capillita y adicto al Hola, a las películas en versión original y a los paseos al atardecer por los alrededores de las dunas de Las Albercas. El único piso de la primera planta lo habían dividido en tres apartamentos muy pequeños y uno de ellos, el del centro, lo había comprado Víctor. A pesar de su origen humilde, «y a mucha honra», y de sus denodados y sinceros esfuerzos a favor de la igualdad social, Víctor Ramírez tampoco se conformaba con cualquier madriguera.
—Yo aquí soy un escándalo —me dijo, feliz—. No saben qué hacer con un gay joven, descarado, de El Pedregal, y con amigos gays y descarados que no se cortan un pelo y se comen la boca mientras esperan el ascensor, si se tercia.
Nosotros ya estábamos dentro del apartamento y allí nadie le comía la boca a nadie. Hacía mucho calor y Víctor abrió un poco el balcón que daba a la plaza Infanta Alfonsa. Con el pretexto de asomarme a las vistas, me tropecé aposta con Víctor mientras él volvía de entreabrir el balcón, y él reaccionó como si el tropezón hubiera sido del todo fortuito e inevitable, se hizo a un lado con decepcionante naturalidad, nada de abrazarme como un pulpo, nada de apretarse contra mí, nada de meterme la mano por la cintura del pantalón, nada de buscarme los condones en el bolsillo, nada de comerme la boca. Ay, su boca, aquellos labios «carnosos y jugosos» que la Bipolar tanto ponderaba y tanto añoraba en su crónica desdichada de un romance que, según Víctor, nunca existió.
Y lo cierto es que la Bipolar le había hecho a Tino Vila una descripción perfecta del apartamento y, sobre todo, de la cama. Aquella cama.
Sólo de ver la cama casi me da el lumbago. La cama, un popular modelo sueco para habitaciones de estudiantes, estaba en alto, a metro ochenta sobre el suelo, a poco más de un metro del techo, como suspendida en el aire, porque su armazón metálico daba la impresión de cualquier cosa menos de aguante, y para acostarse en ella había que subir por una escalera de diseño, sí, airosa, sí, divertida, sí, pero tan endeble como mi devoción por el alpinismo. Yo podía escoñarme vivo la primera vez que me subiera allí, y la primera vez que me bajara de allí.
¿Tendría yo alguna vez la presencia de ánimo suficiente para usar un condón, al menos uno, en aquella cama?
Menos mal que su ordenador —o lo que fuera aquello— para componer música estaba debajo de la cama, así que dejé de tener la cama a la vista. Víctor se sentó en su silla de trabajo y puso a su lado un taburete para que me sentara junto a él, y yo me senté de manera que él me quedaba de perfil.
—La música es mi vida —dijo, y empezó a sonar la música.
—Bueno —inventé sobre la marcha—, a mí tampoco me gusta el baloncesto y estuve seis meses liado con un jugador del Estudiantes de Madrid. Un tío como un castillo, por cierto.
La música me pareció enseguida una canción muy dulce —con una letra surrealista, eso sí— cantada por una chica dulcísima, una canción que parecía compuesta por el encargado de las mayores dulzuras en los Estudios Disney. La canción era deliciosa, por supuesto que era deliciosa. El perfil de Víctor era delicioso. La canción tenía una línea melódica, o como se llame eso, que nada, absolutamente nada tenía que envidiar a las melodías dulcísimas de Disney. El joven perfil de Víctor era un perfil clásico que nada tenía que envidiar a los perfiles jóvenes esculpidos por los escultores de la Grecia clásica. La canción y el perfil de Víctor eran arrebatadores.
—Te gustan grandes, ¿verdad? —dijo Víctor, sin dejar de mirar la pantalla en la que vibraba en colores el perfil electrónico de la canción.
Me las prometí felices.
—¿Grandes?
—Los tíos.
—Con excepciones —dije, y él ni se inmutó.
La canción dulcísima moría dulcemente y el perfil de Víctor era de una dulcísima serenidad.
—Ahora vas a escuchar la misma canción con arreglos —ordenó.
—Sí, amo —le dije—. ¿Las letras también son tuyas?
No contestó. Empezó a sonar la canción con todos sus arreglos y el perfil de Víctor, que no necesitaba arreglos de ninguna clase, podía arreglarme a mí cualquier cosa. Yo me imaginaba que aquellas letras surrealistas eran de aquella pareja de once años con la que Víctor estaba terminando de terminar, significara eso lo que significase y estuviera el proceso de terminación en el punto en el que estuviese, pero los arreglos también me parecieron deslumbrantes, tan deslumbrantes como el perfil de Víctor. Aquella canción, aquellos arreglos, eran sin duda lo mejor que yo había oído en mi vida, yo ya era el paradigma del síndrome de Estocolmo en la disciplina musical, Víctor era ya mi adorado amo y podía aplicarme, perfil en ristre, todas las canciones que quisiera, con todas las letras surrealistas habidas y por haber.
La música terminó sin que yo me diera cuenta, tan extasiado estaba. Por la música y por el perfil de Víctor.
—Maravilloso —dije, y procuré dejarle claro que estaba bastante aturdido por el éxtasis—. De verdad. Es que no doy crédito. Es increíble que compongas y que arregles así.
Separó su silla de la mesa del ordenador, la hizo girar, quedó frente a mí, arrastró la silla hacia atrás para separarse un poco. De frente era ya igual de arrebatador que de perfil.
—Un día te la pondré entera —me amenazó.
—¿Dónde? —a mí me dio otro subidón de éxtasis.
—La comedia musical, digo.
—Ah, estás componiendo toda una comedia musical… No me lo puedo creer, de verdad que no.
—Aún le queda un poco, pero la queremos estrenar el curso que viene.
Me desconcertó que hablase de pronto en plural.
—¿Quiénes queréis estrenarla? ¿Dónde?
—Un grupo de chicos y chicas de aquí, todos son alumnos de institutos y de colegios de La Algaida. Y queremos estrenarla en La Milagrosa.
La Milagrosa, antigua iglesia convertida en auditorio municipal y centro para actos culturales, era, sin duda, el sitio perfecto para el estreno de aquella comedia musical cuyo título, provisional, era Tigris. Eso dijo Víctor y yo estuve absolutamente de acuerdo. Me emocionaba de verdad sólo imaginarme el estreno de Tigris —título precioso en mi opinión, me faltó tiempo para decírselo— en el auditorio de La Milagrosa, y a Víctor ordenando parar los atronadores aplausos del público que desbordaría la sala, para decir con mucha gallardía y mucha emoción, como Jodie Foster cuando le dieron el Oscar, que sin mí, sin Ernesto Méndez —su amigo, su cómplice, su amor—, aquello no habría sido posible.
Víctor se inclinó un poco hacia delante, puso sus manos sobre mis muslos, sonrió como hacía milenos que nadie me sonreía. Una de sus manos tropezó, por encima de la tela del pantalón, con los condones que yo llevaba en el bolsillo, los acarició, hizo un gesto de cara muy afectuoso, como si estuviera acariciando a unos mellizos huérfanos y abandonados, y dijo:
—Es tardísimo, ¿no? —Consultó su reloj—. Las tres. Venga, te llevo a tu casa.
Me llevó a mi casa. Cuando bajábamos la escalera de su apartamento, él, que me seguía, dio un salto de tigrecillo feliz y me abrazó alegremente por los hombros, pero me llevó a mi casa. Durante el camino casi no me quitó la mano del muslo, fue guiñándome el ojo constantemente, se humedecía los labios «carnosos y jugosos» de vez en cuando y sonreía con intención libidinosa, pero me llevó a mi casa.
En mi casa estaba mi madre.
Junto a la cancela de Villa Eulalia, antes de que yo me bajara del coche, me pidió:
—Venga, dame un beso.
Fue un beso largo, fue un beso fuerte, fue un beso en los labios, fue mucho más que un besote, pero me dejó en mi casa.
Mientras yo abría la cancela, él asomó la cabeza por la ventanilla del coche y me preguntó:
—Oye, ¿de qué color es de verdad el camaleón de tu novela?
—De tu color —le dije.