Que yo siempre había tenido novios raros. Eso decía de mí la Bipolar.
Ahora tenía un novio concejal, treinta años más joven que yo, hiperactivo, ambicioso, egocéntrico, narcisista, exhibicionista, desequilibrado, frío, inclemente, con profundos desajustes emocionales, y capaz de cualquier cosa con tal de conseguir lo que quería. Eso decía la Bipolar y repetía su alborotado y tóxico círculo de amigos.
A Víctor Ramírez, flamante concejal delegado de Igualdad, Solidaridad, Salud, Consumo y Varios del Ayuntamiento de La Algaida, la Bipolar le había dicho:
—Ernesto Méndez te va a gustar.
Y es que el flamante concejal, delegado de tantísimas cosas, le había confesado a la Bipolar:
—Me muero de ganas de conocer a Ernesto Méndez.
Entonces fue cuando la Bipolar le advirtió de que yo iba a gustarle, y lo hizo en un tono trágico de dama de las camelias en fase desvencijada y, a la vez, tórrida. Víctor le regañó:
—Coño, Jack, quiero conocer a Ernesto Méndez, que al fin y al cabo es de La Algaida, para que colabore conmigo en asuntos de la delegación, no para ligármelo.
Encantado de que le regañara, porque tenía el ánimo por los suelos y porque la inercia autodestructiva es tan inmisericorde como la Moody’s y la Standard & Poor’s —dos inclementes agencias de calificación de riesgos, como todo el mundo sabe, pero también dos maricas pésimas a las que sus peores amigas les habían endilgado tales apodos—, la Bipolar insistió:
—Ernesto Méndez te va a gustar. Pero tú no eres su tipo. Ernesto Méndez siempre ha tenido novios raros.
¿Raros? He tenido novios eslavos, novios brasileños, novios chaperos, novios chulos de putas, novios delincuentes, novios culturistas, novios estrípers, novios seminaristas, novios casados —casados con mujeres, eso sí— y hasta un novio cuarenta años mayor que yo y vicepresidente de una multinacional norteamericana de seguros, pero ¿novios raros? Raro, Víctor Ramírez, que era concejal socialista.
La Bipolar tenía un concepto provinciano y pacato de la normalidad y de la rareza, un concepto de lo normal y de lo raro consecuente con su dudosa educación de niño dudosamente bien y deformado por montones de pastillas nada dudosas contra la bipolaridad. Según la Bipolar, Víctor Ramírez no iba a gustarme porque a mí sólo me gustaban raros. Para la Bipolar, Víctor Ramírez, además de guapo de morir, con una cara de andaluz de postal y una sonrisa blanquísima y dulcísima que iluminaba el mundo, era ya un trepa sin escrúpulos, un descarado niñato de El Pedregal —la barriada más descascarillada de La Algaida—, huérfano de padre desde los doce años, condenado a un futuro patético, pero que se las había apañado dos años antes de cumplir la mayoría de edad para seducir a su profesor de literatura, un hombre secretamente deslumbrado por el platonismo de la Grecia clásica, fervorosamente entregado en sus ratos libres a las insumisas musas de la poesía surrealista, melancólicamente perturbado por la soledad de los espíritus refinados que tienen que bregar con opacas y alimenticias tareas pedagógicas, cuarentón, capaz de pedir en nombre del «platonismo práctico» el traslado a un instituto de Granada —allí había nacido, y de allí era toda su familia—, llevarse a vivir con él al desvergonzado y lascivo muchacho, costearle los estudios, contagiarle una más que improbable creatividad que no derivó hacia la poesía surrealista sino hacia la música, que a saber qué es peor, y permitirle al niño que le contagiara desconcertantes devociones como las que el chico sentía por la ciencia ficción y el cómic. Ahora, con casi treinta años, el chico quería volar por su cuenta, eso decía la Bipolar. Eso empezó a difundir por ahí, con la ayuda cacareante de sus excitados y venenosos amigos, cuando por fin asumió en su dolorosa bipolaridad que el deslumbrante concejal delegado de tantas cosas se le escapaba del corazón y de la cama, lugares en los que, según me juró Víctor Ramírez cuando yo le pregunté, jamás estuvo. La Bipolar, además de bipolar, era más mala que un atracón de torrijas.
Según la Bipolar, Víctor Ramírez había salido estrepitosamente del armario, nada más volver a La Algaida al cabo de los años, sólo para llamar la atención, sólo para ser el maricón número uno de la ciudad —«aunque siempre será el número dos, por detrás de Ernesto Méndez»—, para utilizar su descaro y su militancia como trampolín para ascender en la pirámide social y en el escalafón político, para seducir a cuanto sarasa importante y a cuanto desprevenido o desprevenida con poder, no necesariamente LGTB —L o G o T o B— pero con ganas de demostrar su mentalidad progresista, se le pusiera a tiro. Según la Bipolar, primero sedujo —sin sexo por medio, claro— a la alcaldesa socialista de La Algaida, que lo metió en su lista para las elecciones municipales de mayo de 2011, en un puesto lo bastante bueno para que saliera elegido concejal. Logrado eso, Víctor Ramírez le sedujo a él: bipolar, sí, inútil total, sí, feo como el demonio, sí, pero al fin y al cabo miembro de una supuestamente distinguida familia algaideña, supuestamente dueña de viñedos y bodegas en sus buenos tiempos, supuestamente emparentada por vericuetos muy enrevesados con un estrepitoso arzobispo valenciano de supuesta ascendencia belga y genealogía de lo más ajetreada, y con título aristocrático pontificio que le había llegado de puro rebote al padre de la Bipolar, y así —por vía rectal, según decían la Moody’s y la Standard & Poor’s— era como pensaba Víctor Ramírez introducirse en la crème de la crème de la ciudad. Según la Bipolar, una vez fracasada por abismales razones de clase la liaison entre ellos —con esas palabras sueltas en francés, que decía de vez en cuando, quería la Bipolar que se le notase el antepasado más o menos belga—, Víctor Ramírez se había propuesto encandilarme a mí, Ernesto Méndez, que después de todo sólo era de clase media alta, como decía la Bipolar, pero escritor famoso, escritor de izquierdas, escritor comprometido, escritor gay respetadísimo y queridísimo por todos, escritor con una calle a su nombre en su ciudad natal.
—Para ese chiquillo tú eres un trofeo muy importante —me dijo Tino Vila, porque se lo había dicho la Bipolar, en realidad Jacobo de Pedro, o, más en realidad aún, Jacobo García Pedro, García por su padre y Pedro por su madre, el «de» era un añadido pamplinero—, pero Jacobo de Pedro dice que tú tienes mucho mundo y experiencia más que de sobra para que no te engatuse.
Por entonces, Tino Vila, antiquísimo embajador de España en sitios como Bamako y Tananarive, algaideño de nacimiento pero con habitual residencia mental en Atapuerca, puro fósil, aún llamaba «chiquillo» a Víctor Ramírez, hasta que con el tiempo, contagiado por la Bipolar, empezó a llamarlo niñato, y luego cínico, hipócrita, bajuno, rijoso y, desde luego, socialista. Yo, por entonces, también llamaba Jacobo a secas a Jacobo de Pedro, que era como él pretendía que le llamase todo el mundo, incluido Víctor Ramírez, que solía llamarle Jack con la posibilidad de llamarle Jackie, como la viuda de Kennedy y de Onassis, pero al cabo de unos meses de obsesiva, maligna, difamadora, calumniadora y finalmente grotesca bipolaridad de Jacobo de Pedro, o de Jacobo García Pedro, o de Jacobo a secas, o de Jack o Jackie, a Jacobo de Pedro empezamos a llamarle, Víctor y yo, la Bipolar.
Decía la Bipolar que yo tenía mucha alfombra persa, mucha cubertería de plata de ley y mucha sauna metida en el cuerpo —o sea, mucho mundo y mucho currículum con hombres de usar y tirar— como para que Víctor Ramírez me sedujera, me enamorara, me exprimiera, me mareara y me dejase al final más tirado que una aljofifa, como le había dejado a él. Yo resistiría. Resistiría por más que Víctor, al paso por la cuesta del Oratorio de la procesión de Nuestra Señora de la Misericordia, patrona de la ciudad, hubiese ido a por mí como un acosador de celebridades —todo sonrisa radiante y depredadora, todo encanto a flor de piel— y yo, emocionado y desprevenido, aturdido por tanta guapura y tanta decisión, le diera mi teléfono, sin pensármelo dos veces, para que me llamase cuando quisiera. Y no le di la escritura de mi casa porque no la tenía a mano.
Así se lo había contado Tino Vila a Jacobo, cuando Jacobo aún no era para Víctor y para mí la Bipolar.
—Iba con la corporación municipal —le había dicho Tino Vila—, delante del paso de la Patrona, todos los concejales de traje y corbata y todas las concejalas de Adolfo Domínguez, y todos ellos y todas ellas con su cordón y su medalla de concejal al cuello, pero yo no me había fijado en él hasta que de pronto se plantó muy guapo y muy enérgico, y muy risueño, con una sonrisa preciosa, la verdad, delante de Ernesto Méndez, y le dijo soy Víctor no sé qué, Ramírez, eso, delegado de ¿qué?, de Igualdad, eso, y tengo muchas ganas de hablar contigo, porque le habló directamente de tú, y Ernesto Méndez entró en trance, la tía, y le dio el teléfono de carrerilla, y a las once de la noche ya estaba el otro mandándole un sms diciéndole que le quería ver. Que le quería ver ya.
—¿Tú crees que se lo ligará? —gimió la Bipolar—. Me puedo morir.
—Que va a por él, seguro —le dijo Tino Vila, a sabiendas de que con eso le estaba clavando a la Bipolar un cuchillo en el corazón—. Pero aún no se han visto.
—Se verán —la Bipolar sufría—. Menudo es ese niño. Ese niño no va a dejar que se le escape un trofeo así.
Y Tino Vila no iba a desperdiciar la ocasión de dejar claro su papel decisivo en aquel enredo, de modo que le contó:
—Ernesto Méndez le está dando largas. Y eso es lo que tiene que hacer, porque se lo tengo dicho, tú no eres un cualquiera, tú eres Ernesto Méndez, tú no puedes salir corriendo detrás de ese niñato como una chihuahua en celo cada vez que te diga «ven».
Pero yo estaba dispuesto a salir como una chihuahua, o como un caniche, o como un bichón boloñés —en cualquier caso, como una exhalación— para verme con Víctor en cuanto él me lo pidiese, y la verdad es que empezó enseguida a pedírmelo con una insistencia que debería haberme dado un poco de coraje, porque dejaba claro lo acostumbradísimo que estaba el niño a que todo el mundo cayera rendido de deseo y de impaciencia en cuanto él se lo propusiera.
«Hola, soy Víctor Ramírez, delegado de Igualdad, nos hemos conocido en la procesión, ¿nos tomamos ahora una cerveza? Dime algo. Un saludo». Ese fue su primer mensaje, nada más recogerse de nuevo en su templo la procesión de la patrona de La Algaida. Le había faltado tiempo al muchacho. Menos mal que Tino Vila, como él mismo le dijo a la Bipolar, me puso en mi sitio, un sitio de mucha categoría, porque a fin de cuentas yo era alguien importante, un escritor muy reconocido, un nombre de mucho prestigio y mucha trayectoria, y además un señor de pies a cabeza —de sesenta años, sí, ¿y qué?—, no una pordiosera arrastrada y dispuesta a irse con el primer monigote veinteañero que le hiciera cuatro carantoñas.
—Es que es guapísimo —le había dicho yo a Tino Vila.
Después de haber admirado el paso de la Virgen de la Misericordia por ese recodo de la cuesta del Oratorio que año tras año resulta tan fotogénico, Tino Vila, su eterno novio Manolo Pisuerga —un dramaturgo de tercera regional que no había estrenado en su vida nada decente, y que se estrelló como de costumbre, contra crítica y público, con lo último indecente que estrenó— y yo habíamos cenado en un absurdo restaurante de carretera para evitar, un día como aquel, las aglomeraciones de El Caladero, la zona de los renombrados restaurantes de la ciudad, y Manolo Pisuerga, convertido de manera asombrosa en todo un experto en teléfonos móviles, había encontrado en su iPhone la página web del Ayuntamiento, con todos los componentes de la corporación municipal bien identificados, cada uno de ellos con su foto correspondiente. Allí aparecía Víctor Ramírez, moreno, delgado, con aquella cara de rasgos deliciosos, con aquella sonrisa encantadora, perfecta, con aquellos labios esponjosos y maravillosamente dibujados que besaban como besan los dioses, que era lo que por lo visto decía la Bipolar, todo él frondosa desesperación. A los postres, llegó el mensaje de Víctor Ramírez.
—Ahora mismo te llevamos a tu casa —me dijo Tino Vila, porque yo no conduzco y estaba a merced de lo que ellos quisieran hacer conmigo—. Si fuera un marinerito del barrio, no tardaba ni cinco minutos en dejarte con él, pero ¿quién se ha creído que es ese renacuajo ambicioso, metido a político de medio pelo, para pensar que vas a dejar de golpe lo que estés haciendo y la compañía que tengas, y que saldrás corriendo, con el culo en pompa, a tomarte una cerveza con él? A ver si te das a ti mismo la importancia que tienes, guapa.
Pero yo no tenía ni el más mínimo interés en darme importancia, ni en defender mi dignidad, ni en imponer mi orgullo, ni en respetarme a mí mismo. Las zarandajas en cuestión sólo sirven, cuando hay por medio chicos guapos y seductores, para pasarlo mal, y yo odio pasarlo mal. Así que toda la batería de advertencias y admoniciones de Tino Vila, a quien su nada distinguido círculo de amigos llamaba con mucha guasa la Embajadora, estaba destinada a caer en saco roto.
Y sin embargo, tardé más de una semana en verme cara a cara con Víctor Ramírez.
—Es que insistías tanto, niño… Es que hasta empezaste a darte por ofendido porque yo te ponía una excusa detrás de otra —le dije a Víctor, meses después—. Y, la verdad, yo me decía ¿pero quién se habrá pensado este niñato que es?
Mentira. Eso era mentira. Eso era lo que fue diciendo también por ahí la Bipolar, porque se lo había dicho la Embajadora. Fue diciendo que yo había calado al concejalito de marras y lo estaba toreando por verónicas y por manoletinas, pero era mentira. Yo estaba que me subía por las paredes, me moría de ganas de verme por fin con Víctor Ramírez, pero durante esa segunda quincena de agosto tenía compromisos que me sentía incapaz de cancelar, y llegué a temer que el chico se cansara de insistir, que acabara por mandarme al guano, que sacase de mí una impresión pésima y que terminara por decirle a la Bipolar: «Ernesto Méndez es un imbécil».
Su segundo mensaje, a la mañana siguiente, fue: «Ernesto, estoy muy feliz de haber podido contactar contigo. No sé si dispones de un momento para que tengamos la reunión de la que te hablé. Podría ser en la delegación, o en plan informal, tomando una cerveza. Yo me adapto. Un saludo».
Horrorizado ante la eventualidad de verle en su despacho municipal, separados por una mesa de trabajo municipal, en un ambiente municipal, con un planteamiento, un nudo y un desenlace exclusivamente municipales, enseguida le contesté:
«En plan informal, por favor, y con esa cerveza».
«¿Cuándo? ¿Esta noche?».
No daba tregua.
«Hoy no puedo, Víctor, lo siento. Tengo un compromiso familiar. Y mañana he quedado en ir a Rota, me espera allí un acto literario. Pero pasado mañana hablamos sin falta. Un abrazo».
Me pareció atinado pasar del saludo al abrazo, aunque demasiado pronto para llegar al beso. Era imprescindible, eso sí, que Víctor Ramírez notase mi cordialidad, mi excelente disposición a encontrarme con él, a salir disparado a aquella reunión informal que me proponía, lanzado a su encuentro como un chihuahua supersónico en cuanto mi dichosa agenda me lo permitiese. Porque lo que le había dicho era cierto, tenía el compromiso de sacar a cenar a mi madre ese día, y el día siguiente debía presentar mi última novela, publicada en abril de ese año, en un ciclo literario organizado por la biblioteca municipal de Rota, y yo veía de pronto, espantado, el insistente interés de Víctor Ramírez disolviéndose como se disuelve una pesadilla en cuanto uno se despierta, perdido en el aburrimiento, el cansancio, la frustración, el resentimiento por mi aparente desdén. Por eso, aunque había quedado en que hablaríamos dos días después, decidí que no me convenía en absoluto esperar tanto, que el día siguiente por la mañana, a una hora razonable, le mandaría un mensaje lo bastante explícito como para que no le cupiera la menor duda de que, a pesar de los contratiempos, me tenía en el bote. Pero Víctor Ramírez se me adelantó. Por la mañana, a una hora nada razonable —apenas pasadas las ocho—, me envió un mensaje que decía: «Ayer me dijiste que vas a Rota esta tarde. ¿Tienes cómo ir? Si quieres me paso por ti y te llevo en mi coche, o si prefieres te lo presto, de veras que no es ningún trastorno. Dime algo. Besote».
Besote. Por vez primera me mandaba un besote. Un besote es un beso muy masculino, grandullón, campechano, un beso de amigote sin demasiada trastienda. ¿O no? Los jugadores de rugby, después de un triunfo, desnudos en el vestuario, en las duchas, entre el vapor encubridor del agua caliente se dan besotes, o al menos así se ve en las películas, y yo siempre he pensado que hay mucha trastienda en esos besotes tan deportivos. Víctor Ramírez no era un jugador de rugby, era una monada, y pensé que no le pegaba mucho ir por ahí dando besotes, a menos que quisiera fijar de entrada su posición en el campo de juego, por decirlo de un modo honorable. Desde luego, a esas alturas de los mensajes yo ya tenía claro que Víctor Ramírez era de los que no dan puntada sin hilo.
Estuve torpe. Torpísimo. Porque le contesté:
«Los organizadores me mandan un taxi. Pero muchas gracias por el ofrecimiento. Hasta mañana. Abrazo».
No me atreví a pasar al beso. Ni siquiera al besote, que me parecía un poco ridículo, impropio de mis años.
«Entonces, ¿mañana nos vemos?», escribió él, fulgurante.
«Mañana hablamos. A ver si puedo anular un compromiso. Abrazo. Te prometo que nos vemos pronto».
«Thanks», escribió él. «Me habían dicho que eres una buena persona».
Eres un perfecto imbécil, Ernesto Méndez. Eso me dije. Si Víctor apelaba, de pronto, a mi buen corazón era porque estaba a punto de darse por vencido, a lo mejor comenzaba a asumir que todos sus encantos no funcionaban conmigo, que realmente no era mi tipo, como le había dicho la Bipolar, que yo me buscaba sólo novios raros y que, para conseguir que aceptara reunirme con él, tendría que tocarme la fibra bondadosa. Pero yo sólo era un imbécil. Lo del taxi era verdad, pero no me habría costado nada llamar para anularlo, para anular incluso la presentación de la novela, para anular toda la programación cultural veraniega de Rota o Rota entera, base americana incluida, y decirle enseguida a Víctor que me recogiera en su coche inmediatamente y me llevase a donde quisiera, a Mongolia Exterior si se le antojaba.
En lugar de decirle eso, le mandé un mensaje que decía:
«Acabo de arreglarlo. El fin de semana lo tengo fatal, el lunes y el martes también. Podemos vernos el miércoles, o al día siguiente, jueves. A la hora que quieras. Dime tú. Beso».
Esa vez tardó en contestar.
Víctor Ramírez era astuto, calculador, manipulador, sabía manejar los tiempos, sabía cómo jugar con los sentimientos de la gente. Eso decía la Bipolar. Eso empecé también a pensar yo al ver que había pasado más de una hora desde mi mensaje de entrega total, de absoluta disposición, y no me contestaba. Le llamé. Tampoco contestó. Le mandé otro mensaje lo más aséptico y profesional posible: «Dime qué día nos vemos, o el miércoles o el jueves. Para organizarme». Nada. Esta vez no añadí un beso, porque a lo mejor le había alarmado el beso, a lo mejor él pretendía plantarse en el besote.
Víctor no dio señales de vida en toda la mañana. Ni a la hora de comer. Ni a la hora de la siesta. Ni a la hora de prepararme para ir a Rota. Imbécil, me decía yo cada media hora, eres un perfecto imbécil. El taxi llegó a casa a recogerme a las siete en punto y Víctor seguía sin responder. Por la carretera de Munive, camino de Rota, empecé a odiar Rota, empecé a odiar la programación cultural del Ayuntamiento de Rota, empecé a odiar aquella presentación de mi novela en Rota, empecé a odiar mi dichosa novela. De pronto, el móvil emitió esos dos pitidos inconfundibles que alertan de la llegada de un mensaje. Era de Víctor:
«Qué feliz me has hecho. Perdona el retraso en contestarte, he pasado el día con amigos en la playa de Rota. A mí me viene mejor el jueves, pero si tiene que ser el miércoles me organizo, ningún problema. ¡Besote!».
Entonces no supe si seguir odiando Rota o si reconciliarme con Rota. Por un lado, la playa de Rota, seguramente Punta Candor, con sus dunas y sus pinares para gays nudistas y exploradores, había entretenido a Víctor hasta impedirle cumplir con las normas de buena educación que establecen contestar con diligencia las cartas, los telegramas, las llamadas, los correos electrónicos, los mensajes que se reciben. Por otra, el besote había llegado con el énfasis eufórico de los signos de admiración, y si se había retrasado era tal vez porque en la playa de Rota había problemas de cobertura, o porque Víctor se había dejado el móvil en el coche para protegerlo de la arena y del resto de las calamidades de cualquier playa, o porque él había preferido atrasar un poco el momento de decirme lo feliz que era —como quien decide aguantar todo lo posible la eyaculación— y, en la espera, el besote se había ido cargando poco a poco de entusiasmo, de alegría, de burbujas, y había terminado explotando entre signos de admiración en aquel mensaje tardío pero radiante.
—Se ven el jueves por la noche —le dijo Tino Vila a la Bipolar.
Se lo dijo el miércoles, porque yo había preferido, cuando ya parecía segura la llegada del acontecimiento, frenar un poco, saborearlo yo solito de antemano, preparar bien el momento en que se lo contaría a Tino Vila, porque sabía que él se lo contaría a la Bipolar.
El mismo jueves por la mañana, Tino Vila me dijo que era preferible que la Bipolar no supiera dónde íbamos a encontrarnos Víctor Ramírez y yo, porque la Bipolar capaz era de presentarse allí y lloriquear, suplicar, emborracharse pese a lo prohibidísimo que tenía beber alcohol mientras se atiborraba de pastillas, amenazar, hacer el ridículo, recordarle a Víctor que se habían amado, que habían follado, que casi se habían pedido en matrimonio el uno al otro, que habían compartido tres meses de intensa y turbulenta relación, y que cuando el padre de la Bipolar pasara a mejor vida el título nobiliario del arzobispo valenciano, heredado de carambola por la familia de la Bipolar, pasaría a los dos, ya casados, y después, por arte de birlibirloque, a la parentela de aquel antiguo chaveíta de la barriada de El Pedregal que siempre había planeado llegar así de lejos, o más lejos aún. Pero que si Víctor no volvía con él, él seguiría vagando por todas partes y emborrachándose en El Garaje, el bar bohemio de la ciudad, y consumiéndose en la desdicha de haber perdido aquel amor, aquellos besos, aquellos besotes con los que Víctor remataba siempre sus mensajes, y acabaría tirándose del campanario de la parroquia de la O, y después me sacaría los ojos a mí. Por ese orden. O al revés.
La Bipolar, además de peor que un atracón de torrijas, era un zombi.