UNOS MINUTOS, DE SIESTA

Salió de su cuerpo despacito, dándose todo el tiempo del mundo, esperando que su piel se acostumbrara a la soledad nuevamente. Y se quedó recostado a su lado sintiendo eso que solo se siente después de regalarle a la mujer que uno ama su perla líquida. Ella se acurrucó contra él, y en ese momento se sintió dueño y señor de todo el mundo. Miró la luz que entraba a la fuerza por las rendijas de la persiana y no pudo pensar en la hora, o en sus deberes, o en todo lo que le esperaba por la tarde. Solo pudo pensar que esa luz nunca se había visto tan blanca. Ella suspiró cerca de su oído y él creyó escuchar un «te amo». «Voy al baño» debió de haber sido, porque rápidamente ella se despegó de su costado y al comando de ese cuerpecito blanco y desnudo se perdió en la primera puerta de la derecha. «Qué lástima», pensó él. Pero el recuerdo de verla caminar en puntitas de pie y con nada más encima que el vapor de sus caricias pasadas, lo distrajo inmediatamente. Solo unos segundos, para verla luego volver tan llena, tan mujer como era. Y cuando estiró su brazo para rodearla, ella lo besó en la mejilla y esta vez, indudablemente, le regaló un «te amo» con olor a pasta dental. Él sonrió apenas, y volvió a estar armado para una nueva batalla. A la que ella se entregó sin luchar, consciente como era de que tenía ganada la guerra.