Margarita terminó de oler el ramo de flores silvestres con un regocijo, quizás, desmesurado. Los recuerdos la sedujeron dulcemente, y aquella feliz niñez de pies descalzos sobre las sierras volvió después de tantos años. Sentada al borde del arroyo donde entregó su virginidad se sentía rejuvenecida, como si todos los hombres que pasaron después de aquel no hubieran existido. Sonrió apenas y cerró los ojos. La soledad, a veces, es una agradable compañía.