CASIMIRO

Casimiro no salía de su casa desde los dieciocho años. Antes de eso, solo salía cuando era estrictamente necesario, y tomando todas las medidas de seguridad que fueran posibles. Trataba de planear el camino para tener que cruzar la menor cantidad de calles posibles, y siempre lo hacía cuando no había ningún vehículo a la vista, ni siquiera demasiado lejos. Y jamás de los jamases pasaba debajo de balcones, ni obras en construcción.

Pero un día una rama de árbol cayó en la vereda, a unos treinta metros delante de él. Casimiro no pudo dormir por tres noches y nunca más salió de su casa. No podía soportar la idea del riesgo imprevisible.

Casimiro nunca comió pollo, por temor a atragantarse con un hueso, tampoco pescado. Carne cortada minúsculamente y vegetales en puré eran su dieta preferida.

Se bañaba poco y solo lo hacía tirándose agua caliente con una jarra. Nunca usó bañeras, en donde romperse la crisma era por demás fácil. Casimiro pensaba que morirse de esa forma era imperdonable.

A los cuarenta y cinco suspendió la carne y todos los productos animales. El colesterol era un asesino silencioso e implacable al que él no estaba dispuesto a enfrentar.

Caminaba treinta minutos diarios alrededor de la mesa del living para mantenerse en forma, y cotidianamente revisaba su piel buscando lunares sospechosos.

A los ochenta y dos años, Casimiro se dio cuenta de que su vida había sido larga, pero por demás aburrida. Y decidió ponerle remedio…

Un ataque al corazón lo sorprendió en la montaña rusa. La emoción lo mató cuando el carrito no había comenzado a moverse aún, ante la mirada atónita de cientos de personas que hasta hacía un instante pensaban: «Qué valiente el abuelito».