Tenía muchas cicatrices en el cuerpo y sentía que ya había derramado demasiada sangre, propia y ajena, en ese ruedo. Sin embargo, trató de mantenerse lo más erguido posible al traspasar la puerta. El sol le dio en los ojos y no le dejó ver las caras de los miles que lo aturdían con su ovación.
Llegó al centro mismo de la arena y resopló con resignación. Con la mucha dignidad que le quedaba, clavó la pezuña en la tierra y se dispuso nuevamente a cumplir su parte en el juego.