Apagó su cigarrillo en el marco de la puerta antes de entrar. Con su habitual mirada microscópica, capaz de inspeccionar al detalle con un simple vistazo, recorrió la habitación arrasada por una furia criminal pocas veces vista en el pequeño pueblo.
Caminó con cuidado entre los restos de muebles y papeles, entre las manchas de sangre, entre los inexpertos agentes locales que se esforzaban por no devolver el almuerzo.
Se paró en el centro geométrico exacto de la habitación y giró trescientos sesenta grados. Cuando hubo terminado, movió la cabeza de un lado al otro y bajó la mirada hasta desplomarla en una muñeca de paño hecha jirones. Su solitario ojito de botón lo miraba como pidiéndole piedad. La piedad que los criminales no habían tenido.
—El dormitorio está peor —escuchó a decir a uno de los agentes.
—Qué habrá hecho esta pobre gente para merecer esto —dijo otro, un poco más allá.
Él sabía que este tipo de violencia no se merece, solo se sufre por un cruel guiño del destino, por unos dados arrojados con saña contra la negra pared del universo. Pero no dijo nada. Se limitó a caminar hacia el dormitorio.
Cuando terminó de entrar, el inconfundible olor a sangre reseca le golpeó la cara. Con unas venas enfriadas por más de treinta años de profesión se acercó al pedacito de carne machucada envuelta en los retazos de un camisoncito rosa. La observó un buen rato, tratando de mantener su corazón donde estaba. Tratando con todas sus fuerzas de ser el profesional que siempre había sido. De repente, mágicamente se recompuso, sacó su cámara y disparó todo un rollo.
Los periódicos sensacionalistas pagarían buen dinero por unas fotos como esas. Al fin y al cabo, era lo que había venido a hacer.
Al cruzar nuevamente la puerta de calle, ya de salida, prendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
—Este pueblo se acaba de recibir de ciudad —murmuró antes de alejarse para siempre de ese lugar.