EL CALLEJÓN DE LOS PECADOS

Es joven. Acaba de ser una niña, y aún puede vérsela caminar despacio con sus trenzas rubias y sus zoquetes blancos. El verano sofoca. Ni siquiera a la noche el fresco llega para calmar el nerviosismo de la ciudad. Ella tiene puesto un vestido celeste de algodón, de esos que se abotonan por el frente, y lleva su carterita colgando del brazo. Las doce de la noche no es hora para que una chica como ella ande sola por esos callejones, en los que la ciudad olvida la civilización y revive su pasado salvaje. A ella no parece preocuparle. La juventud es mala consejera en cuestiones de cuidado y seguridad.

Él no es viejo, pero pasó los cuarenta. Está tirado, entre cartones y trapos, debajo de una gotera que le humedece la espalda. Bajo el cielo de estrellas su vida no vale nada; o casi nada. Espera, duerme, sueña pesadillas de alcohol y vomita; si, vomita seguido, pero sin sustancia porque casi nunca come. La ve doblar la esquina del callejón, internarse en sus dominios; se sobresalta, se agazapa. Espera.

Ella cruza desprevenida frente al bulto de harapos que es él en ese momento y él se abalanza. Salta sobre ella como un tigre, desconocido de tanta fuerza. La sujeta, forcejean casi nada. La tira contra la pared húmeda de agua y orina. Él la amordaza con una mano, y con la otra hurga debajo del vestido celeste de algodón buscando desgarrar la única prenda que separa su carne sucia de esa carne blanca y suave. No encuentra nada. «Que raro…» piensa, justo antes de meter su antihigiénica virilidad en esa herida casi virgen que se abre en la entrepierna de ella, tibia, palpitante de excitación involuntaria. Todo dura unos segundos, un minuto quizás. Y acaba.

Ella sale corriendo y él queda tendido nuevamente contra la pared, entre los cartones y los trapos sucios. No tiene voluntad ni para acomodarse los pantalones, no es necesario porque nadie lo mira. Y se duerme.

Ese día no sale nada en los diarios, ninguna denuncia olvidada en una seccional. El calor vuelve, calienta la mañana y abrasa el mediodía; la siesta es insoportable y los acondicionadores de aire sobrecargan la central eléctrica. Otro día más, otro igual. Cuando el sol se cansa de calentar, llega la noche, pero no refresca. Cerca de las doce menos cuarto ella sale de su casa con un vestido rosa de algodón, de esos que se abotonan por el frente. Camina sin prisa, con paso uniforme y sonoro. Camina un buen rato alejándose de su barrio. Pasada la medianoche, llega al callejón. Mira para uno y otro lado, se asegura de que nadie esté mirando y, con un rápido movimiento, se quita la bombacha blanca y la guarda en la carterita que cuelga de su brazo.