La princesa Paulina podía ver las cosas antes de que sucedieran. Llámenle un don, que ella tenía. Llámenle solo intuición.
La verdad es que Paulina estaba un poco cansada de la vida sin sorpresas.
Un día apareció en el pueblo un muchacho de ojos negros como la noche, pero como la más negra de las noches. Sin siquiera un brillo.
Paulina supo inmediatamente que se avecinaban tiempos oscuros para su pueblo.
El muchacho visitó a Paulina. Ella lo dejó pasar y se dirigió a su habitación. Dejó caer calladamente su vestido y, desnuda y blanca como la luna, se ofreció dócilmente. El muchacho miró a Paulina y un brillo lejano adornó la perfecta negrura de sus ojos. Paulina supo entonces que su pueblo se había salvado. El muchacho se acercó hasta ella, colocó sus labios a centímetros de los de Paulina, y antes de rozarlos siquiera, clavó su puñal entre las blandas costillas de ella. El brillo del muchacho desapareció tan súbitamente como había llegado.
Los tiempos volvieron a ser oscuros para el pueblo de Paulina, pero ella, mientras moría, se alegraba de no haber sabido de ese puñal antes de sentirlo, frío y duro, entre sus carnes.
Paulina murió contenta, olvidada del triste destino de su pueblo, gozando la primera sorpresa de su vida.