ANITA Y LAS NAVIDADES

Anita había pasado tres horas escribiendo con mucho esfuerzo la carta para Papá Noel. Sus seis añitos apenas le permitían garabatear con confianza su nombre, pero se las ingenió para copiar «bicicleta» y «roja» de una revista.

La Nochebuena estuvo un poco más solitaria que de costumbre. La tía Julia y el tío Rubén no pudieron venir este año; y a la nona Ramona le tocaba en Río Cuarto, con el tío Mauricio. Así que fueron solo papá, mamá y ella.

En el medio de los cuetes, subieron a la terraza para ver incendiarse los farolitos. Muchos decían que les gustaba verlos volar, pero Anita no conocía aún la hipocresía.

—Ya debe haber pasado Papá Noel —dijo el padre, como al pasar.

Anita se extrañó muchísimo, porque el año pasado Papá Noel no «pasó», sino que vino, la saludó con un beso y le entregó los regalos en sus propias manos. Hasta tomó sidra y comió pan dulce antes de irse a la casa de Tomasito, el vecino.

Pero como Anita no estaba para cuestionar las palabras de sus mayores, bajó corriendo las escaleras y solo se detuvo cuando tuvo el arbolito a centímetros de su cara. El paquete rectangular envuelto en papel rosado era muy pequeño para tener una bicicleta adentro, pero no había duda, Anita reconocía su nombre en la tarjeta. Lo tomó, lo abrió con curiosidad y desdobló con cuidado una pollera de jean y una remera con voladitos en las mangas. Sin darse vuelta siquiera, Anita preguntó:

—¿Papa Noel habla todos los idiomas, no mamá?

—Por supuesto…

—Entonces no debe de haber entendido la letra… —concluyó con entereza, y fue corriendo a su cuarto a probarse la ropa nueva.