—¡Dameló!
No me sorprendió la palabra ni el tono de la voz. Aunque quizás sí el filo plateado de la navaja.
—¡Dameló, te digo…!
Ya había olvidado todos lo miedos que en su momento —allá por abril— había catalogado, enumerado y archivado en algún lugar de mi conciencia bajo el título de «noseásmaricón». No era miedo lo que sentía. Tampoco rabia, ni impotencia, ni debilidad… Es más, me supe absolutamente capaz de negarme y clavarle su propia navaja en la garganta, pero no vi la utilidad de eso; por lo que me quedé quieto y callado unos segundos más.
—¿Sos sordo o qué?, boludo… ¡dameló!
Lo vi así parado, listo para salir corriendo. Músculos tensos bajo la poca carne, esperando la señal de largada. Lo vi así, mirando hacia todas partes, nervioso, sin prestarme atención ni a mí, ni a mis manos, ni a nada que tenga que ver conmigo. Como abstraído.
Y en ese momento tuve la tentación de mandarme un discurso sobre la propiedad privada, sobre el trabajo como medio para conseguir las cosas que uno quiere tener, sobre el respeto por el otro, sobre Dios, sobre ser mejores personas. Supuse que sería aún más dañino e, indudablemente, más inútil que enterrarle el filo en la yugular, por lo que el pedido se me hizo completamente lógico. Es decir, no tuve argumentos ante la perfecta coherencia del suyo: «yo lo quiero, dameló».
Estiré mi mano lentamente, como en un rito. Rito que él no respetó porque atolondradamente arrebató de mis dedos lo que yo le estaba ofreciendo. Luego sus piernas se tensaron y su cuerpo salió despedido hacia la oscuridad de la esquina.
—¿¡Te dejaste asaltar así nomás?! —me dijo la mujer de mi vida en cuanto terminé de resumir mi historia. Yo no tuve ánimo de explicarle lo que pensé acerca de querer y tener, de trabajar y conseguir, de desear y lograr. No tuve fuerzas para detenerla cuando, enojada, se levantó de la cama y se fue caminando deprisa hasta la cocina a prepararse un café.
Me quedé pensando en ese chico que, lejos de agradecer el regalo que le había hecho, quizás había terminado vendiéndolo por monedas. Espero que no, espero que lo disfrute como yo lo disfruté desde que me lo compré hasta esa noche.
Esperé que ella viniera a pedirme perdón por haberse enojado y a decirme que yo tenía razón. Y mientras esperé y esperé, y esperé, me sentí un extraño acostado en la cama de la mujer de mi vida.