Brooks corrió de cabeza hacia un árbol, a toda velocidad. Notó el impacto sobre la ceja y el profundo corte en la piel. La nariz ya la tenía rota, se le había partido el labio y sus hombros estaban magullados. Y aún no había terminado.
Llevaba casi una hora luchando consigo mismo, desde que había llegado a la orilla en la zona oeste de Cypremort Point. No reconocía los alrededores. No parecía su hogar. La lluvia caía a cántaros. La playa estaba fría, desierta, con la marea más alta que jamás había visto. Los campamentos se hallaban inundados y sus ocupantes los habían evacuado, o se habían ahogado. Él mismo podía llegar a ahogarse si seguía allí, pero refugiarse de la tormenta era lo último que tenía en mente.
Le habían arrastrado por la arena mojada, donde había quedado hecho un gurruño. Notó la corteza del árbol en la piel. Cada vez que Brooks rayaba en perder la conciencia, su cuerpo, que no podía controlar, reanudaba la batalla consigo mismo.
Lo llamó la Plaga. Se había apoderado de él hacía catorce días, aunque Brooks había notado que se ponía enfermo antes. Primero fue debilidad, falta de aire, un poco de calor en la herida de la frente.
En esos momentos Brooks habría hecho cualquier cosa por tener aquellos síntomas del principio. Su mente, atrapada en un cuerpo que no podía controlar, estaba aclarándose.
El cambio había tenido lugar la tarde que había pasado con Eureka en Vermilion Bay. Había sido él mismo hasta que la ola se lo llevó mar adentro. Había llegado a tierra como algo completamente distinto.
¿Era ahora él?
La sangre le bajaba por los pómulos, se le metía en el ojo, pero no podía levantar la mano para limpiarse. Otra cosa controlaba su destino; no podía usar los músculos, como si estuviera paralizado.
El dominio de la Plaga era un movimiento doloroso. Brooks nunca había experimentado un dolor semejante, aunque ese era el menor de sus problemas.
Sabía lo que estaba ocurriendo dentro de él. También sabía que era imposible. Aunque tuviera control sobre las palabras que pronunciaba, nadie creería aquella historia.
Estaba poseído. Algo espantoso le dominaba y había entrado por unos cortes que tenía en la espalda que no se curarían. La Plaga había apartado el alma de Brooks y estaba viviendo en su lugar. Había otra cosa en su interior; algo detestable, antiguo y hecho de una amargura tan profunda como el océano.
No había manera de hablar con el monstruo que ahora era una parte de Brooks. No compartían la misma lengua. Pero Brooks sabía lo que quería.
A Eureka.
La Plaga le obligaba a ser frío como un carámbano con ella. El cuerpo que parecía Brooks estaba dedicando un gran esfuerzo a herir a su mejor amiga, y cada vez era peor. Una hora antes, Brooks había visto sus manos intentando ahogar a los hermanos de Eureka cuando se habían caído del barco. Sus propias manos. Brooks odiaba a la Plaga por aquello más que nada.
En aquel instante, cuando el puño chocó contra su ojo izquierdo, se dio cuenta de que estaba siendo castigado por no haber eliminado a los mellizos.
Ojalá pudiera haberse atribuido el mérito de cuando se soltaron. Pero Eureka les había salvado, de algún modo había conseguido alejarlos de su alcance. No sabía cómo lo había hecho ni adónde habían ido. La Plaga tampoco, o Brooks estaría persiguiéndola en aquel momento. Al pasársele por la cabeza ese pensamiento, Brooks se dio otro puñetazo. Más fuerte.
Quizá si la Plaga continuaba, el cuerpo de Brooks llegaría a ser tan irreconocible como el ser que se hallaba en su interior. Desde que la Plaga le dominaba, su ropa no le quedaba bien. Había alcanzado a ver el cuerpo en reflejos y le había impresionado su modo de andar. Caminaba de manera diferente, tambaleándose. También le habían cambiado los ojos. Había entrado cierta dureza que le nublaba la vista.
Los catorce días de esclavitud le habían enseñado a Brooks que la Plaga le necesitaba por sus recuerdos. Odiaba entregárselos, pero no sabía cómo apagarlos. El ensimismamiento era el único lugar donde Brooks se encontraba en paz. La Plaga se convirtió en un cliente del cine, que veía el espectáculo para aprender más de Eureka.
Brooks comprendió más que nunca que ella era la estrella de su vida.
Solían trepar la pacana en el jardín de su abuela. Ella siempre subía varias ramas más que él. Él iba detrás para alcanzarla, a veces envidioso, pero siempre impresionado. Su risa lo elevaba como si fuera helio. Era el sonido más puro que Brooks jamás conocería. Le atraía hacia ella cuando la oía en un pasillo o al otro lado de una habitación. Tenía que saber qué la hacía reír. No había oído aquel sonido desde que su madre había muerto.
¿Qué habría pasado si lo hubiera oído entonces? ¿La música de su risa habría expulsado a la Plaga? ¿Le habría dado la fuerza a su alma para recuperar el lugar que le correspondía?
Brooks se retorcía en la arena, con la mente en llamas y el cuerpo en guerra. Se arañó la piel. Gritó de dolor. Ansiaba un momento de paz.
Necesitaría un recuerdo especial para conseguirlo…
Su beso.
El cuerpo se quedó quieto, calmado al pensar en los labios de Eureka en los suyos. Se permitió rememorar todo el acontecimiento: el calor que desprendía, la inesperada dulzura de su boca.
Brooks no la habría besado por sí mismo. Maldecía a la Plaga por eso. Pero por un momento —un largo y glorioso momento— cada pizca de futuro dolor merecería la pena por haber tenido los labios de Eureka en los suyos.
La mente de Brooks volvió a la playa, a aquella maldita situación. Un rayo cayó en la arena, cerca de él. Estaba empapado y temblando, metido hasta las pantorrillas en el mar. Comenzó a concebir un plan, pero se detuvo cuando recordó que era inútil. La Plaga lo sabría e impediría que Brooks hiciera nada que contradijera sus deseos.
Eureka era la respuesta, el objetivo que Brooks y su poseedor tenían en común. Su tristeza era inconmensurable. Brooks podía soportar un poco de dolor autoinfligido.
Por ella merecía la pena, porque por ella todo merecía la pena.