31

Lágrima

Eureka no pensó. Cargó contra Ander y le quitó la pistola de la mano. El arma giró en el aire y al caer, se deslizó por la hierba, que se había mojado por la bolsa de lluvia que había entrado cuando Rhoda había traspasado el cordón protector. Los demás Portadores de la Simiente se lanzaron a por el arma, pero Eureka la deseaba con más fuerza. La cogió rápidamente, a pesar de que se le resbalaba en las manos. Estuvo a punto de caérsele. Pero de algún modo consiguió aguantarla.

El corazón le latía con fuerza. Nunca había empuñado una pistola ni tampoco había querido hacerlo. El dedo encontró su camino alrededor del gatillo. Apuntó a los Portadores de la Simiente para contenerlos.

—Estás demasiado enamorada —se mofó Estornino—. Es maravilloso. No te atreverías a dispararnos y perder a tu novio.

Miró a Ander. ¿Era cierto?

—Sí, moriré si matas a cualquiera de ellos —dijo despacio—. Pero es más importantes que tú vivas, que nada de lo tuyo se vea comprometido.

—¿Por qué?

Respiraba entrecortadamente.

—Porque Atlas encontrará la manera de que la Atlántida emerja —respondió Ander—. Y cuando lo haga, este mundo te necesitará.

—El mundo la necesita muerta —interrumpió Cora—. Es un monstruo del apocalipsis que te impide ver tu responsabilidad con la humanidad.

Eureka echó un vistazo al patio. Miró a su padre, que lloraba junto al cadáver de Rhoda. Miró a Cat, que estaba sentada, acurrucada, temblando, en los escalones del porche, incapaz de levantar la cabeza. Miró a los mellizos, atados y magullados, que se habían quedado medio huérfanos delante de sus propios ojos. Las lágrimas les surcaban el rostro. La sangre les chorreaba por las muñecas. Finalmente, miró a Ander. Una única lágrima resbaló por el puente de su nariz.

Aquel grupo estaba constituido por las únicas personas que le quedaban a Eureka en el mundo para amar. Todas ellas, inconsolables. Todo era culpa suya. ¿Cuánto daño más era capaz de causar?

—No les escuches —dijo Ander—. Quieren que te odies a ti misma. Quieren que te rindas. —Hizo una pausa—. Cuando dispares, apunta a los pulmones.

Eureka sopesó la pistola en sus manos. Cuando Ander había dicho que ninguno de ellos sabía con certeza qué pasaría si la Atlántida emergiera, había hecho que los Portadores de la Simiente perdieran los estribos, rechazando totalmente la idea de que sus creencias no fueran verdad.

Eureka advirtió que los Portadores de la Simiente debían ser dogmáticos sobre lo que pensaban que significaba la Atlántida, porque en realidad no lo sabían.

Entonces ¿qué conocían del lagrimaje?

No podía llorar. Diana se lo había dicho. El libro del amor daba detalles de lo formidables que podían llegar a ser los sentimientos de Eureka, cómo podían hacer surgir otro mundo. Había una razón por la que Ander le había robado aquella lágrima del ojo y la había hecho desaparecer en el suyo.

Eureka no quería provocar una inundación ni hacer emerger un continente. Y aun así, madame Blavatsky había traducido partes de alegría y belleza de El libro del amor; hasta el título transmitía posibilidades. El amor debía de ser parte de la Atlántida. Se dio cuenta de que, a aquellas alturas, Brooks también era parte de la Atlántida.

Había prometido encontrarle. Pero ¿cómo?

—¿Qué está haciendo? —preguntó Critias—. Esto está durando demasiado.

—Apartaos de mí.

Eureka blandió la pistola y apuntó a cada uno de sus enemigos.

—¡Qué lástima lo de tu madrastra! —exclamó Albión. Miró por encima del hombro a los mellizos, que se retorcían en los columpios—. Así que dame la mano o veamos quién es el siguiente.

—Sigue tu instinto, Eureka —dijo Ander—. Ya sabes qué hacer.

¿Qué podía hacer? Estaban atrapados. Si disparaba a un Portador de la Simiente, Ander moriría. Si no lo hacía, harían daño o matarían a su familia.

Si perdía a otra de las personas a las que quería, Eureka sabía que se derrumbaría, y no podía derrumbarse.

«No vuelvas a llorar jamás.»

Se imaginó a Ander besándole los párpados. Se imaginó las lágrimas brotando y cayendo hacia sus labios, los besos deslizándose por las lágrimas flotantes como espuma de mar. Se imaginó unas lágrimas grandes, hermosas, enormes, raras y codiciadas, como si fuesen joyas.

Desde la muerte de Diana, la vida de Eureka había seguido la forma de una gigantesca espiral: los hospitales y huesos rotos, el tragarse las pastillas y la mala terapia, la humillante y desalentadora depresión, el perder a madame Blavatsky, ver morir a Rhoda…

Y Brooks.

Él no tenía un lugar en la espiral hacia abajo. Él siempre era el que le levantaba el ánimo a Eureka. Se imaginó a los dos con ocho años, subidos en la alta pacana de Sugar, acompañados del ambiente dulce y dorado que caracterizaba el final del verano. Oyó la risa de su amigo en la cabeza, la tierna alegría de la infancia retumbando en las ramas musgosas. Trepaban juntos más alto de lo que jamás habían subido solos. Eureka pensaba que se debía a que ambos eran competitivos, pero en ese momento se le ocurría que era la confianza que tenían el uno en el otro lo que les llevaba casi hasta el cielo. Nunca pensó que fuera a caerse cuando estaba junto a Brooks.

¿Cómo no había advertido todas las señales de que le pasaba algo? ¿Cómo podía haberse enfadado con él? Pensar en lo que debía de haber pasado Brooks, en lo que tal vez estaba pasando en ese instante… fue demasiado. La abrumó.

Comenzó en su garganta. Tenía un nudo doloroso que no podía tragar. Las extremidades se le volvieron más pesadas y el pecho se le encogió. Se le crispó el rostro, como si lo pellizcaran unas pinzas. Cerró los ojos muy fuerte. La boca se le abrió tanto que las comisuras le dolieron y su mandíbula comenzó a temblar.

—¿No está…? —susurró Albión.

—No puede ser —dijo Cora.

—¡Detenla! —exclamó Critias jadeando.

—Es demasiado tarde.

Ander parecía incluso contento.

El gemido que salió de los labios de Eureka procedía de los rincones más profundos de su alma. Cayó de rodillas, con la pistola a un lado. Las lágrimas le dejaban regueros en las mejillas. El calor que desprendían la alarmó. Bajaron por su nariz y se deslizaron por los lados de su boca como un quinto océano. Los brazos le quedaron fláccidos a los lados, rindiéndose a los sollozos, que llegaron en oleadas y le sacudieron el cuerpo.

¡Qué alivio! El corazón le dolía con una extraña, nueva y magnífica sensación. Bajó la barbilla al pecho. Una lágrima cayó en la superficie de la piedra de rayo que llevaba al cuello. Ella esperaba que rebotara, pero un minúsculo destello de luz cerúlea iluminó el centro de la piedra en forma de lágrima. Duró un instante y la piedra volvió a estar seca, como si la luz fuera la prueba de su absorción.

Un trueno retumbó en el cielo. Eureka levantó la cabeza inmediatamente. La esquirla del rayo se extendió por unos árboles al este. Las nubes ominosas, que habían quedado ocultas por el cordón de los Portadores de la Simiente, de pronto cayeron. El viento sopló violentamente, como una estampida invisible que tiró a Eureka al suelo. Las nubes estaban lo bastante cerca para rozarle los hombros.

—Imposible —oyó Eureka que alguien exclamaba. Todos los presentes en el patio se hallaban sumidos en la niebla—. Solo nosotros podemos hacer desaparecer nuestros cordones.

La lluvia caía a cántaros sobre el rostro de Eureka, gotas frías sobre lágrimas calientes, señal de que el cordón ya no existía. ¿Lo había roto ella?

El agua caía del cielo, pero ya no era lluvia, sino más bien un maremoto, como si un océano se hubiera colocado de lado y fuera de los cielos a las costas de la tierra. Eureka levantó la vista, pero no lo veía. No había cielo del que distinguir agua. Solo estaba la inundación. Era cálida y sabía a sal.

En cuestión de segundos, el agua en el patio le llegaba a Eureka por los tobillos. Notó un cuerpo borroso que se movía y supo que era su padre. Cargaba con Rhoda. Y avanzaba hacia los mellizos. Se resbaló y cayó, y mientras intentaba ponerse derecho, el agua le llegó a Eureka a la altura de las rodillas.

—¿Dónde está la chica? —gritó uno de los Portadores de la Simiente.

Distinguió unas figuras grises que caminaban por el agua hacia ella. Retrocedió chapoteando, sin saber adónde ir. Todavía estaba llorando. Ni siquiera sabía si iba a parar.

La valla que delimitaba el patio crujió cuando la derribó el bayou, que aumentaba vertiginosamente. Entró más agua al patio como un remolino, llenando todo de sal y lodo. El agua arrancó de raíz robles centenarios, que se desplomaron con crujidos largos y dolorosos. Al pasar por debajo de los columpios, su fuerza liberó a los mellizos de las cadenas.

Eureka no veía la cara de William ni la de Claire, pero sabía que los mellizos tendrían miedo. El agua le empapaba la cintura cuando saltó para cogerlos, impulsada por la adrenalina y el amor. De alguna manera, a pesar de la inundación, sus brazos encontraron los de sus hermanos. Les agarró fuerte por el cuello. No iba a soltarlos. Fue lo último que pensó antes de que sus pies se despegaran del suelo y el pecho se le hundiera en sus propias lágrimas.

Se impulsó con las piernas para intentar mantenerse a flote, en la superficie. Levantó a los mellizos todo lo que pudo, les arrancó la cinta adhesiva de la cara y apartó bruscamente la madera de sus bocas. Le dolió ver su delicada piel enrojecida en las mejillas.

—¡Respirad! —ordenó, sin saber cuánto duraría aquella oportunidad.

Inclinó la cara hacia el cielo. Además del diluvio, notó que el ambiente estaba ennegrecido con un tipo de tormenta que jamás se había visto. ¿Qué debía hacer con los mellizos? El agua salada le llenó la garganta, luego aire, y después más agua salada. Creyó que seguía llorando, pero con la inundación le costaba saberlo. Dio dos patadas fuertes para compensar lo que no estaban haciendo los brazos. Le entraron arcadas y se atragantó, intentó respirar, intentó mantener las bocas de los mellizos fuera del agua.

Estuvieron a punto de resbalársele pese a que se esforzaba en abrazarlos contra su cuerpo. Notó el collar flotando por la superficie, tirándola de la nuca. El relicario del lapislázuli mantenía la piedra de rayo sobre las olas, que chapoteaban.

Sabía lo que debía hacer.

—Coged aire —ordenó a los mellizos.

Agarró los colgantes y se sumergió en el agua con los niños. Al instante, una bolsa de aire salió de la piedra de rayo. El escudo rodeó a los tres. Llenó el espacio más allá de su cuerpo y el de ellos, dejándolos aislados de la inundación como en un submarino en miniatura.

Dieron un grito ahogado. Podían volver a respirar. Estaban levitando como el día anterior. Desató las cuerdas que les rodeaban las muñecas y los tobillos.

En cuanto Eureka estuvo segura de que los mellizos se encontraban bien, presionó el borde del escudo y comenzó a nadar con brazadas desconcertantes por el agua de su patio trasero.

Aquella corriente no tenía nada que ver con el océano constante. Sus lágrimas estaban esculpiendo una terrible tempestad giratoria sin ninguna forma perceptible. La inundación había alcanzado las escaleras que iban del jardín al porche de atrás. Los mellizos y ella flotaban en un nuevo mar, al nivel de la planta baja de su casa. El agua aporreaba las ventanas de la cocina como un ladrón. Se la imaginó entrando en la sala de estar, por los pasillos alfombrados, llevándose por delante lámparas, sillas y recuerdos como un río embravecido, y dejando solo cieno reluciente.

El enorme tronco de uno de los robles arrancados de raíz pasó por su lado girando con una fuerza escalofriante. Eureka se preparó y protegió con su cuerpo a los mellizos, mientras una rama gigante golpeaba el lateral del escudo. Los niños gritaron cuando resonó el impacto, pero el escudo no reventó ni se rompió, y el árbol siguió su curso en busca de otros objetivos.

—¡Papá! —gritó Eureka desde el interior del escudo, donde nadie la oiría—. ¡Ander! ¡Cat!

Nadó frenéticamente, sin saber cómo encontrarlos.

Entonces, en el oscuro caos del agua, alguien tendió una mano hacia el límite del escudo. Eureka supo al instante de quién era. Cayó de rodillas, aliviada. Ander la había encontrado.

Tras él, agarrado a su otra mano iba su padre, que a su vez cogía a Cat. Eureka lloró de nuevo, esa vez de alivio, y tendió la mano a Ander.

La barrera del escudo les detuvo. La mano de Eureka rebotó en un lado y la de Ander por el otro. Volvieron a intentarlo, empujando con más fuerza. Daba lo mismo. Ander la miró como si ella tuviera que saber cómo dejarle entrar. Eureka golpeó el escudo con los puños, pero era inútil.

—¿Papi? —llamó William llorando.

Eureka no quería vivir si ellos iban a ahogarse. No debería haber creado el escudo hasta haberles encontrado. Gritó, impotente. Cat y su padre trataban de salir a la superficie, hacia el aire. La mano de Ander no los soltaba, pero al chico se le habían llenado los ojos de miedo.

Entonces Eureka se acordó: Claire.

Por algún motivo, su hermana había sido capaz de penetrar el límite cuando estuvieron en el golfo. Eureka cogió a la niña y prácticamente la empujó hacia el escudo. La mano de Claire se topó con la de Ander y la barrera se hizo porosa. La mano de Ander entró. Juntos, Eureka y los mellizos, tiraron de los tres cuerpos empapados hacia el interior del escudo. Este volvió a sellarse tras crecer para que cupieran holgadamente seis personas mientras Cat y el padre se hallaban a cuatro patas, tratando de recuperar el aliento.

Tras un momento de asombro, el padre abrazó a Eureka. Él estaba llorando. Ella estaba llorando. También cogió a los mellizos en brazos. Los cuatro cayeron en un abrazo herido, levitando dentro del escudo.

—Lo siento.

Eureka se sorbió la nariz. Había perdido de vista a Rhoda después de que comenzara la inundación. No tenía ni idea de cómo consolarle a él o a los mellizos por su pérdida.

—Estamos bien. —La voz de su padre era más insegura que nunca. El hombre acariciaba el pelo de los niños como si su vida dependiera de ello—. Vamos a estar bien.

Cat dio unos golpecitos en el hombro de Eureka. Sus trenzas estaban cubiertas de agua. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Es esto real? —preguntó—. ¿Estoy soñando?

—Oh, Cat…

Eureka no tenía palabras para explicárselo o para pedir perdón a su amiga, que debería haber estado con su familia en ese momento.

—Es real. —Ander se hallaba en el límite del escudo, de espaldas a los demás—. Eureka ha abierto una nueva realidad.

No parecía enfadado, sino asombrado. Pero ella no estuvo segura hasta que le vio los ojos. ¿Tenían una luminiscencia turquesa o estaban oscuros como un océano cubierto por una tormenta? Extendió la mano hasta su hombro para intentar que se diera la vuelta.

La sorprendió con un beso. Fue fuerte y apasionado, y sus labios lo expresaron todo.

—Tú lo has hecho.

—No sabía que iba a pasar esto. No sabía que sería así.

—Nadie lo sabía —dijo él—. Pero tus lágrimas siempre fueron inevitables, sin importar lo que pensara mi familia. Estabas en un camino. —Era la misma palabra que había usado madame Blavatsky la primera noche que Eureka y Cat habían ido a su estudio—. Y ahora estamos todos en ese camino contigo.

Eureka miró alrededor del escudo flotante mientras cruzaba el patio inundado. El mundo que había más allá era oscuro, inquietante e irreconocible. No podía creer que estuviera en su casa. No podía creer que sus lágrimas hubieran provocado aquello. Ella lo había hecho. Le mareaba aquel extraño poder.

Una barra de los columpios dio vueltas sobre sus cabezas. Todos se agacharon, pero no les hacía falta. El escudo era impenetrable. Cuando Cat y su padre dieron un grito ahogado de alivio, Eureka se dio cuenta de que hacía meses que no se sentía tan acompañada.

—Te debo la vida —le dijo Ander—. Todos aquí te la debemos.

—Yo ya te debía la mía. —Se secó los ojos. Había visto hacer aquellos movimientos innumerables veces en las películas, y a otras personas, pero aquella experiencia era totalmente nueva para ella, como si de repente hubiera descubierto un sexto sentido—. Creía que te enfadarías conmigo.

Ander ladeó la cabeza, sorprendido.

—No creo que pudiera enfadarme contigo jamás.

Otra lágrima se deslizó por la mejilla de Eureka. Observó la lucha de Ander por contener las ganas de hacerla desaparecer en su propio ojo. Inesperadamente, la frase «Te quiero» corrió hacia la punta de su lengua y se la tragó para contenerla. Era el trauma lo que hablaba y no un sentimiento real. Apenas le conocía. Pero aún seguían allí las ganas de expresar aquellas palabras. Recordó lo que su padre le había mencionado antes sobre el dibujo de su madre, sobre las cosas que Diana había dicho.

Ander no iba a romperle el corazón. Ella confiaba en él.

—¿Qué pasa?

Él fue a cogerle la mano.

«Te quiero.»

—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Eureka.

Ander miró alrededor del escudo. Todos le miraban. Cat y el padre ni siquiera parecían empezar a saber qué clase de preguntas hacerle.

—Hay un pasaje hacia el final de las Crónicas de los Portadores de la Simiente del que mi familia se negaba a hablar. —Ander señaló la inundación más allá del escudo—. No quisieron nunca adelantarse a este suceso.

—¿Qué dice? —preguntó Eureka.

—Dice que la persona que abra la fisura a la Atlántida es la única que puede cerrarla, la única que puede enfrentarse al rey atlante.

Miró a Eureka para evaluar su reacción.

—¿Atlas? —susurró, pensando: «Brooks».

Ander asintió.

—Si has hecho lo que predijeron que harías, no soy yo el único que te necesita, sino todo el mundo.

Se volvió en dirección a donde Eureka creía que se encontraba el bayou. Comenzó a nadar despacio, con una brazada de crol como la que habían usado ella y los mellizos para llegar a la orilla el día anterior. Sus brazadas aumentaban mientras el escudo avanzaba por el bayou. Sin mediar palabra, los niños empezaron a nadar con él, tal como habían nadado con ella.

Eureka intentó hacerse a la idea de que el mundo entero la necesitara. No podía. La insinuación dominaba el músculo más fuerte que poseía: su imaginación.

Comenzó a dar brazadas de crol también ella, al darse cuenta de que su padre y Cat hacían poco a poco lo mismo. A pesar de que los seis estaban en movimiento, las corrientes salvajes apenas eran manejables. Flotaron por encima de la puerta de hierro forjado del patio y giraron hacia el crecido bayou. Eureka no tenía ni idea de cuánta agua había caído o cuándo pararía de llover, si alguna vez cesaba. El escudo se hallaba varios centímetros bajo la superficie. Los juncos y el lodo flanqueaban su camino. El bayou en el que Eureka había pasado la mayor parte de su vida resultaba extraño bajo el agua.

Nadaron junto a barcos destrozados, llenos de agua, y muelles rotos, que le recordaron a otros huracanes. Cruzaron bancos de truchas plateadas. Unos lucios negros y resbaladizos pasaron a toda velocidad delante de ellos como rayos a medianoche.

—¿Todavía tenemos pensado ir a buscar al Portador de la Simiente perdido? —preguntó Eureka.

—Solón. —Ander asintió—. Sí. Cuando te enfrentes a Atlas, vas a tener que estar preparada. Creo que Solón puede ayudarte.

«Enfrentarme a Atlas.»

Ander podía llamarle por ese nombre, pero a ella le importaba el cuerpo que poseía. Brooks. Mientras nadaban hacia un mar nuevo e inescrutable, Eureka hizo una promesa.

Puede que el cuerpo de Brooks estuviera controlado por magia negra, pero en el interior se encontraba su amigo de toda la vida. Él la necesitaba. No importaba qué le aguardara el futuro, encontraría el modo de traerlo de vuelta.