30

Los Portadores de la Simiente

Rhoda pasó empujando al Portador de la Simiente, que miró con amargura a Eureka y luego se dio la vuelta para cruzar el porche.

—¡William! —gritó Rhoda—. ¡Claire!

Ander salió corriendo por la puerta detrás de Rhoda. Para cuando Eureka, su padre y Cat consiguieron salir al patio cubierto, el Portador de la Simiente estaba al final de las escaleras del porche. Arriba, Ander había bloqueado el paso a Rhoda. La tenía sujeta contra una de las columnillas de la balaustrada. Ella retorcía los brazos a los costados. Daba patadas, pero Ander sujetaba su cuerpo con tanta facilidad como si fuera una niña.

—Suelta a mi esposa —gruñó el padre, que se lanzó sobre Ander.

Con una sola mano Ander también le detuvo.

—No puedes salvarlos. No funciona así. Lo único que conseguirás será hacerte daño.

—¡Mis hijos! —gimió Rhoda, desplomándose en los brazos de Ander.

El aroma a citronela era embriagador. Los ojos de Eureka fueron más allá del porche para posarse en la hierba. Entre unos helechos verde ácido y los troncos moteados de unos robles perennes se hallaban los cuatro Portadores de la Simiente a los que había visto en la carretera. Formaban una fila de cara a ellos, con duras miradas hacia la escena que Eureka y su familia estaban montando. El Portador de la Simiente que había llamado a la puerta se había reincorporado al grupo. Estaba a unos quince centímetros por delante del resto, con las manos cruzadas sobre el pecho, y sus ojos turquesa desafiaban a Eureka a hacer algo.

Y detrás de los Portadores de la Simiente… Eureka se quedó paralizada y una oleada de puntos rojos dio vueltas ante ella. De pronto supo por qué Ander estaba reteniendo a Rhoda.

Los mellizos estaban atados de pies y manos a los columpios. Una cadena metálica de cada columpio rodeaba las muñecas de cada niño. Tenían los brazos estirados por encima de la cabeza, unidos por la cadena anudada, que habían enrollado en la larga barra horizontal de la parte superior de los columpios. Las otras dos cadenas se habían utilizado para atar los tobillos de los mellizos. Esas cadenas estaban bien fijadas, con nudos a ambos lados del columpio, en las barras que formaban una A. William y Claire colgaban, inclinados.

Lo peor de todo era que a los niños les habían metido en la boca fragmentos de los asientos de madera de los columpios, que habían sujetado con cinta de precinto a modo de mordaza. Las lágrimas manaban de los rostros infantiles y los ojos se les salían de las órbitas por el dolor y el miedo. Agitaban los cuerpos con quejidos que las mordazas evitaban que Eureka oyera.

¿Cuánto tiempo llevaban atados así? ¿Habían entrado en su habitación los Portadores de la Simiente por la noche, mientras Ander vigilaba a Eureka? Se puso enferma de ira, consumida por la culpa. Tenía que hacer algo.

—Voy a salir ahí fuera —dijo su padre.

—Quédate aquí si quieres que tus hijos vuelvan vivos. —La orden de Ander fue calmada pero autoritaria y detuvo al padre en el primer escalón del porche—. Esto tiene que hacerse bien o vamos a arrepentirnos mucho.

—¿Qué clase de capullos enfermizos le harían eso a un par de niños? —susurró Cat.

—Se llaman Portadores de la Simiente —dijo Ander— y fueron los que me criaron. Conozco bien su enfermedad.

—Los mataré —masculló Eureka.

Ander relajó las manos que sujetaban a Rhoda para dejar que cayera en brazos de su marido. Se volvió hacia Eureka con una expresión abrumadoramente triste.

—Prométeme que será el último recurso.

Eureka miró a Ander con los ojos entrecerrados. Quería matar a los Portadores de la Simiente, pero estaba desarmada, la superaban en número y ella ni siquiera había dado un puñetazo a algo más animado que una pared. Pero Ander parecía tan preocupado por que lo hubiera dicho en serio que sintió la necesidad de asegurarle que no era un plan totalmente elaborado.

—Vale —Se sentía ridícula—, lo prometo.

Su padre y Rhoda se abrazaron. Cat tenía la vista clavada en los columpios. Eureka se obligó a mirar hacia donde no quería. Los cuerpos de los mellizos estaban tensos e inmovilizados. Sus ojos aterrorizados eran lo único que se movía.

—Esto no es justo —le dijo a Ander—. Es a mí a quien quieren los Portadores de la Simiente. Yo soy la que debería salir ahí fuera.

—Tendrás que enfrentarte a ellos. —Ander la cogió de la mano—. Pero no debes ser una mártir. Si algo les pasa a los mellizos, o a cualquier otra persona que te importe, debes comprender que es preferible que tú sobrevivas.

—No puedo pensar en eso —replicó.

Ander se la quedó mirando.

—Pues tienes que hacerlo.

—Creo que ya ha habido suficiente cháchara —les interrumpió desde el jardín el Portador de la Simiente que vestía el traje gris.

Le hizo señas a Ander para que terminara.

—Y yo creo que vosotros cuatro lleváis demasiado tiempo aquí —respondió Eureka a los Portadores de la Simiente—. ¿Qué os hace falta para marcharos?

Caminó hacia delante, acercándose a las escaleras, intentando parecer tranquila aunque el corazón le tronara en el pecho. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

Se dio cuenta de que había otra cosa más desconcertante en la escena más allá del porche: la lluvia había cesado.

No. Eureka oía el aguacero contra los árboles de los alrededores. Olía la electricidad salada de la tormenta justo debajo de la nariz. Notaba la humedad como cuero sobre la piel. Vio la corriente marrón al borde del jardín, el bayou desbordado y agitado, casi tanto como durante un huracán.

El mal tiempo no había pasado, pero de alguna manera los mellizos, los Portadores de la Simiente y el césped que pisaban no estaban mojándose. El viento se hallaba en calma y la temperatura era más baja de lo que debería haber sido.

Eureka se acercó al borde del porche cubierto. Alzó la vista al cielo y entrecerró los ojos mirando hacia la atmósfera. La tormenta rugía sobre sus cabezas. Los relámpagos continuaban. Vio un torrente de gotas que caían. Pero algo pasaba con la lluvia que bajaba de las nubes negras y turbulentas al patio de Eureka.

Se desvanecía.

Había una extraña penumbra en el patio que le daba claustrofobia a Eureka, como si el cielo se le cayera encima.

—Estás preguntándote por la lluvia. —Ander extendió la palma abierta más allá del límite del porche—. En su proximidad inmediata, los Portadores de la Simiente tienen poder sobre el viento. Una de las formas más comunes en las que usan ese poder es creando una barrera atmosférica. Esas barreras se llaman «cordones». Pueden ser de muchas formas y magnitudes.

—Por eso no estabas mojado cuando entraste por mi ventana anoche —supuso Eureka.

Ander asintió.

—Y por eso no cae la lluvia en el patio. A los Portadores de la Simiente no les gusta mojarse si pueden evitarlo, y casi siempre lo evitan.

—¿Qué más tengo que saber de ellos?

Ander se inclinó hacia su oído derecho.

—Critias —susurró con una voz que apenas se oía. Ella se fijó en el hombre al que estaba mirando, a su izquierda, y se dio cuenta de que Ander se los estaba presentando—. Antes nos teníamos cariño. —El hombre era más joven que el resto de los Portadores de la Simiente y tenía remolinos en el pelo, espeso y canoso. Llevaba una camisa blanca y tirantes grises—. Era casi humano.

Critias miró a Eureka y a Ander con tal interés inescrutable que Eureka se sintió desnuda.

—Estornino. —Ander siguió con la anciana a la derecha de Critias, que iba vestida con pantalones y un jersey de cachemira gris. Parecía que no se tenía en pie, pero levantaba la barbilla con seguridad en sí misma y sus ojos azules ofrecían una aterradora sonrisa—. Se alimenta de la vulnerabilidad. No caigas en eso.

Eureka asintió.

—Albión. —El siguiente Portador de la Simiente en la fila era el hombre que había llamado a la puerta trasera de Eureka—. El líder. Pase lo que pase, no le des la mano —añadió.

—¿Y la última?

Eureka miró a una mujer que parecía una abuela débil, con un vestido de tirantes de flores grises. Una trenza canosa le caía por el hombro y terminaba en su cintura.

—Cora —dijo Ander—. Que no te engañe su aspecto. Todas las cicatrices que tengo en el cuerpo me las hizo ella. —Tragó saliva y añadió para sus adentros—: Casi todas. Ella creó la ola que mató a tu madre.

Eureka apretó los puños. Quería gritar, pero era el tipo de vulnerabilidad que se negaba a mostrar.

«Sé estoica —se preparó—. Sé fuerte.»

Pisó la hierba seca para enfrentarse a los Portadores de la Simiente.

—Eureka —la llamó su padre—, vuelve aquí. ¿Qué estás haciendo…?

—Soltadlos —les dijo ella a los Portadores de la Simiente, señalando a los mellizos con la cabeza.

—Por supuesto, niña. —Albión extendió la pálida mano—. Tú dame la mano y desataremos a los mellizos.

—¡Son inocentes! —protestó Rhoda—. ¡Mis hijos!

—Lo entendemos —dijo Albión—. Y podrán marcharse en cuanto Eureka…

—Primero desata a los niños —dijo Ander—. Esto no tiene nada que ver con ellos.

—Ni tampoco contigo. —Albión se volvió hacia Ander—. Se te eximió de esta operación hace semanas.

—Me he incorporado de nuevo.

Ander miró a cada uno de los Portadores de la Simiente, como si quisiera asegurarse de que todos comprendían de qué parte estaba desde entonces.

Cora frunció el entrecejo. Eureka quería lanzarse sobre ella, tirar de cada mechón de su pelo canoso, arrancarle el corazón hasta que dejara de latir, como había hecho el de Diana.

—Te has olvidado de lo que eres, Ander —dijo Cora—. Nuestro trabajo no consiste en ser felices ni enamorarnos. Existimos con el fin de que la felicidad y el amor sean posibles para los demás. Protegemos a este mundo de la oscura invasión que ella quiere permitir.

Señaló a Eureka con un dedo ganchudo.

—Te equivocas —dijo Ander—. Vivís una existencia negativa con objetivos negativos. Ninguno de vosotros sabe seguro qué pasaría si la Atlántida emergiera.

Asombrado, el mayor de los Portadores de la Simiente carraspeó, indignado.

—Te criamos para que fueras más listo. ¿Acaso no memorizaste las Crónicas? ¿Mil años de historia no significan nada para ti? ¿Has olvidado que el oscuro espíritu de Atlas estaba por encima de todo y que no era ningún secreto que deseaba aniquilar este mundo? El amor te impide ver tu herencia. Haz algo, Albión.

Albión dudó un instante. Luego se dio la vuelta hacia los columpios y usó un puño para golpear a William y Claire en el estómago.

Los dos mellizos jadearon y se movieron como si les entraran arcadas mientras seguían amordazados con la tabla de madera metida en la boca. Eureka jadeó por empatía. No podía soportarlo más. Se miró la mano y después la de Albión, extendida. ¿Qué podía pasar si le tocaba? Si los mellizos quedaban libres, entonces tal vez merecía la pena lo que fuera…

Eureka registró con el rabillo del ojo una masa rojiza. Rhoda estaba corriendo hacia los columpios para coger a sus hijos. Ander maldijo entre dientes y echó a correr tras ella.

—Por favor, que alguien la detenga —dijo Albión con un tono aburrido—. Preferiríamos no hacerlo. Oh, vaya. Demasiado tarde.

—¡Rhoda!

El grito de Eureka retumbó por el jardín.

Cuando Rhoda pasaba junto a Albión, el Portador de la Simiente la agarró de la mano. La mujer se quedó paralizada al instante, con el brazo más tieso que una escayola. Ander paró de repente y bajó la cabeza, pues sabía lo que iba a suceder.

En el suelo, bajo los pies de Rhoda, surgió lo que parecía un cono volcánico. Al principio fue como un borbotón de arena, un fenómeno de los pantanos por el que se eleva de la nada un montículo con forma de cúpula para convertirse en un géiser a lo largo de una llanura aluvial. Los borbotones de arena eran peligrosos por el torrente de agua que arrojaban del núcleo de sus cráteres rápidamente formados.

Aquel borbotón de arena arrojaba viento.

La mano de Albión soltó la de Rhoda, pero la conexión entre ellos no se rompió. Parecía sujetarla con una correa invisible. Su cuerpo se elevó en una espiral de viento inexplicable que la lanzó quince metros en el aire.

Las extremidades de Rhoda se agitaron. La bata roja giró en el aire como las cintas de una cometa. Voló más alto, su cuerpo estaba totalmente fuera de control. Se oyó un estallido; no era un trueno, sino más bien una pulsación eléctrica. Eureka se dio cuenta de que el cuerpo de Rhoda había atravesado la protección del patio.

Rhoda gritó al entrar en la tormenta sin ninguna defensa. La lluvia transvasaba el estrecho espacio que había creado con su cuerpo. El viento entró aullando como un huracán. La silueta roja de Rhoda se hizo más pequeña en el cielo hasta que pareció una de las muñecas de Claire.

Un relámpago crepitó despacio. Se acurrucó en las nubes, iluminando bolsas de oscuridad, retorciendo la atmósfera. Cuando atravesó la nube y degustó el cielo despejado, Rhoda fue el blanco más cercano.

Eureka se abrazó cuando el rayo alcanzó el pecho de Rhoda con una única sacudida imponente. Rhoda rompió a gritar, pero el lejano sonido se vio interrumpido por un desagradable chisporroteo estático.

Cuando empezó a caer, los movimientos de su cuerpo eran diferentes. No tenía vida. La gravedad bailaba con ella. Las nubes se apartaban tristemente a su paso. Cruzó el límite del cordón de los Portadores de la Simiente, que se selló de alguna manera de nuevo sobre el patio. Cayó al suelo con un golpe sordo y su cuerpo arrugado dejó una hendidura de treinta centímetros en la tierra.

Eureka cayó de rodillas. Se llevó las manos al corazón mientras cogía el pecho ennegrecido de Rhoda; los cabellos se desvanecieron en chispas; en las piernas y los brazos descubiertos había un entramado de cicatrices venosas, azules. Rhoda tenía la boca abierta. Su lengua parecía chamuscada. Los dedos se le habían quedado petrificados en unas tensas garras, extendidos hacia sus hijos, incluso muerta.

«Muerta.» Rhoda estaba muerta porque había hecho lo único que habría hecho cualquier madre: había intentado que sus hijos dejaran de sufrir. Pero si no hubiera sido por Eureka, los mellizos no habrían estado en peligro y Rhoda no tendría que haber ido a salvarlos. No se habría quemado ni estaría muerta en el jardín. Eureka no podía mirar a los mellizos. No podía soportar verlos tan destrozados como lo había estado ella desde que había perdido a Diana.

Un alarido bestial se oyó detrás de Eureka en el porche. Su padre estaba de rodillas. Las manos de Cat colgaban de sus hombros. Parecía pálida e indecisa, como si estuviera enferma. Cuando su padre se puso de pie, bajó las escaleras tambaleándose temblorosamente. Estaba a pocos centímetros del cadáver de Rhoda cuando la voz de Albión lo detuvo.

—Pareces un héroe, papá. Me pregunto qué vas a hacer.

Antes de que el padre pudiera responder, Ander metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros. Eureka dio un grito ahogado cuando sacó una pequeña pistola plateada.

—Cállate, tío.

—¿Ahora me llamas «tío»? —La sonrisa de Albión mostró sus dientes grises—. ¿Quieres que me rinda? —Se rió—. ¿Qué tienes ahí, una pistola de juguete?

Los otros Portadores de la Simiente se rieron.

—Qué gracioso, ¿no?

Ander tiró de la recámara para cargar la pistola. Una extraña luz verde emanó de ella, formando un aura alrededor del arma. Era la misma luz que Eureka había visto la noche que Ander blandió el estuche plateado. Los cuatro Portadores de la Simiente se asustaron al verla. Se quedaron en silencio, como si les hubieran cortado la risa.

—¿Qué es eso, Ander? —preguntó Eureka.

—La pistola dispara balas de artemisia —explicó Ander—. Es una hierba antigua, el beso de la muerte para los Portadores de la Simiente.

—¿De dónde has sacado esas balas? —Estornino retrocedió unos pasos a trompicones.

—No importa —dijo enseguida Critias—. Él no nos disparará nunca.

—Te equivocas —respondió Ander—. No sabes lo que sería capaz de hacer por ella.

—¡Qué bonito! —exclamó Albión—. ¿Por qué no le cuentas a tu novia lo que pasaría si mataras a uno de los nuestros?

—Quizá ya no me preocupe eso.

La pistola chasqueó cuando Ander la amartilló. Pero entonces, en vez de apuntar a Albión, Ander se apuntó a sí mismo. Sostuvo el cañón contra su pecho y cerró los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Eureka.

Ander se volvió para mirarla, con el arma todavía en el pecho. En aquel momento parecía más suicida de lo que ella nunca había sido.

—La respiración del Portador de la Simiente la controla un único viento superior. Se llama Céfiro y estamos todos unidos a él. Si muere uno de nosotros, morimos todos. —Miró a los mellizos y tragó saliva—. Pero quizá sea mejor así.