29

Evacuación

Cuando Eureka se despertó a la mañana siguiente, una luz tenue y plateada brillaba a través de la ventana. La lluvia resonaba en los árboles. Anhelaba dejar que la tormenta la arrullara para volver a dormir, pero le pitaba el oído izquierdo, lo que le recordó la extraña melodía que Ander había conjurado al abrir el relicario de Diana. Sostenía El libro del amor en sus brazos, el libro que explicaba al detalle la profecía de sus lágrimas. Sabía que debía levantarse, enfrentarse a la situación de la que se había enterado la noche anterior, pero un dolor en el corazón mantenía su cabeza pegada a la almohada.

Brooks se había ido. Según Ander, que parecía tener razón en muchas cosas, su amigo de toda la vida no iba a volver.

Un peso al otro lado de su cama la sorprendió. Era Ander.

—¿Has estado aquí toda la noche? —preguntó Eureka.

—No voy a dejarte.

Ella se arrastró por la cama hacia él. Seguía llevando su albornoz. Él iba vestido con la misma ropa que la noche anterior. No pudieron evitar sonreírse mientras sus rostros se acercaban el uno al otro. Ander la besó en la frente y luego en los labios.

Quería empujarlo y tumbarlo sobre la cama, abrazarlo y besarlo horizontalmente, sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo, pero tras unos cuantos besos suaves, Ander se levantó y fue junto a la ventana. Tenía los brazos cruzados a la espalda. Eureka se lo imaginó allí de pie toda la noche, recorriendo la calle con la vista en busca de la silueta de algún Portador de la Simiente.

¿Qué habría hecho Ander si alguno de ellos hubiera entrado en su casa? Recordó la caja plateada que se había sacado del bolsillo aquella noche. Había aterrorizado a su familia.

—Ander…

Quería preguntarle qué había en el interior de la caja.

—Ha llegado el momento de irse —dijo.

Eureka buscó a tientas su teléfono para mirar la hora. Al acordarse de que lo había perdido, se lo imaginó sonando en el golfo arrasado por la lluvia, en medio de un banco de peces plateados, donde una sirena atendería la llamada. Hurgó en la mesilla de noche para buscar el reloj Swatch de plástico de lunares.

—Son las seis de la mañana. Mi familia aún estará dormida.

—Despiértalos.

—¿Y qué les digo?

—Os contaré a todos el plan en cuanto estemos juntos —dijo Ander, que seguía de cara a la ventana—. Será mejor que no haya muchas preguntas. Tenemos que movernos rápido.

—Si voy a hacer esto —repuso Eureka—, tengo que saber adónde vamos.

Salió de la cama. Apoyó la mano en la manga de Ander y su bíceps se flexionó al notarla.

Él la miró y pasó los dedos por su pelo, acercando las uñas lentamente a su cuero cabelludo, hacia la nuca. Si a ella le parecía sexy cuando él se pasaba los dedos por el pelo, eso era incluso mejor.

—Vamos a ir a buscar a Solón —dijo—. El Portador de la Simiente perdido.

—Creía que habías dicho que estaba en Turquía.

Por un momento, Ander esbozó una leve sonrisa, pero luego su rostro quedó extrañamente inexpresivo.

—Por suerte rescaté un barco ayer. Saldremos en cuanto tu familia esté preparada.

Eureka lo observó con detenimiento. Había algo en su mirada… una satisfacción contenida por… la culpa. Se le secó la boca cuando su mente advirtió una oscura conexión. No sabía cómo lo sabía.

—¿El Ariel? —susurró. El barco de Brooks—. ¿Cómo lo hiciste?

—No te preocupes. Ya está hecho.

—Estoy preocupada por Brooks, no por su barco. ¿Le viste? ¿Acaso lo buscaste?

El rostro de Ander se tensó. Movió los ojos a un lado. Al cabo de un momento volvieron a los de Eureka, libres de hostilidad.

—Llegará un momento en que conocerás el verdadero destino de Brooks. Por el bien de todos, espero que aún falte mucho. Mientras tanto, tienes que intentar superarlo.

A Eureka se le nubló la vista; apenas le veía delante de ella. En aquel instante deseó más que nunca oír a Brooks llamarla Sepia.

—¿Eureka? —Ander le tocó la mejilla—. ¿Eureka?

—No —murmuró Eureka para sus adentros.

Se apartó de Ander. Perdió el equilibrio. Se tropezó con la mesilla de noche y chocó contra la pared. Se sentía tan fría y rígida como si hubiera pasado la noche en medio del Círculo Polar Ártico.

Eureka no podía negar el cambio que había dado Brooks en las últimas semanas, el comportamiento terriblemente cruel y desleal que ella no reconocía. Calculó el número de conversaciones en las que Brooks había buscado información sobre sus emociones y por qué no lloraba. Pensó en la inexplicable hostilidad que Ander sentía hacia él desde su primer encuentro. Y luego pensó en la historia de Byblis y del hombre al que había estado tan apegada, el hombre cuyo cuerpo fue poseído por un rey atlante.

Ander no quería decirlo, pero todas las señales apuntaban a otra realidad imposible.

—Atlas —susurró—. Todo este tiempo no era Brooks, sino Atlas.

Ander frunció el entrecejo, pero no dijo nada.

—Brooks no está muerto.

—No. —Ander suspiró—. No está muerto.

—Está poseído. —A Eureka le costó pronunciar aquellas palabras.

—Sé que te importa. No le desearía a nadie el destino de Brooks. Pero ha sucedido y no hay nada que nosotros podamos hacer. Atlas es demasiado poderoso. Lo hecho hecho está.

No soportaba que Ander hablara de Brooks en pasado. Tenía que haber un modo de salvarlo. Una vez que sabía lo que había sucedido —que había sucedido por culpa de ella—, Eureka le debía a Brooks traerlo de vuelta. No sabía cómo, solo que tenía que intentarlo.

—Si pudiera encontrarle…

Se le entrecortó la voz.

—No. —La dureza de Ander la dejó sin aliento. La fulminó con la mirada, buscando en sus ojos un rastro de lágrimas. Al no encontrarlas, pareció aliviado. Le puso la cadena con la piedra de rayo y el relicario por la cabeza—. Estás en peligro, Eureka. Tu familia está en peligro. Si confías en mí, puedo protegerte. Eso es todo en lo que podemos permitirnos centrarnos ahora. ¿Entiendes?

—Sí —respondió con poco entusiasmo, porque tenía que haber un modo.

—Bien —dijo Ander—. Ahora ha llegado el momento de contárselo a tu familia.

Eureka llevaba unos vaqueros, las zapatillas de correr y una camisa azul claro de franela al bajar las escaleras de la mano de Ander. La bolsa púrpura del colegio colgaba de su hombro, con El libro del amor y la traducción de madame Blavatsky. La sala de estar estaba a oscuras. El reloj del decodificador parpadeaba marcando la 1.43. La tormenta debía de haber provocado que se fuera la luz por la noche.

Mientras Eureka avanzaba a tientas entre los muebles, oyó el chasquido de una puerta al abrirse. Su padre apareció iluminado por la luz de la lámpara de su dormitorio, que se colaba por la puerta entreabierta. Tenía el pelo mojado y llevaba la camisa arrugada por fuera. Eureka olió su jabón Irish Spring. Él advirtió las dos formas oscuras en las sombras.

—¿Quién anda ahí? —Enseguida fue a encender la luz—. ¿Eureka?

—Papá…

Se quedó mirando a Ander.

—¿Quién es este? ¿Qué está haciendo en nuestra casa?

Las mejillas de Ander tenían más color del que Eureka jamás había visto en ellas. Se puso recto y se pasó las manos por el pelo ondulado dos veces.

—Señor Boudreaux, me llamo Ander. Soy… amigo de Eureka.

Le dedicó una sonrisita a Eureka, como si, a pesar de todo, le gustara decirlo.

Ella quiso saltar a sus brazos.

—No, a las seis de la mañana no —dijo su padre—. Sal de aquí o llamo a la policía.

—Papá, espera. —Eureka le agarró del brazo como cuando era pequeña—. No llames a la policía. Por favor, ven a sentarte. Hay algo que tengo que contarte.

Miró la mano de Eureka en su brazo, después a Ander y luego volvió a mirar a Eureka.

—Por favor —susurró.

—Muy bien. Pero antes vamos a hacer café.

Fueron a la cocina, donde el padre encendió el quemador y puso a hervir el agua. Echó café negro en la vieja cafetera francesa. Eureka y Ander se sentaron a la mesa mientras discutían con los ojos quién iba a empezar a hablar.

Su padre seguía mirando a Ander con una expresión inquieta en el rostro.

—Me resultas familiar, chaval.

Ander cambió de postura.

—No nos habíamos visto antes.

Mientras el agua se calentaba, el padre se acercó más a la mesa. Ladeó la cabeza y miró a Ander con los ojos entrecerrados. Su voz sonó distante cuando preguntó:

—¿Cómo dices que conociste a este chico, Reka?

—Es amigo mío.

—¿Vais juntos al instituto?

—Nos… conocimos.

Se encogió de hombros, nerviosa, mirando a Ander.

—Tu madre dijo… —A su padre comenzaron a temblarle las manos. Las pegó a la mesa para calmarlas—. Dijo que algún día…

—¿Qué?

—Nada.

El hervidor pitó, así que Eureka se levantó para apagar el quemador. Echó el agua en la cafetera francesa y cogió tres tazas del armario.

—Creo que deberías sentarte, papá. Lo que estamos a punto de contarte puede que te parezca raro.

Un suave golpeteo en la puerta principal hizo que los tres se sobresaltaran. Eureka y Ander se miraron, después ella retiró la silla y fue hacia la puerta. Ander iba justo detrás de ella.

—No abras la puerta —le advirtió.

—Sé quién es.

Eureka reconoció la forma de la figura a través del cristal esmerilado. Tiró del pomo atascado y abrió la puerta mosquitera.

Las cejas de Cat se arquearon al ver a Ander por encima del hombro de Eureka.

—Habría venido antes si hubiera sabido que había una fiesta de pijamas.

Detrás de Cat, un viento fortísimo agitó la rama musgosa de un roble como si fuera un simple palito. Una gran explosión de agua irrigó el porche.

Eureka invitó a Cat a entrar y la ayudó a quitarse el impermeable.

—Estamos haciendo café.

—No puedo quedarme. —Cat se secó los pies en el felpudo—. Estamos evacuando. Mi padre está cargando el coche ahora mismo. Vamos a quedarnos con los primos de mi madre en Hot Springs. ¿Vosotros también os vais?

Eureka miró a Ander.

—No vamos… No… Quizá.

—Aún no es obligatorio —explicó Cat—, pero por televisión han dicho que si sigue lloviendo, al final será necesaria una evacuación, y ya conoces a mis padres, siempre quieren evitar los embotellamientos. Esta puñetera tormenta ha salido de la nada.

Eureka se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—Lo sé.

—Bueno —dijo Cat—, he visto la luz encendida y quería dejarte esto antes de marcharnos. —Le mostró la clase de cesta de mimbre que su madre siempre llenaba para distintos recaudadores de fondos y organizaciones benéficas. Estaba cubierta de confeti de colores, que se desteñían por la lluvia—. Son mis remiendos para el alma: revistas, merengues de mamá y… —Bajó la voz y le mostró una delgada botella marrón en el fondo de la cesta—. Bourbon Maker’s Mark.

Eureka cogió la cesta, pero lo que quería era a Cat. Dejó los remiendos para el alma a sus pies y envolvió a su amiga con sus brazos.

—Gracias.

No podía soportar pensar en cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a ver a Cat. Ander no había mencionado cuándo volverían.

—¿Te quedas para una taza de café?

Eureka le sirvió a Cat el café como a ella le gustaba y usó la mayor parte del bote Coffee-Mate de crema irlandesa de Rhoda. Se puso una taza para ella y otra para su padre, y espolvoreó canela por encima de las dos. Entonces se dio cuenta de que no sabía cómo tomaba Ander el café y se sintió una imprudente, como si hubieran salido corriendo a prometerse sin ni siquiera saber cómo se apellidaban. Seguía sin saber su apellido.

—Solo —indicó él antes de que tuviera que preguntar.

Durante unos instantes, bebieron en silencio y Eureka supo que pronto tendría que hacerlo: romper aquella paz. Despedirse de su mejor amiga. Convencer a su padre de unas verdades absurdas y fantásticas. Evacuar. Tomaría ese sorbito de falsa normalidad antes de que todo se desbaratara.

Su padre no había dicho ni una palabra, ni siquiera había levantado la vista para saludar a Cat. Tenía el rostro lívido. Retiró su silla y se levantó.

—¿Puedo hablar contigo, Eureka?

Le siguió hasta el fondo de la cocina. Se quedaron en la entrada que daba al comedor, fuera del alcance del oído de Ander y Cat. Al lado de la cocina colgaban los dibujos del patio trasero que los mellizos habían pintado con acuarelas en el jardín de infancia. El de William era realista: había cuatro robles, unos columpios envejecidos y el bayou serpenteando al fondo. El de Claire era abstracto, todo púrpura, una versión maravillosa de cómo era su patio cuando había tormenta. Eureka apenas podía mirar los dibujos sabiendo que, en el mejor de los casos, tendría que arrancar a los mellizos y a sus padres de la vida que conocían porque los había puesto a todos en peligro.

No quería decírselo a su padre. De verdad que no quería. Pero si no se lo contaba, pasaría algo peor.

—El caso es, papá… —empezó a decir.

—Tu madre me dijo que un día pasaría algo —la interrumpió su padre.

Eureka parpadeó. «Te avisó.» Le cogió la mano, que estaba fría y húmeda, en lugar de fuerte y tranquilizadora como siempre. Ella intentó permanecer lo más calmada posible. Tal vez resultaba más fácil de lo que ella había pensado. Quizá su padre ya tenía una idea de qué esperar.

—Dime exactamente lo que te dijo.

El hombre cerró los ojos. Los párpados estaban arrugados y húmedos; parecía tan débil que la asustaba.

—Tu madre era propensa a desvariar. Estaba contigo en el parque o en alguna tienda comprando ropa. Eso fue cuando eras pequeña, siempre cuando vosotras dos estabais solas. Al parecer nunca sucedía si yo estaba ahí para verlo. Entonces llegaba a casa e insistía en que habían ocurrido cosas imposibles.

Eureka se acercó más a él para intentar acercarse más a Diana.

—¿Como qué?

—Era como si estuviese febril. Repetía lo mismo una y otra vez. Yo creía que estaba enferma, que quizá era esquizofrénica. He olvidado lo que decía.

Miró a Eureka y negó con la cabeza. Ella sabía que no quería decírselo.

—¿Qué decía?

¿Que provenía de un largo linaje de atlantes? ¿Que poseía un libro donde profetizaban el retorno de una isla perdida? ¿Que una secta de fanáticos tal vez algún día buscarían a su hija para matarla por sus lágrimas?

El padre se secó los ojos con la parte inferior de la mano.

—Dijo: «Hoy he visto al chico que le romperá el corazón a Eureka».

Un escalofrío le recorrió la espalda a la muchacha.

—¿Qué?

—Tenías cuatro años. Era absurdo. Pero no dejaba de repetirlo. Al final, la tercera vez que ocurrió, le dije que hiciera un retrato.

—Mamá era una gran artista —murmuró Eureka.

—He guardado ese dibujo en mi armario —dijo su padre—, no sé por qué. Dibujó a aquel chaval de aspecto dulce, que tendría unos seis o siete años, sin nada perturbador en el rostro, pero en todos los años que vivimos en la ciudad, nunca vi al niño. Hasta… —Le temblaron los labios y volvió a coger las manos de Eureka. Miró por encima del hombro, en dirección a la mesa del desayuno—. El parecido es inequívoco.

La tensión se retorció en el pecho de Eureka, dificultando su respiración como un fuerte resfriado.

—Ander —susurró.

Su padre asintió.

—Es el mismo del dibujo, solo que mayor.

Eureka sacudió la cabeza, como si aquello fuera a quitarle las náuseas. Se dijo a sí misma que un viejo dibujo no tenía importancia. Diana no podía haber conocido aquel futuro. No podía saber que algún día Ander y Eureka se preocuparían el uno por el otro. Pensó en sus labios, en sus manos, la actitud protectora excepcional que transmitía con todo lo que hacía. La había hecho sentir un hormigueo de placer por la piel. Tenía que confiar en ese instinto. El instinto era todo lo que le quedaba.

Quizá habían educado a Ander para que fuera su enemigo, pero él era distinto. Todo era distinto.

—Confío en él —dijo—. Estamos en peligro, papá. Tú, Rhoda, los mellizos y yo. Tenemos que salir de aquí hoy, ya, y Ander es el único que puede ayudarnos.

Su padre la miró con profunda lástima y ella supo que debía de haber mirado de la misma manera a Diana cuando le decía cosas que parecían una locura. Él le pellizcó la mejilla. Suspiró.

—Lo has pasado muy mal, niña. Lo que tienes que hacer hoy es relajarte. Déjame prepararte algo para desayunar.

—No, papá. Por favor…

—¿Trenton? —Rhoda apareció en la cocina con su bata de seda roja. El pelo suelto le caía por la espalda, lo que le daba un aspecto con el que Eureka no estaba acostumbrada a verla. Tampoco llevaba maquillaje. Rhoda estaba guapa. E histérica—. ¿Dónde están los niños?

—¿No están en su habitación? —preguntaron Eureka y su padre a la vez.

Rhoda negó con la cabeza.

—Tienen las camas hechas y la ventana abierta de par en par.

El terrible estallido de un trueno dio paso a unos golpecitos en la puerta trasera que Eureka apenas oyó. Rhoda y su padre se lanzaron corriendo a abrirla, pero Ander llegó primero.

La puerta se abrió con una fuerte ráfaga de viento. Rhoda, Eureka y su padre se detuvieron al ver a un Portador de la Simiente en el umbral.

Eureka le había visto antes en la comisaría y a un lado de la carretera aquel mismo día por la noche. Tenía unos sesenta años, la piel pálida, el pelo canoso, peinado con una raya perfecta, y vestía un traje de sastre gris claro que le otorgaba el aspecto de un vendedor a domicilio. Sus ojos brillaban con el mismo turquesa de los de Ander.

El parecido entre ambos era indiscutible, y alarmante.

—¿Quién es usted? —preguntó el padre.

—Si busca a sus hijos —dijo el Portador de la Simiente mientras un fuerte olor a citronela entraba por el patio—, salga. Estaremos encantados de acordar un intercambio.