El lagrimaje de Selene
Un trueno sacudió los cimientos de la casa. Eureka se acercó rápidamente a Ander.
—¿Por qué habría sellado mi madre su propio relicario?
—Tal vez contiene algo que no quería que viera nadie.
Ander le pasó un brazo alrededor de la cintura. Fue un movimiento instintivo, pero cuando el brazo estuvo allí, el chico pareció ponerse nervioso. Tenía las puntas de las orejas coloradas. Continuó mirándose la mano que descansaba sobre el muslo de Eureka.
Ella colocó la suya encima para asegurarle que le gustaba que estuviera allí, que saboreaba cada nueva lección sobre su cuerpo: la suavidad de sus dedos, el calor interno de su palma, el olor de su piel con la proximidad del verano.
—Yo le contaba todo a Diana —dijo Eureka—. Cuando murió me enteré de que ella me ocultaba muchos secretos.
—Tu madre conocía el poder de estas reliquias. Tendría miedo de que cayeran en malas manos.
—Cayeron en mis manos y no entiendo nada.
—La fe que tenía en ti pervive —dijo Ander—. Te dejó estas cosas porque confiaba en que descubrirías su significado. Tenía razón en cuanto al libro, llegaste al corazón de la historia. Tenía razón en cuanto a la piedra de rayo, pues ya sabes lo poderosa que puede ser.
—¿Y el relicario?
Eureka lo tocó.
—Veamos si también tuvo razón respecto a eso.
Ander se puso de pie en medio de la habitación, sosteniendo el relicario en la mano derecha. Le dio la vuelta. Tocó el dorso con la punta del dedo anular izquierdo. Cerró los ojos, frunció los labios como si fuera a silbar y soltó una larga exhalación.
Movió el dedo despacio por la superficie, recorriendo los seis círculos intersectados que Eureka había tocado tantas veces. Solo que cuando Ander lo hizo, sonó música, como cuando se pasa el dedo por el borde de una copa de cristal.
Aquel sonido hizo que Eureka se levantara de un salto. Se agarró la oreja izquierda, que no estaba acostumbrada a oír pero que de algún modo percibía esas extrañas notas con tanta claridad como había oído la canción de Polaris. Los círculos del relicario brillaron un instante —dorados y luego azules—, reaccionando al tacto de Ander.
Mientras el dedo formaba ochos, moviéndose como dentro de un laberinto y creando diseños rosados alrededor de los círculos, el sonido que producía cambiaba y giraba. Un suave zumbido se transformó en un acorde intenso y evocador para luego ascender hasta lo que sonaba casi como una armonía de instrumentos de viento.
Mantuvo esa nota varios segundos, con el dedo relajado, apoyado en el centro del dorso del relicario. Era un sonido atiplado y desconocido, como una flauta de un reino futuro y lejano. El dedo de Ander pulsó tres veces, creando unos acordes como los de un órgano de iglesia que fluyeron en ondas sobre Eureka. El chico abrió los ojos, levantó el dedo y el extraordinario concierto terminó. Respiraba entrecortadamente, intentando recuperar el aliento.
El relicario se abrió con un chirrido sin que volviera a tocarlo.
—¿Cómo has hecho eso?
Eureka se acercó a él en trance y se inclinó hacia sus manos para examinar el interior del relicario. El lado derecho tenía incrustado un diminuto espejo. Su reflejo era limpio y claro, hasta ligeramente aumentado. Eureka vio uno de los ojos de Ander en el espejo y le sorprendió su claridad turquesa. El lado izquierdo contenía lo que parecía ser un trozo de papel amarillento metido en el marco, cerca de la bisagra.
Usó el meñique para soltarlo. Levantó una esquina, percibiendo lo fino que era el papel, y lo sacó con cuidado. Debajo del papel encontró una pequeña fotografía. La habían recortado para que cupiera en el relicario triangular, pero la imagen era clara.
Diana sostenía a Eureka de bebé en brazos. No podía tener más de seis meses de edad. Eureka no había visto nunca aquella foto, pero reconocía las gafas de culo de botella de su madre, su mata de pelo escalada y la camisa de franela azul que llevaba en los noventa.
La bebé Eureka miraba directamente a la cámara y vestía un pichi blanco que debía de haberle cosido Sugar. Diana tenía la vista apartada de la cámara, pero se apreciaban sus brillantes ojos verdes. Parecía triste, una expresión que Eureka no asociaba a su madre. ¿Por qué nunca le había enseñado aquella foto? ¿Por qué había llevado todos aquellos años el relicario, diciendo que no se abría?
Eureka estaba enfadada con su madre por haber dejado tantos misterios. Todo en su vida había sido inestable desde que Diana había muerto. Quería claridad, constancia, alguien en quien pudiera confiar.
Ander se agachó para recoger el papelito amarillento, que debía de habérsele caído a Eureka. Parecía un material caro de hacía siglos. Le dio la vuelta. No había más que una palabra escrita en negro.
«Marais.»
—¿Significa algo para ti? —preguntó el chico.
—Esa es la letra de mi madre.
Cogió el papel y se quedó mirando las curvas de la caligrafía, el brusco punto de la i.
—Es la palabra cajún, francesa, para «marisma», pero no sé por qué la escribiría aquí.
Ander se quedó mirando por la ventana, donde los postigos impedían ver la lluvia, pero no oír su continuo sonido.
—Debe de haber alguien que pueda ayudarnos.
—Madame Blavatsky habría podido ayudarnos.
Eureka se quedó mirando fijamente el relicario, el enigmático trozo de papel.
—Por eso precisamente la mataron.
Las palabras salieron de la boca de Ander antes de que se diera cuenta.
—Sabes quién lo hizo. —Eureka abrió los ojos de par en par—. Fueron ellos, las personas a las que echaste de la carretera, ¿no?
Ander cogió el relicario de la mano de Eureka y lo dejó sobre la cama. Le levantó la barbilla con el pulgar.
—Ojalá pudiera contarte lo que quieres oír.
—No se merecía morir.
—Lo sé.
Eureka apoyó las manos en su pecho. Enroscó los dedos en la tela de su camiseta para transmitirle su dolor.
—¿Por qué no estás mojado? —preguntó—. ¿Tienes una piedra de rayo?
—No. —Se rió ligeramente—. Supongo que tengo otra clase de escudo. Aunque es mucho menos impresionante que el tuyo.
Eureka pasó las manos por sus hombros secos y deslizó los brazos por su cintura seca.
—Estoy impresionada —dijo en voz baja mientras metía las manos debajo de la camiseta para tocarle la piel lisa y seca.
Él volvió a besarla, animándola. Eurkea estaba nerviosa, pero viva, desconcertada, y en su interior fluía una nueva energía que no quería cuestionar.
Le encantaba la sensación de los brazos de él alrededor de su cintura. Se acercó más y alzó la cabeza para besarle otra vez, pero entonces se detuvo. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre lo que parecía un corte profundo en la espalda de Ander. Se apartó, dio la vuelta y le levantó la camiseta por detrás para averiguar qué era. Cuatro incisiones rojas le marcaban la piel justo debajo de la caja torácica.
—Te has cortado —dijo.
Era el mismo tipo de herida que había visto en Brooks el día de la ola inesperada en Vermilion Bay. Ander tenía un grupo de cortes, mientras que la espalda de Brooks había cargado con dos.
—No son cortes.
Eureka alzó la vista para mirarle.
—Dime qué son.
Ander se sentó en el borde de la cama. Ella se sentó a su lado, notando el calor que emanaba de su piel. Quería volver a ver las marcas, quería pasar la mano sobre ellas para ver si eran tan profundas como parecían. Ander le puso la mano en la pierna y Eureka vibró por dentro. Parecía que estaba a punto de decir algo que le costaba mucho, algo que sería imposible de creer.
—Son branquias.
Eureka pestañeó.
—Branquias. ¿Como las de un pez?
—Para respirar bajo el agua, sí. Brooks ahora también las tiene.
Eureka le apartó la mano de la pierna.
—¿Qué quieres decir con que Brooks ahora también las tiene? ¿A qué te refieres con que tú tienes branquias?
La habitación se había vuelto diminuta de repente y hacía demasiado calor en ella. ¿Estaba Ander tomándole el pelo?
Ander se estiró hacia atrás y cogió el libro encuadernado en cuero verde.
—¿Crees lo que has leído aquí?
No lo conocía lo bastante bien como para evaluar el tono de su voz. Sonaba desesperado, pero ¿qué más? ¿También revelaba enfado? ¿Miedo?
—No sé —respondió—. Parece demasiado…
—¿Te parece más bien fantasía?
—Sí. Pero… quiero saber el resto. Solo se ha traducido una parte y hay muchas extrañas coincidencias, cosas que parecen estar relacionadas conmigo.
—Y así es —dijo Ander.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Te mentí respecto a la piedra de rayo?
Ella negó con la cabeza.
—Pues dame la oportunidad que le estás dando a este libro. —Ander se llevó una mano al corazón—. La diferencia entre tú y yo es que desde el instante en que nací yo me crié con la historia que has encontrado en estas páginas.
—¿Cómo? ¿Quiénes son tus padres? ¿Estás en una secta?
—No tengo padres exactamente. Me criaron mis tías y mis tíos. Soy un Portador de la Simiente.
—¿Un qué?
Él suspiró.
—Mi pueblo procede del continente perdido de la Atlántida.
—¿Eres de la Atlántida? —exclamó—. Madame Blavatsky dijo… Pero no creí…
—Lo sé. ¿Cómo ibas a creértelo? Pero es cierto. Mi linaje estaba entre los que escaparon antes de que se hundiera la isla. Desde entonces nuestra misión ha sido transmitir la simiente del conocimiento de la Atlántida para que nunca se olvidaran sus lecciones y que no se repitieran sus atrocidades. Durante miles de años esta historia ha permanecido entre los Portadores de la Simiente.
—Pero también está en este libro.
Ander asintió.
—Sabíamos que tu madre poseía alguna información sobre la Atlántida, pero mi familia todavía no tiene ni idea de cuánta. La persona que mató a tu traductora era mi tío. Los que te encontraste en la comisaría, y en la carretera aquella noche, son los que me criaron. Esos son los rostros que veo en la cena cada noche.
—¿Dónde cenas exactamente?
Eureka llevaba semanas preguntándose dónde vivía Ander.
—En ningún lugar interesante. —Hizo una pausa—. Hace semanas que no voy por casa. Mi familia y yo estamos en desacuerdo.
—Dijiste que querían hacerme daño.
—Y así es —confirmó Ander con abatimiento.
—¿Por qué?
—Porque tú también eres descendiente de la Atlántida. Y las mujeres de tu linaje tienen algo muy poco común. Se llama el selena-klamata-desmos. Eso significa, más o menos, «el lagrimaje de Selene».
—Selene —dijo Eureka—. La mujer prometida al rey. La que huyó con su hermano.
Ander asintió.
—Es tu matriarca desde hace muchas generaciones. Así como Leander, su amante, es mi patriarca.
—Naufragaron, se separaron en el mar —dijo Eureka, al recordar—. No se volvieron a encontrar nunca.
Ander asintió.
—Se dice que se buscaron hasta el día de su muerte y algunos aseguran que incluso después.
Eureka miró en el fondo de los ojos de Ander y la historia le resonó de una manera nueva. La encontró insoportablemente triste y dolorosamente romántica. ¿Podían aquellos amantes frustrados explicar la increíble conexión que Eureka había sentido con el chico sentado a su lado, la conexión que sintió desde el primer instante que lo vio?
—Una de las descendientes de Selene tiene el poder de hacer emerger la Atlántida —continuó Ander—. Es lo que acabas de leer en el libro. Es el «lagrimaje». La razón de la existencia de los Portadores de la Simiente gira en torno a la creencia de que el resurgimiento de la Atlántida será una catástrofe, el apocalipsis. Las leyendas de la Atlántida son desagradables y violentas, están llenas de corrupción, esclavitud y cosas peores.
—No he leído nada de eso aquí.
Eureka señaló El libro del amor.
—Por supuesto que no —dijo Ander misteriosamente—. Has estado leyendo una historia de amor. Desgraciadamente, había más en ese mundo que la versión de Selene. El objetivo de los Portadores de la Simiente es evitar el regreso de la Atlántida…
—Matando a la chica con el lagrimaje —terminó Eureka, aturdida—. Y creen que yo lo tengo.
—Están casi seguros.
—Están seguros de que si lloro, como dice en el libro, entonces…
Ander asintió.
—El mundo se inundará y la Atlántida recuperará su poder.
—¿Cada cuánto aparece una chica con el lagrimaje? —preguntó Eureka, a la que se le ocurrió que si Ander estaba diciendo la verdad, muchos miembros de su familia podrían haber sido perseguidos o asesinados por los Portadores de la Simiente.
—Lleva casi un siglo sin suceder, desde los años treinta —contestó Ander—, pero aquella fue una situación muy desagradable. Cuando una chica empieza a mostrar signos del lagrimaje, se convierte en una especie de vórtice. Despierta el interés de más personas aparte de los Portadores de la Simiente.
—¿Quién más?
Eureka no estaba segura de si quería saberlo.
Ander tragó saliva.
—Los propios atlantes.
Ahora estaba incluso más confundida.
—Son malvados —continuó Ander—. La última poseedora del lagrimaje vivía en Alemania. Se llamaba Byblis…
—He oído hablar de Byblis. Fue una de las propietarias del libro. Se lo dio a alguien llamada Niobe, que a su vez se lo dio a Diana.
—Byblis era la tía abuela de tu madre.
—Sabes más de mi familia que yo.
Ander parecía incómodo.
—He tenido que estudiarla.
—Así que ¿los Portadores de la Simiente mataron a mi tía abuela cuando mostró signos del lagrimaje?
—Sí, pero no antes de que se hiciera mucho daño. Mientras los Portadores de la Simiente intentaban eliminar un lagrimaje, los atlantes trataban de activarlo. Lo hacían ocupando el cuerpo de alguien querido por la persona que poseía el lagrimaje, alguien que pudiera hacerla llorar. Cuando los Portadores de la Simiente consiguieron matar a Byblis, el atlante que había ocupado el cuerpo de su mejor amigo ya estaba apegado a este mundo. Se quedó en el cuerpo incluso tras la muerte de Byblis.
A Eureka le entraron ganas de reír. Lo que Ander estaba diciendo era una locura. Ni siquiera había oído algo tan demencial durante las semanas que estuvo internada en el ala psiquiátrica.
Y aun así le hizo pensar a Eureka en lo que había leído recientemente en uno de los correos electrónicos de madame Blavatsky. Cogió las páginas traducidas y las hojeó.
—Mira esta parte, aquí. Describe a un hechicero que podía trasladar su mente por el océano y ocupar el cuerpo de un hombre minoico.
—Exacto —dijo Ander—. Es la misma magia. No sabemos cómo aprendió Atlas a canalizar el poder de ese hechicero, puesto que no era uno de ellos, pero de algún modo lo consiguió.
—¿Dónde está? ¿Dónde están los atlantes?
—En la Atlántida.
—¿Y dónde está eso?
—Lleva miles de años bajo el agua. No tenemos acceso a ella y ellos no pueden acceder a nosotros. Desde el momento en que se hundió la Atlántida, la canalización mental ha sido su único portal a nuestro mundo. —Ander apartó la mirada—. Aunque Atlas espera cambiar eso.
—Así que las mentes atlantes son poderosas y malignas —Eureka esperó que nadie estuviera escuchando detrás de la puerta—, pero los Portadores de la Simiente no parecen mucho mejores, matando a chicas inocentes.
Ander no respondió. Su silencio contestó a su siguiente pregunta.
—Salvo que los Portadores de la Simiente no creen que seamos inocentes —advirtió—. O sea, ¿te criaron para que pensaras que yo podía hacer algo terrible? —Eureka se masajeó la oreja y no pudo creer lo que estaba a punto de decir—: ¿Como inundar el mundo con mis lágrimas?
—Sé que cuesta creerlo —dijo Ander—. Tenías razón al calificar a los Portadores de la Simiente de secta. Mi familia es especialista en hacer que los asesinatos parezcan accidentes. Byblis se ahogó en una «inundación». El coche de tu madre se lo llevó una «ola gigantesca». Todo para salvar al mundo del mal.
—Espera. —Eureka se estremeció—. ¿Mi madre tenía el lagrimaje?
—No, pero sabía que tú sí. El trabajo de toda su vida se centró en prepararte para tu destino. Tuvo que decirte algo al respecto.
A Eureka se le encogió el corazón.
—Una vez me dijo que nunca llorara.
—Es cierto que no sabemos qué pasaría de verdad si lloraras. Mi familia no quiere arriesgarse a averiguarlo. La ola del puente aquel día iba dirigida a ti, no a Diana. —Bajó la vista, apoyando la barbilla en el pecho—. Se suponía que yo debía asegurarme de que te ahogabas. Pero no pude. Mi familia no me lo perdonará nunca.
—¿Por qué me salvaste? —susurró.
—¿No lo sabes? Creía que era obvio.
Eureka levantó los hombros y negó con la cabeza.
—Eureka, desde que tengo conciencia, me han entrenado para que conozca todo sobre ti: tus debilidades, tus puntos fuertes, tus miedos y tus deseos. Todo, para que pudiera destruirte. Uno de los poderes de los Portadores de la Simiente es una especie de camuflaje natural. Vivimos entre los mortales, pero no nos ven. Nos mezclamos, nos desdibujamos. Nadie recuerda nuestros rostros a menos que nosotros queramos. ¿Te imaginas lo que es ser invisible para todo el mundo excepto para tu familia?
Eureka negó con la cabeza, aunque a menudo deseaba la invisibilidad.
—Por eso nunca supiste de mí. Te llevo observando desde que naciste, pero nunca me viste hasta que yo quise, el día que choqué contra tu coche. He estado contigo todos los días de los últimos diecisiete años. Vi como aprendías a andar, a atarte los zapatos, a tocar la guitarra. —Tragó saliva—. A besar. Vi como te perforaban las orejas, como suspendías el examen de conducir y cuando ganaste tu primera carrera de campo a través. —Ander extendió la mano para que se acercara más a él—. Cuando Diana murió, estaba tan desesperadamente enamorado de ti que ya no podía más. Choqué con tu coche en la señal de stop. Necesitaba que me vieras por fin. A cada momento de tu vida, me enamoraba más perdidamente de ti.
Eureka se sonrojó. ¿Qué podía decir al respecto?
—Yo… bueno… eeeh…
—No tienes que responder —dijo Ander—. Solo quería que supieras que aunque haya empezado a desconfiar de todo en lo que me enseñaron a creer, hay una cosa de la que estoy seguro. —Encajó la mano en la suya—. Mi devoción por ti. Nunca desaparecerá, Eureka. Te lo juro.
Eureka estaba atónita. Su mente suspicaz se había equivocado con Ander, pero sus instintos corporales sí habían acertado. Llevó los dedos hacia su nuca y atrajo sus labios a los de ella. Intentó transmitirle con un beso las palabras que no encontraba.
—Dios. —Los labios de Ander rozaron los de ella—. ¡Qué bien poder decirlo en voz alta! Llevo toda mi vida sintiéndome solo.
—Ahora estás conmigo. —Quería tranquilizarlo, pero la preocupación se coló en su cabeza—. ¿Sigues siendo un Portador de la Simiente? Te volviste en contra de tu familia para protegerme, pero…
—Podría decirse que hui —respondió—. Pero mi familia no va a rendirse. Tienen muchísimas ganas de verte muerta. Si lloras y regresa la Atlántida, creen que representará la muerte de millones de personas, la esclavitud de la humanidad. El fin del mundo tal como lo conocemos. Creen que supondrá la desaparición de este mundo y el nacimiento de uno nuevo y terrible. Creen que matarte es la única manera de detenerlo.
—¿Y tú qué piensas?
—Tal vez sea cierto que puedas hacer emerger la Atlántida —contestó despacio—, pero nadie sabe lo que sucederá después.
—El final no está escrito todavía —dijo Eureka. «Y todo podría cambiar con la última palabra». Fue a coger el libro para enseñarle a Ander algo que la había inquietado desde la lectura del testamento de Diana—. ¿Y si el final sí se ha escrito? Al libro le faltan unas páginas. Diana no las habría arrancado. Ni siquiera doblaba la esquina de un libro de la biblioteca para marcar una página.
Ander se rascó la mandíbula.
—Hay una persona que quizá pueda ayudarnos. No le he visto nunca. Nació como Portador de la Simiente, pero abandonó la familia tras el asesinato de Byblis. Mi familia dice que no superó nunca su muerte. —Hizo una pausa—. Dicen que estaba enamorado de ella. Se llama Solón.
—¿Cómo le encontraremos?
—Ningún Portador de la Simiente ha hablado con él en años. Lo último que oí era que estaba en Turquía. —Se volvió para mirar a Eureka a la cara, con los ojos de pronto brillantes—. Podríamos ir hasta allí para localizarle.
Eureka se rió.
—Dudo que mi padre me deje ir a Turquía.
—Tendrán que acompañarnos —dijo Ander enseguida—. Todas las personas a las que quieres. De lo contrario mi familia utilizará a la tuya para traerte de vuelta.
Eureka se puso tensa.
—¿Te refieres…?
Él asintió.
—Justifican la muerte de unos pocos para salvar a muchos.
—¿Qué hay de Brooks? Si vuelve…
—No va a volver —dijo Ander—, no como a ti te gustaría verle. Tenemos que concentrarnos en poneros a salvo a ti y a tu familia lo antes posible. En algún lugar lejos de aquí.
Eureka negó con la cabeza.
—Mi padre y Rhoda volverían a internarme antes de acceder a que nos marchemos de la ciudad.
—No hay otra opción, Eureka. Es la única manera de que sobrevivas.
Entonces la besó con fuerza, sujetándole la cara con las manos, apretando los labios contra los suyos hasta que ella se quedó sin aliento.
—¿Por qué tengo que sobrevivir?
Le dolían los ojos por el agotamiento, que no podía seguir negando. Ander se dio cuenta. La llevó a la cama, retiró las sábanas y luego la tumbó para taparla con las mantas.
Se arrodilló a un lado y le murmuró al oído bueno:
—Tienes que sobrevivir porque no viviré en un mundo en el que tú no estés.