27

La visita

Eureka no gritó para pedir ayuda.

Mientras el hombre cruzaba su ventana, se sintió preparada para morir igual que cuando se había tragado las pastillas. Había perdido a Brooks. Su madre ya no estaba. Habían asesinado a madame Blavatsky. Eureka era el desafortunado hilo que los unía a todos.

Cuando la bota negra entró por la ventana, esperó a ver el resto de la persona que tal vez por fin los sacaría a ella y a los que la rodeaban del sufrimiento que había provocado.

Las botas negras estaban pegadas a unos vaqueros negros, que estaban conectados a una chaqueta de cuero negra, que a su vez pertenecía a una persona a la que reconoció.

La lluvia salpicaba la ventana, pero Ander seguía seco.

Estaba más pálido que nunca, como si la tormenta le hubiera quitado el pigmento de la piel. Parecía resplandecer junto a la ventana, descollando sobre ella. Sus ojos evaluadores hacían más pequeña la habitación.

Cerró la ventana, pasó el pestillo y cerró los postigos como si viviera allí. Se quitó la chaqueta y la colocó sobre la mecedora. Su pecho quedaba definido bajo la camiseta. Ella deseó tocarlo.

—No estás mojado —dijo.

Ander se pasó los dedos por el pelo.

—He intentado llamarte. —Su tono de voz sonaba como unos brazos que se extendían.

—He perdido el móvil.

—Lo sé.

Asintió con la cabeza y ella comprendió que de algún modo él sabía lo que había sucedido ese día. Dio una larga zancada hacia Eureka, con tanta rapidez que ella no vio lo que iba a hacer, y entonces la rodeó con los brazos. La respiración se le quedó en la garganta. Un abrazo era lo último que esperaba. Lo que era aún más sorprendente: fue maravilloso.

Aquella forma de agarrarla tenía una intensidad que sentía con tan pocas personas (Diana, su padre, Brooks, Cat) que Eureka podía contarlas. Era una intensidad que sugería un gran afecto, una intensidad que rayaba en el amor. Esperaba querer apartarse, pero se acercó aún más.

Las manos abiertas de Ander fueron a posarse en su espalda. Sus hombros abarcaron los suyos como un escudo protector, lo que le hizo pensar en la piedra de rayo. Él ladeó la cabeza para sostener la suya sobre su pecho. A través de su camiseta, ella oía su corazón latiendo con fuerza. Le encantaba el sonido que emitía.

Cerró los ojos y supo que los de Ander también estaban cerrados. Sus ojos cerrados proyectaban un intenso silencio en la habitación. Eureka de repente sintió que estaba en el lugar más seguro de la tierra y supo que se había equivocado respecto a él.

Recordó lo que Cat siempre decía de que con algunos tíos era «fácil». Eureka nunca lo había entendido hasta entonces, puesto que con la mayoría de los chicos con los que había estado había tenido dudas, nervios y vergüenza. Abrazarse a Ander era tan fácil que no abrazarle resultaba impensable.

Lo único incómodo eran los brazos de Eureka, pegados a los costados por el abrazo. Durante la siguiente inhalación, los levantó para rodear a Ander por la cintura con tal gracia y naturalidad que se sorprendió. «Así.»

Él la estrechó con más fuerza e hizo que cualquier abrazo que Eureka hubiera presenciado en los pasillos del Evangeline, todos los abrazos entre su padre y Rhoda, parecieran una triste imitación.

—Es un alivio ver que estás viva —dijo.

Su sinceridad hizo que Eureka se estremeciese. Recordó la primera vez que la había tocado, cuando le había pasado la yema del dedo por la comisura húmeda del ojo. «Se acabaron las lágrimas», había dicho.

Ander le levantó la barbilla para que lo mirase. Se fijó en las comisuras de sus ojos, como si le sorprendiera encontrarlas secas. Parecía hallarse en un conflicto insoportable.

—Te he traído algo.

Sacó de su espalda un objeto envuelto en una funda de plástico que llevaba metido en la cintura de los vaqueros. Eureka lo reconoció al instante y pegó los dedos a El libro del amor dentro de la resistente bolsa impermeable.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Un pajarito me enseñó dónde encontrarlo —dijo sin ningún atisbo de humor.

—Polaris —señaló Eureka—. ¿Cómo…?

—No es fácil de explicar.

—Lo sé.

—La perspicacia de tu traductora era impresionante. Tuvo el sentido común de enterrar tu libro y su cuaderno debajo del sauce junto al bayou la noche antes de que… —Ander se calló y bajó la mirada—. Lo siento.

—¿Sabes lo que le pasó? —susurró Eureka.

—Lo suficiente para querer venganza —murmuró. Su tono convenció a Eureka de que las personas grises de la carretera habían sido los asesinos—. Coge los libros. Está claro que ella quería que los recuperaras.

Eureka puso ambos libros encima de la cama. Pasó los dedos por el verde desteñido de la portada de El libro del amor y recorrió las tres aristas del lomo. Tocó el peculiar círculo en relieve de la cubierta y deseó haber visto su aspecto cuando se acabó de encuadernar.

Pasó las páginas cortadas toscamente del viejo diario de madame Blavatsky. No quería violar la privacidad de la fallecida. Pero cualquier nota dentro de aquel cuaderno podría contener lo que Eureka quería saber del legado que Diana le había dejado. Eureka necesitaba respuestas.

Diana, Brooks y madame Blavatsky habían encontrado El libro del amor fascinante. Eureka no creía que mereciera tenerlo para ella sola. Tenía miedo de abrirlo, tenía miedo de que la hiciera sentirse más sola.

Pensó en Diana, que creía que Eureka era lo bastante fuerte y lista como para encontrar la salida de cualquier madriguera. Pensó en madame Blavatsky, que no había parpadeado cuando le preguntó si podía inscribir su nombre como propietaria legítima del libro. Pensó en Brooks, que dijo que su madre era una de las personas más inteligentes que había existido; y si Diana creía que aquel libro era especial, Eureka le debía a ella comprender sus complejidades.

Abrió el cuaderno de traducción de Blavatsky. Lo hojeó despacio. Justo antes de un bloque de páginas en blanco había una hoja escrita con tinta violeta, titulada El libro del amor. Cuarto bombardeo.

Miró a Ander.

—¿Lo has leído?

Él negó con la cabeza.

—Ya sé lo que dice. Crecí con una versión de esa historia.

Eureka leyó en voz alta.

«En algún momento, en algún lugar, en un rincón remoto del futuro, nacerá una chica que reunirá las condiciones para iniciar el Alzamiento. Tan solo entonces resurgirá la Atlántida.»

La Atlántida. Así que Blavatsky tenía razón. Pero ¿significaba eso que la historia era real?

«La chica debe nacer en un día que no exista, así como los atlantes dejamos de existir cuando se derramó la lágrima de la doncella.»

—¿Cómo puede no existir un día? —preguntó Eureka—. ¿Qué significa eso?

Ander la observó con detenimiento, pero no dijo nada. Esperó. Eureka consideró su propio cumpleaños. Era el 29 de febrero. Solo existía en año bisiesto. Tres de cada cuatro años no existía.

—Continúa —la animó Ander, alisando la página de la traducción de Blavatsky.

«Debe ser una madre sin hijos y una hija sin madre.»

Inmediatamente, Eureka pensó en el cadáver de Diana en el océano. «Una hija sin madre» definía la enigmática identidad que llevaba meses habitando. Pensó en los mellizos, por los que había arriesgado todo aquella tarde. Lo haría otra vez al día siguiente. ¿Era también una madre sin hijos?

«Al final, deberá controlar sus emociones, que habrán de prepararse como una tormenta demasiado alta en la atmósfera para sentirse en la Tierra. No debe llorar nunca hasta el momento en que su dolor sobrepase lo que cualquier ser humano pueda soportar. Entonces llorará y abrirá la fisura a nuestro mundo.»

Eureka alzó la vista al cuadro de santa Caterina de Siena que colgaba de la pared. Estudió la única lágrima pintoresca de la santa. ¿Había alguna relación entre aquella lágrima y los incendios contra los que ofrecía protección? ¿Estaban relacionadas las lágrimas de Eureka con aquel libro?

Pensó en lo encantadora que estaba Maya Cayce cuando lloraba, en cómo Rhoda lo había hecho con tanta naturalidad al ver a sus hijos. Eureka envidiaba aquellas demostraciones directas de emociones. Constituían la antítesis de lo que ella era. La noche en que Diana la había abofeteado fue la única que vez que recordaba haber sollozado.

«No vuelvas a llorar jamás.»

¿Y la lágrima más reciente que había derramado? Las huellas dactilares de Ander la habían absorbido.

«Ya está. Se acabaron las lágrimas.»

En el exterior, la tormenta rugía con furia. Dentro Eureka calmaba sus emociones tal como llevaba años haciendo. Porque eso le habían dicho que hiciera. Porque era lo único que sabía hacer.

Ander señaló una página en la que, tras unas líneas en blanco, continuaba la tinta violeta.

—Hay una última parte.

Eureka respiró hondo y leyó las últimas palabras de la traducción de madame Blavatsky.

«Una noche durante el viaje, una violenta tormenta partió en dos nuestro barco. Aparecí en una orilla cercana, pero nunca volví a ver al príncipe. No sé si sobrevivió. La profecía de las brujas es el único resto perdurable de nuestro amor.»

Diana conocía la historia de El libro del amor, pero ¿la había creído? Eureka cerró los ojos y supo que sí, Diana se la había creído. Creía en ella tan fervientemente que nunca le dijo ni una palabra a su hija. Pretendía dejarlo para un momento en que Eureka la creyera por sí misma. Y ese momento había llegado.

¿Podía llegar Eureka a ese punto? ¿Permitirse considerar que El libro del amor tenía algo que ver con ella? Esperaba descartarlo como un cuento de hadas, algo bonito basado en lo que una vez, quizá, estuvo basado en algo real, pero que entonces no era más que una fantasía…

Sin embargo, su herencia, la piedra de rayo, los accidentes, las muertes, aquellas personas fantasmales, el modo en que la furia de la tormenta estaba demasiado en sintonía con la tormenta en su interior…

No era un huracán. Era Eureka.

Ander permanecía en silencio sentado en el borde de la cama, dándole tiempo y espacio. Sus ojos revelaban unas ganas desesperadas de abrazarla de nuevo. Ella también deseaba abrazarle.

—¿Ander?

—Eureka.

Ella señaló la última página de la traducción, que exponía las condiciones de la profecía.

—¿Esta soy yo?

Su vacilación hizo que a Eureka le escocieran los ojos. Él se dio cuenta e inspiró hondo, como si le doliera.

—No puedes llorar, Eureka. Ahora no.

Se acercó a ella enseguida y bajó los labios a sus ojos. Ella cerró los párpados. Le besó el párpado derecho y luego el izquierdo. Entonces hubo un momento de silencio en el que Eureka no pudo moverse, ni abrir los ojos, porque interrumpiría la sensación de que Ander estaba más cerca de ella de lo que nadie había estado en su vida.

Cuando la besó en los labios, Eureka no se sorprendió. Ocurrió igual que el sol sale por la mañana o como florece una flor, del modo en que cae la lluvia del cielo o los muertos dejan de respirar. Naturalmente. Inevitablemente. Sus labios eran firmes, un poco salados. Hacían que su cuerpo hirviera de calor.

Sus narices se rozaron y Eureka abrió la boca para tomar más de su beso. Ella le tocó el pelo y sus dedos siguieron el mismo camino que recorrían los suyos cuando estaba nervioso. En ese momento no parecía nervioso. Estaba besándola como si llevara mucho tiempo deseándolo, como si hubiera nacido para hacerlo. Sus manos le acariciaron la espalda y la arrimaron contra su pecho. Su boca se cerró con ansia sobre la suya. El calor de su lengua la mareó.

Entonces recordó que Brooks había desaparecido. Aquel era el momento más desconsiderado para perder la cabeza por alguien. Aunque aquello no parecía un simple enamoramiento, sino algo que iba a cambiarle la vida y era imparable.

Estaba sin aliento, pero no quería interrumpir el beso. Entonces notó la respiración de Ander dentro de la boca. Abrió los ojos de repente y se apartó.

Los primeros besos eran de descubrimiento, transformación, asombro.

Entonces ¿por qué su aliento en la boca le resultaba familiar?

De alguna manera, Eureka recordó. Tras el accidente de Diana, después de que el coche fuera arrastrado al fondo del golfo y Eureka llegara a la costa, milagrosamente viva —antes no había evocado ese recuerdo—, alguien le había hecho el boca a boca.

Cerró los ojos y vio el halo de pelo rubio sobre ella, bloqueando la luna, y sintió el aire vivificante que entraba en sus pulmones, los brazos que la llevaron allí.

«Ander.»

—Creía que era un sueño —susurró.

Ander suspiró con fuerza, como si supiera exactamente a lo que se refería, y la cogió de la mano.

—Suele pasar.

—Me sacaste del coche. Me llevaste nadando hasta la orilla. Me salvaste.

—Sí.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo sabías que estaba allí?

—Estaba en el sitio adecuado en el momento adecuado.

Parecía tan imposible como el resto de las cosas que Eureka sabía que eran reales. Fue a trompicones hacia su cama y se sentó. Le daba vueltas la cabeza.

—Me salvaste a mí y la dejaste morir a ella.

Ander cerró los ojos como si le doliera.

—Si hubiera podido salvaros a las dos, lo habría hecho. Tuve que elegir y te escogí a ti. Si no puedes perdonarme, lo comprendo. —Tenía las manos temblando cuando se las pasó por el pelo—. Eureka, lo siento mucho.

Había dicho esas mismas palabras, justo así, el primer día que se habían visto. La sinceridad de su disculpa la sorprendió entonces. Le pareció inapropiado que se disculpara con tanta pasión por algo tan nimio, pero en ese momento Eureka lo comprendió. Sintió la pena que le daba a Ander la muerte de Diana. El arrepentimiento llenaba el espacio a su alrededor como su propio escudo generado por una piedra de rayo.

Eureka había estado resentida todo ese tiempo por el hecho de que ella hubiera sobrevivido y Diana no. Ahora tenía delante de ella a la persona responsable. Ander había tomado aquella decisión. Podía odiarle por ello. Podía echarle la culpa por su pena enloquecedora y su intento de asesinato. Él parecía saberlo y estaba allí esperando la decisión que ella tomara. Eureka hundió la cara en sus manos.

—La echo mucho de menos.

Él se arrodilló delante de ella y apoyó los codos en los muslos de la chica.

—Lo sé.

La mano de Eureka se cerró alrededor del colgante. Abrió el puño para mostrarle la piedra de rayo y el relicario de lapislázuli.

—Tenías razón —dijo—. Sobre la piedra de rayo y el agua. Hace algo más que no mojarse. Es la única razón por la que los mellizos y yo estamos vivos. Nos ha salvado, y nunca hubiera sabido cómo usarla si no me lo hubieras dicho.

—La piedra de rayo es muy poderosa. Te pertenece, Eureka. Recuérdalo siempre. Debes protegerla.

—Ojalá Brooks… —comenzó a decir, pero parecía que iba a estallarle el pecho—. Tenía tanto miedo que no podía pensar. Tendría que haberle salvado a él también.

—Eso habría sido imposible.

La voz de Ander era fría.

—¿Te refieres a que habría sido imposible como cuando no pudiste salvarnos a mí y a Diana? —preguntó.

—No, no me refiero a eso. Fuera lo que fuese que le pasara a Brooks… no podrías haberlo encontrado en esa tormenta.

—No lo entiendo.

Ander apartó la mirada. No dio más detalles.

—¿Sabes dónde está Brooks? —quiso saber Eureka.

—No —respondió enseguida—. Es complicado. He intentado decírtelo, ya no es quien crees que era…

—Por favor, no digas nada malo de él. —Eureka movió la mano para descartar lo que fuera a decir Ander—. Ni siquiera sabemos si está vivo.

Ander asintió, pero parecía tenso.

—Después de que Diana muriera —dijo Eureka—, no se me ocurrió que pudiera perder a nadie más.

—¿Por qué llamas a tu madre «Diana»?

Ander parecía impaciente por alejar la conversación de Brooks.

Nadie salvo Rhoda le había hecho a Eureka aquella pregunta, así que nunca había tenido que dar una respuesta verdadera.

—Cuando estaba viva la llamaba mamá, como hacen la mayoría de los niños. Pero la muerte ha convertido a Diana en otra persona. Ya no es mi madre. Ahora es algo más… —Eureka apretó el relicario— y menos.

La mano de Ander se ahuecó para sostener los dos colgantes. Examinó con detenimiento el relicario y pasó el pulgar por el cierre.

—No se abre —dijo ella, y enroscó los dedos en los suyos para calmarlos—. Diana decía que estaba cerrado por el óxido, pero le gustaba tanto que no le importaba. Lo llevaba todos los días.

Ander se puso de pie y llevó los dedos a la nuca de Eureka. Ella se inclinó hacia su tacto adictivo.

—¿Puedo?

Cuando ella asintió, él desabrochó la cadena, la besó suavemente en los labios y luego se sentó a su lado en la cama. Rozó la piedra azul salpicada de motas doradas. Le dio la vuelta al relicario y tocó los círculos que se intersectaban en la parte inferior. Examinó el perfil del relicario por cada lado, toqueteó las bisagras y luego el cierre.

—La oxidación es superficial. Eso no debería impedir abrir el relicario.

—Entonces ¿por qué no se abre? —preguntó Eureka.

—Porque Diana lo selló. —Ander sacó el relicario de la cadena, y devolvió la cadena y la piedra de rayo a Eureka. Sujetó el relicario con ambas manos—. Creo que puedo abrirlo. De hecho, sé que puedo.