26

Refugio

Las nubes se espesaron en cuanto la lluvia comenzó a caer por la bahía. El aire olía a sal, tormenta y algas podridas. Eureka percibió que el temporal empeoraba en toda la región, como si fuera una extensión de sus emociones. Se imaginó su corazón palpitante intensificando la lluvia, azotando con cortinas de agua helada el Bayou Teche de arriba abajo mientras yacía paralizada por la pena, febril, en un repugnante charco de lodo en Vermilion Bay.

Las gotas rebotaban sobre la piedra de rayo, silbando suavemente al rozarle el pecho o la barbilla. Estaba subiendo la marea. Dejó que el agua le diera en los costados y en las curvas del rostro. Quería volver a meterse en el mar y encontrar a su madre y a su amigo. Quería que el océano se convirtiera en un brazo, en una gran ola perfecta que se la llevara como Zeus se llevó a Europa.

Con ternura, William zarandeó a Eureka para que fuese consciente de que tenía que levantarse. Debía cuidar de él y Claire, buscar ayuda. La lluvia se había convertido en un aguacero torrencial, como un huracán que hubiera aparecido sin previo aviso. El acerado cielo era aterrador. Absurdamente, Eureka deseó que apareciera un sacerdote en la playa bajo la lluvia para ofrecerle la absolución por si acaso.

Se obligó a ponerse de rodillas para levantarse y coger a los mellizos de la mano. Las gotas de lluvia eran gigantescas y adquirían tal velocidad que les amorataban los hombros. Intentó cubrir los cuerpos de los niños mientras caminaban por el barro, la hierba y los senderos pedregosos e irregulares. Examinó la playa en busca de un refugio.

A un kilómetro y medio por un camino de tierra, se toparon con un remolque Airstream. Estaba pintado de color azul cielo y decorado con luces de Navidad, sin nada más alrededor. Las ventanas, agrietadas por la sal, estaban rodeadas de cinta adhesiva. En cuanto la fina puerta se abrió, Eureka empujó adentro a los mellizos.

Sabía que la pareja de mediana edad que los recibió, con pantuflas a juego, esperaba disculpas y explicaciones, pero no tenía aliento para hablar. Se sentó, desesperada, en un taburete junto a la puerta, temblando, con la ropa empapada por la lluvia.

—¿Me dejan llamar? —logró balbucear cuando un trueno sacudió el remolque.

El teléfono era viejo, colgaba de la pared con un cordón verde claro. Eureka marcó el número de su padre en el restaurante. Lo había memorizado antes de tener móvil. No sabía qué otra cosa hacer.

—Trenton Boudreaux —le soltó enseguida el nombre a la camarera, que gritaba un saludo memorizado por encima del barullo de fondo—. Soy su hija.

El estruendo de la hora del almuerzo se silenció cuando pusieron a Eureka en espera. Aguardó siglos, escuchando oleadas de lluvia que iban y venían, como la recepción de la radio en un viaje por carretera. Finalmente, alguien le gritó a su padre que cogiera el teléfono en la cocina.

—¿Eureka?

Se lo imaginó cogiendo el teléfono con la barbilla porque tendría las manos resbaladizas por el adobo para las gambas.

La voz del padre lo mejoró y empeoró todo. De repente Eureka no podía hablar y apenas podía respirar. Agarró con fuerza el teléfono. Un «Papi» se le quedó atascado en la garganta.

—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Estás bien?

—Estoy en el Point —dijo ella—. Con los mellizos. Hemos perdido a Brooks. Papá… te necesito.

—¡Quedaos donde estáis! —gritó—. Ya voy.

Eureka dejó caer el teléfono en la mano del confundido dueño de la caravana. A lo lejos, por encima del agudo pitido de su oído, le oyó describir la ubicación del Airstream cerca de la orilla.

Esperaron en silencio lo que pareció una eternidad, mientras la lluvia y el viento aullaban contra el techo. Eureka se imaginó la misma lluvia azotando el cuerpo de Brooks, el mismo viento arrojándolo a un reino más allá de su alcance, y hundió el rostro en las manos.

Las calles estaban inundadas cuando el Lincoln azul claro de su padre aparcó junto al remolque. Por la minúscula ventana del Airstream Eureka lo vio bajar del coche y salir corriendo hacia los escalones de madera medio sumergidos. Caminó por el agua embarrada que fluía como un río embravecido por nuevos surcos en el terreno. Los escombros se arremolinaban a su alrededor. Eureka tiró de la puerta para abrir el remolque, con un mellizo a cada lado. Se estremeció cuando sus brazos la envolvieron.

—Gracias a Dios —susurró su padre—. Gracias a Dios.

El padre de Eureka llamó a Rhoda en el lento trayecto de vuelta a casa. Eureka oyó la voz histérica por el auricular, que gritaba «¿Qué estaban haciendo en el Point?». Eureka se tapó el oído bueno para evitar oír la conversación. Cerraba los ojos con fuerza cada vez que el Lincoln patinaba por el agua. Sin mirar sabía que eran los únicos en la carretera.

No podía dejar de temblar. Se le ocurrió que tal vez nunca pararía, que tendría que pasar el resto de su vida en una institución mental, en una planta que no visitaba nadie, una ermitaña legendaria, cubierta de mantas viejas y estropeadas.

La visión del porche delantero abrió en ella una cámara más profunda de escalofríos. Cada vez que Brooks se marchaba de su casa, pasaban veinte minutos más en ese porche antes de despedirse de verdad. Ese día no le había dicho adiós. El chico había gritado «¡Quédate aquí!» antes de abandonar el barco.

Ella se había quedado; aún estaba allí. ¿Dónde estaba Brooks?

Recordó el ancla que debía haber echado. Tan solo tenía que apretar un botón. Era una idiota rematada.

Su padre aparcó el coche en el garaje y lo rodeó para abrir la puerta del pasajero. Ayudó a ella y a los mellizos a bajar. La temperatura estaba descendiendo. El aire olía a quemado, como si hubiera caído un rayo por allí cerca. Las calles eran ríos cubiertos de blanco. Eureka salió tambaleándose del coche, resbalándose en el pavimento por el agua que inundaba el suelo.

Su padre le apretó el hombro mientras subían las escaleras.

—Ya hemos llegado a casa, Reka.

No era mucho consuelo. Le horrorizaba estar en casa sin saber dónde estaba Brooks. Contempló la calle, deseando deslizarse en aquella corriente de vuelta a la bahía; un equipo de búsqueda compuesto por una sola chica.

—Rhoda ha estado hablando con Aileen —dijo su padre—. Veamos qué saben.

Rhoda dejó la puerta del porche abierta de par en par. Fue directa a los mellizos y los agarró tan fuerte que se le pusieron los nudillos blancos. Lloró sin hacer ruido y Eureka no pudo creer lo sencillo que parecía cuando Rhoda lloraba, como el personaje de una película, verosímil, casi hermosa.

Miró más allá de Rhoda y le sorprendió ver varias siluetas moviéndose en el vestíbulo. Hasta entonces no había advertido los coches aparcados en la calle, en el exterior de la casa. Se oyó movimiento en las escaleras del porche y entonces Cat rodeó el cuello de Eureka con los brazos. Julien estaba detrás de ella. Parecía comprensivo, con la mano apoyada en su espalda. Los padres de Cat también estaban allí, acercándose con su hijo pequeño, Barney. Bill se quedó en el porche con dos policías a los que Eureka no reconoció. Parecía haber olvidado las insinuaciones de Cat y en su lugar estaba observando a Eureka.

Se sintió tan rígida como un cadáver cuando Cat la cogió de los codos. Su amiga parecía agresivamente preocupada; le recorría el rostro con la mirada. Todos miraban a Eureka con una expresión similar a la que tenían las personas después de que se tragara aquellas pastillas.

Rhoda se aclaró la garganta y cogió a un mellizo en cada brazo.

—Me alegro mucho de que estés bien, Eureka. ¿Estás bien?

—No.

Eureka necesitaba tumbarse. Empujó a Rhoda para pasar, notó el brazo de Cat enroscado al suyo y la presencia de Julien al otro lado.

Cat la llevó al cuarto de baño que había junto al vestíbulo, encendió la luz y cerró la puerta. Sin mediar palabra, ayudó a Eureka a quitarse toda la ropa. Eureka se dejó caer como una muñeca de trapo empapada mientras Cat le sacaba la sudadera empapada por la cabeza. Después le bajó los vaqueros mojados, que parecía que se los hubieran pegado a la piel quirúrgicamente. Ayudó a Eureka a quitarse el sujetador y las bragas, fingiendo que ninguna de las dos estaba pensando en que no se veían totalmente desnudas desde los doce o trece años. Cat vio el colgante de Eureka, pero no dijo nada de la piedra de rayo. Le envolvió el cuerpo en una toalla blanca afelpada que había cogido de un gancho junto a la puerta. Cat peinó a Eureka con los dedos y le recogió el cabello con una goma que llevaba en la muñeca.

Al final abrió la puerta y llevó a Eureka al sofá. La madre de Cat tapó a Eureka con una manta y le frotó el hombro.

Eureka volvió la cara hacia un cojín cuando las voces comenzaron a parpadear como la luz de las velas.

—Si hay algo que pueda decirnos sobre la última vez que ha visto a Noah Brooks…

La voz del policía pareció debilitarse cuando alguien se lo llevó de la habitación.

Finalmente Eureka se durmió.

Cuando se despertó en el sofá, no sabía cuánto tiempo había pasado. La tormenta seguía siendo atroz y el cielo estaba oscuro al otro lado de los cristales mojados. Tenía frío pero estaba sudando. Los mellizos estaban tumbados boca abajo en la alfombra, mirando una película en el iPad y comiendo macarrones con queso, en pijama. Los demás debían de haberse ido a casa.

El televisor estaba en silencio y mostraba a un reportero acurrucado bajo un paraguas en el diluvio. Cuando el cámara cortó para dar paso a un presentador seco detrás de un escritorio, el espacio en blanco que este tenía cerca de su cabeza se llenó con un texto titulado «Derecho». La definición del término estaba dentro de un recuadro rojo: «Una franja recta de lluvia torrencial y vientos fuertes habitual en los estados de las llanuras durante los meses de verano». El presentador de las noticias revolvió los papeles de su escritorio y sacudió la cabeza sin dar crédito cuando la emisión dio paso a un anuncio sobre un puerto deportivo que protegía los barcos durante el invierno.

En la mesa de centro delante de Eureka, había una taza de té tibio junto a una pila de tres tarjetas de visita que había dejado la policía. Cerró los ojos y tiró de la manta para subírsela hasta el cuello. Tarde o temprano tendría que hablar con ellos. Pero si Brooks seguía desaparecido, resultaba imposible que Eureka fuera a volver a hablar. Solo de pensarlo se le hundía el pecho.

¿Por qué no había echado el ancla? La familia de Brooks llevaba toda la vida repitiendo aquella norma: se suponía que la última persona en abandonar el barco siempre debía echar el ancla. Ella no lo había hecho. Si Brooks había intentado volver a subir a la embarcación, habría sido una ardua tarea con todas aquellas olas y la ventolera. De pronto tuvo unas ganas enfermizas de confesar que había sido culpa suya que Brooks estuviera muerto.

Pensó en Ander sujetando la cadena del ancla bajo el agua en su sueño y no supo qué significaba.

Sonó el teléfono. Rhoda lo cogió en la cocina. Habló en voz baja unos minutos y después le llevó a Eureka el inalámbrico al sofá.

—Es Aileen.

Eureka negó con la cabeza, pero Rhoda le puso el teléfono en la mano. Ladeó la cabeza para metérselo bajo la oreja.

—¿Eureka? ¿Qué ha pasado? ¿Está… está…?

La madre de Brooks no terminó la pregunta y Eureka no pudo decir ni una palabra. Abrió la boca. Quería hacer sentir a Aileen mejor, pero lo único que le salió fue un gemido. Rhoda le retiró el teléfono con un suspiro y se alejó.

—Lo siento, Aileen —dijo—. Lleva en estado de shock desde que ha llegado a casa.

Eureka agarró firmemente sus colgantes. Abrió los dedos y miró la piedra y el relicario. La piedra de rayo no se había mojado, tal como Ander le había prometido. ¿Qué significaba?

¿Qué significaba todo aquello? Había perdido el libro de Diana y todas las respuestas que podría haberle ofrecido. Al morir madame Blavatsky, Eureka también había perdido a la única persona cuyos consejos le parecían acertados y razonables. Necesitaba hablar con Ander. Tenía que saber todo lo que él sabía.

No tenía manera de encontrarlo.

Una mirada al televisor hizo que Eureka buscara a tientas el mando a distancia. Apretó el botón para subir el volumen justo a tiempo de ver como la cámara recorría el patio empapado en medio de su instituto. Se sentó derecha en el sofá. Los mellizos apartaron la vista de la película y Rhoda asomó la cabeza en la sala de estar.

—Estamos en directo en el instituto católico Evangeline, en el sur de Lafayette, donde la desaparición de un adolescente de la zona ha provocado una reacción muy especial —dijo una reportera.

Habían colocado una lona plástica a modo de toldo bajo la pacana gigante donde Eureka y Cat almorzaban, donde había hecho las paces con Brooks la semana anterior. La cámara enfocó a un grupo de estudiantes con chubasquero que estaban alrededor de un montón de globos y flores.

Y allí estaba: la cartulina blanca con una fotografía ampliada del rostro de Brooks, la que le había sacado Eureka durante su paseo en barco en mayo, la imagen que aparecía en su móvil cada vez que la llamaba. Ahora estaba llamándola desde el centro de un círculo de velas encendidas. Era todo culpa suya.

Vio a Theresa Leigh y a Mary Monteau, del equipo de campo a través, a Luke, de ciencias naturales, a Laura Trejean, que había dado la fiesta de otoño. La mitad del colegio estaba allí. ¿Cómo habían organizado una vigilia tan rápido?

La periodista llevó el micrófono hacia una chica de pelo largo y negro, mojado por la lluvia. El tatuaje del ala de un ángel asomaba justo por encima del pronunciado escote en V de su camiseta.

—Era el amor de mi vida.

Maya Cayce se sorbió la nariz, mirando directamente a la cámara. De sus ojos brotaban minúsculas lágrimas que caían limpiamente a cada lado de la nariz. Se secó los ojos con la punta de un pañuelo negro de encaje.

Eureka apretó el cojín del sofá por su indignación y observó la actuación de Maya Cayce. La hermosa joven se llevó una mano al pecho y dijo con vehemencia:

—Se me ha roto el corazón en un millón de trocitos. Nunca le olvidaré. Nunca.

—¡Cállate! —gritó Eureka.

Quería arrojar la taza de té al televisor, a la cara de Maya Cayce, pero estaba demasiado destrozada para moverse.

Entonces su padre la levantó del sofá.

—Vamos a llevarte a tu cama.

Quería resistirse, pero le faltaban fuerzas y le dejó que la subiera a su habitación. Oyó que las noticias volvían a hablar del tiempo. El gobernador había declarado el estado de emergencia en Luisiana. Ya se habían agrietado dos pequeños diques, desatando el bayou hacia la llanura aluvial. Según las noticias, estaba sucediendo algo similar en Mississippi y Alabama mientras la tormenta se extendía por el golfo.

Subieron las escaleras y su padre la llevó por el pasillo hasta su dormitorio, que parecía pertenecer a otra persona: la cama con cuatro columnas, el escritorio de niña, la mecedora donde su padre le leía cuentos cuando ella creía en los finales felices…

—La policía tiene muchas preguntas —dijo cuando dejó a Eureka en la cama.

Se movió para colocarse de espaldas a él. No tenía una respuesta.

—¿Puedes decirme algo que les ayude en la búsqueda?

—Hemos salido en el balandro y hemos pasado la isla de Marsh. El tiempo ha empeorado y…

—¿Brooks se cayó?

Eureka se hizo una bola. No podía contarle a su padre que Brooks no se había caído, sino que había saltado para salvar a los mellizos.

—¿Cómo has logrado llevar el barco hasta la orilla tú sola? —preguntó.

—Hemos nadado —susurró.

—¿Habéis nadado?

—No recuerdo qué ha ocurrido —mintió, preguntándose si su padre pensaría que le resultaba familiar, puesto que había dicho lo mismo tras la muerte de Diana, solo que entonces había sido verdad.

Le acarició la parte posterior de la cabeza.

—¿Duermes?

—No.

—¿Qué puedo hacer?

—No lo sé.

Se quedó allí unos minutos, en los que hubo tres relámpagos y un largo trueno terrible. Le oyó rascarse la mandíbula, tal como hacía cuando discutía con Rhoda. Oyó el sonido de sus pies sobre la alfombra y luego su mano girando el pomo de la puerta.

—¿Papá?

Ella miró por encima del hombro y él se detuvo en la puerta.

—¿Se trata de un huracán?

—Todavía no lo han llamado así. Pero a mí me parece más claro que el agua. Avísame si necesitas algo. Descansa un poco.

Cerró la puerta.

Un relámpago hendió el cielo fuera y una ráfaga de viento soltó el cierre de los postigos, que chirriaron a los lados. La ventana estaba abierta y Eureka se levantó de un salto para cerrarla.

Pero no lo hizo lo bastante rápido, porque una sombra se cernió sobre su cuerpo. La oscura figura de un hombre se movía por la rama del roble junto a su ventana. Una bota negra entró en su habitación.