Perdida en el mar
El sábado por la mañana temprano los mellizos entraron dando saltos en la habitación de Eureka.
—¡Despierta! —Claire saltó encima de la cama—. ¡Vamos a pasar el día contigo!
—Estupendo.
Eureka se restregó los ojos y miró qué hora era en el móvil. El navegador seguía abierto en la búsqueda de Google de «Yuki Blavatsky», que había ido actualizando continuamente con la esperanza de encontrar un artículo sobre el asesinato.
No había aparecido nada. Lo único que Eureka había conseguido era un viejo listado de las páginas amarillas en el que se hallaba el negocio de Blavatsky, que por lo visto nadie más que ella sabía que estaba cerrado. Había conducido hasta el centro comercial el martes, después de un día largo e insoportable en el instituto, pero al girar hacia el aparcamiento vacío, había perdido los nervios y había acelerado hasta que dejó de ver en el espejo retrovisor la señal de neón apagada en forma de palmera.
Obsesionada por la ausencia evidente de la policía, por la idea de que madame Blavatsky estuviera descomponiéndose sola en su apartamento, Eureka se había acercado a la universidad. Estaba claro que activar la alarma contra incendios no había sido suficiente, así que se sentó en uno de los ordenadores del centro de estudiantes y rellenó un formulario por internet para denunciar un crimen. Era más seguro hacerlo allí, en medio del bullicio, que tener en el historial de su portátil, en casa, la página web de la policía.
El escrito fue sencillo, se limitó a dar el nombre y la dirección de la fallecida. Dejó en blanco los espacios en los que pedían información de los sospechosos, aunque Eureka estaba inexplicablemente segura de que podría identificar al asesino de madame Blavatsky en una rueda de reconocimiento.
Cuando regresó al local de Blavatsky el miércoles, la cinta amarilla prohibía la entrada al edificio y el aparcamiento estaba lleno de coches de policía. El shock y la pena que se había negado a sentir en presencia del cadáver de madame Blavatsky inundaron a Eureka con una gran ola de culpabilidad extrema. Habían pasado tres días desde entonces y no había oído nada en las noticias de la radio o la televisión, ni en internet o en los periódicos. El silencio estaba volviéndola loca.
Contuvo las ganas de confiar en Ander, porque no podía compartir con nadie lo que había sucedido y, aunque hubiera podido, no habría sabido cómo encontrarle. Eureka estaba sola.
—¿Por qué lleváis los manguitos?
Apretó los flotadores naranjas de William mientras se movía bajo las sábanas.
—¡Mamá dice que nos vas a llevar a la piscina!
Un momento. Ese era el día que había quedado con Brooks para ir a navegar.
«Es tu destino», le había dicho madame Blavatsky, despertando la curiosidad de Eureka. No le entusiasmaba pasar el día con Brooks, pero al menos estaba preparada para enfrentarse a él. Quería hacer todo lo que pudiera para honrar la memoria de la anciana.
—Iremos a la piscina otro día. —Eureka apartó a William para poder salir de la cama—. Había olvidado que tenía…
—No me digas que te has olvidado de que hoy ibas a cuidar a los mellizos. —Rhoda apareció en la puerta con un vestido de crepé rojo y se pasó una horquilla por el pelo recogido—. Tu padre está trabajando y yo voy a dar un discurso de presentación en la comida del decano.
—Había hecho planes con Brooks.
—Pues cámbialos. —Rhoda ladeó la cabeza y frunció el entrecejo—. ¡Con lo bien que íbamos!
Se refería a que Eureka estaba yendo a clase y había sufrido la hora infernal con la doctora Landry el martes por la tarde. Había desembolsado los últimos tres billetes de veinte que tenía y había vaciado sobre la mesa de centro de la consulta de Landry una bolsa vieja con monedas de uno, cinco y diez centavos para reunir los quince dólares que le faltaban para pagar la sesión. No tenía ni idea de cómo podría con el sufrimiento de volver allí a la semana siguiente, pero al ritmo que habían pasado los últimos días, el martes estaba a una eternidad.
—Muy bien. Cuidaré de los mellizos.
No tenía que decirle a Rhoda lo que hacían mientras cuidaba de ellos. Le escribió un mensaje a Brooks, la primera comunicación que iniciaba después del Nunca Jamás.
«¿Te va bien que lleve a los mellizos?»
«¡Estupendo! Yo mismo iba a sugerirlo», fue su respuesta inmediata.
—Eureka —dijo Rhoda—, el sheriff ha llamado esta mañana. ¿Conoces a una mujer llamada madame Blavatsky?
—¿Qué? —Se le quebró la voz—. ¿Por qué?
Se imaginó sus huellas en los papeles del escritorio de madame Blavatsky. Los zapatos que, sin darse cuenta, habían pisado la sangre de la mujer eran una prueba más que evidente de su visita.
—Según parece ha… desaparecido —mintió fatal. La policía probablemente le habría dicho que madame Blavatsky estaba muerta y su madrastra no debía de creer que Eureka pudiera soportar la noticia de otra muerte. No sabía ni el uno por ciento de lo que Eureka estaba pasando—. Por algún motivo, la policía cree que os conocíais.
No había acusación en la voz de Rhoda, lo que significaba que los polis no consideraban a Eureka sospechosa… todavía.
—Cat y yo estuvimos en su local un día. —Eureka intentó no decir nada que fuera mentira—. Es una adivina.
—Esa basura es malgastar el dinero, ya lo sabes. El sheriff va a llamar más tarde. Le he dicho que contestarías a unas preguntas. —Rhoda se inclinó sobre la cama y besó a los mellizos—. Ya llego tarde. Hoy no corras ningún riesgo, Eureka.
Eureka asintió cuando su teléfono vibró en la palma de su mano con un mensaje de Cat: «El puñetero sheriff ha llamado a mi casa preguntando por Blavatsky. ¿Qué ha pasado?».
«Ni idea. También han llamado aquí», contestó Eureka, aturdida.
«¿Qué hay del libro?», escribió Cat, pero Eureka no tenía una respuesta, tan solo un gran peso en el pecho.
La luz del sol se reflejaba en el agua mientras Eureka y los mellizos caminaban por los largos tablones de cedro hacia la punta del muelle de los Brooks en Cypremort Point. La delgada silueta del chico se inclinó hacia delante para comprobar las drizas que izarían las velas en cuanto el barco estuviera en la bahía.
Habían bautizado Ariel al balandro de la familia. Era un bonito velero veterano de doce metros, desgastado por el clima y con un casco profundo y una popa cuadrada. Llevaba décadas en la familia. Ese día su mástil desnudo se alzaba rígido, cortando la cúpula del cielo como un cuchillo. Había un pelícano posado en la cuerda que ataba el barco al muelle.
Brooks iba descalzo, con unos vaqueros cortos y una sudadera verde de la Universidad Tulane. Llevaba la vieja gorra de béisbol militar de su padre. Por un instante Eureka olvidó que estaba de luto por madame Blavatsky. Olvidó que estaba enfadada con Brooks. Mientras los mellizos y ella se acercaban al barco, disfrutó de sus simples movimientos, lo familiarizado que estaba con cada centímetro de la embarcación, la fuerza que mostraba al tensar las escotas… Entonces oyó su voz.
Estaba gritando mientras iba del puente de mando a la cubierta principal. Se inclinó hacia las escaleras, con la cabeza al nivel de la cocina de abajo.
—¡No me conoces y nunca me conocerás, así que deja de intentarlo!
Eureka se detuvo en seco en el muelle y cogió de la mano a los mellizos, que las tenían rígidas. Estaban acostumbrados a los gritos que Eureka pegaba en casa, pero nunca habían visto a Brooks así.
El chico levantó la cabeza y la vio. Relajó la postura y se le iluminó la cara.
—Eureka —sonrió abiertamente—, estás increíble.
Ella miró con los ojos entrecerrados hacia la cocina, preguntándose a quién estaría gritando Brooks.
—¿Va todo bien?
—Nunca ha ido mejor. ¡Buenos días, Harrington-Boudreaux! —saludó a los mellizos, levantando la gorra—. ¿Estáis preparados para ser dos primeros oficiales?
Los mellizos saltaron a los brazos de Brooks, olvidándose del miedo que les había dado. Eureka oyó a alguien subir de la cocina a la cubierta y apareció la coronilla plateada de la madre de Brooks. Eureka estaba asombraba de que le hubiera hablado así a Aileen. Desde la pasarela, le tendió la mano a la mujer para ayudarla a subir los altos escalones, que se mecían ligeramente.
Aileen le dedicó a Eureka una sonrisa cansada y extendió los brazos para darle un abrazo. Tenía los ojos llorosos.
—He cargado la cocina con comida. —La mujer se arregló el cuello del jersey a rayas que llevaba—. Hay muchos brownies hechos de anoche.
Eureka se imaginó a Aileen con un delantal manchado de harina a las tres de la madrugada, transformando su ansiedad en vapores dulces que llevaban el secreto del cambio de Brooks. No solamente estaba cansando a Eureka. Su madre parecía más pequeña, una versión descolorida de sí misma.
Aileen se quitó los zapatos de tacón bajo y los sostuvo en la mano. La miró con aquellos intensos ojos castaños, del mismo color que los de su hijo, y dijo en voz baja:
—¿Has advertido algo extraño en él últimamente?
Ojalá Eureka hubiera podido abrirse a Aileen y oír por lo que ella también estaba pasando. Sin embargo, Brooks se acercó para ponerse entre las dos y colocar un brazo alrededor de cada una.
—Mis chicas favoritas —dijo. Y entonces, antes de que Eureka pudiera registrar la reacción de Aileen, Brooks retiró los brazos y se dirigió al timón—. ¿Estás preparada para esto, Sepia?
«No te he perdonado», quería decirle, aunque había leído los dieciséis mensajes lastimeros que le había enviado aquella semana y las dos cartas que le había dejado en la taquilla. Estaba allí por madame Blavatsky, porque algo le decía que el destino importaba. Eureka estaba intentando sustituir la última imagen de Blavatsky muerta en su apartamento por el recuerdo de la mujer en paz bajo el sauce junto al bayou, la que parecía convencida de que había una buena razón para que Eureka saliera a navegar con Brooks ese día.
«Lo que hagas una vez allí depende de ti.»
Pero entonces Eureka se acordó de Ander, que insistía en que Brooks era peligroso. La cicatriz de la frente de Brooks quedaba parcialmente escondida bajo la sombra de su gorra de béisbol. Parecía una cicatriz normal, no un jeroglífico antiguo, y por un momento Eureka se sintió como una loca por haber pensado que la cicatriz podía ser la prueba de algo siniestro. Bajó la vista a la piedra de rayo y le dio la vuelta. Los círculos apenas resultaban visibles al sol. Había estado actuando como una conspiracionista que pasaba demasiados días encerrada, con internet como único medio para hablar. Necesitaba relajarse y tomar un poco el sol.
—Gracias por la comida —le dijo Eureka a Aileen, que había estado hablando con los mellizos desde la plancha de desembarco. Se acercó y bajó la voz para que solo ella pudiera oírla—. Sobre Brooks… —Se encogió de hombros, intentando sonar desenfadada—. Son cosas de chicos, ya sabes. Estoy segura de que William cuando crezca aterrorizará a Rhoda. —Le alborotó el pelo a su hermano—. Significa que te quiere.
Aileen volvió a mirar hacia el agua.
—Los niños crecen muy rápido. Supongo que a veces se olvidan de perdonarnos. Bueno… —Miró de nuevo a Eureka y forzó una sonrisa—. Chicos, que os divirtáis. Y si hay temporal, volved enseguida.
Brooks extendió los brazos y levantó la vista al cielo, que era azul, inmenso y estaba despejado, salvo por una inocente nube de algodón al este, justo debajo del sol.
—¿Qué podría ir mal?
La brisa que movía ligeramente la coleta de Eureka adquirió una fuerza vigorizante cuando Brooks arrancó el Ariel y se alejó del muelle. Los mellizos chillaron; estaban monísimos con sus chalecos salvavidas. Cerraron los puños de entusiasmo ante la primera sacudida del barco. La corriente era suave y regular, y el aire, perfectamente salobre. La orilla estaba bordeada de cipreses y campamentos familiares.
Cuando Eureka se levantó del banco para ver si Brooks necesitaba ayuda, él le hizo un gesto con la mano para que se sentara.
—Todo está bajo control. Tú relájate.
Aunque cualquiera habría dicho que Brooks intentaba redimirse y que la bahía estaba serena —un cielo soleado hacía refulgir las olas y un mínimo brillo de pálida niebla haraganeaba en el horizonte—, Eureka estaba inquieta. Veía el mar y a Brooks capaces de la misma oscura sorpresa: de repente podían convertirse en cuchillos y apuñalarle el corazón.
Eureka creía que había tocado fondo en la fiesta de Trejean la otra noche, pero desde entonces había perdido tanto El libro del amor como a la única persona que iba a ayudarla a entenderlo. Aún peor, pensaba que las personas que habían matado a madame Blavatsky eran las mismas que la perseguían a ella. Le habría ido bien contar con un amigo, pero le resultaba imposible sonreír a Brooks, al otro lado de la cubierta.
La cubierta estaba hecha de cedro tratado y tenía millones de muescas que habían dejado los tacones de las invitadas a cócteles. Diana solía ir a las fiestas que organizaba Aileen en aquel barco. Cualquiera de aquellas marcas podría haberla dejado el único par de zapatos de tacón que tenía su madre. Eureka se imaginó usando las muescas de su madre para clonarla y que volviera a la vida, para ponerla en la cubierta en aquel instante, bailando al son de ninguna música a la luz del día. Se imaginó que la superficie de su propio corazón probablemente tenía el mismo aspecto que aquella cubierta. El amor era una pista de baile donde todos aquellos a los que perdías dejaban una marca.
Los pies descalzos de los mellizos golpeaban el suelo mientras corrían de un lado al otro gritando «¡Adiós!» o «¡Estamos navegando!» cada vez que pasaban delante de un campista. El sol calentaba los hombros de Eureka y le recordó que debía hacer pasar un buen rato a sus hermanos. Deseó que su padre estuviera allí para verles la cara. Con el móvil sacó una foto y se la envió. Brooks le dedicó una gran sonrisa y ella le contestó con un gesto de la cabeza.
Pasaron junto a dos hombres con unas gorras de malla que pescaban en una canoa de aluminio. Brooks los saludó por sus nombres. Vieron a unos pescadores de cangrejos que bordeaban la costa. El agua era de un tono azul opalescente intenso. Olía a la infancia de Eureka, buena parte de la cual la había pasado en aquel barco con el tío de Brooks, Jack, al timón. Ahora era Brooks el que manejaba el barco con total seguridad. Su hermano Seth siempre decía que Brooks había nacido para navegar, que no le sorprendería si se convertía en almirante de la Marina o en guía turístico de las Galápagos. Brooks se dedicaría a lo que fuera que le permitiese estar en el agua.
Poco después de que el Ariel dejara atrás las casas y las caravanas, viró para encontrarse con la ancha y poco profunda Vermilion Bay.
Eureka se agarró al banco encalado al ver la pequeña playa artificial. No había vuelto allí desde el día en que Brooks estuvo a punto de ahogarse, el día que se habían besado. Sintió una mezcla de nervios y vergüenza, y no fue capaz de mirarlo. De todas maneras, él estaba ocupado reduciendo la velocidad e izando la vela mayor desde el puente de mando; luego levantó el foque hacia el puntal de proa.
Brooks pasó a William y Claire el foque y les pidió que tiraran de las puntas, lo que les hizo sentir que eran de gran ayuda para elevar las velas. Chillaron cuando la vela blanca y tensa se deslizó por el mástil llena de aire.
Las velas se inflaron y después se tensaron aún más por la fuerza de la brisa oriental. Comenzaron en un recorrido estrecho, a cuarenta y cinco grados al viento, y entonces Brooks maniobró hacia un tramo más ancho y cómodo, aflojando las velas apropiadamente. Ariel tenía un aire majestuoso con el viento a favor. El agua se partía en su proa, enviando baños de espuma que salpicaban ligeramente la cubierta. Unas fregatas negras volaban en grandes círculos en lo alto, al compás del deslizamiento a sotavento de las velas. Los peces voladores saltaban por encima de las olas como estrellas fugaces. Brooks dejó que los niños se quedaran con él en el timón mientras el barco avanzaba hacia el oeste, más allá de la bahía.
Eureka subió de la cocina unos zumos y dos sándwiches de Aileen para los mellizos. Los niños masticaron en silencio, sentados en un sillón que había en un rincón de la cubierta. Eureka estaba al lado de Brooks. El sol se cernía sobre sus hombros y entrecerró los ojos para ver a lo lejos un tramo bajo de tierra, largo, llano, descuidado y lleno de juncos de color verde claro.
—¿Sigues enfadada conmigo? —preguntó el chico.
Eureka no quería hablar de eso. No quería hablar de nada que pudiera arañar la quebradiza superficie y exponer cualquier secreto que ella guardaba dentro.
—¿Es esa la isla de Marsh? —Ya sabía que lo era. La isla barrera evitaba que las olas más fuertes rompieran en la bahía—. Deberíamos quedarnos al norte, ¿verdad?
Brooks dio unas palmaditas en el ancho timón de madera.
—¿No crees que Ariel pueda navegar en mar abierto? —dijo con voz juguetona, pero los ojos entrecerrados—. ¿O soy yo el que te preocupa?
Eureka inspiró una ráfaga de aire salobre, segura de que veía olas espumosas más allá de la isla.
—El mar ahí fuera está agitado. Podría ser demasiado para los mellizos.
—¡Queremos ir lejos! —gritó Claire entre tragos de mosto.
—Hago esto continuamente.
Brooks movió el timón un poco al este para poder bordear la isla a la que se aproximaban.
—No fuimos tan lejos en mayo.
Era la última vez que habían salido a navegar juntos. Se acordaba porque había contado las cuatro vueltas a la bahía.
—Claro que sí. —Brooks se quedó con la vista clavada en el agua—. Tienes que reconocer que tu memoria se ha desorganizado desde…
—No lo hagas —repuso Eureka bruscamente. Miró atrás, por donde habían ido. Unas nubes grises se habían unido a las de color rosado cerca del horizonte. Observó como el sol se metía detrás de una y los rayos jugueteaban entre aquella oscura capa. Quería regresar—. No quiero salir ahí, Brooks. Esto no debería ser una pelea.
El barco se bamboleó y se pisaron. Ella cerró los ojos y dejó que el balanceo redujera el ritmo de su respiración.
—Tomémonoslo con calma —dijo él—. Este es un día importante.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Por qué?
—Porque no puedo hacer que te enfades conmigo. Metí la pata. Dejé que tu tristeza me asustara y te ataqué cuando debería haberte apoyado. Eso no cambia cómo me siento. Estoy aquí por ti. Aunque pasen más cosas malas, aunque te pongas más triste.
Eureka se apartó de sus manos.
—Rhoda no sabe que me he llevado a los mellizos. Si les pasa algo…
Oyó la voz de Rhoda: «Hoy no corras ningún riesgo, Eureka».
Brooks se frotó la barbilla, claramente molesto. Accionó una de las palancas de la vela mayor. Estaba pasando la isla de Marsh.
—No te pongas paranoica —dijo con dureza—. La vida es una larga sorpresa.
—Algunas sorpresas pueden evitarse.
—Eureka, todas las madres se mueren.
—Eso es de gran ayuda, gracias.
—Mira, quizá eres especial. A lo mejor nunca vuelve a pasarte nada malo, ni a ti ni a nadie a quien quieras —dijo, y Eureka se rió con amargura—. Lo que quería decir es que lo siento. Me cargué tu confianza la semana pasada y estoy aquí para recuperarla.
Estaba esperando su perdón, pero ella se dio la vuelta para mirar las olas, que eran del color de otro par de ojos. Pensó en Ander cuando le pidió que confiara en él. Todavía no sabía si lo hacía. ¿Podía una piedra de rayo seca abrir un portal de la confianza tan rápido como Brooks había cerrado otro? ¿Acaso importaba? No había visto a Ander ni había sabido nada de él desde el experimento de aquella noche lluviosa. Ni siquiera sabía cómo buscarle.
—Eureka, por favor —susurró Brooks—. Di que confías en mí.
—Eres mi amigo de toda la vida. —Tenía la voz áspera y no estaba mirándolo—. Confío en que superemos esto.
—Bien.
Percibió una sonrisa en su voz.
El cielo se oscureció. El sol se había escondido tras una nube que curiosamente tenía la forma de un ojo. Un rayo de luz salió por el centro, iluminando un círculo en el mar delante del barco. Unas nubes sombrías se acercaban a ellos como humo.
Habían pasado la isla de Marsh. Las olas se movían en una rápida sucesión. Una sacudió el barco con tanta violencia que Eureka se tambaleó. Los niños rodaron por la cubierta, riendo y gritando, sin estar asustados en absoluto.
Brooks miró al cielo y ayudó a Eureka a levantarse.
—Tenías razón. Supongo que deberíamos volver.
No se esperaba que dijera eso, pero estuvo de acuerdo.
—Coge el timón.
Cruzó la cubierta para cambiar las velas y girar el rumbo del barco. El cielo azul sucumbía a unas nubes oscuras que avanzaban. El viento soplaba con más fuerza y la temperatura había descendido.
Cuando Brooks volvió al timón, Eureka tapó a los mellizos con las toallas de la playa.
—Bajemos a la cocina.
—Queremos quedarnos aquí para ver las olas grandes —dijo Claire.
—Eureka, necesito que vuelvas a coger el timón.
Brooks manejó las velas, intentando que la proa del barco se enfrentara a las olas que tenía delante, lo que sería más seguro, pero estas chocaban a estribor.
Eureka hizo que William y Claire se quedaran junto a ella para poder rodearlos con un brazo. Habían dejado de reírse. El mar estaba demasiado agitado.
Una gran ola se alzó ante el barco como si hubiera estado formándose en el fondo del mar durante una eternidad. El Ariel subió por la pared de la ola, cada vez más alto, hasta que cayó y golpeó la superficie del agua con un estruendo que sacudió con fuerza la cubierta. El impacto separó a Eureka de los mellizos y la estrelló contra el mástil.
Se había dado en la cabeza, pero se esforzó por ponerse en pie. Se protegió la cara de los estallidos de agua blanca que inundaban la cubierta. Estaba a un metro y medio de los niños, pero apenas podía moverse por las sacudidas del barco. De repente la embarcación se movió con la fuerza de otra ola, que se alzó sobre la cubierta y la anegó.
Eureka oyó un grito. El cuerpo se le quedó inmóvil cuando vio a William y Claire arrastrados por la corriente de agua hacia la popa. Eureka no podía alcanzarlos. Todo se sacudía con demasiada fuerza.
El viento cambió. Una ráfaga azotó el barco, provocando que la vela mayor cambiara de lado. La botavara se deslizó a estribor con un crujido. Eureka la vio balancearse hacia los mellizos, que intentaban ponerse de pie sobre un banco en el puente de mando, lejos del agua turbulenta.
—¡Cuidado! —gritó Eureka demasiado tarde.
El lateral de la botavara golpeó a William y Claire en el pecho. Con un movimiento terriblemente simple, arrojó sus cuerpos por la borda, como si fueran tan ligeros como plumas.
Eureka se lanzó hacia la baranda del barco para buscar a los mellizos entre las olas. Solo tardó un segundo, pero le pareció una eternidad. Unos chalecos salvavidas naranjas asomaban en la superficie y unos brazos diminutos se agitaban en el aire.
—¡William! ¡Claire! —gritó, pero antes de que pudiera saltar, el brazo de Brooks se lanzó contra su pecho para retenerla.
Cogió uno de los salvavidas con la otra mano, con la cuerda envuelta en la muñeca.
—¡Quédate aquí! —gritó.
Brooks se sumergió en el agua. Tiró el salvavidas hacia los mellizos mientras sus fuertes brazadas le llevaban hasta ellos. Brooks los salvaría. Por supuesto que sí.
Otra ola se alzó sobre sus cabezas y Eureka dejó de verlos. Gritó. Corrió de un lado al otro por la cubierta. Esperó tres, quizá cuatro segundos, segura de que reaparecerían en algún momento. El mar estaba negro y agitado. No había rastro de los mellizos ni de Brooks. Se subió con dificultad al banco y se lanzó al mar enturbiado, rezando la oración más corta que conocía mientras su cuerpo caía.
«Santa María, madre de Dios…»
En el aire recordó que debía haber echado el ancla antes de dejar el barco.
Cuando su cuerpo estaba a punto de romper la superficie, Eureka se preparó para el impacto, pero no notó nada. Ni humedad, ni frío, ni siquiera que estaba bajo el agua. Abrió los ojos. Estaba agarrada al collar, al relicario y a la piedra de rayo.
«La piedra de rayo.»
Igual que había hecho en el bayou detrás de su casa, la misteriosa piedra había creado una especie de globo impenetrable, resistente al agua; esa vez alrededor de todo el cuerpo de Eureka. Comprobó el contorno. Era flexible. Podía estirarse sin sentirse incómoda. Era una especie de traje de neopreno que la protegía de los elementos. Era un escudo en forma de burbuja generado por la piedra de rayo.
Libre de gravedad, levitaba dentro del escudo. Podía respirar. Podía moverse con cualquier brazada normal de natación. Veía el mar a su alrededor tan bien como si llevara puestas unas gafas de buceo.
Bajo cualquier otra circunstancia, Eureka no habría creído que aquello estuviera sucediendo. Pero no tuvo tiempo de no creerlo. Su fe sería la salvación de los mellizos. Así que se rindió a su nueva realidad de ensueño. Buscó a sus hermanos y a Brooks en el mar.
Cuando vio una pierna pataleando a quince metros delante de ella, gimoteó, aliviada. Nadó más rápido de lo que jamás lo había hecho, impulsando los brazos y las piernas en un crol desesperado. Al acercase más vio que se trataba de William. Daba fuertes patadas y tenía a Claire agarrada de la mano.
Eureka se esforzaba mucho por nadar dentro de aquel extraño escudo. Extendió la mano —estaba cerca—, pero no podía atravesar la superficie de la burbuja.
Le chillaba a William sin sentido, pero él no la veía. Las cabezas de los mellizos continuaban hundiéndose en el agua. Una sombra oscura detrás de ellos podría haber sido Brooks, pero no llegó a verla bien.
Las patadas de William cada vez eran más débiles. Eureka gritaba inútilmente cuando de pronto la mano de Claire bajó y por accidente penetró el escudo. No importaba cómo lo había hecho Claire. Eureka agarró a su hermana y tiró de ella hacia dentro. La niña empapada cogió una bocanada de aire cuando su rostro entró. Eureka rezó para que la mano de William siguiera agarrada a la de Claire y así meterlo también en el escudo. Parecía estar soltándose. ¿Por falta de oxígeno? ¿Por miedo al ver lo que había absorbido a su hermana?
—¡William, aguanta! —gritó Eureka tan fuerte como pudo, sin saber si él la oía.
Solo sonaba el chapoteo del agua contra la superficie del escudo.
Su diminuto puño atravesó la barrera. Eureka tiró de él para que entrase el resto del cuerpo con un solo movimiento, tal como había visto una vez que ayudaban a una ternera a nacer. Los mellizos tuvieron arcadas y tosieron, y levitaron con Eureka en el escudo.
Los estrechó a ambos en un abrazo. El pecho le tembló y estuvo a punto de perder el control de sus emociones. Pero no podía, aún no.
—¿Dónde está Brooks?
Miró más allá del escudo. No le veía.
—Tengo miedo —dijo William.
Eureka notó que las olas rompían sobre ellos, pero entonces se hallaban a cinco metros de la superficie, donde el agua estaba mucho más calmada. Le dio la forma de un círculo al escudo y buscó en la superficie algún rastro de Brooks o del barco. Los mellizos lloraban, aterrorizados.
No tenía ni idea de cuánto duraría el escudo. Si estallaba, se hundía o desaparecía, morirían. Brooks sería capaz de regresar solo en el barco, podría volver al campamento. Tenía que creer que lo conseguiría. Si no lo creía, no podría permitirse concentrarse en salvar a los mellizos. Y necesitaba ponerlos a salvo.
No veía la superficie del agua para determinar hacia dónde dirigirse, así que se quedó quieta y observó las corrientes. Había una infame resaca caótica justo al sur de la isla de Marsh. Tendría que evitarla.
Cuando la corriente la empujó en una dirección, supo nadar en sentido contrario. Cautelosamente comenzó a avanzar. Nadaría hasta que la marea cambiara en el lado de la bahía junto a la isla de Marsh. Tenía la esperanza de que desde allí las olas los arrastraran a los tres a la orilla en una nube de espuma.
Los mellizos no hicieron más preguntas. Quizá sabían que no podía contestarlas. Tras unos minutos contemplando sus brazadas, empezaron a nadar con ella. Ayudaban a que el escudo se moviera más rápido.
Nadaron a través de la penumbra bajo la superficie del mar, pasando junto a extraños peces negros, inflados, y rocas en forma de costillas, resbaladizas por las algas y el lodo. Encontraron su ritmo: los mellizos chapoteaban y luego descansaban, mientras que Eureka continuaba nadando sin cesar.
Después de lo que pareció una hora, Eureka vio el banco de arena sumergido de la isla de Marsh y casi se desmaya de alivio. Significaba que iban por el camino correcto. Pero aún no habían llegado. Les quedaban unos cinco kilómetros. Nadar dentro del escudo resultaba menos difícil que nadar a mar abierto, pero cinco kilómetros era un largo recorrido para unos mellizos de cuatro años que habían estado a punto de ahogarse.
Tras una hora más chapoteando, el fondo del escudo rozó algo. Arena. El suelo del océano. Comenzaba a cubrir menos. Casi habían llegado a la orilla. Eureka continuó nadando con fuerzas renovadas. Por fin llegaron a una cuesta ascendente de arena, y había tan poca profundidad que una ola rompió sobre la parte superior del escudo.
Cuando esto sucedió, el escudo reventó como una pompa de jabón. No dejó rastro. Eureka y los mellizos se estremecieron al volver a la gravedad, al pisar tierra de nuevo. El agua le llegaba a ella por las rodillas. Cogió a los niños en brazos y avanzó a trompicones entre los juncos y el lodo hacia la orilla desierta de Vermilion.
El cielo estaba lleno de nubarrones. Los relámpagos danzaban sobre los árboles. Las únicas señales de civilización eran una camiseta de la LSU llena de arena y una lata desteñida de Coors Light hundida en el barro.
Dejó a los mellizos en la orilla de la playa y se dejó caer en la arena. William y Claire se acurrucaron uno a cada lado de ella. Estaban temblando. Los cubrió con sus brazos y restregó su piel de gallina.
—¿Eureka? —titubeó William.
Ella apenas podía mover la cabeza.
—Brooks se ha ido, ¿verdad?
Como Eureka no contestó, William empezó a llorar y Claire se puso a llorar también. A ella no se le ocurrió qué decir para hacerles sentir mejor. Se suponía que tenía que ser fuerte por ellos, pero no era fuerte. Estaba destrozada. Se retorció en la arena, con unas extrañas ganas de vomitar. Se le nubló la vista y una nueva sensación se le enroscó en el corazón. Abrió la boca y se esforzó por respirar. Por un instante creyó que tal vez lloraría.
Entonces fue cuando empezó a llover.