La desaparición
Toc. Toc. Toc.
Cuando Polaris llegó a su ventana antes del amanecer el martes por la mañana, Eureka se levantó de la cama al tercer toquecito en el cristal. Corrió las cortinas y deslizó hacia arriba la ventana para recibir al pájaro verde lima.
El pájaro representaba a Blavatsky, y Blavatsky significaba respuestas. Traducir El libro del amor se había convertido en la misión más absorbente desde que Diana había fallecido. De alguna manera, como la historia resultaba cada vez más disparatada e imaginativa, se consolidaba la conexión de Eureka con ella. Sentía una curiosidad casi infantil por conocer los detalles de la profecía de las brujas chismosas, como si tuvieran alguna relevancia en su propia vida. Apenas podía esperar a encontrarse con la anciana bajo el sauce.
Había dormido con la piedra de rayo en la misma cadena que el relicario de lapislázuli. No soportaba la idea de envolverla y guardarla de nuevo. Pesaba en el cuello y estaba caliente por haberla tenido pegada al pecho toda la noche. Decidió preguntarle a madame Blavatsky qué opinión tenía al respecto. Eso significaría introducir aún más a la anciana en su vida privada, pero Eureka confiaba en su instinto. Quizá Blavatsky supiera algo que la ayudara a comprender la piedra, quizá pudiera incluso explicarle qué interés tenía Ander en ella.
Eureka le tendió la mano a Polaris, pero el pájaro pasó de largo. Voló hacia el interior de su habitación, describió un agitado círculo en el techo y volvió a salir a toda velocidad por la ventana hacia el cielo negro como el carbón. Batió las alas, mandando una corriente de aire con aroma a pino en dirección a Eureka y exponiendo plumas multicolores donde la parte interior de las alas se encontraba con el esternón. El pico se abrió hacia arriba en un graznido estridente.
—¿Ahora eres un gallo? —dijo Eureka.
Polaris graznó de nuevo. El sonido era espantoso, no tenía nada que ver con las notas melódicas que le había oído cantar antes.
—Ya voy.
Eureka echó un vistazo a su pijama y a los pies descalzos. Fuera hacía frío, había humedad y el sol hacía mucho que se había puesto. Cogió lo primero que tenía a mano en el armario: el chándal verde desteñido del Evangeline que llevaba a las carreras de campo a través. Al ser de nailon, abrigaba, y podía correr con él; no había motivos para ponerse sentimental con el equipo del que había suplicado salir. Se cepilló los dientes y se recogió el pelo en una trenza. Se encontró a Polaris junto al romero en el borde del porche delantero de la casa.
Era una mañana húmeda, inundada por el chismorreo de los grillos y el susurro limpio del romero mecido por el viento. Esa vez Polaris no esperó a que Eureka se atara las zapatillas. Voló en la misma dirección por la que le había seguido el otro día, pero más rápido. Eureka comenzó a correr tras él entre adormilada y alerta. Las pantorrillas le ardían por la carrera del día anterior.
El graznido del pájaro era persistente, brusco en contraste con la calle aletargada a las cinco de la madrugada. Eureka deseó saber cómo acallarlo. El humor del ave era distinto, pero ella no hablaba su idioma. Lo único que podía hacer era seguir el ritmo.
Corría a toda velocidad cuando pasó junto a la furgoneta roja del chico de los periódicos al final de Shady Circle. Le saludó con la mano haciéndose la simpática, luego giró a la derecha para acortar por el jardín de los Guillot. Llegó al bayou, con su resplandor matutino verde militar. Había perdido de vista a Polaris, pero conocía el camino hasta el sauce.
Podría haber corrido hasta allí con los ojos cerrados y parecía que así iba. Llevaba días sin dormir bien. Tenía el depósito prácticamente vacío. Contempló el reflejo de la luna en la superficie del agua y se imaginó que esta había engendrado un montón de bebés luna. Las medialunas pequeñas nadaban corriente arriba, saltando como peces voladores, intentando dejar atrás a Eureka. Movió más rápido las piernas, deseando ganar, hasta que se tropezó con las raíces leñosas de un helecho y cayó al barro. Se apoyó con la muñeca mala. Hizo un gesto de dolor al recobrar el equilibrio y el ritmo.
Se oyó un fuerte graznido.
Polaris bajó a la altura de su hombro mientras ella recorría los últimos veinte metros hasta el sauce. El pájaro se quedó atrás, aún emitiendo aquellos graznidos ahogados que dañaban a Eureka ambos oídos. No fue hasta que llegó al árbol cuando se dio cuenta del motivo de aquel ruido. Se apoyó en el tronco liso y blanco con las manos en las rodillas mientras recuperaba el aliento. Madame Blavatsky no estaba allí.
El gorjeo de Polaris tenía un trasfondo de irritación. Se movía describiendo grandes círculos sobre el árbol. Eureka levantó la vista hacia él, desconcertada, agotada; y entonces lo entendió.
—¡No querías que viniera aquí!
Graznido.
—Bueno, ¿cómo se supone que voy a saber dónde está?
Graznido.
Salió por donde Eureka había llegado y, aunque pareciera absurdo, se dio la vuelta claramente y la fulminó con una mirada. Respirando con dificultad y perdiendo resistencia, Eureka lo siguió.
El cielo aún estaba oscuro cuando dejó a Magda en el aparcamiento frente a la oficina de Blavatsky. El viento esparcía por el pavimento irregular las hojas de los robles oscurecidas. Una farola iluminaba la intersección, pero dejaba el centro comercial lóbrego.
Eureka había escrito una nota en la que avisaba de que se marchaba pronto al instituto para ir al laboratorio de ciencias y la había dejado en la encimera de la cocina. Sabía que debía de haber parecido ridículo el hecho de que abriera la puerta del coche para que Polaris entrara volando, pero así eran las acciones de Eureka últimamente. El pájaro resultó un gran copiloto en cuanto Eureka se dio cuenta de que dos saltitos hacia un lado u otro en el salpicadero indicaban en qué dirección debía girar. Con la calefacción encendida, las ventanas y el techo corredizo abiertos, fueron a toda velocidad hacia el local de la traductora al otro lado de Lafayette.
Tan solo había aparcado otro coche allí. Parecía que llevaba parado una década, delante del centro de bronceado de al lado, lo que le hizo preguntarse a Eureka cuál era el medio de transporte de madame Blavatsky.
Polaris salió volando por la ventana y se elevó en el exterior para subir las escaleras antes de que Eureka apagara el motor. Cuando lo alcanzó, llevó la mano, ansiosa, hacia la antigua aldaba de cabeza de león.
—Dijo que no la molestara en casa —le recordó Eureka a Polaris—. Tú estabas delante.
El tono del graznido de Polaris la sobresaltó. No le parecía bien llamar tan temprano, así que empujó ligeramente con la cadera la puerta, que se abrió hacia el vestíbulo de techo bajo. La chica y el pájaro entraron. La casa estaba en silencio, había humedad en el ambiente y olía a leche agria. Las dos sillas plegables seguían allí, así como la lámpara roja y el revistero vacío. Pero algo parecía distinto. La puerta del estudio de madame Blavatsky estaba entornada.
Eureka miró a Polaris. Estaba callado y voló, con las alas cerca del cuerpo, hacia la puerta. Al cabo de unos instantes, Eureka lo siguió.
Habían registrado de arriba abajo el despacho de madame Blavatsky. Todo lo que podía romperse se había roto. Habían destrozado las cuatro jaulas con unos alicates. Una de ellas colgaba deforme del techo; habían tirado el resto al suelo. Unos cuantos pájaros cotorreaban, nerviosos, en el alféizar de la ventana abierta. Los demás debían de haberse ido volando o algo peor. Había plumas verdes por todas partes.
Los retratos hoscos estaban hechos añicos sobre la alfombra persa embarrada. Habían rajado los cojines del sofá y el relleno salía como pus de una herida. El humidificador cerca de la pared del fondo estaba borboteando, lo que significaba, como Eureka sabía porque se había encargado de las alergias de los mellizos, que casi no tenía agua. Una estantería se encontraba hecha trizas en el suelo y una de las tortugas exploraba la montaña irregular de libros.
Eureka caminó de un lado al otro de la habitación, pasando con cuidado por encima de los libros y los marcos rotos de las fotografías. Advirtió una pequeña mantequera llena de anillos con pedrería. La escena no era típica de un robo.
¿Dónde se encontraba Blavatsky? ¿Y dónde estaba el libro de Eureka?
Comenzó a revisar algunos papeles arrugados que había encima del escritorio, pero no quería husmear en las cosas privadas de madame Blavatsky. Detrás de la mesa vio el cenicero donde la traductora apagaba los cigarrillos. Había cuatro colillas con la marca del inconfundible pintalabios rojo de Blavatsky y dos tan blancas como el papel.
Eureka se tocó los colgantes que llevaba al cuello, apenas sin darse cuenta de que estaba desarrollando la costumbre de recurrir a ellos en busca de ayuda. Cerró los ojos y se sentó en la silla del escritorio. Parecía que el techo y las paredes negras se le caían encima.
Los cigarrillos blancos le hicieron pensar en rostros blancos, lo bastante tranquilos para fumar antes…, después o durante el destrozo del despacho de Blavatsky. ¿Qué habían ido a buscar los intrusos?
¿Dónde estaba su libro?
Sabía que era tener prejuicios, pero no podía imaginarse a ningún otro culpable salvo las personas fantasmales de la carretera oscura. La idea de sus pálidos dedos cogiendo el libro de Diana hizo que se pusiera de pie inmediatamente.
Al fondo del despacho, cerca de la ventana abierta, descubrió un cuarto minúsculo que no había visto en su primera visita. La entrada estaba cubierta por una cortina de cuentas púrpura que sonó cuando la cruzó. La habitación era una cocina pequeña con un fregadero, una maceta demasiado grande con eneldo, un taburete de madera con tres patas y, detrás de la nevera, unas sorprendentes escaleras.
El apartamento de madame Blavatsky estaba en el piso que había encima de su oficina. Eureka subió las escaleras de tres en tres. Polaris gorjeó en señal de aprobación, como si aquella fuese la dirección que llevaba todo el rato queriendo que tomase.
Las escaleras estaban a oscuras, así que utilizó el móvil para iluminar el camino. Al final había una puerta cerrada con seis cerraduras de seguridad enormes. Cada una de las cerraduras era antigua y única, y parecía totalmente impenetrable. Eureka se sintió aliviada al pensar que al menos quienquiera que hubiese registrado el estudio de abajo no habría podido entrar en el apartamento de madame Blavatsky.
Polaris graznó, enfadado, como si esperara que Eureka tuviera la llave. Bajó y picoteó la alfombra raída que había junto a la puerta como una gallina desesperada por comer. Eureka enfocó la luz del móvil hacia abajo para ver qué estaba haciendo.
Deseó no haberlo hecho.
Un charco de sangre se había filtrado por la rendija entre la puerta y el descansillo. Había empapado la mayor parte del último escalón y se estaba extendiendo hacia abajo. En la silenciosa oscuridad de la escalera, Eureka oyó caer una gotita del escalón hacia donde ella estaba. Se retiró un poco, con miedo y repugnancia.
Empezó a marearse. Se inclinó hacia delante, con la intención de apoyar la mano en la puerta un momento y recuperar el equilibrio, pero retrocedió cuando la puerta cedió nada más tocarla. Esta cayó, como un árbol talado, hacia el apartamento. Al golpazo de la puerta le acompañó un chapoteo sobre la alfombra y Eureka se dio cuenta de que tenía que ver con la sangre que se había filtrado desde el otro lado. El impacto salpicó de rojo las paredes manchadas de humo.
Quienquiera que hubiese estado allí había arrancado la puerta de las bisagras y, antes de marcharse, la había apoyado de modo que desde fuera pareciera cerrada.
Tenía que irse de allí. Debía darse la vuelta en ese preciso instante, bajar corriendo las escaleras y salir del edificio antes de que viera algo que no quería ver. La boca se le llenó de un sabor empalagoso. Debía llamar a la policía. Tenía que marcharse y no volver.
Pero no podía. Algo le había pasado a una persona que le importaba. Aunque su instinto estaba gritándole con todas sus fuerzas: «¡Corre!», Eureka no podía darle la espalda a madame Blavatsky.
Pasó por el rellano ensangrentado, por encima de la puerta caída, y siguió a Polaris hacia el interior del apartamento. Olía a sangre, sudor y cigarrillos. Un montón de velas casi consumidas titilaban en la repisa de la chimenea. Eran la única fuente de luz de la estancia. Al otro lado de la pequeña y única ventana, un insecticida eléctrico atacaba a un ritmo constante. En medio de la habitación, en el primer sitio que Eureka había sospechado y el último al que se había permitido mirar, sobre la alfombra industrial azul, yacía desmadejada madame Blavatsky, muerta como Diana.
Eureka se llevó la mano al cuello para ahogar un grito. Por encima del hombro, el hueco de la escalera parecía interminable, como si le fuese a resultar imposible bajar sin desmayarse. Por instinto, se llevó la mano al bolsillo para coger el móvil. Marcó el 911, pero no se sentía con valor suficiente para darle al botón de llamada. Se había quedado sin voz, no había forma de comunicarle a un desconocido al otro lado de la línea que la mujer que se había convertido para ella en lo más parecido a una madre estaba muerta.
Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y se acercó a madame Blavatsky, con cuidado de no pisar la sangre.
En el suelo, los mechones de cabello castaño rojizo rodeaban la cabeza de la anciana como una corona. Había calvas de piel rosada allí donde le habían arrancado el pelo. Tenía los ojos abiertos. Uno miraba, ausente, al techo. El otro se lo habían sacado totalmente de la cuenca. Pendía cerca de la sien, colgando de una fina arteria rosa. Las mejillas estaban laceradas, como si unas uñas afiladas se hubieran arrastrado por ellas. Las piernas y los brazos se hallaban extendidos hacia los lados, lo que la hacía parecer una especie de ángel de nieve destrozado. Una mano sujetaba un rosario. Su capa hecha de retales estaba empapada en sangre. La habían pegado, cortado y apuñalado repetidas veces en el pecho con algo que había hecho incisiones más grandes que las que haría un cuchillo. La habían dejado desangrarse en el suelo.
Eureka se tambaleó hasta la pared. Se preguntó cuál habría sido el último pensamiento de madame Blavatsky. Intentó imaginarse el tipo de oraciones que la mujer podría haber pronunciado al abandonar este mundo, pero tenía la mente en blanco por la impresión. Se cayó de rodillas. Diana siempre decía que todo estaba conectado. ¿Por qué no se había detenido Eureka a pensar qué relación tenía El libro del amor con la piedra de rayo de la que Ander sabía tanto o con las personas de las que la había protegido en la carretera? Si habían sido ellos los que habían hecho eso a madame Blavatsky, estaba segura de que habían ido en busca de El libro del amor. Habían asesinado a alguien para conseguirlo.
Y si eso era verdad, la muerte de madame Blavatsky había sido culpa suya. Su mente viajó hasta el confesionario, al que iba con su padre los sábados por la tarde. No tenía ni idea de cuántas avemarías y padrenuestros tendría que rezar para expiar ese pecado.
No debería haber insistido en seguir con la traducción. Madame Blavatsky la había advertido de los riesgos. Eureka debía haber relacionado la duda de la anciana con el peligro en el que Ander decía que se hallaba. Pero no lo había hecho. Quizá no había querido. Quizá quería algo dulce y mágico en su vida. Y ahora ese algo dulce y mágico había muerto.
Creyó que iba a vomitar, pero no lo hizo. Creyó que tal vez gritaría, pero no lo hizo. En lugar de eso, se arrodilló junto al pecho de madame Blavatsky y contuvo las ganas de tocarla. Llevaba meses deseando la imposible oportunidad de mecer a Diana en sus brazos después de su muerte. Eureka quería tocar a madame Blavatsky, pero las heridas abiertas la retuvieron. No porque a Eureka le diera asco —aunque la mujer se hallaba en un estado espantoso—, sino porque tuvo el sentido común de no involucrarse en un asesinato. Se contuvo pensando que, por mucho que le importara, ya no podía hacer nada por Blavatsky.
Se imaginó a otros encontrándose esa escena: habría tenido que enfrentarse a la palidez grisácea de la piel de Rhoda, el tono que adquiría cuando le entraban náuseas y que hacía que su pintalabios naranja pareciera propio de un payaso; las oraciones que habrían salido de la boca de la compañera más beata de Eureka, Belle Pogue; las maldiciones de incredulidad que Cat habría lanzado. Eureka se imaginó a sí misma viéndose desde fuera. Parecía tan inánime e inmóvil como una roca que llevara milenios depositada en el apartamento. Parecía estoica e inalcanzable.
La muerte de Diana había eliminado los misterios de la muerte para Eureka. Sabía que la muerte la esperaba, igual que a madame Blavatsky, igual que a todas las personas a las que quería y no quería. Sabía que los seres humanos nacían para morir. Recordó el último verso de un poema de Dylan Thomas que había leído una vez en un foro online de apoyo. Fue lo único que tuvo sentido para ella mientras estuvo en el hospital:
Tras la primera muerte, no hay otra.
La muerte de Diana había sido la primera para Eureka, lo que significaba que la de madame Blavatsky no era otra. Incluso la de Eureka no sería otra.
La pena que sentía era muy intensa, diferente a la que la gente pudiera sentir en una situación así.
Tenía miedo, pero no del cuerpo sin vida delante de ella, pues había visto cosas peores en demasiadas pesadillas. Tenía miedo de lo que significara la muerte de madame Blavatsky para las otras personas cercanas a ella, que cada vez eran menos. No podía evitar la sensación de que le habían robado algo, porque sabía que ya no entendería el resto de El libro del amor.
¿Los asesinos se habían llevado su libro? La idea de que alguien más lo tuviera, que supiera más sobre él, la enfureció. Se levantó para acercase a la barra de desayuno de Blavatsky y luego a la mesilla de noche, donde buscó cualquier rastro del libro, con el máximo cuidado posible para no alterar lo que sabía que era la escena de un crimen.
No encontró nada, solo dolor. Se sentía tan abatida que apenas veía. Polaris graznó y picoteó las esquinas de la capa de madame Blavatsky.
«Todo podría cambiar con la última palabra», pensó Eureka. Pero esa no podía ser la última palabra de madame Blavatsky. Se merecía mucho más que eso.
Eureka volvió a agacharse. Intuitivamente se persignó. Juntó las manos e inclinó la cabeza para rezar en silencio a san Francisco, para pedirle serenidad en nombre de la anciana. Mantuvo la cabeza gacha y los ojos cerrados hasta que percibió que su oración había dejado la estancia e iba de camino a la atmósfera. Esperó que llegara a su destino.
¿Qué sería de madame Blavatsky? Eureka no tenía manera de saber quién sería el siguiente en encontrar a la mujer, si tenía amigos o familia cercana. Mientras le daba vueltas a la cabeza para averiguar cómo podía ayudar a madame Blavatsky, se imaginó una aterradora conversación con el sheriff. Se le encogió el pecho. No iba a resucitar a la anciana involucrándose en una investigación criminal. Aun así debía encontrar el modo de avisar a la policía.
Echó un vistazo a la habitación, desanimada; y entonces se le ocurrió una idea.
En el descansillo había pasado por delante de una alarma contra incendios, probablemente instalada antes de que el edificio se convirtiera en una residencia. Eureka se levantó y rodeó el charco de sangre, resbalando ligeramente al cruzar la puerta. Recuperó el equilibrio y tiró de la manga del chándal para cubrirse la mano y evitar dejar huellas. Cogió la palanca roja y la empujó hacia abajo.
La alarma sonó al instante, de forma ensordecedora, casi cómicamente alta. Eureka hundió la cabeza entre los hombros y comenzó a dirigirse a la salida. Antes de marcharse, miró a Blavatsky por última vez en la habitación. Quería decirle que lo sentía.
Polaris estaba posado en el pecho triturado de la mujer, picoteando ligeramente donde antes latía el corazón. Parecía fosforescente a la luz de las velas. Cuando se dio cuenta de que Eureka lo miraba, levantó la cabeza. Sus ojos negros brillaron demoníacamente. Bufó y le dirigió un graznido tan estridente que se superpuso al sonido de la alarma antiincendios.
Eureka se sobresaltó y se dio la vuelta. Bajó corriendo las escaleras y no se detuvo hasta que atravesó el estudio de madame Blavatsky y el vestíbulo de luz roja, hasta que llegó al aparcamiento resollando, donde el sol dorado comenzaba a arder en el cielo.