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La piedra de rayo

En cuanto termines los deberes —dijo Rhoda desde el otro lado de la mesa del comedor aquella noche—, vas a escribir un e-mail de disculpa a la doctora Landry con copia a mí. Y dile que la verás la semana que viene.

Eureka sacudió el frasco de tabasco violentamente sobre su étouffée. Las órdenes de Rhoda ni siquiera merecían que la fulminara con la mirada.

—Tu padre y yo hemos estado compartiendo ideas con la doctora Landry —continuó—. No creemos que vayas a tomarte en serio la terapia a menos que la veas como una responsabilidad tuya y por eso vas a pagarte tú las sesiones. —Rhoda le dio un sorbo a su vino rosado—. Saldrá de tu bolsillo. Setenta y cinco dólares a la semana.

Eureka apretó la mandíbula para evitar quedarse boquiabierta. Así que por fin habían encontrado un castigo por el agravio de la semana anterior.

—Pero no tengo trabajo —dijo.

—Recuperarás tu antiguo trabajo en la tintorería —contestó Rhoda—, suponiendo que puedas demostrar que eres más responsable ahora que cuando te despidieron.

Eureka no se había vuelto más responsable. Se había convertido en una suicida deprimida. Miró a su padre en busca de ayuda.

—He hablado con Ruthie —dijo el, con la cabeza gacha, como si le hablara al étouffée en vez de a su hija—. Puedes hacer dos turnos a la semana, ¿no? —Cogió el tenedor—. Bueno, come, que se te va a enfriar la comida.

Eureka no podía comer. Consideró las numerosas frases que estaban formándose en su cabeza: «Vosotros dos sí que sabéis cómo llevar un intento de suicidio. ¿Podríais empeorar más una mala situación? La secretaria del Evangeline ha llamado para ver por qué no había ido hoy a clase, pero ya he borrado el mensaje en el contestador. ¿Os he mencionado que también he dejado el equipo de campo a través y que no tengo intención de volver al instituto? Me voy y no volveré».

Pero Rhoda hacía oídos sordos a la franqueza incómoda. ¿Y su padre? Eureka apenas le reconocía. Parecía haberse creado una nueva identidad para no contradecir a su esposa. Quizá porque nunca consiguió evitarlo cuando estuvo casado con Diana.

Nada de lo que Eureka dijera cambiaría las crueles normas de esa casa, que solo se aplicaban a ella. Le ardía la cabeza, pero mantuvo la vista en el plato. Tenía mejores cosas que hacer que pelear con los monstruos del otro lado de la mesa.

Las fantasías se agolpaban en los límites de su mente. Quizá conseguiría un trabajo en un esquife pesquero que navegara cerca de donde El libro del amor decía que estaba la Atlántida. Madame Blavatsky parecía pensar que aquella isla había existido de verdad. Tal vez la anciana quisiera acompañarla. Podían ahorrar dinero, comprar un barco y salir al brutal océano que se había llevado todo lo que quería. Podían encontrar las Columnas de Hércules y continuar. A lo mejor entonces se sentía en casa… no como la extraña de la mesa del comedor. Movió algunos guisantes por el plato con el tenedor y clavó un cuchillo en su étouffée para ver si se aguantaba solo.

—Si vas a faltar el respeto a la comida que ponemos en la mesa —dijo Rhoda—, creo que puedes levantarte.

Su padre añadió en voz más baja:

—¿Ya has comido suficiente?

Eureka tuvo que reunir todas sus fuerzas para no poner los ojos en blanco. Se puso de pie, empujó la silla e intentó imaginarse lo distinta que sería aquella escena si solo estuvieran su padre y ella, si aún le respetara, si nunca se hubiera casado con Rhoda.

En cuanto el pensamiento se formó en la mente de Eureka, miró a sus hermanos y se arrepintió de aquel anhelo. Los mellizos tenían cara de estar muy disgustados. Permanecían callados, como preparados para la respuesta a gritos de Eureka. Sus rostros y los pequeños hombros encorvados la hicieron querer cogerlos y llevárselos consigo a donde fuera que escapara. Les besó en la cabeza antes de subir las escaleras a su habitación.

Cerró la puerta y se tiró en la cama. Se había duchado tras la carrera y el pelo mojado había humedecido el cuello del pijama de franela que le gustaba llevar cuando estaba lloviendo. Se quedó tumbada inmóvil e intentó traducir el código de la lluvia sobre el tejado.

«Espera —decía—. Tú espera.»

Se preguntó qué estaría haciendo Ander y en qué tipo de habitación estaría tumbado en su cama, mirando el techo. Sabía que al menos de vez en cuando pensaba en ella; requería cierta previsión esperar a alguien en el bosque y en todos los otros lugares en los que había estado esperándola. Pero ¿qué pensaba sobre ella?

¿Y qué pensaba ella en realidad de él? Le daba miedo, la atraía, la provocaba, la sorprendía. Cuando pensaba en Ander, no estaba deprimida, pero amenazaba con deprimirse luego aún más. Había cierta energía en él que la apartaba de la pena.

Pensó en la piedra de rayo y en la hipótesis de Ander. Era una estupidez. La confianza no nacía de un experimento. Pensó en su amistad con Cat. Se habían ganado la confianza la una de la otra con el paso del tiempo, se había ido fortaleciendo despacio, como un músculo, hasta poseer fuerza propia. Pero a veces la confianza alcanzaba la intuición como un rayo, rápida y profundamente, como había sucedido entre Eureka y madame Blavatsky. Una cosa era cierta: la confianza era mutua, y ese era el problema entre Ander y ella. Él tenía la baraja entera. El papel que representaba Eureka en aquella relación parecía reducirse a estar alarmada.

Aún así…, no tenía que confiar en Ander para saber más sobre la piedra de rayo.

Abrió el cajón del escritorio y dejó el pequeño cofre azul en medio de la cama. Se sentía avergonzada por considerar poner a prueba su hipótesis, incluso sola en su habitación con la puerta y los postigos cerrados.

Abajo sonaban los platos y los tenedores de camino al fregadero. Era la noche que le tocaba lavarlos, pero nadie fue a molestarla. Era como si ya no estuviese allí.

Unos pasos en las escaleras hicieron que Eureka se lanzara en busca de su mochila. Si su padre entraba, tenía que fingir que estaba estudiando. Tenía horas de ejercicios de cálculo pendientes, un control de latín el viernes y una cantidad incalculable de trabajo que recuperar por las clases a las que había faltado aquel día. Llenó la cama de libros de texto y carpetas para tapar el cofre de la piedra de rayo. Se colocó el libro de cálculo en las rodillas justo antes de que llamaran a la puerta.

—¿Sí?

Su padre asomó la cabeza. Tenía un trapo de cocina en el hombro y las manos rojas por el agua caliente. Eureka miró con el entrecejo fruncido una página del libro de cálculo al azar y esperó que su abstracción la hiciera olvidar la culpa por dejarle hacer sus tareas.

Antes él se colocaba junto a la cama para ofrecerle inteligentes y sorprendentes consejos que aplicar en sus deberes. Ya ni siquiera entraba en su cuarto.

Señaló el libro con la cabeza.

—¿El principio de incertidumbre? Es difícil. Cuanto más sabes cómo cambia una variable, menos sabes sobre la otra. Y todo cambia constantemente.

Eureka miró al techo.

—Ya no sé la diferencia entre variables y constantes.

—Solo intentamos hacer lo que es mejor para ti, Reka.

No respondió. No tenía nada que decir a eso, nada que decirle a él.

Cuando cerró la puerta, ella leyó el párrafo de introducción al principio de incertidumbre. La portada del capítulo mostraba un triángulo grande, el símbolo griego para el cambio, delta. Tenía la misma forma que la piedra de rayo envuelta en gasa.

Retiró el libro y abrió la caja. La piedra de rayo, que seguía envuelta en la curiosa gasa blanca, parecía pequeña y sencilla. La cogió, recordando la delicadeza con la que la había manipulado Brooks. Intentó conseguir el mismo nivel de reverencia. Pensó en la advertencia de Ander sobre que debía hacer la prueba ella sola, que Brooks no debía saber lo que tenía. Pero ¿qué tenía? Ni siquiera había visto el aspecto de la piedra. Pensó en la posdata de Diana: «No retires la gasa hasta que no lo necesites. Lo sabrás cuando llegue el momento».

La vida de Eureka era un caos. Estaba a punto de que la echaran de la casa donde odiaba vivir. No había ido al instituto. Se había alejado de todos sus amigos y perseguía pájaros por el bayou antes del amanecer para encontrarse con médiums ancianas. ¿Cómo se suponía que iba a saber si había llegado el momento místico al que se refería Diana?

Mientras iba a coger el vaso de la mesilla de noche, mantuvo la piedra envuelta en la gasa. La dejó encima de su carpeta de latín. Con mucho cuidado, echó un chorrito del agua de la noche anterior directamente encima. Observó como se mojaba y el agua se filtraba en la tela. No era más que una piedra.

La dejó y se tiró de un salto a la cama. La soñadora en su interior estaba desilusionada.

Entonces, en su visión periférica, vio un ligero movimiento. La gasa de la piedra se había levantado por una esquina, como si se hubiera soltado por el agua. «Sabrás cuándo», oyó que decía la voz de Diana, como si estuviera tumbada junto a Eureka. Se estremeció.

Retiró un poco más la gasa por aquella esquina, lo que hizo girar la piedra, quitando capa tras capa de envoltorio blanco. Los dedos de Eureka apartaron cuidadosamente la tela, que iba soltándose mientras la forma triangular de la piedra se encogía y afilaba en sus manos.

Por fin cayó la última capa de gasa. Sostenía en las manos una piedra en forma de triángulo isósceles del tamaño del relicario de lapislázuli, pero mucho más pesada. Examinó la superficie: lisa, con algunos bultos e imperfecciones, como cualquier otra piedra. Estaba salpicada aquí y allá de cristales de un azul grisáceo. Habría sido una buena piedra para que Ander la hubiera hecho rebotar en el agua.

El móvil de Eureka vibró en la mesilla de noche. Se lanzó a cogerlo, inexplicablemente segura de que sería él. Pero fue la foto coqueta de una Cat medio vestida la que apareció en la pantalla. Eureka dejó que saltara el buzón de voz. Cat había estado mandándole mensajes y llamándola cada pocas horas desde bien temprano aquella mañana. Eureka no sabía qué contarle. Se conocían demasiado para mentirle y decir que no le pasaba nada.

Cuando la pantalla del teléfono volvió a fundirse en negro y su dormitorio quedó a oscuras, Eureka se percató de la tenue luz azul que emanaba de la piedra. Las vetas de color azul grisáceo resplandecían por la superficie. Se quedó mirándolas hasta que comenzaron a parecer abstracciones de una lengua. Le dio la vuelta a la piedra y vio una forma familiar en el dorso. Las vetas formaban círculos. Le pitó el oído. Se le puso la carne de gallina. La imagen de la piedra de rayo era exactamente como la cicatriz de la frente de Brooks.

Un débil trueno sonó en el cielo. No era más que una coincidencia, pero se sobresaltó. La piedra se le resbaló de los dedos y cayó en un hueco del edredón. Volvió a coger el vaso y vertió el contenido sobre la piedra al descubierto, como si estuviera apagando un fuego, como si estuviera extinguiendo su amistad con Brooks.

El agua rebotó y le salpicó la cara.

Ella escupió y se secó la frente. Bajó la vista hacia la piedra. La colcha estaba mojada; sus apuntes y los libros de texto, también. Los secó con la almohada y los apartó. Cogió la piedra. Estaba tan seca como el cráneo de una vaca en una pared de un bar de carretera.

—Ni de coña —murmuró.

Se levantó de la cama, con la piedra en la mano, y abrió un poco la puerta. Abajo tenían puesta la televisión con las noticias locales. La lamparilla de los mellizos proyectaba unos débiles rayos que se filtraban por la puerta abierta de la habitación que compartían. Fue de puntillas al baño y cerró la puerta con pestillo. Se quedó con la espalda apoyada en la pared y se miró en el espejo sujetando la piedra.

Tenía el pijama salpicado de agua. Las puntas del pelo que le enmarcaba la cara también estaban mojadas. Puso la piedra bajo el grifo y lo abrió al máximo.

Cuando el chorro tocó la piedra, lo repelió al instante. No, no era eso. Eureka miró con más detenimiento y se fijó en que el agua ni siquiera tocaba la piedra. La repelía en el aire que la rodeaba.

Cerró el grifo. Se sentó en el borde de la bañera de cobre, que estaba llena de los juguetes de los mellizos. El lavabo, el espejo y la alfombra estaban empapados. La piedra de rayo se hallaba totalmente seca.

—Mamá —murmuró—, ¿en qué me has metido?

Se acercó la piedra a la cara para examinarla y le dio la vuelta en las manos. Le habían hecho un agujerito en la parte superior del ángulo más ancho del triángulo, lo bastante grande como para meter una cadena. La piedra de rayo podía llevarse como un colgante.

Entonces ¿por qué llevarla envuelta en una gasa? Quizá la gasa protegía el impermeabilizante que le habían aplicado para que repeliera el agua. Eureka miró por la ventana del cuarto de baño como caía la lluvia sobre las ramas oscurecidas. Se le ocurrió una idea.

Arrastró una toalla por el lavabo y el suelo, intentando recoger toda el agua posible. Se metió la piedra rayo en el bolsillo del pijama y salió sigilosamente al pasillo. Al principio de las escaleras, miró hacia abajo y vio a su padre dormido en el sofá, con el cuerpo iluminado por la luz de la tele. Tenía un cuenco de palomitas sobre el pecho. Oyó teclear frenéticamente en la cocina, solo podía tratarse de Rhoda torturando su portátil.

Eureka bajó a hurtadillas las escaleras y con cuidado abrió la puerta trasera. El único que la vio fue Squat, que salió trotando con ella porque le encantaba llenarse de barro bajo la lluvia. Eureka le rascó la cabeza y le dejó que saltara para besarle la cara, una costumbre que Rhoda llevaba años luchando por quitarle. El perro siguió a Eureka mientras descendía por las escaleras del porche y se dirigía a la puerta que daba al bayou.

Se oyó otro trueno que le hizo recordar que llevaba lloviendo toda la noche y que acababa de oír a Cokie Faucheux decir algo en la tele sobre una tormenta. Levantó el pasador de la puerta y accedió al muelle desde donde los vecinos salían en piragua para ir a pescar. Se sentó en el borde, se remangó el pantalón del pijama y metió los pies en el bayou. Estaba tan frío que se le quedaron rígidos. Pero los dejó allí, congelados, incluso cuando le empezaron a arder.

Con la mano izquierda, sacó la piedra del bolsillo y observó como las finas gotas de agua rebotaban en la superficie. Squat estaba desconcertado, mientras olfateaba la piedra y la lluvia le subía al hocico.

Eurkea cerró el puño alrededor de la piedra de rayo y la sumergió en el bayou, agachándose y estirando el brazo, inhalando con fuerza por el frío. El agua tembló; luego subió el nivel y Eureka vio que una gran burbuja de aire se había formado alrededor de la piedra de rayo y su brazo. La burbuja terminaba justo debajo de la superficie del agua, donde tenía el codo.

Con la mano derecha, Eureka exploró la burbuja bajo el agua, esperando que reventara. Pero no lo hizo. Era maleable y fuerte, como un globo indestructible. Cuando sacó la mano derecha del agua, notó la diferencia. La mano izquierda, todavía bajo el agua, recubierta por la bolsa de aire, no estaba mojada en absoluto. Finalmente sacó la piedra de rayo del agua y comprobó que también permanecía totalmente seca.

—Vale, Ander —dijo—. Tú ganas.