Hipótesis
El lunes por la mañana Eureka se puso el uniforme, preparó la mochila, mordió con abatimiento una Pop-Tart y arrancó a Magda antes de aceptar que no podía ir al instituto.
Era por algo más que por haber sido humillada en el juego Nunca Jamás. Era por la traducción de El libro del amor, que había jurado no contarle a nadie, ni siquiera a Cat. Era por el sueño del coche hundido, en el que los papeles de Diana y Ander parecían tan claros. Era por Brooks, en el que solía buscar apoyo, pero cuya amistad, desde que se habían besado, había pasado de ser estable a hallarse gravemente herida. Quizá lo que más la inquietaba era la visión de aquel cuarteto resplandeciente que rodeó su coche en la carretera oscura, como anticuerpos luchando contra una enfermedad. Cada vez que cerraba los ojos, veía una luz verde que iluminaba el rostro de Ander y que sugería algo poderoso y peligroso. Aunque quedara alguien en el mundo con quien contar, Eureka nunca encontraría las palabras para que aquella escena sonara cierta.
Así que ¿cómo iba a sentarse en clase de latín y fingir que estaba tranquila? No tenía una vía de escape, solo bloqueos. Pero había una terapia que podía sosegarla.
Llegó a la salida del Evangeline y continuó conduciendo para dirigirse al este, hacia el atractivo verde de los margosos prados cercanos a Breaux Bridge. Condujo treinta y dos kilómetros al este y unos cuantos más hacia el sur. No se detuvo hasta que ni siquiera supo dónde estaba. Era un paisaje rural y tranquilo, nadie la reconocería, y eso era justo lo que necesitaba. Aparcó bajo un roble que daba cobijo a una familia de palomas. Dentro del coche, se puso la ropa de repuesto para correr que siempre llevaba en el asiento trasero.
No había calentado cuando se metió en el bosque silencioso tras la carretera. Se subió la cremallera de la chaqueta y comenzó a correr ligeramente. Al principio sintió las piernas como si corrieran por aguas pantanosas. Sin la motivación del equipo, la única competición de Eureka era contra su imaginación. Así que pensó que un avión de carga tan grande como el Arca de Noé había aterrizado justo detrás de ella, y que sus motores, del tamaño de una casa, absorbían árboles y tractores hacia sus cuchillas zumbantes mientras ella corría sola junto a toda la materia del mundo, que pasaba en dirección opuesta a toda velocidad.
Nunca le había gustado el parte meteorológico, prefería encontrar espontaneidad en el ambiente. A primera hora de la mañana había hecho sol, aunque había restos de nubes en el cielo. En ese momento aquellas nubes altas se habían vuelto doradas a la luz menguante y unas finas volutas de niebla se filtraban por los robles, otorgando al bosque una débil incandescencia. A Eureka le encantaba la niebla en los bosques, el modo en que el viento hacía que los helechos junto a las ramas de los robles trataran de alcanzar la bruma. Los helechos ansiaban la humedad que, si se convertía en lluvia, cambiaría sus hojas de pardo rojizo a esmeralda.
Diana era la única persona a la que Eureka había conocido que también prefiriera correr bajo la lluvia en vez de cuando brillaba el sol. Tras años haciendo footing con su madre, Eureka había aprendido a apreciar como el «mal» tiempo hechizaba una carrera normal: la lluvia golpeando las hojas, la tormenta limpiando las cortezas de los árboles y los diminutos arcoíris que aparecían en ramas torcidas. Si aquello era el mal tiempo, Diana y Eureka coincidían en que no querían conocer el bueno. Así que mientras la bruma avanzaba sobre sus hombros, Eureka pensó que sería el tipo de sudario que a Diana le habría gustado llevar si hubiera tenido la oportunidad de un funeral.
Eureka no tardó en llegar a una señal blanca de madera que otro corredor debió de clavar en un roble para marcar su progreso. Tocó la madera, como cuando un corredor alcanza la mitad del recorrido, y continuó.
Sus pies golpeaban el sendero erosionado. Los brazos se movían con fuerza arriba y abajo. El bosque se oscureció cuando la lluvia comenzó a caer. Eureka siguió corriendo. No pensaba en las clases que estaba perdiéndose, en los susurros que girarían entorno a su asiento vacío en cálculo o en lengua. Estaba en el bosque. No había otro lugar donde prefiriera estar.
Su mente despejada era como un océano. Los cabellos de Diana fluían, ingrávidos, por él. Ander pasó por allí, alargando la mano para alcanzar la extraña cadena que parecía no tener principio ni fin. Quería preguntar por qué la había salvado la otra noche y de qué la había salvado exactamente. Quería saber más sobre la caja plateada y la luz verde que contenía.
La vida se había vuelto muy enrevesada. Eureka siempre había pensado que le encantaba correr porque era una vía de escape. En ese momento se daba cuenta de que, cada vez que se adentraba en un bosque, buscaba encontrar algo, a alguien. Ese día no perseguía nada, porque ya no le quedaba nadie.
Una vieja canción de blues que solía poner en su programa de radio sonó en su cabeza: «Los niños sin madre lo pasan mal cuando su madre está muerta».
Llevaba kilómetros corriendo cuando comenzaron a arderle las pantorrillas y se dio cuenta de que estaba muerta de sed. Estaba lloviendo más fuerte, así que aminoró la marcha y abrió la boca hacia el cielo. El mundo arriba era de un verde intenso, cubierto de rocío.
—Estás mejorando tu tiempo —oyó que decía una voz detrás de ella.
Eureka se dio la vuelta.
Ander llevaba unos vaqueros grises desteñidos, una camisa Oxford y un chaleco azul marino que le quedaba espectacular. La miró con una descarada confianza que enseguida contradijeron los dedos que se pasó con nerviosismo por el pelo.
Tenía un talento peculiar para fundirse con el entorno hasta que quería ser visto. Eureka debía de haber pasado a su lado a toda velocidad, aunque se enorgullecía de su actitud alerta mientras corría. El corazón ya le latía rápido por el ejercicio, pero le empezó a latir aún más deprisa porque volvía a estar a solas con Ander. El viento hizo susurrar las hojas de los árboles, enviando al suelo una lluvia de gotas con un ligero olor a océano. El perfume de Ander.
—Y tus apariciones se están haciendo absurdas.
Eureka retrocedió. Ander o era un psicópata o un salvador, y no había forma de sacarle una respuesta directa. Recordó lo último que le había dicho: «Tienes que sobrevivir», como si su supervivencia estuviera literalmente en juego.
Recorrió con la vista el bosque, buscando un rastro de aquellas extrañas personas, una señal de la luz verde o cualquier otro peligro, o alguien que pudiera ayudarla si resultaba que el peligro era Ander. Estaban solos.
Llevó la mano al teléfono y se visualizó marcando el 911 si la situación se ponía rara. Entonces pensó en Bill y los otros polis a los que conocía, y se dio cuenta de que era inútil. Además, Ander seguía allí.
Al ver su cara le entraron ganas de huir, y, al mismo tiempo, de correr hacia él para ver cómo de intenso era el azul de aquellos ojos.
—No llames a tu amigo de la comisaría —dijo Ander—. Solo he venido aquí a hablar. Pero, para que quede claro, no tengo.
—¿El qué?
—Antecedentes penales. No estoy fichado.
—Muy bien, ya me has puesto en antecedentes.
Ander se acercó. Eureka retrocedió. La lluvia le salpicó la sudadera y le provocó un escalofrío.
—Y antes de que me preguntes, no estaba espiándote cuando fuiste a ver a la policía. Pero esas personas a las que viste en el vestíbulo y luego más tarde en la carretera…
—¿Quiénes eran? —preguntó Eureka—. ¿Y qué había en aquella caja plateada?
Ander sacó de su bolsillo un gorro impermeable de color canela. Se lo puso y se lo bajó hasta los ojos, aunque su pelo, como Eureka había advertido, no parecía mojado. Con aquel gorro parecía un detective de una película antigua de cine negro.
—Eso es problema mío —respondió—. No tuyo.
—Eso no fue lo que me diste a entender la otra noche.
—¿Por? —Se acercó un poco más, hasta que estuvo a tan solo unos centímetros y ella pudo oír su respiración—. Estoy de tu parte.
—¿Y de qué parte estoy yo?
La fuerza de la lluvia hizo que Eureka retrocediera un paso para cobijarse bajo el follaje.
Ander frunció el entrecejo.
—Estás nerviosa.
—No.
Señaló sus codos, que sobresalían de los bolsillos en los que había metido los puños. Estaba temblando.
—Si estoy nerviosa, y tus repentinas apariciones no ayudan nada.
—¿Cómo puedo convencerte de que no voy a hacerte daño, de que estoy intentando ayudarte?
—Yo no he pedido ayuda.
—Si no ves que soy uno de los buenos, nunca creerás…
—¿Creeré qué?
Cruzó las manos con fuerza sobre el pecho para contener el temblor de sus codos. La bruma flotaba en el aire a su alrededor, haciendo que todo se viera un poco borroso.
Con mucho cuidado, Ander colocó la mano en su antebrazo. Su tacto era cálido. Tenía la piel seca. Le puso el vello húmedo de punta.
—El resto de la historia.
La palabra «historia» le trajo a la mente El libro del amor. Un relato antiguo sobre la Atlántida no tenía nada que ver con lo que Ander estaba hablando, pero aun así oyó la traducción de madame Blavatsky en su cabeza: «Todo podría cambiar con la última palabra».
—¿Tiene un final feliz? —preguntó.
Ander sonrió tristemente.
—Se te dan bien las ciencias, ¿verdad?
—No. —Si se echaba un vistazo a las últimas notas de Eureka, no parecía que fuera buena en nada. Pero entonces vio el rostro de Diana en su memoria. Cada vez que Eureka la acompañaba a una excavación, su madre alardeaba delante de sus amigos sobre cosas embarazosas como la mente analítica de Eureka y su avanzado nivel de lectura. Si Diana estuviera allí, habría confirmado lo irrefutablemente buena que era Eureka en ciencias—. Supongo que no se me dan mal.
—¿Y si te pido que hagas un experimento? —dijo Ander.
Eureka pensó en las clases que se había saltado y en los problemas en los que se habría metido. No estaba segura de si debía añadir otra tarea.
—¿Y si fuera algo que parece imposible de demostrar? —continuó.
—¿Y si me dices de qué va todo esto?
—Si pudieras demostrar esta hipótesis imposible —dijo—, ¿me creerías entonces?
—¿Qué hipótesis?
—La piedra que te dejó tu madre al morir…
Eureka levantó enseguida la vista para mirarle a los ojos. En contraste con el verdor del bosque, los iris turquesa de Ander estaban ribeteados de verde.
—¿Cómo sabes eso?
—Intenta mojarla.
—¿Mojarla?
Ander asintió.
—Mi hipótesis es que no serás capaz.
—Todo puede mojarse —contestó ella, aunque hacía un momento se había preguntado por qué él tenía la piel seca cuando la había tocado.
—Esa piedra no —repuso—. Si resulta que tengo razón, ¿me prometes confiar en mí?
—No sé por qué mi madre me dejaría una piedra que repele el agua.
—Mira, añadiré un aliciente. Si me equivoco sobre esa piedra, si se trata de una roca antigua, normal y corriente, desapareceré y no volverás a tener noticias mías. —Ladeó la cabeza, como observando su reacción, pero sin la picardía que ella esperaba—. Lo prometo.
Eureka no estaba preparada para no volver a verle, aunque la piedra no se mojara. Pero su mirada la presionaba como unos sacos de arena para apisonar el aumento del lecho del bayou. Su mirada no la dejaba escapar.
—Muy bien. Probaré.
—Hazlo. —Ander hizo una pausa—. Sola. Nadie más puede saber lo que tienes. Ni tus amigos. Ni tu familia. Sobre todo Brooks.
—¿Sabes? Brooks y tú deberíais quedar —dijo Eureka—. Por lo visto, siempre estáis pensando el uno en el otro.
—No puedes confiar en él. Espero que ahora lo entiendas.
Eureka quería empujar a Ander. Siempre hablaba de Brooks como si supiera algo de lo que ella no tenía ni idea. Pero tenía miedo de que si le tocaba no fuera para darle un empujón. Sería un abrazo y perdería el control. No sabría cómo liberarse.
Giró sobre sus talones en el barro. Solo pensaba en huir. Quería estar en casa, estar en un lugar seguro, aunque no sabía cómo o dónde encontrar ninguna de esas cosas. Llevaban meses esquivándola.
La lluvia arreció. Eureka miró el camino por el que había llegado allí, sumido en el verde olvido, e intentó ver a Madga a kilómetros de distancia. Los límites del bosque se desvanecieron en su visión hasta transformarse en pura forma y color.
—Al parecer no puedo confiar en nadie.
Echó a correr bajo la lluvia torrencial, deseando alejarse de Ander a cada paso que daba, darse la vuelta y correr hacia él. Sus instintos se enfrentaban en su interior hasta el punto de hacer que deseara chillar. Cogió velocidad.
—¡Pronto te darás cuenta de lo equivocada que estás! —gritó Ander, que seguía donde lo había dejado.
Pensaba que la seguiría, pero no lo hizo.
Eureka se detuvo. Sus palabras la habían dejado sin aliento. Se dio la vuelta despacio. Sin embargo, cuando miró a través de la lluvia, la niebla, el viento y las hojas, Ander ya había desaparecido.