21

Salvavidas

Hubo un momento en que Eureka creyó estar volando, pero enseguida notó un violento choque contra el agua fría y azul. Su cuerpo rompió la superficie. Cerró con fuerza los ojos cuando el mar se la tragaba. Una ola ahogó el sonido de algo, alguien que gritaba por encima del agua, mientras fluía el silencio del mar. Eureka no oyó más que el crujido del coral que los peces comían, el sonido que produjo su grito bajo el agua y la calma antes del siguiente azote de la ola descomunal.

Su cuerpo estaba atrapado en algo estrecho. Sus dedos exploradores hallaron una tira de nailon. Estaba demasiado aturdida para moverse, para conseguir liberarse, para recordar dónde se encontraba. Dejó que el mar la enterrara. ¿Estaba ahogándose ya? Sus pulmones no conocían la diferencia entre estar en el agua y estar al aire libre. La superficie danzaba arriba, un sueño imposible, un esfuerzo que no veía cómo hacer.

Sentía una cosa por encima de todo: una pérdida insoportable. Pero ¿qué había perdido? ¿Qué anhelaba con tanta intensidad que su corazón tiraba de ella como un ancla?

Diana.

El accidente. La ola. Lo recordaba.

Eureka volvía a estar allí, dentro del coche, en el agua bajo el puente Seven Mile. Le habían dado una segunda oportunidad para salvar a su madre.

Lo veía todo muy claro. El reloj del salpicadero indicaba las 8.09. Su teléfono se movía por el asiento delantero, empujado por la corriente. Unas algas amarillo verdosas cubrían el cambio de marchas. Un pez ángel atravesó rápidamente una ventana abierta como si estuviera haciendo dedo hacia el fondo. Al lado de ella, una cortina suelta de pelo rojizo ocultaba el rostro de Diana.

Eureka golpeó el cierre de su cinturón de seguridad, que se disolvió en sus manos como si llevara años podrido. Se lanzó hacia su madre. En cuanto estuvo junto a ella, se le llenó el corazón de amor. Pero el cuerpo de su madre estaba lánguido.

—¡Mamá!

A Eureka le dio un vuelco el corazón. Retiró el pelo del rostro de Diana porque deseaba verla. Entonces reprimió un grito. Donde deberían haber estado los majestuosos rasgos de su madre, había un gran vacío. No podía apartar la vista.

Una lluvia de rayos resplandecientes de algo parecido a la luz del sol cayó alrededor de la joven. Unas manos agarraron su cuerpo. Unos dedos le apretaron los hombros. Estaban apartándola de Diana en contra de su voluntad. Se retorció, gritando. Su salvador no la oía o no le importaba.

Eureka no se rendía, golpeaba las manos que la separaban de Diana. Habría preferido ahogarse. Quería quedarse en el mar con su madre. Por alguna razón, cuando alzó la vista para ver al dueño de aquellas manos, esperaba ver otro rostro negro y vacío.

Sin embargo, el chico se hallaba bañado en una luz tan brillante que apenas podía verle. Un pelo rubio ondeaba en el agua. Levantó una mano para coger algo, una larga cuerda negra que se extendía verticalmente por el mar. La agarró fuerte y tiró. Mientras Eureka se elevaba hacia la fría superficie del mar, se dio cuenta de que el chico estaba sujeto a la gruesa cadena metálica de un ancla, una cuerda salvavidas hacia el exterior.

La luz bañaba el océano a su alrededor. Él la miró a los ojos. Sonrió, pero parecía estar llorando.

Ander abrió la boca y comenzó a cantar. Era una canción extraña, como de otro mundo, en un idioma que Eureka casi entendía. Era clara y aguda, repleta de escalas desconcertantes. Le resultaba tan familiar… casi como el gorjeo de unos abisinios.

Abrió los ojos en la solitaria oscuridad de su dormitorio. Cogió aire y se secó el sudor de la frente. La canción del sueño seguía en su cabeza, un sonido persistente en aquella noche de calma. Se masajeó la oreja izquierda, pero el sonido no se iba, sino que lo oía con más fuerza.

Se dio la vuelta para ver en la pantalla de su móvil, en números refulgentes, que eran las cinco de la madrugada. Advirtió que aquel sonido no era más que el canto de unos pájaros que se había infiltrado en su sueño y la había despertado. Los culpables probablemente eran unos estorninos moteados, que emigraban a Luisiana por aquella época todos los otoños. Se puso una almohada sobre la cabeza para bloquear su gorjeo, puesto que no estaba preparada para levantarse y recordar cómo la había traicionado Brooks a conciencia en la fiesta la noche anterior.

Toc. Toc. Toc.

Eureka se incorporó de golpe en la cama. El sonido parecía venir de la ventana.

Toc. Toc. Toc.

Retiró las sábanas y se acercó a la pared. La amenaza más pálida de luz antelucana rozaba sus cortinas blancas y diáfanas, pero no veía ninguna sombra que las oscureciera, que indicara la presencia de alguien fuera. Se sentía atontada a consecuencia del sueño, por lo cerca que había estado de Diana y Ander. Estaba delirando. No había nadie al otro lado de la ventana.

Toc. Toc. Toc.

Con un único movimiento, Eureka retiró las cortinas. Un pajarito verde lima aguardaba con calma en el exterior, posado en el alféizar blanco. Tenía un rombo de plumas doradas en el pecho y una coronilla de color rojo intenso. Dio tres golpecitos con el pico en el cristal.

—Polaris.

Eureka reconoció el pájaro de madame Blavatsky.

Subió la ventana y abrió más los postigos de madera. Había cortado la mosquitera hacía años. El aire helado entró y ella sacó la mano.

Polaris saltó hasta su dedo índice y continuó cantando vibrantemente. Esa vez Eureka estuvo segura de que había oído al pájaro en estéreo. De alguna manera, su melodía entraba por el oído izquierdo, que durante meses no había percibido más que un pitido sordo. Se dio cuenta de que el pájaro intentaba decirle algo.

Sus alas verdes se agitaron en contraste con el cielo silencioso e impulsaron su cuerpo unos centímetros por encima del dedo. Se acercó aún más, gorjeó a Eureka y luego volvió su cuerpo hacia la calle. Agitó las alas de nuevo. Finalmente se le posó en el dedo para gorjear un crescendo final.

—Chissst.

Eureka miró por encima del hombro, hacia la pared de la habitación contigua a la de los mellizos. Observó que Polaris seguía la misma pauta: volaba sobre su mano, se volvía hacia la calle y trinaba otro crescendo —más bajo esa vez— al posarse de nuevo sobre el dedo.

—Es madame Blavatsky —dijo Eureka—. Quiere que te siga.

Su gorjeo sonó como un «sí».

Unos minutos más tarde, Eureka cruzó a escondidas la puerta principal de su casa con unas mallas, las zapatillas de correr y un anorak azul marino del Ejército de Salvación encima de la camiseta de la Sorbona con la que había dormido. Olió el rocío en las petunias y las ramas de los robles. El cielo tenía un color gris sucio.

Un coro de ranas croaba bajo los arbustos de romero de su padre. Polaris, que se había posado en una de las ramas livianas, revoloteó hacia Eureka cuando la chica cerró la puerta mosquitera. Se colocó encima de su hombro y por un momento le acarició el cuello. Parecía comprender que estaba nerviosa y apurada por lo que se hallaba a punto de hacer.

—Vamos.

Su vuelo era rápido y elegante. El cuerpo de Eureka se relajó al calentarse mientras trotaba por la calle para seguir el ritmo. La única persona con la que se cruzó fue el chico adormilado que repartía los periódicos en una furgoneta roja y este no prestó atención a la chica que seguía a un pájaro.

Cuando Polaris llegó al final de Shady Circle, acortó por detrás del jardín de los Guillot y voló hacia una entrada al bayou sin vallar. Eureka giró al este, imitándole, avanzando a contracorriente, oyendo el susurro del agua que fluía a su derecha, sintiéndose a mundos de distancia de la fila aletargada de casas cercadas a su izquierda.

Nunca había recorrido aquel terreno angosto e irregular. En la oscuridad previa al amanecer, poseía un encanto extraño e impreciso. Le gustaba el modo en que la quietud de la noche resistía, intentando eclipsar la mañana brumosa. Le gustaba el modo en que Polaris brillaba como una vela verde en el cielo teñido de nubes. Aunque su misión resultase no tener sentido, aunque se hubiera inventado la llamada del pájaro en su ventana, Eureka se convenció a sí misma de que correr era mejor que quedarse tumbada en la cama, furiosa con Brooks y compadeciéndose.

Saltó por encima de helechos silvestres, ramas de camelias y brotes de glicinas violetas que reptaban de los patios ajardinados como afluentes intentando llegar al bayou. Sus zapatillas golpeaban la tierra húmeda y sentía un hormigueo en los dedos por el frío. Perdió a Polaris en una curva pronunciada y corrió a toda velocidad para alcanzarle. Le ardían los pulmones y le entró el pánico, pero entonces, a lo lejos, entre las finas ramas de un sauce, lo vio posado en el hombro de una anciana que llevaba una inmensa capa de retales.

Madame Blavatsky se apoyó en el tronco del sauce, con la melena de cabellos castaños rojizos envuelta en humedad. Estaba de cara al bayou, fumando un cigarrillo largo, liado a mano. Frunció los labios rojos en dirección al pájaro.

—Bravo, Polaris.

Al llegar al sauce, Eureka aminoró la marcha y se metió bajo el follaje del árbol. La sombra del balanceo de las ramas la envolvió como un abrazo inesperado. No estaba preparada para la alegría que brotó en su corazón al ver la silueta de madame Blavatsky. Tuvo unas ganas inusitadas de acercarse corriendo a la mujer para darle un abrazo.

Aquella llamada no había sido una alucinación. Madame Blavatsky quería verla y Eureka se dio cuenta de que ella también quería ver a madame Blavatsky.

Pensó en Diana, en lo cercana a la vida que su madre había parecido estar en el sueño. Esa anciana era la llave de la única puerta que a Eureka le quedaba para intentar llegar hasta Diana. Quería que Blavatsky hiciera realidad un sueño imposible, pero ¿qué quería la mujer de ella?

—Nuestra situación ha cambiado. —Madame Blavatsky dio unos golpecitos en el suelo a su lado, donde había puesto una colcha color bellota. Ranúnculos y acianos se alzaban alrededor de la manta—. Por favor, siéntate.

Eureka se sentó con las piernas cruzadas al lado de madame Blavatsky. No sabía si colocarse de cara a ella o mirando el agua. Durante unos instantes se quedaron observando a una grulla blanca que elevó el vuelo desde un banco de arena y planeó por el bayou.

—¿Es por el libro? —preguntó Eureka.

—No es tanto por el libro físico como por la crónica que contiene. Resulta… —Blavatsky le dio una lenta calada al cigarrillo— demasiado peligroso compartirla vía correo electrónico. Nadie debe conocer nuestro descubrimiento, ¿entendido? Ni un pirata informático chapucero ni ningún amigo tuyo. Nadie.

Eureka pensó en Brooks, que ya no era su amigo, pero que sí lo había sido cuando había expresado su interés en ayudarla a traducir el libro.

—¿Se refiere a Brooks?

Madame Blavatsky miró a Polaris, que se había posado sobre la capa de retales que le cubría las rodillas. El pajarillo gorjeó.

—Me refiero a la chica, a la que trajiste a mi oficina —respondió madame Blavatsky.

Cat.

—Pero Cat nunca…

—Lo último que esperamos que hagan los demás es lo último que hacen antes de darnos cuenta de que no podemos confiar en ellos. Si deseas averiguar información sobre esas páginas —dijo Blavatsky—, debes jurar que sus secretos permanecerán entre tú y yo. Y los pájaros, por supuesto.

Otro gorjeo de Polaris hizo que Eureka volviera a masajearse la oreja izquierda. No estaba segura de qué hacer con su nuevo oído selectivo.

—Lo juro.

—Claro que sí. —Madame Blavatsky metió la mano en una mochila de cuero para sacar un diario de aspecto antiguo, encuadernado en negro, con unas gruesas hojas de corte desigual. Mientras la anciana pasaba las páginas, Eureka vio que estaban salpicadas de diversos tipos de escritura desordenada en una plétora de tintas de colores—. Este es mi ejemplar de trabajo. Cuando complete mi tarea, te devolveré El libro del amor junto con un duplicado de mi traducción. Bueno —usó un dedo para mantener el libro por una página—, ¿estás preparada?

—Sí.

Blavatsky se secó los ojos con un pañuelo de algodón a cuadros y sonrió con el entrecejo fruncido.

—¿Por qué debería creerte? ¿Acaso te crees a ti misma? ¿De verdad estás preparada para lo que estás a punto de oír?

Eureka se puso derecha e intentó parecer más preparada. Cerró los ojos y pensó en Diana. No había nada que pudieran decirle que cambiase el amor que sentía por su madre, y aquello era lo más importante.

—Estoy preparada.

Blavatsky apagó el cigarrillo en la hierba y sacó del bolsillo de su capa un pequeño recipiente redondo de hojalata. Metió la colilla ennegrecida en él, junto con un montón más.

—Dime entonces dónde lo dejamos.

Eureka recordó la historia de Selene, que encontró el amor en los brazos de Leander, y dijo:

—Tan solo una cosa se interponía entre ellos.

—Exacto —exclamó madame Blavatsky—. Entre ellos y un universo de amor.

—El rey —se figuró Eureka—. Se suponía que Selene debía casarse con Atlas.

—Podríamos pensar que aquello sería un obstáculo. Sin embargo —Blavatsky hundió la nariz en el libro—, al parecer hay un giro inesperado.

Enderezó los hombros, se dio unos toquecitos en la garganta y comenzó a leer la historia de Selene.

Se llamaba Delphine. Amaba a Leander con todo su ser.

Yo conocía bien a Delphine. Había nacido en una tormenta eléctrica, de una madre difunta, y la había arrullado la lluvia. Cuando aprendió a gatear, bajó de su solitaria cueva y vino a vivir entre nosotros en las montañas. Mi familia la recibió en nuestro hogar. Conforme iba haciéndose mayor, adoptó algunas de nuestras tradiciones y rechazó otras. Era parte de nosotros, pero a la vez vivía apartada. Me asustaba.

Años antes me había topado por accidente con Delphine abrazando a un amante bajo la luz de la luna, apoyada en un árbol. Aunque nunca vi el rostro del joven, las brujas chismosas dejaron escapar, entre risas ahogadas, el rumor de que el misterioso príncipe era su esclavo.

Leander. Mi príncipe. Mi corazón.

—Te vi a la luz de la luna —me confesó él más tarde—. Y te había visto antes muchas veces. Delphine me tenía hechizado, pero te juro que nunca la amé. Hui del reino para liberarme de su encantamiento y regresé a mi hogar con la esperanza de encontrarte.

Conforme nuestro amor se intensificaba, temíamos la cólera de Delphine más que lo que pudiera hacer Atlas. Yo la había visto destruir vida en el bosque, convertir animales buenos en bestias; no quería que me tocara su magia.

La víspera de mi boda con el rey, Leander me sacó a escondidas del castillo por una serie de túneles secretos que había recorrido cuando era niño. Cuando nos apresurábamos en llegar al barco que nos esperaba bajo el resplandor de la luna de medianoche, le supliqué:

—Delphine no debe saberlo nunca.

Subimos a bordo del barco, animados por la libertad que prometían las olas. No sabíamos adónde nos dirigíamos, solo que estaríamos juntos. Cuando Leander levó el ancla, miré atrás para despedirme de las montañas. Siempre desearé no haberlo hecho.

Porque vi un panorama aterrador: cientos de brujas chismosas —mis tías y primas— se habían reunido en los riscos para ver como me marchaba. La luna iluminaba sus rostros arrugados. Eran lo bastante viejas para haber perdido la cabeza, pero no su poder.

—Huid, amantes malditos —dijo una de las brujas más ancianas—. No podéis dejar atrás vuestro destino. La desgracia guarnece vuestros corazones y lo hará para siempre.

Recuerdo la cara asustada de Leander. No estaba acostumbrado a la manera de hablar de las brujas, aunque para mí fuera tan natural como amarle.

—¿Qué oscuridad podría corromper un amor tan intenso como este? —preguntó.

—Teme su sufrimiento cuando se le rompa el corazón —respondieron las brujas entre dientes.

Leander me rodeó con un brazo.

—Yo nunca le partiré el corazón.

Las risas retumbaron desde la escarpa.

—¡Teme el sufrimiento en las lágrimas de una doncella, que harán chocar océanos contra la tierra! —gritó una de mis tías.

—¡Teme las lágrimas que separarán el mundo en el tiempo y el espacio! —añadió otra.

—Teme la dimensión hecha de agua y conocida como Congoja, donde el mundo perdido esperará hasta el Alzamiento —cantó una tercera.

—Después teme su regreso —cantaron al unísono—. Todo por las lágrimas.

Me volví hacia Leander para descifrarle su maldición.

—Delphine.

—Iré a verla para resarcirme antes de partir —dijo Leander—. Debemos vivir sin torturarnos.

—No —repuse—. No debe saberlo. Deja que piense que te has ahogado. Mi traición le romperá el corazón aún más.

Lo besé como si no tuviera miedo, aunque sabía que nada impediría que las brujas chismosas difundieran nuestra historia por las montañas.

Leander observó como las brujas se encorvaban en la falla.

—Es la única manera de poder sentirme libre para amarte como quiero. En cuanto me despida, regresaré.

Tras pronunciar esas palabras, mi amor se fue y me quedé sola con las brujas chismosas. Me miraban desde la orilla. Ahora era una marginada. Todavía no podía vislumbrar la forma de mi apocalipsis, pero sabía que se encontraba justo más allá del horizonte. No olvidaré las palabras que susurraron antes de desaparecer en la noche…

Madame Blavatsky alzó la vista del diario y se pasó el pañuelo por la frente pálida. Le temblaron los dedos al cerrar el libro.

Eureka había permanecido sentada, inmóvil, sin aliento, durante todo el rato que madame Blavatsky había estado leyendo. El texto era cautivador. Pero una vez que el capítulo había terminado y el libro se había cerrado, no era más que una historia. ¿Cómo podía ser tan peligroso? Cuando un sol naranja y neblinoso comenzó a salir sigilosamente por el bayou, estudió la respiración irregular de madame Blavatsky.

—¿Cree que es real? —preguntó Eureka.

—Nada es real. Se trata de en qué creemos y qué no aceptamos.

—¿Y usted cree en esto?

—Creo que comprendo los orígenes de este texto —respondió Blavatsky—. Este libro lo escribió una hechicera procedente de la Atlántida, una mujer que nació en esa isla perdida hace miles de años.

—La Atlántida. —Eureka asimiló la información—. ¿Se refiere a la isla submarina con sirenas, tesoros hundidos y tipos como Tritón?

—Estás pensando en unos dibujos animados malos —contestó madame Blavatsky—. Todo lo que la gente sabe de la Atlántida nos llegó por unos diálogos de Platón.

—¿Y por qué piensa que esta historia es sobre la Atlántida? —inquirió Eureka.

—No es que sea sobre la Atlántida, sino que procede de allí. Creo que Selene era una habitante de la isla. Recuerda cómo describe al principio la isla, que está situada «más allá de las Columnas de Hércules, sola en el Atlántico». Esa es justo la descripción que dio Platón.

—Pero es ficción, ¿no? La Atlántida en realidad no era…

—Según el Critias y el Timeo de Platón, la Atlántida fue una civilización ideal del antiguo mundo. Hasta que…

—¿A una chica se le rompió el corazón y hundió la isla entera en el mar con sus lágrimas? —Eureka levantó una ceja—. ¿Ve? Es ficción.

—Y dicen que no hay nuevas ideas —contestó Blavatsky en voz baja—. Es muy peligroso tener esta información en nuestro poder. Mi sentido común me dice que no siga…

—¡Tiene que seguir! —exclamó Eureka, asustando a una serpiente mocasín de agua que había enroscada en una rama baja del sauce. La vio deslizarse hacia el bayou marrón. No creía necesariamente que Selene hubiera vivido en la Atlántida, pero sí creía que madame Blavatsky pensaba que era cierto—. Tengo que saber qué pasó.

—¿Por qué? ¿Porque disfrutas de una buena historia? —preguntó madame Blavatsky—. Un simple carnet de biblioteca podría satisfacer tu necesidad y ambas nos arriesgaríamos menos.

—No. —Había algo más, pero Eureka no sabía cómo expresarlo—. Esta historia tiene importancia. No sé por qué, pero está relacionada con mi madre o…

Se interrumpió por miedo a que madame Blavatsky le lanzara la misma mirada de desaprobación que la doctora Landry cuando Eureka le habló del libro.

—O está relacionado contigo —terminó la anciana.

—¿Conmigo?

Sí, al principio se había identificado con lo rápido que se había enamorado Selene de un chico que no le convenía, pero Eureka no había vuelto a ver a Ander desde la noche en la carretera. No comprendía qué tenía que ver su accidente con un continente mítico hundido.

Blavatsky se quedó callada, como si esperase a que Eureka uniera los puntos. ¿Había algo más? ¿Algo acerca de Delphine, la amante abandonada cuyas lágrimas decían que habían hundido la isla? Eureka no tenía nada en común con Delphine. Ni siquiera lloraba. Tras la noche anterior, todo su curso lo sabía; más razón aún para que pensaran que era un bicho raro. Entonces ¿a qué se refería Blavatsky?

—La curiosidad es una amante astuta —dijo la mujer—. A mí también me ha seducido.

Eureka tocó el lapislázuli del relicario de Diana.

—¿Cree que mi madre conocía esta historia?

—Creo que sí.

—¿Por qué no la mencionó? Si era tan importante, ¿por qué no me la contó?

Madame Blavatsky le acarició la coronilla a Polaris.

—Lo único que puedes hacer ahora es asimilar la historia. Y recuerda lo que dijo nuestra narradora: todo podría cambiar con la última palabra.

El móvil de Eureka vibró en el bolsillo de su anorak, Lo sacó con la esperanza de que Rhoda no hubiera descubierto su cama vacía y hubiera deducido que había salido a hurtadillas después del toque de queda.

Era Brooks. La pantalla azul se iluminó con un gran bloque de texto, luego otro, otro y otro, mientras Brooks enviaba una rápida sucesión de mensajes. Después de que le llegaran seis, el último se quedó iluminado en el teléfono: «No puedo dormir por la culpa. Déjame compensarte. Próximo finde, tú y yo, salida en barco».

—Ni de coña.

Eureka se metió el móvil en el bolsillo sin leer los demás mensajes.

Madame Blavatsky encendió otro cigarrillo y sacó el humo con un largo soplo que dejó una fina estela por el bayou.

—Debes aceptar esa invitación.

—¿Qué? No voy a ir a ninguna parte con… Espere, ¿cómo lo ha sabido?

Polaris revoloteó de la rodilla de madame Blavatsky al hombro izquierdo de Eureka. Le gorjeó bajito al oído, haciéndole cosquillas, y lo comprendió.

—Los pájaros se lo han dicho.

Blavatsky frunció los labios para lanzarle un beso a Polaris.

—Mis mascotas tienen su encanto.

—¿Y creen que debería dar un paseo en barco con un chico que me ha traicionado, que me ha tomado el pelo y que de repente se comporta como mi peor enemigo en lugar de como el amigo de toda la vida?

—Creemos que es tu destino —dijo madame Blavatsky—. Lo que pase una vez vayas depende de ti.