Nunca jamás
Los Trejean vivían en una plantación restaurada en el barrio rico del sur de la ciudad. Unos campos de algodón flanqueaban el pequeño vecindario histórico. Las casas tenían columnas, eran de dos plantas, se acomodaban en mantos de azaleas rosa y se hallaban bajo la sombra de robles anteriores a la guerra de Secesión. El bayou rodeaba el patio trasero de los Trejean como un codo, ofreciendo una vista doble de la zona costera.
Se había invitado al Laberinto a todo el último curso y al resto del instituto con buenos contactos. Para ir era costumbre coger una barca y detenerse en la parte del bayou donde se celebraba la fiesta. El año anterior, Eureka y Cat habían hecho el recorrido en la destartalada lancha motora de timón chirriante que el hermano mayor de Brooks, Seth, había dejado cuando se marchó a la LSU. El gélido viaje de media hora por el bayou desde New Iberia había sido casi tan divertido como la fiesta.
Puesto que Brooks ya no era una opción, Cat había tanteado el terreno para encontrar otro medio de transporte esa noche. Mientras se vestía, Eureka no pudo evitar imaginarse a Maya Cayce sentada al lado de Brooks en la lancha, enchufando su iPod de metal en los altavoces portátiles, acariciando el bíceps de Brooks. Se imaginó el cabello de Maya ondeando en su espalda como tentáculos de un pulpo negro mientras la barca avanzaba por el agua.
Al final Cat consiguió que las llevara Julien Marsh, cuyo amigo Tim tenía una barcaza de fiesta de los años sesenta y color verde menta con asientos libres. A las ocho en punto, cuando la camioneta de Julien aparcó junto a la casa de Eureka, su padre estaba en la ventana, bebiendo un poco de café frío que había sobrado en la taza granate donde ponía «Quiero a mamá» antes de que el lavavajillas eliminara la pintura.
Eureka se abrochó el chubasquero para taparse el pronunciado escote cubierto de lentejuelas de un vestido que Cat había tardado cinco minutos vía Facetime en convencerla de que no era de zorrón. Aquella tarde había cogido del armario de Cat ese vestido de satén, aunque le quedara fatal el marrón. Cat estrenaba un vestido similar en naranja. Iban de hojas de otoño. Cat decía que le gustaban los colores vivos y sensuales; Eureka no expresó el placer malsano que le producía vestirse de un objeto con una segunda vida cuando estaba muerto.
Su padre subió una de las persianas para echarle un vistazo a la Ford de Julien.
—¿De quién es esa camioneta?
—Ya sabes lo que le gusta a Cat —dijo Eureka.
Él suspiro, agotado; acababa de salir de trabajar en el restaurante. Olía a langosta. Mientras Eureka cruzaba la entrada, dijo:
—Sabes que quieres algo mejor que ese tipo de chicos, ¿no?
—Esa furgoneta no tiene nada que ver conmigo. No es más que un medio de transporte para llegar a la fiesta.
—Si alguien tiene que ver contigo —dijo su padre—, ¿le invitarás a entrar? ¿Le conoceré? —Bajó la vista, una expresión que adoptaban los mellizos cuando estaban a punto de llorar, como una nube cargada que llegaba desde el golfo. Hasta entonces no se había dado cuenta de que habían heredado de él aquel acontecimiento meteorológico—. Tu madre siempre quiso lo mejor para ti.
—Lo sé, papá. —La frialdad con la que Eureka agarró su bolso la hizo vislumbrar hasta dónde llegaban la confusión y el enfado arraigados en su interior—. Tengo que irme.
—Vuelve antes de medianoche —le dijo su padre mientras salía por la puerta.
La barcaza de fiesta estaba casi llena cuando Eureka, Cat y Julien llegaron al muelle de la familia de Tim. Tim era rubio y flaco, llevaba un aro en la ceja, tenía las manos grandes y una sonrisa constante como la Llama Eterna. Eureka nunca había ido a clase con él, pero se habían hecho amigos en las fiestas a las que Eureka iba antes. Su disfraz era un jersey de fútbol de la LSU. Le tendió una mano para ayudarla a subir a la barcaza.
—Me alegro de verte, Boudreaux. Os hemos reservado estos tres asientos.
Los tres se metieron entre unas animadoras, algunos chavales de teatro y un chico del equipo de campo a través llamado Martin. Eureka no tardó en darse cuenta de que el resto había estado en esa barcaza de fiesta el fin de semana anterior por los chistes de los que se reían. Aquella era la primera vez en todo el año que salía con alguien que no fuera Cat o Brooks.
Encontró una esquina en el banco de atrás, donde sentiría menos claustrofobia. Recordó lo que Ander le había dicho debajo del árbol sobre disfrutar de estar arropado. No podía estar de acuerdo. El mundo entero era un espacio demasiado limitado para Eureka.
Extendió el brazo para tocar el bayou, consolándose con su frágil intemporalidad. Había muy pocas posibilidades de que una ola mayor que la estela de la barca fluyera por allí. Aun así, le tembló la mano al tocar la superficie del agua, que notó más fría de lo que sabía que estaba.
Cat se sentó junto a ella, en el regazo de Julien. Mientras dibujaba unas cuantas hojas en la cara de Eureka con un perfilador dorado, se inventó una canción sobre el Laberinto con la melodía de «Love Stinks», acompañándola de un contoneo contra el pecho de Julien.
—¡Laberinto, sí, sí!
Apareció un paquete de seis cervezas mientras Tim llenaba el depósito. Las chapas volaron por la barca como fuegos artificiales. El aire olía a gasolina, a chinches de agua muertas y a las setas que crecían en el suelo de la orilla. Una nutria de pelo brillante cortó una diminuta estela al pasar nadando junto a ellos en el bayou.
Cuando la barcaza de fiesta se alejaba del muelle lentamente, una brisa amarga abofeteó la cara de Eureka y ella se abrazó el pecho. Los chavales se acurrucaron a su alrededor, riéndose, no porque algo les hubiera hecho gracia, sino porque estaban juntos y entusiasmados por lo que les aguardaba aquella noche.
Cuando llegaron a la fiesta, estaban borrachos o fingían estarlo. Eureka aceptó la ayuda de Tim para bajar de la barcaza. Notó su mano seca y grande, y le hizo sentir cierta nostalgia, porque no había nada como la mano de Ander. La angustia la invadió al acordarse de la caña de azúcar, la piel blanca como la espuma del mar y aquella horrible luz verde en los ojos aterrorizados de Ander la noche anterior.
—Ven conmigo, mi frágil hojita. —Cat rodeó a Eureka con un brazo—. Paseémonos por esta fiesta para hacer sufrir a todos estos hombres alegres.
Entraron en la finca. Laura Trejean había subido de nivel la tradición de su hermano. Unas antorchas de bambú iluminaban el pasillo empedrado que iba desde el muelle hasta la puerta de hierro que daba al patio. Unos faroles de hojalata titilaban en los sauces llorones gigantes. Arriba, en la terraza con vistas a la piscina iluminada por la luna, el grupo musical de la zona preferido por todos, los Faith Healers, afinaba sus instrumentos. La camarilla de Laura se mezclaba por el jardín, pasando bandejas de hojalata con aperitivos cajunes.
—Es asombroso lo que puede hacer el toque femenino —le dijo Eureka a Cat, que cogió al vuelo un bocadillo de ostras fritas al pasar un plato.
—Díselo a los chicos —farfulló Cat con la boca llena de pan y lechuga.
A los jóvenes de un instituto católico no hacía falta decirles dos veces que se disfrazaran para una fiesta. Todos iban bien ataviados. Expresamente, el Laberinto no era una fiesta de Halloween, sino la celebración de la cosecha. Entre los muchos jerséis de la LSU, Eureka vio un par de disfraces ingeniosos más. Habías varios espantapájaros y algunos Jack O’Lantern achispados. Uno de tercero se había enganchado a la camiseta con cinta adhesiva unas cañas de azúcar en honor a la cosecha que habría aquel mes.
Cat y Eureka pasaron junto a una tribu de novatos disfrazados de peregrinos, reunidos alrededor de una hoguera en medio del césped, con las caras iluminadas de naranja y amarillo por las llamas. Al pasar por el Laberinto y oír risas que procedían del interior, Eureka intentó no pensar en Brooks.
Cat la condujo por unas escaleras al patio trasero, después de dejar atrás un gran caldero negro de langostas rodeado de chavales que se deshacían de la cola y chupaban la grasa de la cabeza. Pelar langostas era uno de los primeros ritos de iniciación de cualquier niño del bayou, de modo que su salvajismo resultaba natural en todas partes, hasta disfrazado o borracho delante de tu gente.
Cuando se pusieron a hacer cola para coger ponche, Eureka oyó que una voz masculina decía a gritos a lo lejos:
—¡Cómprate un bosque y piérdete!
—Creo que somos las hojas de por aquí que más molamos —dijo Cat a la vez que el grupo empezaba a tocar en la terraza de arriba. Se abrió camino con Eureka entre unos estudiantes de cursos inferiores hasta llegar al principio de la cola para las bebidas—. Ahora podemos relajarnos y disfrutar.
La idea de una Cat relajada hizo sonreír a Eureka con suficiencia. Echó un vistazo a la fiesta. Los Faith Healers estaban tocando «Four Walls» y sonaban bien, le daban ambiente a la fiesta. Había estado esperando aquel momento, sentirse a gusto sin una inmediata oleada de culpabilidad. Eureka sabía que a Diana no le habría gustado verla deprimida en su habitación. Diana habría querido que estuviera en el Laberinto con aquel vestido marrón, corto, bebiendo ponche con su mejor amiga, divirtiéndose. Diana se habría imaginado a Brooks allí también. Perder su amistad sería como llorar otra muerte, pero Eureka no quería pensar en eso en ese momento.
Cat puso en la mano de su amiga un vaso de plástico con ponche. No era el veneno púrpura letal del Trejean Colada de años anteriores. Tenía un tono rojizo atractivo. De hecho, olía a fruta. Eureka estaba a punto de darle un sorbo cuando oyó detrás de ella una voz familiar:
—Da mala suerte beber sin brindar antes.
Sin darse la vuelta, Eureka tomó un trago.
—Hola, Brooks.
Él se le puso delante. No le encontraba sentido a su disfraz: una camisa fina, de manga larga, gris, con un ligero brillo plateado, a juego con lo que parecían unos pantalones de pijama. Tenía el pelo alborotado por el trayecto en barca, que se imaginaba que había hecho con Maya. Sus ojos, inexpresivos, no tenían la picardía habitual. Estaba solo.
Cat señaló su atuendo y se rió a carcajadas.
—¿Vas de Hombre de Hojalata?
Brooks se dio la vuelta con mucha frialdad.
—Es una réplica exacta del antiguo atuendo para celebrar la cosecha. Exacto y práctico.
—¿Dónde? —preguntó Cat—. ¿En Marte?
Brooks estudió el pronunciado escote del vestido de Eureka.
—Creía que nos llevábamos mejor. Te pedí que no vinieras.
Eureka se inclinó hacia Cat.
—¿Nos das un minuto?
—Que os lo paséis en grande.
Cat se alejó y encontró a Julien en la baranda de la terraza. Llevaba un gorro vikingo con cuernos, que Cat le quitó de la cabeza para ponérselo ella. Un instante más tarde, estaban partiéndose de risa con los brazos entrelazados.
Eureka comparó el extraño disfraz que llevaba Brooks con el traje de musgo español tan elaborado del año anterior. Le había ayudado a grapar cientos de briznas de hierba a un chaleco que se había hecho con una bolsa de papel.
—Te pedí que no vinieras por tu propia seguridad —insistió.
—Me va bien siguiendo mis propias normas.
Él levantó las manos como si fuera a agarrarla por los hombros, pero se quedaron cogiendo el aire.
—¿Crees que eres la única afectada por la muerte de Diana? ¿Crees que puedes tragarte un bote de pastillas sin hacer daño a la gente que te quiere? Por eso he estado vigilándote, porque tú ya no te cuidas.
Eureka tragó saliva y enmudeció durante demasiado tiempo.
—Ahí estás. —La voz grave de Maya Cayce le puso la carne de gallina a Eureka. Llevaba unos patines negros, un diminuto vestido negro que enseñaba nueve de sus diez tatuajes y unos pendientes de plumas de cuervo que le rozaban los hombros. Patinó hacia Brooks por el porche—. Te había perdido.
—¿Por mi seguridad? —masculló Eureka enseguida—. ¿Creías que iba a morirme de la impresión al verte aquí con ella?
Maya se acercó a Brooks para cogerle el brazo y que este le rodeara el cuello. Con los patines le sacaba unos centímetros. Estaba impresionante. La mano de Brooks quedó colgando donde Maya la había dejado, cerca de su pecho. Aquello sacó de quicio a Eureka más de lo que jamás admitiría. No hacía ni una semana que la había besado.
Si Cat hubiera estado en el lugar de Eureka, habría competido con la sensualidad opresiva de Maya Cayce. Habría contorsionado el cuerpo para adoptar una postura que habría desbaratado el sistema de circuitos masculino. Se habría enroscado al cuerpo de Brooks antes de que Maya pudiera hacer una caída de ojos con sus pestañas postizas. Eureka no sabía cómo jugar a eso, y mucho menos con su mejor amigo. Lo único que tenía era sinceridad.
—Brooks —Le miró a los ojos—, ¿podríamos hablar a solas?
Ni siquiera el cronometrador oficial olímpico podría haber calculado la velocidad con la que Brooks retiró el brazo de Maya. Un instante después, Eureka y él bajaban trotando las escaleras del patio hacia el refugio de un cinamomo, casi como los amigos que solían ser. Dejaron a Maya haciéndose cruces en el porche.
Eureka se apoyó en el árbol. No sabía por dónde empezar. El aire era dulce, y el suelo, blando por el mantillo de hojas. De fondo se oía el ruido de la fiesta, una banda sonora elegante para una conversación privada. Los faroles de hojalata en las ramas iluminaron el rostro de Brooks. Se había relajado.
—Siento haberme comportado como un loco —dijo. El viento se llevó algunas drupas pequeñas y amarillas de las ramas del árbol. Los frutos rozaron los hombros desnudos de Eureka cuando cayeron al suelo—. He estado preocupado por ti desde que conociste a ese tío.
—No hablemos de él —contestó Eureka, porque podía salir de ella una violenta efusión de sentimientos si hablaban de Ander.
Brooks por lo visto interpretó de otra manera el rechazo de ese tema. Pareció hacerle feliz.
Le acarició la mejilla.
—No quisiera que te pasara nada malo.
Eureka empujó la mejilla contra su mano.
—Quizá lo peor ya haya pasado.
Él sonrió, el Brooks de siempre, y dejó la mano en su cara. Al cabo de unos instantes, miró hacia la fiesta por encima del hombro. La marca que tenía en la frente de la herida de la semana anterior ya no era más que una leve cicatriz rosa.
—Quizá aún esté por llegar lo mejor.
—Por casualidad ¿no habrás traído ninguna sábana?
Eureka señaló con la cabeza el Laberinto.
Aquella picardía volvió a sus ojos. La picardía hacía que Brooks pareciera Brooks.
—Creo que esta noche estaremos demasiado ocupados para eso.
Pensó en sus labios sobre los de ella, en cómo el calor de su cuerpo y la fuerza de sus brazos la habían abrumado cuando la besó. Un beso tan dulce no debería haberse mancillado con un resultado tan amargo. ¿Querría Brooks intentarlo de nuevo? ¿Y ella?
Al hacer las paces el otro día, Eureka no se había sentido capaz de aclarar si eran amigos o más que amigos. En ese momento cualquier intercambio tenía la posibilidad de resultar confuso. ¿Estaba flirteando? ¿O estaba viendo lo que no había en algo inocente?
Ella se sonrojó. Él se dio cuenta.
—Me refiero al Nunca Jamás. Somos del último curso, ¿recuerdas?
Eureka no había considerado participar en aquel estúpido juego a pesar de estar en el último curso y la tradición que le correspondía. Encantar el Laberinto le parecía más divertido.
—Mis secretos no son asunto del instituto.
—Solo se comparte lo que quieres y yo estaré a tu lado. Además —la sonrisa maliciosa de Brooks le indicaba a Eureka que tenía algo guardado en la manga—, puede que te enteres de algo interesante.
Las reglas del Nunca Jamás eran simples: te sentabas en círculo y el juego se movía en el sentido de las agujas del reloj. Cuando te tocaba, empezabas diciendo: «Nunca jamás…», y confesabas algo que no hubieras hecho; cuanto más atrevido, mejor.
NUNCA JAMÁS…
• he mentido en una confesión,
• me he enrollado con la hermana de mi amigo,
• he chantajeado a un profesor,
• me he fumado un porro,
• he perdido la virginidad.
Según las normas del Evangeline, la gente que había hecho lo que tú no habías hecho debía contar su historia y pasarte su bebida para que dieras un trago. Cuanto más puro fuese tu pasado, más rápido te emborrachabas. Era la corrupción del inocente, una confesión al revés. Nadie sabía cómo había empezado aquella tradición. Se decía que los del último curso llevaban jugando unos treinta años, aunque ninguno de sus padres lo admitiría.
A las diez, Eureka y Brooks se reunieron con el resto de los alumnos para hacer cola y rellenar de ponche sus vasos de plástico. Siguieron el camino cubierto con bolsas de basura pegadas a la alfombra y entraron en una de las habitaciones de invitados. Era fría e inmensa. A un lado había una cama de matrimonio extragrande, con una cabecera tallada, enorme; y al otro, unas austeras cortinas negras, de velvetón, que cubrían la pared de ventanas.
Eureka entró en el círculo que habían formado en el suelo y se sentó con las piernas cruzadas junto a Brooks. Observó como la habitación se llenaba de calabazas sexys, espantapájaros góticos, cuervos negros, chicos gays vestidos de granjeros y la mitad de los más jugadores de fútbol famosos de la LSU. Había gente echada en la cama y en el confidente junto al tocador. Cat y Julien entraron con unas sillas plegables del garaje.
Habían aparecido cuarenta y dos alumnos de los cincuenta y cuatro del último curso para participar en el juego. Eureka envidiaba a quien estuviese enfermo, castigado, fuera abstemio o estuviera ausente por cualquier otro motivo. Les excluirían el resto del año: una especie de libertad, tal y como Eureka había aprendido.
La habitación estaba atestada de disfraces tontos y carne al descubierto. La canción que menos le gustaba de los Faith Healers vagaba fuera sin rumbo. Señaló con la cabeza las cortinas de velvetón a su derecha y le murmuró a Brooks:
—¿Te entran ganas de saltar por esa ventana conmigo? A lo mejor caemos en la piscina.
Él se rió para sus adentros.
—Lo has prometido.
Julien había empezado el recuento y estaba a punto de cerrar la puerta cuando Maya Cayce entró patinando. Un chico vestido de grajo y su amigo, un triste intento de Brandon Lee en El cuervo, se separaron para abrirle paso. Maya se deslizó hasta Eureka y Brooks e intentó meterse entre los dos, pero Brooks se acercó aún más a Eureka para dejar un diminuto espacio a su otro lado. Eureka no pudo evitar admirar cómo Maya conseguía lo que se proponía, al verla acurrucarse junto a Brooks mientras se quitaba los patines.
Cuando cerraron la puerta y la habitación fue un hervidero de risas nerviosas, Julien se dirigió al centro del círculo. Eureka miró a Cat, que estaba intentando ocultar el orgullo de que su cita secreta de esa noche fuera el líder secreto del acontecimiento más secreto de su clase.
—Todos conocemos las normas —dijo Julien—. Todos tenemos ponche. —Algunos chavales gritaron y levantaron sus vasos—. Que empiece el Nunca Jamás de 2013. Y que su leyenda no acabe nunca ni abandone esta habitación.
Hubo más ovaciones, más brindis y más risas, algunas sinceras y otras desanimadas. Cuando Julien dio una vuelta sobre sí mismo y señaló al azar a una chica tímida, puertorriqueña, llamada Naomi, reinó tal silencio que podría haberse oído pestañear a un cocodrilo.
—¿Yo? —titubeó Naomi. Eureka deseó que Julien hubiera escogido a alguien más extrovertido para empezar el juego. Todos se quedaron mirando a Naomi, esperando—. Vale —dijo—. Nunca jamás… he jugado a Nunca Jamás.
Por encima de unas risitas embarazosas, Julien reconoció su error.
—Vale, intentémoslo otra vez. ¿Justin?
Justin Babineaux, con el pelo en punta como si estuviera en plena caída, podía describirse en dos palabras: futbolista rico. Sonrió con complicidad.
—Nunca jamás he trabajado.
—Capullo. —El mejor amigo de Justin, Freddy Abair, se rió y le pasó a Justin el vaso para que bebiera—. Esta es la última vez que te doy hamburguesas gratis durante mi turno en Hardee’s.
La mayoría de los del último curso pusieron los ojos en blanco al pasar los vasos por el círculo hacia Justin, que no dejaba de dar tragos.
La siguiente era una animadora. Y luego le tocó al principal saxofonista de la banda del instituto. Hubo intervenciones populares como «Nunca jamás he besado a tres chicos en la misma noche» y otras no tan populares como «Nunca jamás me he petado un grano». Había jugadores cuya intención era señalar a alguien en concreto, «Nunca jamás me he liado con el señor Richman tras la clase de ciencias de última hora en el armario de material», y otros que solo querían fanfarronear, «Nunca jamás me han negado una cita». Eureka le dio un sorbo a su ponche al margen de las revelaciones de sus compañeros de clase, que encontraba dolorosamente triviales. Ese no era el juego que había imaginado durante todos aquellos años.
«Nunca jamás podría compararse la realidad con lo que tal vez habría sido si cualquiera de sus compañeros de clase se atreviera a soñar más allá de sus mundos ordinarios», pensó.
El único aspecto soportable del juego era el comentario entre dientes que hacía Brooks sobre cada compañero al que le tocaba: «Nunca jamás ha pensado en llevar pantalones con los que no enseñe el tanga…» «Nunca jamás ha juzgado a los demás por hacer lo que él hace todos los días…» «Nunca jamás ha salido de casa sin medio kilo de maquillaje».
Cuando el juego llegó a Julien y Cat, ya se habían bebido la mayoría de los vasos de ponche y habían ido a rellenarlos unas cuantas veces. Eureka no espera mucho de Julien, puesto que era un deportista bastante engreído; pero cuando le tocó, le dijo a Cat:
—Nunca jamás he besado a una chica que me gustara de verdad… pero espero que eso cambie esta noche.
Los chicos le abuchearon, las chicas gritaron de entusiasmo y Cat se abanicó dramáticamente; le encantaba. Eureka estaba impresionada. Alguien finalmente se había dado cuenta de que aquel juego, al fin y al cabo, no trataba de divulgar secretos vergonzosos. Se suponía que debían usar el Nunca Jamás para conocerse mejor.
Cat alzó su vaso, respiró hondo y miró a Julien.
—Nunca jamás le he dicho a un chico guapo que —vaciló— tengo un nueve y medio de media.
La habitación entera tenía la mirada clavada en ella. Nadie podía hacerla beber por eso. Julien la agarró y la besó. El juego se puso mejor después.
Pronto le tocó a Maya Cayce. Esperó a que la habitación quedara en silencio, hasta que todos los ojos se posaron en ella.
—Nunca jamás —su uña pintada de negro recorrió el borde del vaso— he tenido un accidente de coche.
Tres compañeros que estaban cerca se encogieron de hombros, le pasaron a Maya sus bebidas y contaron que se habían pasado semáforos en rojo o que habían conducido borrachos. Eureka agarró con fuerza su vaso y se le tensó el cuerpo cuando Maya la miró.
—Eureka, se supone que tienes que pasarme tu bebida.
Tenía la cara ardiendo. Miró a su alrededor y advirtió que todos estaban mirándola. Estaban esperando a que hablara. Se imaginó tirando la bebida a la cara de Maya Cayce y el ponche rojo cayendo a chorros como sangre por el cuello pálido hasta su escote.
—¿He hecho algo para ofenderte, Maya? —preguntó.
—Todo el tiempo —respondió Maya—. Ahora mismo, por ejemplo, estás mintiendo.
Eureka pasó su vaso, esperando que Maya se atragantara.
Brooks le puso una mano en la rodilla y murmuró:
—No dejes que te afecte, Reka. Olvídalo.
El Brooks de siempre. Su tacto era medicinal. Intentó dejar que surtiera efecto. Le había llegado el turno a su amigo.
—Nunca jamás… —Brooks miró a Eureka. Entrecerró los ojos, levantó la barbilla y algo cambió. Era el nuevo Brooks. El oscuro e impredecible Brooks. De pronto, Eureka se preparó—. He intentado suicidarme.
La habitación entera emitió un grito ahogado, porque todo el mundo lo sabía.
—Qué cabrón —dijo ella.
—Juega, Eureka —repuso él.
—No.
Brooks le arrebató el vaso y, tras beber lo que quedaba, se limpió la boca con la mano como un pueblerino.
—Te toca a ti.
Se negaba a sufrir un ataque de nervios delante de la mayoría de los alumnos del último curso. Pero al coger aire, notó un hormigueo en el pecho, como si algo quisiera salir, un grito, una risa inapropiada o… unas lágrimas.
Ya estaba.
—Nunca jamás me he derrumbado y me he echado a llorar.
Durante unos instantes, nadie dijo nada. Sus compañeros no sabían si creerla, juzgarla o tomárselo a broma. Nadie se movió para pasarle a Eureka su bebida, aunque después de más de doce años juntos en el colegio, se dio cuenta de que había visto llorar a la mayoría. La presión aumentó en su pecho hasta que no pudo soportarlo más.
—Que os den a todos.
Eureka se levantó. Nadie la siguió cuando los dejó a todos boquiabiertos y salió corriendo hacia el cuarto de baño más próximo.
Más tarde, durante la gélida vuelta a casa en barca, Cat se acercó a Eureka.
—¿Es verdad lo que has dicho? ¿Nunca has llorado?
No iban más que Julien, Tim, Cat y Eureka navegando por el bayou. Al terminar el juego, Cat había rescatado a Eureka del baño, donde se había quedado mirando como una tonta el váter. Cat insistió en que los chicos las llevaran a casa inmediatamente. Eureka no había visto a Brooks al salir. No quería volver a verle en su vida.
El bayou era un hervidero de saltamontes. Faltaban diez minutos para medianoche, se acercaba peligrosamente a su toque de queda y no se merecía los problemas que podía llegar a tener si se retrasaba tan siquiera un minuto.
—He dicho que nunca me había echado a llorar. —Eureka se encogió de hombros y pensó en que ni toda la ropa del mundo podría hacer frente a la sensación de total desnudez que la invadía—. Ya sabes que he tenido lágrimas en los ojos.
—Sí, por supuesto.
Cat miró como se deslizaba la orilla en un intento por recordar lágrimas en las mejillas de su mejor amiga.
Eureka había elegido la expresión «echarse a llorar» porque aquella única lágrima que había derramado delante de Ander le parecía una traición a la promesa que le había hecho a Diana hacía muchos años. Su madre la había abofeteado cuando se puso a llorar incontroladamente. Aquello era lo que nunca había vuelto a hacer, el juramento que nunca rompería, ni siquiera en una noche como aquella.