19

Nubes de tormenta

El viernes por la mañana, antes de que tocara el timbre, Brooks estaba esperando a Eureka en su taquilla.

—No fuiste al club de latín.

Tenía las manos metidas en los bolsillos y parecía que llevaba un rato esperándola. Estaba bloqueando la taquilla de al lado, que pertenecía a Sarah Picou, una chica tan terriblemente tímida que nunca le diría a Brooks que se moviera, aunque eso significase ir a clase sin libros.

Rhoda había insistido en que llovería y, aunque el recorrido al colegio había estado claro y despejado, Eureka llevaba puesto su impermeable gris brezo. Le gustaba esconderse bajo su capucha. Apenas había dormido y no quería ir a clase. No quería hablar con nadie.

—Eureka —Brooks la observó mientras abría la cerradura con la combinación de su taquilla—, estaba preocupado.

—Estoy bien —contestó— y llego tarde.

El suéter verde de Brooks le iba demasiado ajustado. Llevaba unos mocasines nuevos y resplandecientes. El pasillo estaba obstruido por chavales que gritaban, y la semilla de un dolor de cabeza se abría para germinar en forma de alambre de espino en el cerebro de Eureka.

Faltaban cinco minutos para que sonara el timbre y su clase de lengua estaba dos tramos de escalera más arriba, en la otra punta del edificio. Abrió la taquilla y tiró dentro unas carpetas. Brooks se colocó sobre ella como un vigilante de pasillo sacado de una película ochentera para adolescentes.

—Claire se puso enferma anoche —dijo Eureka— y William ha vomitado esta mañana. Rhoda no estaba, así que tuve que…

Hizo un gesto con la mano, como si él ya entendiera el alcance de sus responsabilidades sin que le contara nada más.

Los mellizos no estaban enfermos. Eureka era la única que tenía calambres por todo el cuerpo, los que le solían dar antes de las carreras de campo a través, cuando era una novata. No podía dejar de revivir su encuentro con Ander y su camioneta, los cuatro peatones infernales resplandeciendo en la oscuridad… y la misteriosa luz verde que Ander había usado contra ellos como si fuera un arma. Había cogido tres veces el teléfono aquella noche para llamar a Cat. Quería liberar aquella historia para quitársela de encima.

Pero no podía contárselo a nadie. Al llegar a casa, Eureka había pasado diez minutos sacando caña de azúcar de la rejilla del radiador de Magda. Luego había subido corriendo a su cuarto, gritándole a Rhoda que estaba demasiado empantanada con los deberes para comer. «Empantanada en el pantano» era el chiste que solía hacer con Brooks, pero ya nada le parecía gracioso. Miró por la ventana y se imaginó que cualquier faro era un pálido psicópata que estaba buscándola.

Cuando oyó a Rhoda subir por las escaleras, Eureka pudo coger el libro de ciencias naturales y abrirlo justo antes de que Rhoda entrara con un plato de arrachera y puré de patatas.

—Será mejor que no andes enredando —dijo Rhoda—. Aún pisas terreno pantanoso después de la que montaste con la doctora Landry.

Eureka le enseñó su libro de texto.

—Esto son deberes. Dicen que crean adicción, pero creo que puedo controlarla si solo los pruebo en fechas señaladas.

No había podido comer. A medianoche había sorprendido a Squat con el tipo de comida que un perro habría pedido en el corredor de la muerte. A las dos oyó a su padre llegar a casa. Se acercó a la puerta de su habitación antes de detenerse para no echarse en sus brazos. No podía ayudarla con sus problemas y no necesitaba otra carga más que echarse al hombro. Entonces fue cuando miró su correo electrónico y encontró la segunda traducción de madame Blavatsky.

En esa ocasión, cuando Eureka leyó El libro del amor, se olvidó preguntarse qué relación tenía aquella historia con Diana. Encontraba demasiada simetría entre el aprieto de Selene y el suyo. Sabía lo que era que apareciese un chico en tu vida salido de la nada, que te dejara embrujada, con ansias de más. Incluso ambos tenían nombres similares. Pero a diferencia del chico de la historia, el que Eureka tenía en mente no había perdido la cabeza por ella ni la había besado, sino que le había dado un golpe a su coche, la había perseguido y le decía que estaba en peligro.

Cuando los rayos del sol rozaron tímidamente su ventana aquella mañana, Eureka se dio cuenta de que la única persona a la que podía acudir con todas sus preguntas era Ander. Y no dependía de ella cuándo le veía.

Brooks se apoyó con toda tranquilidad en la taquilla de Eureka.

—¿Te pusiste histérica?

—¿Con qué?

—Al ponerse enfermos los mellizos.

Eureka se le quedó mirando. Él no la miró a los ojos más que un instante. Habían hecho las paces, pero ¿había sido en serio? Era como si se hallaran en una guerra eterna, de la que pudiera retirarse pero que nunca terminara de verdad, una guerra en la que hacías todo lo posible por no ver el blanco de los ojos en su oponente. Era como si ya no se conocieran.

Eureka se agachó bajo la puerta de su taquilla para separarse de Brooks. ¿Por qué las taquillas siempre eran grises? ¿No era el instituto ya bastante parecido a una cárcel sin esos adornos?

Brooks empujó la puerta hasta hacerla chocar contra la taquilla de Sarah Picou. No había obstáculos entre ellos.

—Sé que viste a Ander.

—¿Y ahora estás enfadado porque tengo vista?

—No tiene gracia.

A Eureka le sorprendió que no se hubiera reído. ¿Ya no podían ni bromear?

—Ya sabes que si faltas otras dos veces más al club de latín —dijo Brooks— no pondrán tu nombre en el anuario en la página del club y entonces no podrás añadirlo en tus solicitudes universitarias.

Eureka sacudió la cabeza como si lo hubiera entendido mal.

—Eeeh… ¿Qué?

—Perdona. —Brooks suspiró, se le relajó la cara y por un momento no hubo nada extraño—. A quién le importa el club de latín, ¿no? —Luego apareció un destello en su ojo, una petulancia que era nueva. Abrió la cremallera de su mochila y sacó una bolsa ziploc con galletas—. A mi madre le ha dado por hornear como una loca últimamente. ¿Quieres una?

Abrió la bolsa y se la ofreció. El olor a avena y mantequilla hizo que a Eureka se le revolviera el estómago. Se preguntó por qué se habría puesto a cocinar Aileen la noche anterior.

—No tengo hambre.

Eureka miró su reloj. Quedaban cuatro minutos para que sonara el timbre. Cuando metió la mano en la taquilla para coger su libro de lengua, un folleto naranja salió volando hasta el suelo. Alguien debía de habérselo metido por las rendijas.

DÉJATE VER.

QUINTA EDICIÓN DEL LABERINTO DE TREJEAN.

VIERNES, 11 DE OCTUBRE, A LAS 19.00.

VÍSTETE PARA ESPANTAR A LOS PÁJAROS.

Brad Trejean había sido el chico más popular del Evangeline el año anterior entre los mayores. Era escandaloso y salvaje, pelirrojo, provocativo. La mayoría de las chicas, incluida Eureka, habían estado coladas por él en algún momento. Era como un trabajo por turnos, aunque Eureka lo había dejado la primera vez que Brad se dirigió a ella, ya que no sabía hablar de nada más que del fútbol de la LSU.

Cada octubre, los padres de Brad se iban a California y él daba la mejor fiesta del año. Sus amigos construían un laberinto de almiares y cartulinas pintadas con espray, y lo instalaban en el extenso patio trasero que los Trejean tenían en el bayou. La gente se bañaba y, conforme avanzaba la juerga, lo hacían desnudos. Brad había inventado su propio cóctel, el Trejean Colada, que era horrible y lo bastante fuerte para garantizar una fiesta épica. Más avanzada la noche, siempre se jugaba al Nunca Jamás, solo para mayores, donde se confesaban detalles exagerados de los que se iba enterando el resto del instituto poco a poco.

Eureka comprobó que la hermana pequeña de Brad, Laura, seguía con la tradición. Era una estudiante de segundo, menos famosa que Brad. Pero era simpática y no estaba considerada una zorra, como la mayoría de las de su curso. Había entrado en el equipo de voleibol, así que Eureka y ella solían verse en los vestuarios después de clase.

En los tres últimos años, Eureka se había enterado de aquella fiesta un mes antes por Facebook. Cat y ella iban a comprar los disfraces la semana anterior. Hacía una eternidad que no entraba en Facebook y, ahora que lo pensaba, recordó un mensaje que le había enviado Cat para ir de compras el domingo anterior, después de misa. Eureka había estado demasiado preocupada por la pelea con Brooks para tener en cuenta la ropa.

Sostuvo el folleto e intentó sonreír. El año anterior Brooks y ella habían pasado una de las noches más divertidas en aquella fiesta. Su amigo había llevado unas sábanas negras de casa y se habían vuelto invisibles para rondar por lo que se conocía como el Laberinto. Habían aterrorizado a algunos alumnos de último curso, pillándolos en situaciones comprometedoras.

—Soy el fantasma de la vista de tu padre —le había cantado Brooks en voz alta a una chica con una blusa medio desabrochada—. Mañana irás directa al convento.

—¡No tiene gracia! —había gritado su compañero, y sonaba asustado.

Era un milagro que nadie se hubiera dado cuenta de quiénes rondaban por el Laberinto como fantasmas.

—¿Volverán este año los spiritus interruptus? —Eureka agitó el folleto.

Él se lo cogió de la mano, pero ni lo miró. Fue como recibir una bofetada.

—Eres demasiado confiada —dijo—. Ese psicópata quiere hacerte daño.

Eureka gruñó y entonces le vino un olor a pachuli, que solo significaba una cosa: Maya Cayce estaba acercándose.

Llevaba el pelo recogido en una larga y complicada trenza de espiga que le caía por un lado, y los ojos perfilados con una considerable cantidad de kohl. Se había agujereado el tabique nasal desde la última vez que Eureka la había visto y un diminuto aro asomaba de su nariz.

—¿Te refieres a esta psicópata? —le preguntó Eureka a Brooks—. ¿Por qué no me proteges? Ve a darle una patada en el culo.

Maya se detuvo en la puerta del lavabo. Se cambió la trenza de lado y los miró por encima del hombro. Hacía que el cuarto de baño pareciera el lugar más sexy del mundo.

—¿Recibiste mi mensaje, B?

—Sí. —Brooks asintió, aunque no parecía interesado.

Seguía mirando a Eureka. ¿Quería ponerla celosa? No estaba funcionando. La verdad era que no.

Maya parpadeó con fuerza y, al abrir los ojos, los clavó en Eureka. Se quedó mirándola un instante, se sorbió la nariz y entró en el lavabo. Eureka estaba observando como desaparecía cuando oyó que rasgaban un papel. Brooks había partido en dos el folleto.

—No vas a ir a esta fiesta.

—No seas tan melodramático.

Eureka cerró de un portazo su taquilla y se dio la vuelta, hacia Cat, que justo había doblado la esquina, con el pelo alborotado y el maquillaje corrido, como si acabaran de interrumpirla en el Laberinto. Pero, conociendo a Cat, puede que hubiera pasado una hora perfeccionando aquel look esa mañana.

Brooks cogió a Eureka de la muñeca. Ella se volvió para fulminarlo con la mirada, y no se pareció en nada a sus peleas cuerpo a cuerpo de cuando eran pequeños. Sus ojos eran furia con signos de admiración. Ninguno de ellos habló.

Lentamente le soltó la muñeca, pero mientras se alejaba, le dijo:

—Eureka, fíate de mí. No vayas a esa fiesta.

Al otro lado del pasillo, Cat le ofreció el brazo a Eureka y esta lo aceptó.

—¿Qué dice ese? Espero que no tenga importancia, porque faltan dos minutos para que suene el timbre y preferiría cotillear sobre el último correo de madame Blavatsky. ¡Qué calor!

Se abanicó y arrastró a Eureka hasta el lavabo.

—Cat, espera.

Eureka miró a su alrededor. No tuvo que agacharse para saber que Maya Cayce estaba en uno de los urinarios. El olor a pachuli era fortísimo.

Cat dejó caer su bolso en el lavamanos y sacó una barra de pintalabios.

—Solo espero que haya una escena de sexo real en el próximo mensaje. Odio los libros que se quedan en los preliminares. Bueno, me encantan los preliminares, pero llega un momento que es como, venga ya, juguemos. —Miró a Eureka por el espejo—. ¿Qué? Estás pagando bastante dinero por esto. Madame B tiene que hacer la entrega.

Eureka no iba a hablar de El libro del amor delante de Maya Cayce.

—No he… no he podido leerlo.

Cat entrecerró los ojos.

—Tía, lo que te estás perdiendo.

Tiraron de una cadena. Se abrió el cerrojo de una puerta. Maya Cayce salió del urinario y se abrió camino entre Eureka y Cat para ponerse delante del espejo y tocarse el pelo largo y moreno.

—¿Quieres un poco de mi brillo para zorras, Maya? —dijo Cat, hurgando en su bolso—. ¡Ay, lo olvidé! Tú compraste todos los tubos del mundo.

Maya siguió acariciándose la trenza.

—No te olvides de lavarte las manos —añadió Cat alegremente.

Maya abrió el grifo y pasó el brazo por delante de Cat para coger un poco de jabón. Mientras se enjabonaba las manos, miró a Eureka en el espejo.

—Yo voy a ir con él a la fiesta, no tú.

Eureka casi se atraganta. ¿Por eso le había dicho Brooks que no fuera a la fiesta?

—De todos modos, tenía otros planes.

Vivía en una magulladura, donde todo dolía continuamente, un dolor agravaba otro.

Maya cerró el grifo, sacudió las manos mojadas en dirección a Eureka y salió del lavabo como un dictador abandonando el podio.

—¿De qué iba eso? —Cat se rió cuando Maya Cayce se fue—. Vamos a ir a esa fiesta. Ya he echado un vistazo en Foursquare.

—¿Le has dicho a Brooks que ayer vi a Ander?

Cat parpadeó.

—No. Apenas he hablado con él.

Eureka se quedó mirando a Cat, que abrió mucho los ojos y se encogió de hombros. Cat tartamudeaba cuando mentía; Eureka lo sabía por los años que llevaban pillándolas sus padres. Pero ¿cómo si no iba a saber Brooks que había visto a Ander?

—Y más importante aún —dijo Cat—: no permitiré que Maya Cayce te impida ir a la mejor fiesta del año. Necesito a mi colega de ligue. ¿Está claro? —El timbré sonó y Cat se movió hacia la puerta, agregando por encima del hombro—: No tienes nada que añadir. Nos vestiremos para atraer a los pájaros.

—Se supone que debemos espantarlos, Cat.

Su amiga sonrió abiertamente.

—Ya me entiendes.